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ecodistante · 1 year
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El judío errante
Entre las múltiples deducciones del Consejo Internacional de Antropología, se determinó como desaparecido al investigador y místico, Alphonsus Silva. La última vez que le vimos se dirigía al lago de Nemi para concluir la investigación de su vida: encontrar el libro primigenio del lenguaje y la creación, “Ótumos”. Nacido el 7 de octubre de 1897 en Asturias, Alphonsus Silva dedicó su tiempo a perseguir el origen de las cosas. Descubrió de joven la posibilidad infinita de las palabras. Jugaba con lodo y agua a crear figuras de arcilla y tablones de piedra con inscripciones en ellas. La escritura de Alphonsus era de una lengua inexistente, o por lo menos eso se creía. Durante su tiempo en la universidad trabajó en una tesis como ninguna otra. Creía que las palabras y el lenguaje eran heredados por ADN. Más allá de los idiomas, puntualizaba a detalle en la semiótica. Afirmaba que, el ser humano, es un ser mítico. Pasó así su juventud, leyendo La rama dorada de James George Frazer, a quien admiraba con fervor. Fue en ese mismo libro que aprendió sobre el lago de Nemi y los secretos que guarda. Desafortunadamente, los estudios del joven Alphonsus fueron detenidos de manera abrupta por la voz de algo, o alguien, que lo miraba desde el rincón más hondo de su habitación. Desde ese momento Alphonsus abandonó el estudio y se convirtió en un viajero. Este evento coincidió con la muerte de su madre, su único familiar y con quien vivía. Alphonsus, dictado por la voz, embalsamó a su madre y pronunció una serie de palabras que para él eran desconocidas. O eso creía. Al ser pronunciadas las palabras, un símbolo se trazaba sobre la frente de su madre. La carne, puntualizada por un fuego ensordecedor, dibujó el signo Omega. 
Entre los ojos color hueso. La palidez. Su madre muerta. La boca abierta. Negra.
Llena de pestes. Moscas. Un enjambre de lombrices brotaba de ella. El silencio. Una palabra parasitada en cada esquina de la fúnebre habitación, se hundió en sus oídos. Abismó su corazón.
– Búscame.
Alphonsus abandonó el cuerpo y caminó, errante, al lago de Nemi. 
Llevaba consigo la cabeza de su madre. Un péndulo, sus anotaciones y una brújula. Estos eventos le sucedieron a los veintisiete años de edad. Había buscado el apoyo de la Academia para sustentar sus estudios y publicarlos. Rara vez lo tomaban con seriedad, dado el tópico de las investigaciones mismas y su carácter hermético y solitario. Fue entonces cuando lo dimos por perdido. Por lo menos hasta hoy, 1997, que lo encontramos bajo el lago de Nemi frente a un venado que lleva en la frente el mismo símbolo que su madre.
– Entonces fueron escritos los días.
– Fuera del tiempo.
  Atravesamos el umbral frente al viejo sin cabeza, bajo el agua, sombra luminosa de ecos distantes. Nos llamaba una voz. La voz misma que llamaba a Alphonsus. Al entrar encontramos algo indescriptible. Una emoción inundó nuestro cuerpo, jamás habíamos sentido tanto terror y tanta fascinación al mismo tiempo. Los ojos no bastaban para mirar. Tanta lumbre. Aquél ser.
– Dios.
Cuando empecé a escribir este libro afirmé algunas teorías respecto a él. 
Para empezar, descubrimos que no tiene rostro, tampoco tiene cuerpo. Es palabra pura. Aún así, refleja los horrores o bondades de quien lo mira. Es un espejo. Voz… Al descubrirlo regresamos por el mismo umbral que habías cruzado y pudimos verte, en el ocaso, joven, descalzo. Era justo la primera vez que llegabas al lago. Tal cual nos fue indicado que te encontraríamos al salir del umbral, después de abrirlo dentro de algunas décadas. Con la cabeza de tu madre en un morral, con un libro en una mano y una brújula en la otra. Tú. Buscando la palabra de la vida.
– Estoy buscándola.
Después de esas palabras lo arrastramos al umbral mismo y le mostramos su destino.
Exactamente el mismo que su madre. Sin cabeza. En un rezo perpetuo. Abriendo ese portal.
Así que tuvimos que llevarlo más lejos.
Viajamos a Judea y lo dejamos ahí.
En el origen de las cosas. Fuera del tiempo.
Justo donde tenía que estar.
     Alphonsus pasó ahí el restó de su adultez. Comenzó la escritura de un libro que, él mismo, soñaría en su infancia y buscaría en los últimos años de su vejez. Ótumos. Escrito en un lenguaje que sólo él entendía. Paralelo a estos hechos, nosotros viajamos a su habitación para asegurar que cada acción a partir de este momento se repitiera.
James Harrington se preparaba junto con su esposa para provocar el primer viaje.
Alphonsus estudiaba y viajaba al lago.
Su madre moría.
Nosotros mirábamos desde la oscuridad.
Dictábamos.
La inmaterialidad llegó a nosotros la primera vez que todo esto sucedió.
Morimos.
Fuimos replicados por la voz misma en cada una de las habitaciones del mundo.
Un eco.
Así que nos dedicamos a observar.
    En Judea, Alphonsus terminó de escribir el libro, se acompañó de algunos místicos del momento y dejó un Gólem entre ellos, con la cabeza de su madre, a quien buscaba y regresó a la vida en el cuerpo del gólem mismo. Pronunció las palabras, Ótumos, mismas que le fueron dadas antes de perderse al cruzar el umbral. El libro también fue perdido por el tiempo en la sinagoga donde se refugió durante esos años en que envejeció. La sinagoga , casi en su totalidad, fue pulverizada por la guerra al principios del siglo veinte, cuando Alphonsus era niño y soñaba con estas cosas. Así que Alphonsus, con una edad trascendente, observaba y escribía cada hecho, dictaba desde las sombras de su habitación a su joven pupilo, Alphonsus, para llevarlo al lago de Nemi, y por medio de hallazgos alquímicos, traer de vuelta a la vida a su mamá, escribir el libro, y encontrar la primera palabra, el verbo de la creación.
Alphonsus, el eterno, regresó a su tiempo, casi dos mil años después, para continuar su investigación en el lago de Nemi, cortarse la cabeza, y volver a abrir el portal… La traducción del texto, el libro, existe. Fue encontrado por un joven profeta nazareno del cual no diremos el nombre. Él, entre otros profetas que lo anteceden como Horus, deben gran parte de su conocimiento a los hallazgos milenarios de Alphonsus Silva, quien sigue perdido en el tiempo. Creemos, por intuición, que ahora mismo está en Sumeria, Mesopotamia, dictando las instrucciones de un arca a la humanidad, en espera de un gran diluvio que tragará a los continentes, entre ellos Atlantis y Mu. A la par, su cuerpo prevalece de rodillas y sin cabeza ante el mítico venado del lago de Nemi, más allá del tiempo, pronunciando bajo el agua el verbo del cual se origina la realidad.
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ecodistante · 1 year
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Ósmosis
Creo en los viajes en el tiempo.
Es uno de mis temas recurrentes, la dislocación de la realidad, trasladar cuerpo, alma, y mente. Pero más que un artefacto de ciencia ficción, creo que el viaje en el tiempo es algo más místico y elevado. Uno se tiene que dislocar del tiempo mismo, que no es lineal. Trasladarse a otro lenguaje; el lenguaje de Dios.
No es sorpresa que los grandes artistas y genios del mundo sean de una cualidad atemporal. Creo también que, los sueños, son una vida paralela, más honda y densa. Y nosotros experimentamos en carne (al despertar) el pulso, los placeres y dolores de la realidad. Pero el sueño, perfecta máquina del tiempo, es la caja de arena de Dios. Su parque recreativo, el estado más puro de creación. Si uno, aunque sea brevemente y en lo cotidiano, logra resquebrajar alguna de esas membranas, suceden cosas extraordinarias: la poesía, el cine, la música, el sexo, el arte, el amor. Manifestaciones del viaje en el tiempo.
Recuerdo acabar, hace unos meses, como nunca, profundamente en ella en mis ojos y yo en los ojos de ella. Éramos el mismo ser. Algo atemporal. En ese instante pasaron los siglos, eones versados en la mirada, entre el ritmo y cadencia de su mitad y mi propia mitad. Así le escribí un verso con la boca, palabras circulares sobre la piel, y sentía las pulsaciones de su sexo como un metrónomo salvaje que marcaba los segundos y alargaba al tiempo.
Viajamos en el tiempo, un tiempo más allá del presente, nosotros mismos éramos la máquina del tiempo. Y nos fuimos de viaje hasta el principio mismo de los Olmecas donde el agua era prístina y nos mojaba bajo el cielo reverdecido por la flora y los quetzales. La humedad misma nos hacía enrojecer, y los sacerdotes nos veían a lo alto de los centros ceremoniales. Le rezaban a Ometeotl porque nosotros éramos Ometeotl, el gran sol jaguar, la fiera enajenada del deseo, una serpiente emplumada que ascendía con la boca desde los muslos hasta los cielos. Hicieron esculturas de nosotros que a la fecha se descubren e investigan. Dimos nombre a las cosas, esculpimos al otro con el cuerpo, barro, huesos, saliva y sudor, el vaho mismo de nuestro orgasmo fue el aliento que le dio vida a esos golems. Dragones de fuego que llevamos en la zarza de la lengua. Y así, partícula por partícula nos recorrimos el cuerpo con la yema de los dedos hasta encontrarle el rostro a Dios. 
Robamos de él las palabras hasta llegar a la más honda luz.
Volvimos. El tiempo ahora era de una inmensa quietud, sólo podía dedicarme a besarla y desatar los relieves de su piel con la boca, con ternura, bordar su desnudez con la levedad de la mano en una sola caricia, desde la punta de los pies hasta los labios. Y así ella lo hacía con mi cabello y mi espalda. Un mismo aliento nos estremecía. Era el tiempo de contemplarla. Verla vestirse. Maquillarse. Pasarse el peine por las honduras del cabello. Ponerse sus Calvin Klein ajustados al vientre, cacheteros. Esperar un próximo viaje. Su tiempo y el mío encontrado: un par de atemporales. Salimos de la habitación al lado de su estudio de arte y dimos la vuelta al centro de la ciudad, Kiosko Morisco, cada uno con un cigarro en la mano, Faros sin filtro, mientras escuchábamos heavy metal a buen volumen en el auto. Volvimos al mundo, pues. A caminar, a tribular, para después, la noche siguiente volver a encontrarnos y trasladarnos a otro tiempo, dislocar la realidad.
– Johann De Medina.
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ecodistante · 1 year
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Ven
Hace algunos sueños una paloma se robó la manzana de Arlo, el monje.
Las palomas picoteaban horriblemente las manzanas, pero nunca se las comían.
Arlo era un monje en el monasterio de Zacatlán de las manzanas.
Se dedicaba a recolectarlas y hacer jugo para los otros monjes.
Rezaban desde las seis de la mañana hasta las doce.
Tocaban el oboe, el tambor y una melancólica guitarra
que lloraba a solas bajo la sombra de los árboles de la cual fue talada.
Cantaban después cantos gregorianos de un tiempo ya olvidado.
Alimentaban con semillas a las palomas.
Semillas de manzana.
Arlo las recolectaba de entre los huesos y corazones del fruto,
roídas y viejas entre los adoquine musgosos del sendero que llevaba al jardín del monasterio.
Allí Arlo las sembraba, y precisamente allí, sembró su primer árbol de manzanas.
Arlo comulgaba por las noches antes de dormir, agradecía a ojos cerrados bajo la luz de la luna.
Llevaba toda su vida sin comer manzanas.
Hizo un voto de silencio por sus pecados.
Prometió no hablar y no comer manzanas durante veinte años.
Así hasta ahora, que es un hombre y ha muerto un niño dentro de su garganta.
Ese niño se convirtió en su propia manzana de Adán.
Ahora puede hablar, pero decide no decir una sola palabra.
Prefiere el silencio al ruido.
Prefiere los largos cantos o entonar rezos a boca cerrada.
Un “mmm” persistente entre los ecos oscuros del monasterio.
Así canta y versa entre los pastizales. Descalzo. Únicamente con su larga toga franciscana.
Una noche, aquél árbol que sembró, creció como ninguno otro, en forma de cruz.
El roble con su ramaje y verdor de jugosas manzanas
parecía susurrar entre los soplidos del viento,
diciéndole a Arlo en sueños: “ven…ven…ven”.
Y Arlo fue.
De entre el árbol destacaba una manzana.
Una manzana más roja que las demás.
Roja como grosella, de un rojo denso,
como de sangre, como de luna apocalíptica,
oscuramente roja, como jamaica.
Arlo la tomó para morderla.
El árbol aún le susurraba: “ven…ven…”.
Y Arlo se acercó aún más.
Y ya era de noche en un susurro.
Un rumor de las palomas.
Bajó una desde lo más alto y lo empezó a picotear,
hundiendo el pico profundamente en la carne
hasta dejarle huecos al centro de las manos y de los pies.
Las palomas se tiñeron rojas.
El árbol se sacudió.
Arlo quedó desnudo.
Sin poder hablar.
Esa paloma, la más paloma de todas, le robó su profunda manzana roja.
Empezó a llover. Los manzanales alzaban las ramas para beber.
Los monjes también.
Y Arlo lloró a ojos cerrados, bajo la luz de la luna, de la cual fue talado.
Comulgó con el único bocado que pudo morder del manzano.
Pidiéndole perdón a Dios.
Y la primera palabra que le dijo al señor fue: “ven”.
Y el señor fue.
Así, Dios volvió a bajar en forma de paloma
y lo robó de entre las manzanas,
llevándolo a su reino con él.
– Johann De Medina
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ecodistante · 1 year
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Binomio
En la hondura del desierto se agitan los espejismos de la noche, un horizonte frondoso. La arena, gotas de plata, salpica los pies de una mujer desnuda. Embarazada. Lleva una cruz del cuello hasta el vientre. Sus labios densos rezan, casi en silencio. Parece moverse entre espejismos, lentamente, como filmada por una cámara ebria que arrastra su cuerpo entre largas “eSes” formadas en la arena, desvaneciéndose, buscando agua.
Ella es el sueño de sí misma.
Sor Juana, con los labios húmedos, posa en los belenes de su ventana, le reza a la luna, palpa la carne árida de su Cristo en el cuello. Un Cristo sonámbulo que la sueña, llena de gracia, bajo la noche peregrina del desierto. Sor Juana abre los ojos, desnuda, en el agua, en los claroscuros del monasterio. Frente a Cristo crucificado en el Gólgota. Escribe un poema, camina, se hunde bajo la luna, en la arena.
– Johann De Medina.
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ecodistante · 1 year
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La cámara de escribir
Sacamos a lavar los libros y el cabello.
Las tarjas rebosaban de agua, el cielo era gris al medio día.
Soplaba el viento. Los árboles sin hojas daban su último aliento.
El sol era el más tenue y pálido del siglo.
Algo estaba a punto de cambiar.
Le regalé uno de los libros a mi hijo y le pedí que me buscara porque estoy perdido.
Llevarán algunos años sin encontrarme.
A la fecha no sé en dónde estoy, pero sé que algunas palabras me hacen aparecer.
Inventamos un artefacto, la cámara de escribir.
Bajo ciertos órdenes lingüísticos y verbales aprendimos a conjurar el universo,
poemas, cuentos, muertos, vivos, libros, sueños, música, algunas entidades.
Completamente imaginarias y reales.
De cierta dimensión. De cierta textura. Desierto sustento.
Pasamos las horas hablando en voz alta invocando pájaros, sombras, cuerpos de luz que se alojaban entre los labios y se nombraban a sí mismos.
Empezamos a replicarnos en fotografías escritas.
Fue en alguna de esas palabras en las que me perdí.
Mi hijo no tiene más de mi edad, de hecho siempre lo he imaginado joven, como de unos 19 años. Un poco más alto y delgado, quizás, con los mismos ojos y el cabello similar al mío.
Le pondré Desmond. Siempre lo he soñado así.
Es mi yo, que será yo, después de mí.
En este sueño las cosas ocurren de forma consecuente y espontánea. Todo aparenta tener un porqué. Un eslabón que lleva a otro aunque bien no hayan similitudes entre un acto y otro, pero todo es evidente en profundidad. Como mi hijo. Que de hecho alguna vez lo tuve y también lo imaginé. Fue real. Estuvo en el vientre de mi corazón. Y simbólicamente, al morir, le puse Desmond. Le recé algunas noches, oré por su alma, lo cubrí de mantras y oraciones en voz alta para que pudiera reencarnar o ascender a un mejor lugar. Lo cubrí de fuego. Lo cubrí de amor. De toda mi esperanza. Así calibré letra por letra. Articulé palabra por palabra. Recé rezo por rezo. Nombré a mi hijo en voz alta.
Así lo inventé.
Nació.
Vino al mundo en forma de libro.
Un purgatorio que me habita, u otra forma inmensa del cielo.
Imagino que es algo así como un consultorio vacío y con las luces prendidas.
Con esos focos que parpadean y siempre están a punto de apagarse.
Un lugar tan solitario y tan pacífico. Con las puertas cerradas y las ventanas abiertas.
Un lugar donde no hay nadie mas que el viento. Con alguien a punto de aparecer.
Una respiración imaginaria que te colma los pulmones.
Algo que te preexiste. Un poema.
Alguien que está detrás.
Esta invención es fruto de una página que escribo ahora mismo en la madrugada. Terminé de ver Los Soprano después de un par de horas y tengo la impresión de que la ficción emerge de una profundidad inmensa y colectiva, pero siempre singular.
Eso que nombramos autoría.
En fin. Nada resuena tanto en estos días como la voz de Tony Soprano o el Stupid Dream de Porcupine Tree que escucho una y otra vez desde Diciembre… Es mi banda favorita.
Mi hijo ha de pensar que estoy algo mal de la cabeza, y puede ser verdad.
Si yo mismo lo he creado algo habrá heredado de mis pensamientos.
Seguramente elabora este tipo de teorías.
Desmond. Mi hijo.
Sospecho que fue devorado por un cuervo o por los tigres.
Se esfumó, se lo llevaron.
Entonces me perdí.
Empecé a escribir estos cuentos y algunos poemas entorno a la creación.
A lo mítico. Verdades ontológicas. Lo efímero. Lo permanente.
Tejí las ramas de mi cerebro y esbocé la idea de algunas piezas fílmicas.
Primero ideé una película. Trata sobre una madre que no se puede embarazar. Ella es educadora, trabaja como miss en un colegio preescolar y prepara una obra de teatro para sus alumnos. Los viste de patitos, leones, árboles, caperucitas, piratas, príncipes, catrines y lobos. Pero uno muere, se asfixia. Esto la traumatiza enormemente. A partir de este punto una figura sombría la persigue. Una especie de lechuza enferma y delgada, un ermitaño sombra que se alarga sobre ella. La acecha. No le permite respirar. Algo pasa en su vientre… Es una mujer embarazada que, al final de la película, va a abortar. Un aborto espontáneo. La última escena es esta. Ella en la regadera, con las piernas tristemente ensangrentadas, recogiendo a su hijo de entre el agua y llevándolo a su boca para tragar. Volver a llevar en ella lo que más desea.
Entonces pienso en Desmond. En mi hijo.
El día que un cuervo y los tigres se lo llevaron.
En ese amor y deseo paternal. En sus propias ganas de existir.
De la palabra vino esta cicatriz. Este pequeño rincón de los deseos.
Algunas oraciones. Imágenes. Sonidos.
Filmamos la película en mayo del 2023. Hace poco, dentro de unos meses. Decidí que tendría que ser yo quien la filmara, más allá de dirigirla. Llevar la cámara y hacer la fotografía. Iluminar. Hilvanar.
Hacer algunas cosas, de carácter místico, que no enseñan en las escuelas de cine... Me dispuse a estar encerrado algunos días con mis actores. Alimentarlos, cuidarlos. Leer el guion, nutrirnos de él. Hacerlo realidad. Traer de la palabra la materia.
No sólo evocar la imagen… Hacerla aparecer.
Fui a finales de enero de este año a la UNAM. Específicamente a la sala Nezahualcóyotl a escuchar a la orquesta filarmónica de la universidad. Fui a escuchar a Stravinski en particular. Acompañado de una maga, una hechicera. Una dama. La lumbre de mis ojos. La voz de mi corazón… Escuchaba a la orquesta y me asombraba del orden que se escribía allí. La forma en que los músicos ordenaban el universo. También hacían algo aparecer. Todo era luminoso, y estaba sentado con ella. La vida era vasta. Cuerpo y sonido se alzaban. Dios estaba entre nosotros. La noche cobraba vida. La sala se alargaba.
Todo era armonía. Perpetuidad.
Mi sueño se ondulaba. Como al centro de una taza de café.
Gota por gota. En cada trago. En ese restaurante al que después fuimos a platicar.
Ahí mismo, sobre su cabeza, había una vieja máquina de escribir que adornaba el lugar.
Le tomé algunas fotos y ella me tomó otras.
Me pidió que le tomara una foto bajo las luces y que saliera “la cámara de escribir”.
Cosa tan bella. Ella percibió ese juego de la creación que vino de su voz y nos reímos un poco. Nos pareció maravilloso, tan posible, tan grande. Algo que valdría la pena relatar… Llevo algunas semanas pensando en eso durante las tardes cuando salgo a dar clase en el Café Fuerte de la Narvarte y mientras camino algunas horas para darme el lujo de fumar. Pienso en los posibles cuentos para titular bajo el nombre de esa invención.
Así que hice uno, que involucra a mi hijo que no nació, algunos libros, la orquesta de la UNAM, la cámara de escribir, y a la hechicera.
Fuimos de viaje a Italia acompañados de un sacerdote, del cual no diré el nombre, y un monje que vino del siglo 19 para acompañarnos. A él le falta un brazo, y es escritor.
Parece saber mucho de estas cosas. Lo encontré entre las páginas de un libro de su autoría, Jacobo el mutante, aunque en realidad yo leí su versión reloaded.
Me presenté ante él el diciembre pasado y recibí su bendición, o por lo menos eso sentí al saludarlo y ofrendarle humildemente un libro de mi escritura y solicitar sus palabras en algunos de la suya. Vaya, que le pedí lo más sagrado. Algunas palabras. La firma de su existencia. Una prueba. Un apretón de manos. Lo mínimo. Lo más hondo.
Cuando llegamos a Italia, él, la hechicera, el sacerdote, mi hijo y yo, viajamos directo al lago de Nemi, esto pasó en el 1480 después de Cristo, viajamos específicamente en esa fecha como un detalle que preparé para la hechicera, ya que, aunque rondamos la misma época, sé que a ella le habría fascinado vivir durante el renacimiento. Así que fuimos y durante el trayecto hacia el lago tomamos algunas fotografías escritas con su cámara de escribir. Posó junto a DaVinci, que nos saludó y prometió visitarnos pronto en algún toquín de la orquesta de la UNAM. También subimos a pie el campanario de Giotto y tomamos más fotografías en lo más alto de la torre. Bordamos con sonrisas y luces ese lugar. El sacerdote esperaba debajo con algunos libros que leía en silencio y nos daba la bendición desde ahí. El monje llevaba a mi hijo de la mano y le enseñaba a escribir. Yo llevaba la cámara para escribirle algunas imágenes a mi hechicera amada mientras tocaba la campana de la torre y daba vueltas hablando italiano por toda Florencia, lugar que visitó hace algunos años... Fue un viaje extraordinario. Apuntamos algunos recuerdos, comimos hasta llenarnos, bautizamos algunas pinturas de Leonardo y nos dio algunos consejos de arquitectura. Quedamos de estar en contacto y abrimos un grupo para nosotros en WhatsApp. Envió las coordenadas del lago y dibujó un pequeño croquis para darnos la mejor ruta. Nos rodeamos de las dríades del bosque más cercano y caminamos durante el ocaso persiguiendo todo rastro de agua en los pies, palpamos la humedad de la tierra y lavábamos los libros cada tanto en los pozos de un pueblo cercano, del cual llenábamos los cántaros con agua para tomar y refrescarnos. Sondeamos nuestro destino, el guiño más brumoso del sol. Llegamos al lago de Nemi. Este viaje deseé hacerlo demasiado desde que escribí mi cuento Otumos, anhelaba tanto visitar a mi viejo amigo Alphonsus Silva que a la fecha sigue rezando bajo el agua, invocando golems, escribiendo con los ojos cerrados, ofrendándose a Dios, abriendo los portales de un mundo al que sólo se puede acceder por el lenguaje… Ahí estaba, en lo más hondo del lago. Así que me puse mi traje de baño y el esnórquel para sumergirme y saludarlo. Darle un abrazo.
Frente al lago
la hechicera disfrutaba del sol con una soda de granada y tomaba fotografías.
El monje disponía su Remington vieja para escribir otra novela.
El sacerdote rezaba. Reafirmaba su voto de silencio. Nos persignaba.
Desmond, mi hijo narrado, jugaba entre los árboles. Existía.
Vimos a Johann De Medina salir del agua.
Cumplió otro año. Algo cambió. Parece nuevo.
Trae algo de vuelta. Otra cámara de escribir.
Un cuento, un poema. Una canica de universos.
Palabras que emergen del presente.
Y aquí estoy.
Escribiendo nuevamente.
Imaginando algunas cosas que pasaron, y otras que pasarán.
Dio la madrugada y saqué algunos libros a lavar.
También me lavé el cabello y abrí las ventanas.
Salió la neblina y detrás de la neblina el sol.
Aún es invierno. Estoy frente a la máquina.
Acabo de ver Los Soprano y escuchar el Stupid Dream de Porcupine Tree.
Escribo en voz alta y sueño con las manos.
Tejo palabras. Medito. Salgo de mí.
Así que aquí le dejo un libro a mi hijo,
por si me muero y me quiere encontrar.
Por si nace y es narrado. Quiero que me busque.
Volver al verbo del que se originan las cosas.
Volver a nacer. Ver cómo se abren los lotos al día.
Lavar algunos libros y ponerlos a secar. Abrir las ventanas.
Rezar por mi nacimiento. Regresar en forma de pájaro.
En forma de agua. Con el paso de los siglos.
En 1997. En una oración.
Volver a este cuento.
Estar aquí.
Sospecho que no estoy tan mal.
Sólo quería dar una vuelta por Italia.
Ir de nuevo a la orquesta con la hechicera.
Ver a mi hijo.
Saludar al viejo Alphonsus.
Acompañarme de un sacerdote.
Darle la mano al monje.
Filmar mi película.
Creer en Dios.
Narrar.
...
— Johann.
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ecodistante · 1 year
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El único viaje de James Harrington
Mi marido murió un 7 de diciembre de 2002,
rompimos los relojes, rasgamos la ropa
y cortamos toda posible luz.
El viaje se dio ese mismo día en la madrugada.
Desde entonces no lo he visto.
Desapareció.
Su cuerpo simplemente dejó de estar.
Fue transportado por fuerzas de otro mundo (o de este) a un tiempo que desconozco,
o quizá tal cual lo planeó;
al orígen de las cosas.
Iba preparado con el traje de carbono que se hizo durante la última década.
Pasó las horas encerrado aquí, en el sótano, a solas, ansioso, con fiebre y hambre.
Mordiéndose las uñas como si marcara los segundos con ellas, mordida a mordida.
Las horas pasaban, y los meses, y los años.
Acondicionó todo para convertirlo en su nueva habitación.
Al centro de todo prevalecía un retrato de Marcel Proust.
Cerca de las cinco de la mañana, justo antes de dormir, fijaba los ojos en los ojos de Proust.
Se hundía en él… Imagino que le rezaba. O tal vez se transformaba en él…
La primera transformación sucedió en un lapso breve.
Cosa de milésimas de segundo.
Había dejado muestra de ello en documentos fílmicos.
Pudo captar el más mínimo paso del tiempo en su rostro:
el nacimiento de uno de los vellos en su barba.
Proyectaba estos experimentos al techo sobre su sofá cama.
Ese pequeñísimo cabello le tardó en crecer un par de horas.
Par de horas que pasó dormido sentado frente a la cámara.
Al despertar preparó todo, cerró las ventanas con largas y hondas cortinas negras,
sacó del cuarto todos los objetos de metal, apagó la luz, cortó el circuito eléctrico,
se encerró y me pidió buscarlo en dos horas.
Así lo hice.
Era escéptica de sus experimentos hasta este momento.
Cuando bajé lo encontré sudado, cansado,
con su tatuaje de omega desfigurado,
más pequeño, como cuando uno poncha un globo con figuras impresas,
pero lo más importante:
lo encontré sin un solo cabello en la barbilla.
Estas transformaciones lo llevaban de vuelta a mí como estaba justo antes de filmarse.
Ese pequeño cabello no existía… O bien, existió, y ahora, estaba a punto de existir.
Así continuó con espacios más prolongados en el tiempo.
Un letargo exhaustivo que le llevó una década de trabajo e investigaciones.
Así hasta el día de hoy, el día que apareció.
Dentro de la cámara.
7 de diciembre de 2022.
Escuché un ruido inquietante que venía desde el sótano.
Lugar que dejé tal cual como cuando se fue.
Era el llanto de un bebé.
Un bebé que llevaba en el brazo el mismo tatuaje de omega,
aunque deformado.
Un bebé muerto.
Enfermo.
Sin un solo cabello
y sudado.
...
—Johann De Medina.
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ecodistante · 1 year
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Mictlantecuhtli
Encontramos la cabeza de Mictlantecuhtli en lo más hondo del templo mayor. Bajo las instrucciones de Reynaldo Ruíz, cavamos, día con día, hasta las entrañas del Zócalo.
Esto sucedió el 2 de noviembre de 1892.
Entre los hallazgos de esta excavación se recuperaron artefactos que datan cerca del 1500 a.C. Los artefactos eran dientes esculpidos en forma de pequeños cráneos, huesos de una multitud incontable de seres humanos que fueron sacrificados.
Estos huesos, los sacrificios, llevaban en
sí pequeños huecos, al igual que la cabeza de Mictlantecuhtli repleta de fisuras…
Del mismo sitio sacamos una cabellera de
aproximadamente cinco metros de largo.
Esta cabellera tenía un hedor a moscas, carne putrefacta, estaba empapada en sangre, como si fuera una jerga de las que uno sumerge en agua y exprime para lavar.
Nuestra teoría es que, a como se ilustra en los códices, la cabellera se hilvanaba a la cabeza de la deidad, así mismo los huesos se tejían con esos cabellos y formaban entre ellos un cuerpo más grande e inmenso que si se logra reconstruir podría medir entre diez a quince metros de alto.
Reynaldo Ruíz trazó imaginariamente las posibilidades geográficas para este hallazgo,
todo dimensionado por un sueño que tuvo de niño donde, el mismo Mictlantecuhtli, le llamaba... Pasó toda su vida escribiendo historias y teorías sobre el Dios mexica.
Le rezaba. Ofrendaba pájaros muertos, carne de cerdo cruda y sus cabezas para él.
Alguna vez pensó en ofrendar a sus hijos, a su mujer, a él mismo... Empezó cortándose pedazos de los muslos. Hacía pequeñas figuras de barro de la deidad a la cual le pegaba esos trozos de sus piernas.
Le daba carne. Forma. Volumen.
Pensó alguna vez en darle su voz. El cuerpo.
Pero era necesaria su forma física en este mundo para empredender el viaje, encontrar la cabeza de Mictlantecuhtli enterrada en el templo mayor de Tenochtitlán.
El norteamericano James Harrington y el judío Alphonsus Silva le siguieron el paso a Reynaldo. Estos estudiosos en la materia creen que ofrendar la cabeza propia a una deidad es la clave para ser poseso por esta misma. Habitado por ese Dios, más bien, permitiéndole así caminar por la tierra y hablar en el lenguaje de Dios, en el lenguaje de los muertos...
A Reynaldo siempre le preocupó no poder comunicarse con su madre en sueños, un día simplemente dejó de soñarla.
Creémos que su madre es Mictlantecihuatl. Pero todo esto es una suposición.
El fundamento principal de estas hipótesis se respalda por un solo hecho irrefutable.
La reencarnación en el siglo 20 de Mario Bellatin.
Bellatin fue un antiguo bibliotecarío de México durante la época de la colonia, presuntamente nacido en Perú, aunque es irrefutablemente Mexicano... Colectaba una serie de recursos literarios, bíblicos, judíos y mesoamericanos para la escritura de un golem, un libro que a la fecha, enero 2023, sigue escribiendo.
Bellatin fue amigo de Harrington, de Silva y de Reynaldo. A este último le hizo entrega de las ilustraciones y textos necesarios para la búsqueda de Mictlantecuhtli.
Se pagaron algunos carruajes y calandrias para la expedición.
Viajamos en la noche y llegamos cerca de las 23 horas.
Trabajamos durante cuatro meses en la excavación hasta dar con la cabeza.
Cabe mencionar que, en el rostro de la deidad, prevalecía un lunar en la mejilla derecha.
Un lunar de carne viva. Suave. Luminosa.
Todo lo demás estaba hecho de huesos y de barro... Durante el periodo de estos hallazgos mis compañeros murieron de fiebre.
Todos tocían al menos veinte veces.
Las fuimos contando según las horas que pasábamos en las excavaciones.
Así se fueron muriendo, uno por uno, hasta que yo, Johann De Medina, encontré la cabeza de Mictlantecuhtli.
Morí el dos de noviembre de 1892.
Reynaldo me cortó los brazos,
las piernas, y separó el torso de la cabeza.
La colocó en el altar de Mictlantecuhtli.
Desde entonces mi voz es más gruesa y profunda.
Como de una legión de voces unísonas.
Entiendo el porqué de la muerte.
De mis ancestros y los próximos a nacer.
Desde entonces mi aliento es otro.
Y mis huesos y mis entrañas.
Mi cuerpo dejó de ser mío.
En ese momento convergieron los tiempos.
Me llamaron Mictlantecuhtli.
Desperté en el orígen de las cosas.
Dirigí el camino y las celebraciones del Mictlán junto a una mujer indígena de la que me enamoré, Mictlantecihuatl.
Le otorgé la eternidad, esbozamos esculturas de nosotros con huesos y cuerpos de sacrifcios que nos ofrendaban.
Mojábamos el cabello en la sangre de los muertos para lustrarlo y hacerlo sedoso.
Así hasta que pasaron los eones y nos quedamos calvos.
Desde entonces los muertos tejen sus cabellos a las fisuras de mi cabeza.
Pasaron los siglos, Mictlantecihuatl renunció a la eternidad y tuvimos un hijo al cual dio a luz en Sevilla, España.
Reynaldo Ruíz.
Durante toda la vida de mi hijo le pedí en sueños que viajara al templo mayor y me buscara... Dispuse a Mario Bellatin, a Silva, a Harrington y a mi cuerpo humano, De Medina, para guiarlo a mis restos... Después de la muerte de los arqueólogos y los horrores que causé a Reynaldo, me volvieron a enterrar empapado en la sangre de mi cabellera.
Un siglo después sería encontrado nuevamente en el templo mayor, en 1994.
Tres años después volvería a nacer,
en febrero de 1997.
Veinticinco inviernos después me encontraría con Mario Bellatin en la presentación de su libro, Un Kafkafarabeuf, en diciembre 2022, y un mes después encendería la máquina y dedicaría mi tarde en la editorial a escribir todo esto... De alguna forma, Reynaldo siempre me está encontrando.
Desde entonces,
en esta forma de narrar,
vuelvo a ser yo.
A perderme entre los escombros
de una civilización sabia y perdida.
A cuidar de los muertos.
Hablar en su lengua.
Escribir este cuento,
creer que las palabras invocan a Dios,
llamarme Johann De Medina.
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ecodistante · 2 years
Text
Otumos
Hace tiempo se tradujo el texto de un libro perdido en las bibliotecas de una sinagoga hoy inexistente, con origen en el ya devastado templo de Diana. Data de cientos de miles de años antes de Cristo. El resto del texto fue encontrado dentro del vientre de un cervato ahogado y momificado por el agua en las profundidades del lago de Nemi. Hace tiempo, cuando el texto se tradujo, faltaron algunas palabras en el libro mismo. Palabras tatuadas a fuego y metal en el lomo del ciervo, escondiendo una palabra más transcrita en su lengua.
El cuerpo desprende un aroma a nardos y olivos al abrirle la boca para leer esta palabra ignota, acompañada de otras palabras, palabras desconocidas y que a la fecha son intraducibles. La teoría es que preceden al proto griego, indicando un rango de entre 4,000 a 6,000 años a. C. Acercándolas al castellano podríamos vocalizarlas de esta forma: akh'en, otumos, leg, o. La letra Ω está marcada entre los ojos del ciervo, y la única oración reconocible en su costado es: μακροζωία (larga vida).
Si bien el texto hizo su aparición en una sinagoga, hoy sólo ceniza, fruto de la segunda guerra mundial, desconocemos el trayecto milenario del libro entre el lago de Nemi y la sinagoga. La teoría apunta a que fue robado por un grupo de rabinos durante el imperio romano, 5 a. C, y almacenado entre otros textos sagrados que elaboran una guía práctica y visual sobre el mito, ritual y elaboración de el Golem.
Entre estos textos también aparecieron algunos apuntes paganos, de carácter druídico con trazos rupestres de una estrella con un ojo al centro y tres varas de madera en la corona. Debajo un sol en su ocaso, por encima una luna y detrás una cruz. El antropólogo Alphonsus Silva apunta a que este grupo de rabinos perseguían las palabras perdidas del libro. Refuerza esta teoría con apoyo en el hallazgo de tres esqueletos, dos ahogados y momificados por el agua, cerca del ciervo, y otro hecho huesos entre los árboles donde emerge el Rey del bosque, bosque consagrado a Diana.
Este hallazgo fue posible durante la extracción de los palacios navíos de Calígula, construidos en el primer siglo d. C, y destruidos, como la sinagoga, durante la segunda guerra mundial. Estos datos contribuyen a otra teoría, un poco más esotérica, en la que un grupo de tres nazis que oficiaban consignas de investigación e inteligencia secreta estaban en busca del libro y sus palabras restantes. Esta teoría también se sostiene por el hallazgo de tres esqueletos nazis circundantes a los de los rabinos, en torno al lago de Nemi.
Existe la sospecha de que estos rabinos fueron asesinados por los nazis, o quizá por algo más, observa Alphonsus Silva. El detalle es que entre los tres nazis, y los tres rabinos, hay de por medio casi dos mil años de historia. Silva detalla estas observaciones con fundamento forense: los tres rabinos fueron violentados por una fuerza descomunal. Marcas de uso de violencia fueron encontradas y, además, al costado de los rabinos la oración μακροζωία (larga vida) estaba inscrita por un ardor que sólo podría producirse con rayos de luz…
Esto plantea una disyuntiva. Hay quienes creen y sostienen que los rabinos no eran rabinos y que murieron ahogados tratando de robar algún tesoro enterrado, y que los nazis, en una consigna de inteligencia para encontrar los navíos de Calígula, fueron asesinados por algún grupo enemigo desconocido. Esto descarta los fundamentos míticos y místicos del ciervo que resiste intacto bajo el agua, de entre 4000 y 6000 años de edad… Este libro antiguo lleva por título la letra "α", y por debajo alcanza a leerse, muy borroso, "Ἀτλαντίς νῆσος". El libro se conserva junto al ciervo, bajo el agua en lo hondo del lago de Nemi… Creemos a la fecha que Alphonsus Silva lo regresó a su lugar, pero aún no entendemos el porqué. Para concluir alguna maldición, quizás.
Silva fantaseaba con cortarse la cabeza y cargarla él mismo al lago, como una ofrenda, hasta hundirse en sus aguas. Cosa que hizo. Ahí mismo, frente al ciervo, posa su cuerpo de rodillas e inclinado, trazando una pose de reverencia y ofreciendo el libro y su cabeza al ciervo con las manos… Con el paso de los años Alphonsus se ha momificado por el agua, de la misma forma que el ciervo, los rabinos, y los nazis. Hoy, en el año 1997, a Alphonsus Silva aún se le puede visitar.
Nuestra conclusión es que, estos personajes, incluyendo a Silva, anhelaban con desquicio encontrar la primera palabra dicha; pronunciar el verbo de la creación… La traducción del texto fue elaborada por Alphonsus Silva, a la fecha no se le ha encontrado.
Creemos que el lago de Nemi es una puerta a otro continente, sólo accesible por el lenguaje. Sabemos, ontológicamente, que en el año cero se dio vida al primero y último Golem. También sabemos, sólo por intuición, que Alphonsus Silva, los rabinos, los nazis y el ciervo, siguen vivos bajo el agua, tratando de pronunciar eternamente esa palabra tatuada en la lengua.
Un verbo con forma de omega. . — Johann De Medina.
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