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Cris Albán: de la guerrilla a los libros
La casa de Christopher Albán se ha convertido en la librería Albán. Un pequeño rótulo de madera con su apellido, sobre una reluciente pared amarilla, alerta al visitante de que en esa casa de dos pisos ubicada en un sector exclusivamente residencial, a una cuadra de la entrada del Parque Bicentenario, también habitan libros. Los muebles de la sala y el comedor fueron reemplazados por estanterías de madera, de varios tamaños y colores, sobre las que reposan títulos de literatura latinoamericana, universal y ecuatoriana; ensayos sobre América Latina; guías Lonely Planet para viajeros; sagas juveniles; colecciones de pensamiento económico; cuadernos de arte, fotografía e historia; obras infantiles; y más.
El único corredor desprovisto de libros —pero lleno de cuadros abstractos, surrealistas y figurativos, como en el resto de las paredes de la casa, donde destacan los trabajos de Washington Iza— conduce a tres dormitorios y al baño. No más. La cotidianidad, ahora, se ha conjugado plenamente con el oficio de este librero que trabajó por 26 años en la Libri Mundi de la Juan León Mera, cuando aquel espacio aún era el epicentro cultural de Quito, antes de que fuera adquirido por Corporación Favorita, en 2015, y se convirtiera en una suerte de boutique donde resaltaban más los souvenirs que los libros.
Sentado en una de las clásicas sillas de madera clara con cojines rojos que estuvieron en esa Libri Mundi, Christopher Albán, o Cris, como todos lo llaman con estima, recuerda que antes de dedicarse al oficio de librero, antes de que la lectura trastocara su identidad, su formación estuvo marcada por la política, la ideología de izquierda y su deseo de ser guerrillero. “Ha sido todo un recorrido llegar acá, a los libros, a la lectura, que para mí es un acto divino, como rezar; es ese encuentro con su otra soledad, con ese otro ser suyo. Eso es para mí la lectura. El alivio que debe tener uno en un momento de desdicha. A uno la lectura le saca de las preocupaciones, de las angustias”, dice con la voz pausada, tras unos gruesos lentes rectangulares que le dan un aire de seriedad, reforzado por su cabello cano peinado a la mitad.
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Quiteño nacido en la maternidad Isidro Ayora, a las dos de la mañana del 19 de abril de 1956, Cris vivió su infancia con su abuela materna cerca del Hospital San Lázaro, donde recorría junto con sus amigos los túneles que, en ese entonces, se conectaban desde San Roque hacia El Tejar. Aventurero más que travieso, llegaba a su casa sin zapatos luego de serpentear el río Machángara, de recorrer el Molino el Censo o de bajar las profundas gradas del Centro Histórico. Su madre no toleró esa actitud del hijo o, más bien, las concesiones que la abuela de Cris le daba, por lo que decidió arrancarlo de su lado y lo inscribió en la Escuela Vicente Rocafuerte. “Mi abuela era analfabeta, pero de gran corazón”, recuerda mientras se levanta a poner música, una que parece una mezcla de bosa con jazz.
Antes de que ingresara al colegio Mejía, donde su vida se derivaría en riñas y devociones al Che Guevara, su padre abrió al lado de una peluquería una tienda de revistas y fotonovelas que alquilaban a los vecinos. Historietas como Chanoc, El llanero solitario, Juan sin miedo, Memin, Doctora corazón o Lágrimas y risas acompañaron la adolescencia de Cris, cuyo padre trabajaba como técnico en la Empresa de de Agua Potable y su madre tenía una fonda. La tienda de revistas, donde también trabajó por primera vez Cris, quebró porque habían introducido un futbolín que desvió la intención del público por la lectura.
El padre de Cris era alfarista, velasquista, dirigente sindical, pero no del Partido Comunista o Socialista, sino de los Obreros Católicos. Le gustaba dar discursos públicos y, cuando moría un vecino, él hablaba en el entierro. Mucha de esa genética se activó en Cris cuando entró al Mejía, donde el primer día de clases se conmemoró la muerte de Ernesto che Guevara, ejecutado el 9 de octubre de 1967. “Todos queríamos ser como él, ni bien entré al colegió se me borró todo lo que yo creía”, dice Cris sin recelo. En ese colegio estuvo solo hasta tercer curso, pues repitió tres años y a la cuarta matrícula no le permitieron inscribirse. Su talón de Aquiles fueron las matemáticas modernas y el dibujo técnico. Y, sin embargo, pese al poco tiempo que estuvo ahí, ya aprendió a armar bombas molotov y a enfrentarse a la caballería de los gobiernos de turno.
Cris, estirándose las piernas para evitar el amortiguamiento, recuerda que terminó de graduarse en el colegio pensionado Bolivariano y que por ese entonces ya asistía a los cines foros que organizaba el escritor Ulises Estrella, quien les proyectaba cintas de Jorge Sanjinés y Miguel Littín. “Después ponía un cine que yo no comprendía, de Bergman, del expresionismo alemán, muy elevado para mí. Me gustaba más las películas del realismo”.
La Federación de Estudiantes Secundarios del Ecuador empezó a acercarse a Cris y se hizo amigo de la izquierda radical, del Frente Revolucionario Estudiantil. Ya no solo leía el manifiesto comunista, sino a las diversas ligas de los comunistas, como las francesas y alemanes, y aparte complementaba esas lecturas con novelas rusas como La madre, de Máximo Gorki; Así se templó el acero, de Nikolái Ostrovski; o El caso Tuláyev, de Víctor Serge.
“Ya quería ser guerrillero, era la época; estaba el Che, Castro, Mao, brotaba la izquierda; me interesaba ubicar el por qué de las distancias, las divisiones, las desigualdades. Solo queríamos oír Víctor Jara, Quilapayún, Inti-Illimani”, dice sin ningún arrepentimiento.
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Muchos de los libros, muebles y sillas que Cris tiene en su librería son producto de la liquidación que recibió de Libri Mundi, cuando decidió no esperar más por un dinero que, dice, “tomaría años en entregárselo”. Aunque su nuevo negocio está todavía armándose y no ha hecho ninguna inauguración oficial, ya se puede divisar una librería con un fondo que incluye editoriales tan diversas como raras. “Solo he avisado a través de mi Facebook que ya abrí este espacio, esperemos que venga de a poco la gente”, cuenta con calma Cris, quien estudió derecho en la Universidad Central, donde tuvo como profesor de letras a Alfredo Pareja Diezcanseco, y de ciencias políticas a Rodrigo Borja. A pesar de que no acabó la universidad, lo hicieron candidato a la Asociación Escuela de Derecho y, desde ese momento, entró a la política ecuatoriana bajo la tutela de Manuel Agustín Aguirre. También apoyó a la célula Carlos Marx del Movimiento Obrero, donde trabajó en la Biblioteca de la Sociedad Artística Industrial, y luego se vinculó a la Pedrada Zurda, un taller literario en el que confluían antropólogos, médicos, pensadores, artistas y poetas. Ahí conoció a Diego Caicedo, que luego lo vincularía a Libri Mundi.
En ese tiempo, unos compañeros de Guayaquil, de la Juventud Socialista Revolucionaria, de repente, le dijeron que deje la bohemia, que haga ejercicio, gimnasia, que entre a la escuela de karate. “¿Para qué?”, preguntó. “Para aguantar la tortura, el palo”, le respondieron. Quienes le habían advertido formaban parte de la OPM (Organización Político Militar). Cris abandonó el alcohol, dejó de fumar, salía las madrugadas a correr y el sueño de que iba a ser guerrillero cada vez era más próximo. Una madrugada de 1983, por el sector de la 24 de mayo, un taxi lo recogió y lo llevó a un campo donde le esperaban personas en firme, con uniformes, y le obligaron a entrenar. Sin saberlo aún, Cris era ya parte de Alfaro Vive Carajo (AVC).
“Hasta ahora soy AVC. Me he alejado, pero no he dejado de ser uno de ellos. Operando estuve hasta finales del 83 porque yo no viajé a Libia, al curso de comandos. Aunque mis compañeros eran muy cultos, el mundo literario, la Pedrada Zurda, me inquietaban más. Pero siempre los apoyé. Jamás me perdieron, ni los he delatado”, dice, al rato que me muestra los lugares de la sala donde él armo camas improvisadas para que muchos AVC se escondieran de las redadas policiales. Incluso, algunos se refugiaban en el segundo piso de su casa, donde ahora vive su mamá en compañía de dos de sus hijos.
Cris, paralelamente a los centros culturales que asistía, pasaba tiempo en el taller de su amigo Washington Iza, uno de los cuatro mosqueteros y a quien ayudó a vender gran parte de su obra, hasta 1992, cuando fue a Libri Mundi a ofrecer unas telas impresas con paisajes de Quito a Diego Caicedo, su antiguo compañero de la Pedrada Zurda, que trabajaba en la librería y que era el “mimado” de Enrique Grosse-Luermen, el alemán que fundó ese espacio en 1971.
La fotógrafa Marcela García, esposa del fallecido Enrique y heredera de Libri Mundi, entrevistó a Cris y lo invitó a trabajar en esa librería de La Mariscal que, junto con Art Forum, transformó la vida cultural de los quiteños por unos escasos pero agitados años.
Desde el 10 de febrero de 1992, y por 26 años, Cris Albán trabajó en Libri Mundi, donde al inicio hizo una prueba de tres meses en la bodega, como “una conscripción”, porque sin el trabajo de logística no podía pasar al almacén. “Quien era directora de la bodega era una erudita, Svetlana, una moscovita, que manejaba las secciones de francés, inglés, alemán. El éxito de la librería es saber comprar, más que saber vender. Había una correcta división del trabajo. Solo en la mitología griega hay la hidra de diez cabezas, los seres humanos no alcanzamos a tener tantas cabezas. Los todólogos no existen”.
Cris se ocupaba de los fondos de cultura, política y de todo lo que estaba relacionado con América Latina. Junto con él trabajaron libreros que ahora también tienen sus propios espacios, como Mónica Varea (Librería Rayuela), Carolina Bastidas (Oso Lector), Juan Fernando Jervis o Karina Sánchez (Librería Tolstoi), quien conoció a Cris hace alrededor de 10 años, aunque solo trabajó por un año en la Juan León Mera.
“Lo que recuerdo más de él es que siempre hablaba con mucha nostalgia de la Libri Mundi de la época de la señora Marcela García; él no trabajó con Enrique Grosse. Cuando uno ha tenido la oportunidad de viajar y visitar librerías de fuera se da cuenta lo que fue Libri Mundi en sus mejores años; seguro fue una de las mejores librerías de Latinoamérica. Había libros en inglés, francés, italiano y alemán, (yo conocí esas secciones ya en decadencia), pero en una época en que no había internet y se trabajaba con catálogos físicos me imagino que implicaba un trabajo enorme. Entonces Cris siempre hablaba de esa época de la librería. Cris tenía su ‘rincón’, que era una esquina en donde estaban los libros de ciencias sociales, literatura latinoamericana y libros ecuatorianos, y en el centro de la librería había un mueble como una C que Cris me decía que alguna vez fue la sección de América Latina, pero que luego pasó a ser la sección de Administración y Empresa. Él siempre lamentaba eso, la pérdida de esa sección, que era legado de Enrique”, me cuenta Karina a través de su Facebook.
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En medio de la conversa surge la recomendación de los libros. Así es el método de librero de Cris Albán, quien organiza las mesas de su librería como si se tratara de un montaje expositivo de arte. “Ya no saben armar mesas, mezclan todo, novela histórica con best sellers y poesía. Es terrible. Y me he dado cuenta de que los escritores son como los maridos celosos, leen lo que ellos creen que deben leer, pero para mejorar su oficio de escritor deben acudir a otros autores. Yo creo en el lector que lee por leer, sin discriminación”.
Antes de que caiga la tarde, Cris me indica que debe salir a entregar unos libros por el centro, pero primero debe pasar algún tiempo con su madre. Una última pregunta alcanzo a soltar.
¿Qué es lo que más extraña de Libri Mundi?
Quien sostenía el equipo era la señora García, yo siempre le haré venias. Ella fue la exclusiva en traer Siruela, uno de los fondos más selectivos, de mayor lucidez. Cuando el señor Dalmau compró la librería, yo afronté esa decisión con madurez, porque ya se venía venir la oleada del declive. Ya iban despidiendo a la gente, ya no les importaban los libros, solo recuerde que Libri Mundi la hicieron como un bazar de Santo Domingo de los Tsáchilas. Se vendían sombreros, paraguas, chocolates, golosinas. Y sí sufrí, me apenó. Ya casi no tenía gusto de estar, pero no perdí la mística. Eso nunca.
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XIV Bienal de Cuenca: derivas y encuentros
Fotos: Cortesía de la Bienal de Cuenca y propias
El sol aparece rabioso luego de tres días seguidos de lluvia. Son las 10:30 de la mañana y en la Plaza Cívica de Cuenca, a un costado del mercado 9 de octubre, se avizoran dos moldes de concreto rectangulares que aluden a la forma de un monolito que parecería haber llegado ahí desde otro mundo. Los transeúntes, vendedores informales, hombres desvencijados, niños ansiosos y mujeres con canastos de mimbre al hombro se asoman extrañados ante esa estructura que apenas tiene, entre molde y molde, una hendidura de un centímetro. Al acercarse más a esa pequeña abertura, las personas empiezan a retroceder asustadas, pero otras, las más audaces, permanecen inmóviles viendo cómo la mirada de un hombre negro los desafía.
El artista cubano-estadounidense Carlos Martiel es el sujeto que está dentro de esos dos bloques de hormigón que guardan la forma de su cuerpo y de los cuales no puede salir por su propia cuenta. Se trata de la performance Gente de color, un trabajo con el que el artista reflexiona sobre el aislamiento y discriminación que padecen las poblaciones afrodescendientes en los diferentes espacios de la vida pública y privada. Es como si aquellos moldes representaran una escultura que, en vez de celebrar la figura de alguien, como es común en estas piezas, tratara de esconderla por vergüenza.
Carlos Martiel es uno de los 53 artistas que participan en la XIV edición de la Bienal de Cuenca, cuyo eje se articula alrededor de las “Estructuras Vivientes. El arte como experiencia plural”, una propuesta que Jesús Fuenmayor, el curador venezolano de este encuentro, ideó a partir de los postulados de la artista brasileña Lygia Clark, una de las mayores representantes en América Latina del neoconcretismo, la abstracción geométrica, el arte conceptual o el uso psicoterapéutico de sus objetos.
En una de las piezas colaborativas más memorables de Clark, la artista invita a sus espectadores a construir colectivamente una gran red enlenzando cientos de elásticos de manera individual para luego generar una suerte de “cuerpo común”, de “estructura viva”. De ese tipo de trabajos devino el concepto del “arte como experiencia plural” para la Bienal, un evento que se propone hacer de la ciudad no solo un contenedor de obras, sino un contenido en sí mismo.
“El entorno arquitectónico y natural de la ciudad; su memoria, su historia son el tema secreto o explícito de esta Bienal de Cuenca que, hasta ahora, es la más grande en la trayectoria del evento”, dice Cristóbal Zapata, director del encuentro que tiene 25 sedes fijas para la muestra oficial (incluidas las exhibiciones paralelas y especiales), tres circuitos para recorrer (el del Centro Histórico y el de los ríos Tomebamba y Yanucay) y aproximadamente 10 plataformas móviles donde ocurrieron acciones momentáneas, como las de Carlos Martiel, Erick Beltrán (México) o Santiago Reyes (Ecuador), quienes desarrollaron sus obras a partir de los diálogos que generaron con Cuenca, una ciudad que dos días antes de la inauguración de la Bienal tuvo sus calles saturadas de estudiantes, profesores y personal administrativo exigiendo al gobierno central respetar los presupuestos de sus universidades.
Una adecuada precuela política para un evento colmado de obras que surgen de una intimidad profunda, como el duelo amoroso o el vestigio que dejan en el cuerpo las cicatrices, o de una interpelación aguda al neocolonialismo, el extractivismo y el autoritarismo.
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La gente camina mirando de reojo al cielo, preguntándose por los coloridos banderines que amanecieron colgados en la Calle Larga y en distintos lugares de la ciudad. “¿A qué producto corresponde esa publicidad?” “¿De qué país es esa bandera?” “¿Será una nueva obra de la Alcaldía?”, se cuestionaban, impacientes, los habitantes, cerca de la plazoleta de la Cruz del Vado. Esas “anomalías” que ahora ocupan el espacio público eran los pendones que el artista guayaquileño David Orbea ubicó en postes, balcones, taxis y vallas publicitarias de Cuenca, y que remiten a los patrones cromáticos del comercio informal (verde, amarillo, azul y rojo). La propuesta de Orbea sustrae las formas y colores de elementos existentes de su cotidianidad, y los exhibe como composiciones que juegan con una abstracción geométrica que pretende borrar los límites que separan el arte de la publicidad o el mercado.
Santiago Reyes, artista ecuatoriano radicado en París, también dialogó con las posibilidades de esa ciudad atravesada por ríos iracundos que chocan contra la conciencia de una población mayormente tradicional y conservadora. El artista desplegó una serie de performances en sitios abiertos e institucionales, donde a través de canciones como “Mi buen corazón”, de Amanda Miguel, “La vida es un carnaval”, de Celia Cruz, o “Stayin' Alive”, de los Bee Gees, fue dejando una estela de marcas personales en las paredes de los sitios donde bailaba. Cuando la música sonaba, el finísimo cuerpo de Reyes estallaba en una cadena de movimientos descontrolados, auténticos. Al parar la música él se quedaba inmóvil y, de a poco, iba retrocediendo hasta que su cuerpo tocaba la pared. Luego, alguien agarraba una rama con un crayón en la punta y dibujaba los irregulares contornos de Reyes, formando una especie de sombra que daba cuenta de la frágil presencia del artista.
Un jurado integrado por Imma Prieto (España), Eva González-Sancho (España) y Ramón Castillo (Chile) reconoció el trabajo exhaustivo de Santiago Reyes, para quien crearon un galardón simbólico a la libertad de expresión. El premio Julián Matadero fue para el mexicano Erick Beltrán, quien creó máscaras basadas en los imaginarios que tiene la sociedad cuencana sobre el poder. En colaboración con el grupo de teatro de la Universidad Politécnica Salesiana, el artista hizo una encuesta pública para saber cómo la gente concibe físicamente el poder y el resultado devino en representaciones que aludían a la monstruosidad o a la animalidad. Un niño envejecido o un feroz lobo fueron las máscaras que Beltrán hizo desfilar en la Plaza de las Flores y que ahora se exhiben en el Museo Pumapungo, acompañadas de leyendas escritas en pancartas que dicen: “El demonio no tiene cara” o “Nos merecemos el gobierno que tenemos”.
“Hay una especie de regreso a un poder más fáctico en América Latina, con muchas ilusiones totalitarias, de un conservadurismo en todas sus índoles. Es importante revisar eso. Acá en Cuenca me sorprendió el resultado de la encuesta; sucedió que la máscara era la representación de otra máscara. El viejo con cara de niño es alguien que se está escondiendo. El poder no deja de tener varios sedimentos”, me dijo Erick Beltrán luego de la premiación, parado frente a sus máscaras que eran observadas con extrañada atención por las autoridades del Ministerio de Cultura.
El Premio El Guaraguao fue para Julien Bismuth (Francia-Estados Unidos), un artista y poeta que intervino las paredes públicas de la ciudad con carteles serigráficos que contenían sutiles instrucciones que provocaban en el espectador-lector una interacción desarticulada por la ambigüedad de los textos. La lectura se convertía en una experiencia única e irrepetible. “Un texto como un lago y un lector como una persona parada al borde un lago”. “Tu mano en mi bolsillo y la tuya en el mío”. “Imagina que eres la única persona que puede leer este texto / la única persona con quien habla y que puede hablar por él / como si estuviera plasmado en un código, escritura o idioma / que solo tú pudieras entender, / aunque no tiene nada que ver contigo / y tú no tienes nada que ver con esto, / tú solo lo encontraste / y sucedió que pudiste leerlo”.
Estos fueron algunos de los pasajes regados en Cuenca al lado de anuncios publicitarios o propaganda política. Lo mundano se conjugaba con lo transcendental mediante la poesía. Parte de los carteles de Bismuth ahora se exhiben en el Museo de Arte Moderno.
La portuguesa Ana Guedes alcanzó el Premio Piedra de Sal con la instalación sonora Playa del naufragio, de la serie Mapas del éxodo de los diarios de Karl Marx. Esta obra ocupa una de las salas más grande del Museo de Arte Moderno y está compuesta por una estructura hecha con retazos de madera que recrearían en pequeña escala la base de un buque que la artista encontró en Santiago Beach, Angola, y que se llamaba Karl Marx. Al ingresar a la sala, el estremecedor sonido de un barco partiendo, o quizás arribando, envuelve al visitante que tan solo con cerrar los ojos puede imaginarse parado en el filo de un muelle. El sonido de esa embarcación en el mar ha estado asociado, desde un plano crítico, con la esclavitud, los conflictos bélicos o la migración forzada, tan recurrente en nuestros tiempos. La obra de Guedes, que incluye pesas de pesca pegadas en la pared, como si formaran una partitura, recurre al sonido del mar como medio para reflexionar sobre un pasado colonial que insiste en repetirse ahora.
El Premio París, que consiste en una residencia artística en La Cité Internationale des Arts de la capital francesa, durante tres meses, fue otorgado a la artista cuenca Juliana Vidal, la participante más joven de la Bienal. Su propuesta titulada Geografías de la mortalidad recrea en moldes de yeso 123 cicatrices de individuos de diversas edades e historias. Estas piezas son trasladadas a unas paredes blanquísimas de gysump generando un mapa de heridas que son testimonio de la fragilidad de la vida: se intuye un labio cortado, un pezón rasgado o unos dedos agrietados. A estas cicatrices las acompañan los relatos de las personas que cuentan cómo se provocaron –o les provocaron- esa huella en el cuerpo que, aunque a veces es imperceptible, no deja de latir.
“Mis últimas investigaciones han girado sido en torno al uso del molde. Reflexiono sobre cómo habitar desde la ausencia, cómo hablar de un cuerpo aun cuando no está presente, por eso hago uso del molde, de la huella, de la impronta que deja el cuerpo. Nombré mi obra Geografías de la mortalidad porque una cicatriz es una ruptura en tu piel, que de por sí ya es un paisaje. Y hablo de la mortalidad porque, en algunos casos, son cicatrices que fueron por enfermedades catastróficas. Y esa cicatriz es la marca de que están vivo, de que eres mortal”, me cuenta Juliana a través de un mensaje de voz, un viernes por la noche, luego de que ha pasado todo el día en su taller.
Además de estos reconocimientos que no incluyen ningún valor monetario (solo se entregó a los ganadores una escultura de Eduardo Vega), los jurados dieron menciones de honor a las propuestas de Manuela Ribadeneira (Ecuador-Inglaterra), Ishmael Randall Weeks (Perú – Estados Unidos) y Adrián Balseca en colaboración con Kara Solar (Ecuador), cuyas obras, respectivamente, reflexionan sobre los excesos del poder y el autoritarismo durante el periodo de gobierno de Rafael Correa; las dinámicas comerciales generadas en el Parque Calderón de Cuenca; y la vulnerabilidad de los pueblos amazónicos que resisten a un proyecto modernizar que lo único que ha provocado, hasta ahora, es el aniquilamiento de la vida, en todas sus dimensiones.
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La Bienal de Cuenca propone tres circuitos para recorrer ordenadamente una ciudad donde no faltan escalinatas, veredas angostas y hay escasez de taxis. Caminar es el mejor medio para visitar este encuentro carente de producción pictórica, pero rico en instalación, performance o video arte. El primero circuito es el del Centro Histórico, donde es imprescindible visitar el Museo de Arte Moderno, que contiene las divertidas piezas en cerámica que narran los quince fracasos sentimentales de Gabriela Chérrez (Guayaquil) o las trece esculturas en pequeña escala que representan las piletas públicas que Jessica Briceño (Venezuela-Chile) avistó durante sus recorridos por la ciudad y que luego las recubrió de esqueletos metálicos recreando su silueta, su esencia.
En este recorrido también se incluye la casa de la Bienal de Cuenca, donde se proyecta un vídeo hecho por el hijo de Lygia Clark, Eduardo, quien recoge las posturas estéticas y políticas de su madre con material de archivo; el Salón del Pueblo, que alberga la muestra paralela El ocaso de la naturaleza, en la que mediante 16 trabajos se pone en crisis las arquetípicas representaciones que ha habido sobre el entorno natural; el Museo de la Ciudad (Escuela Central), donde se exhiben piezas imprescindibles del arte latinoamericano actual que provienen de la colección de la Fundación para las Artes Cisneros Fontanals (CIFO); el Museo de las Conceptas, que alberga las ergonómicas piezas de Ana Mazzei (Brasil) que recrean posturas relacionadas a la historia católica, como la muerte, la piedad, la ascensión o el éxtasis; la Sala Proceso, que acoge la exposición especial Legible – Visible. Entre el fotograma y la página, con trabajos de Ulises Carrión, Guy Debord, Peter Downsbrough, Vicente Huidobro, Alain Robbe-Grillet o Martha Rosler; y el Museomático, con la preciosista y feroz muestra individual de Manuela Ribadeneira.
El segundo circuito es el del Río Tomebamba e incluye el Museo de la Medicina con la abrumadora instalación sonora hecha con chatarra de Óscar Abraham Pabón (Venezuela) denominada Ora pro nobis, en la que el visitante quedará suspendido por la fuerte esencia a flores que el artista depositó dentro de esa estructura precaria. En esta ruta se cruza el Museo Pumapungo con la acertada participación de de los ecuatorianos Pamela Cevallos y José Luis Macas; la Casa de las Arcos, con los retratos de la cuencana María José Machado generados a partir del smog de la ciudad; y Saladentro, galería que presentó la muestra individual Llueve afuera, de Pablo Cardoso, quien ha hecho una intima bitácora plástica de sus mínimos pero trascendentales días.
Una única e indispensable obra compone el tercer circuito, el del Río Yanucay. Adrián Balseca, en colaboración con Kara Solar, se tomó la Antigua Hidroeléctrica Municipal Yanuncay para desplegar el proyecto Grabador fantasma, que exhibe una barca que recorrió los ríos de la selva amazónica movilizada por paneles solares y que fue grabando con un gramófono los sonidos primigenios de ese territorio. En un gesto contrario, poscolonial, a lo que ocurre en la película de Fitzcarraldo, el artista trae las sonoridades de la Amazonía a un espacio que es el símbolo de la fallida modernización ecuatoriana, una hidroeléctrica que en sus inicios abastecía de energía a pocas y privilegiadas familias cuencanas. Este trabajo está acompañado de un video que registra el desplazamiento de la barca por el río y de una solemne pero no menos irónica placa que reproduce la exótica frase de Galo Plaza, cuando dijo: “El oriente es un mito”.
La XIV Bienal de Cuenca propone, sí, una experiencia plural -un concepto amplio y ambiguo que podría calar en cualquier muestra-, a ratos dispersa y excesiva -por la gran cantidad de exposiciones paralelas que podrían saturar los recorridos y competir directamente con la propuesta central de este encuentro-, que sin embargo genera acercamientos íntimos a temas tan complejos como la colonización, el amor o la precariedad del cuerpo, desde lenguajes absolutamente contemporáneos que no dejan de conmover como lo harían soportes más tradicionales. Y ese es un gran mérito.
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Gianny, el escort digital
Gianny, un moreno alto de cabeza calva, nariz respingada y la barba negra crecida por todo el cuello. Llegó a Quito hace un año en una mañana de junio por recomendación de un amigo venezolano que se prostituye en la ciudad y que vive cerca de la Plaza Foch, en uno de los barrios con más bares de la capital. “Marico, acá todos son pasivos y el que es activo tiene el huevo chiquito”, fue lo primero que le dijo su paisano y Gianny lo confirmó. En la Sierra ecuatoriana descubrió que les gustan más las caricias, que los mimen y que los dominen. En la Costa, en cambio, sintió que las relaciones eran entre iguales, que la gente era más simpática, con buenos cuerpos y miembros.
“Perdona que pierda los escrúpulos al hablarte. Me ha tocado hacer tantas cosas en esta vida que uno se libera del escrúpulo”, dice aceleradamente Gianny en una cafetería de Quito, dentro de un centro comercial, mientras bebe un café expreso. “Hablo y no paro”, continúa, “así soy, así me ha criado mi mamá”. Pero de repente Gianny, como se lo conoce en las diferentes redes sexuales gays donde él se promociona, se calla, en seco, y ahora da instrucciones: “Date la vuelta lentamente y fíjate como ese gringo barbón mira nuestra mesa. Y atrás de él, fíjate, está ese carajito también caliente. Quieren sexo, se les ve en la mirada, todo está ahí. Sabes, yo llego a este tipo de lugares, prendo el Grindr que tiene un geolocalizador y ellos vienen como mariposas, no como moscas, hacia mí. Ya me reconocen”.
Gianny tiene 33 años, es de Caracas y llegó a Ecuador para prostituirse, como lo ha hecho en diferentes ciudades de América Latina y Europa desde hace una década. Prefiere no revelar su verdadero nombre porque su familia cree que trabaja de peluquero. Antes de aterrizar en Quito, lugar que eligió por las facilidades en los permisos de residencia, tenía en su ciudad natal una tienda de ropa deportiva que tuvo que cerrar por la crisis económica. Remató lo que más pudo para ahorrar y, con ese dinero, volvió a viajar a otro de los países recomendados por sus amigos dedicados al trabajo sexual. En Ecuador ha estado laborando los fines de semana en Loja, Cuenca, Machala, Portoviejo, Chone, Manta, Guayaquil, Ibarra y Otavalo, pero su núcleo es Quito porque, dice, se gana mejor.
Originalmente se ubicó en una casa compartida con tres ecuatorianos en El Inca, un sector de clase media ubicado en el norte de la capital, pero en diciembre del anterior año, luego de regresar de su trabajo, no encontró ninguna de sus pertenencias y se mudó hacia La Real Audiencia, otro barrio de clase media donde la actividad comercial es intensa. Sus antiguos compañeros de vivienda le habían robado desde el colchón de su cama hasta el televisor que compró para ver sus telenovelas. Gianny se quedó con cuatro camisetas, tres pantalones y un par de zapatos.
Ahora vive en un cuarto de 50 metros que tiene integrado la cocina con el comedor. De sus paredes blancas no cuelga ningún cuadro o adorno que pueble el sitio y sobre la diminuta mesa redonda donde desayuna reposa un libro, Flores del ático, de Virginia Cleo Andrews, que lee las tardes de los domingos cuando no trabaja, a menos que sus clientes le propongan una oferta que supere los 50 dólares. Su tarifa regular es de 40 dólares, la cual crece según las necesidades de sus consumidores: si juega a los dos roles, si quiere ser atendido en su casa o si quiere que lo besen en la boca, sube el precio.
Gianny usa el cuerpo para conocer la ciudad y siempre viste dos bóxers para que, mientras camina, su entrepierna quede bien contenida, porque de lo contrario su pene quedaría al aire y el simple roce con el pantalón le provocaría erecciones a cada momento. Camina sin una dirección fija desde un punto que cambia cada día y, cuando se siente cansado, se detiene en una cafetería donde activa sus aplicaciones gays para buscar trabajo. En una tarde de domingo, mientras plancha su ropa de tonos monocromáticos, Gianny dice que el movimiento lo excita porque tiene un pene grande, como su corazón. “Ambos te delatan”, ríe, al rato que de su celular se desprende una luz amarilla que lo llama.
***
Los rostros de los hombres son apenas reconocibles. Seis pares de ojos de todos los colores no dejan de buscarse en medio de la pesadez que hay en el ambiente. El humo de sus cafés hirviendo se ha fundido con la gruesa capa de niebla que se ha filtrado por todas partes. Ellos están bajo la pérgola de una cafetería ubicada en el centro financiero de Quito, en una de las zonas más adineradas de la capital, entre las calles Portugal y República de El Salvador.
Es jueves por la tarde y no ha dejado de llover desde hace una hora en la ciudad. Gianny está ahí, entre esos hombres de 30 y 60 años, y lanza un guiño sin dirección concreta. El discreto disparo lo recibe otro tipo, blanquísimo, alto y delgado, que se levanta de su puesto hacia donde está Gianny. El hombre le sonríe y se sienta al frente suyo, con la mirada clavada en sus negrísimos ojos. Saca del bolsillo de su pantalón el celular y activa una aplicación, el Grindr, en la que aparece el rostro y el torso velludo descubierto de Gianny. El tipo le muestra la pantalla de su móvil y éste se reconoce en ese rectángulo luminoso. Ambos, sin palabras, pero sin perderse de vista, se levantan de sus puestos para saldar la transacción que acordaron virtualmente. Ambos, sin palabras, con la mirada fija sobre cada uno de sus macizos cuerpos, desaparecen tras la niebla.
***
“El amor me definió sexualmente”, dice Gianny, tras acabarse el último sorbo de su café y reposar la vista en el fondo de la taza blanca vacía en la que se ha dibujado una enredadera marrón. Antes de los 23 años, él se definía como bisexual, hasta que se enamoró y supo que por dónde se desea, también se puede amar. “El ambiente gay es traicionero, en el amor más que nada, porque todo pasa tan rápido que no sabes cuándo empieza o termina algo”, añade. Luego de su primera experiencia amorosa, Gianny no volvió a entregarse emocionalmente a nadie y se dedicó a viajar al interior de Venezuela, a la Isla Margarita, a Aruba, a Madrid, a Lugo y a Bogotá, lugares donde ha ofertado su cuerpo. Entre cada viaje —que duraba un año y medio— Gianny retornaba a su país para dedicarse a algún oficio, guardar dinero y salir de nuevo, “siempre salir de esa miseria”, dice.
Todo empezó en Aruba, en el calor, entre el trago, en el bar Mango Tango, donde Gianny trabajaba de mesero. Una noche, un turista alemán lo agarró del brazo y le propuso ir para su hotel. Le mostró un billete de cien dólares y el venezolano, en ese entonces un joven veinteañero que había estudiado para ser técnico superior en mantenimiento mecánico, no supo qué hacer, pero lo intuía. Fue con el dueño el local —un colombiano de más de 50 años— y le comentó, tranquilo, lo que había pasado. Éste le dijo, sin rodeos, que si le van a pagar por tener y dar placer, que no sea pendejo, que acepte, y así sucedió. “En realidad me gustó eso”, ríe con sorna Gianny, y suma: “Buen porte, buen sexo, buena paga. Me decía ‘qué puta soy’ porque me gustó y además tenía plata. Sabes, era algo que no tenías cómo reprocharte porque había sido satisfactorio. Nunca he visto ningún trabajo como algo extraño, porque es lo que te genera el dinero que necesitas para vivir, y ya. No es nada aberrante. En ese tiempo estaba más joven, más duro, sabes, y todos te quieren agarrar”.
Desde ese momento su vida se volcó al servicio de los otros: recorrió distintas ciudades donde sabía que no sólo vivían hombres homosexuales que pagarían por sexo, sino mujeres a las que les gustaba tener tríos con sus esposos, hombres mayores quienes querían únicamente amanecer con alguien a su lado, o personas trans masculinas que disfrutaban del bareback (sexo sin protección). Eso es lo que hace, lo que disfruta. Todas sus transacciones están mediadas por el deseo, monetario y corporal. No separa la una de la otra. En un inicio, Gianny asistía a discotecas, centros comerciales y bares de zonas gays para cazar a sus clientes, pero con el surgimiento de las aplicaciones virtuales como Grindr o Tinder su trabajo se ha concentrado en ese espacio inmaterial. También, gracias a esas apps, la demanda por sus servicios ha crecido exponencialmente, así como sus tardes dedicadas al ejercicio para poder aguantar el ritmo: entre 15 y 20 encuentros semanales de una hora de duración, en promedio. De acuerdo a una nota de diario El País, de España, más de dos millones de homosexuales utilizan Grindr, desde Estados Unidos hasta Irak.
“Yo me anuncio en al menos cuatro aplicaciones (Grindr, Scruff, Hortnet y Daddyhunt) y en otras cuatro páginas web donde pongo mis fotos. Esto es más barato que ir al mall o a la disco, porque ahí aumenta el gasto: toca pagarme el café, la entrada del sitio o el trago. Con las redes me muevo mejor”, dice Gianny mientras prende su celular para mostrarme los logos de cada una de las aplicaciones: una máscara amarilla, un hombre robusto con la barba desbordada, una abeja blanca y una letra S salpicada de manchas negras. De esos sitios virtuales en los que suele poner una foto suya con el pecho descubierto, apenas visible el rostro, y una descripción que dice “Solo solventes” con su número celular, él prefiere usar el Grindr por el avanzado sistema de geolocalización que ofrece: es capaz de anunciar si una persona está a 5 metros de distancia. Y lo está, pero en el otro extremo de la cafetería. “Viste, es efectivo, chico, ahora me disculpas, debo ir a trabajar”, anuncia antes de cambiarse de puesto y dejar su café a medio beber.
Publicado en: http://distintaslatitudes.net/de-venezuela-para-ecuador-gianny-el-escort-digital
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Leila Guerriero: Llamar a las cosas por su nombre
Foto: Álvaro Pérez
Gente tozuda que hace cosas, nada más. Gente que con esas cosas que hace cambia positivamente la vida de los otros. Gente que con sus vanguardistas ideas se enfrenta con una realidad que los aplasta contra el asfalto y no les permite avanzar. Gente que insiste, que sigue.
El más reciente proyecto como editora de la periodista argentina Leila Guerriero (Junín, 1967), Un mundo lleno de futuro, reúne diez crónicas de América Latina que relatan historias excepcionales, de gente excepcional, relacionadas con la ciencia, la tecnología, la salud o la educación.
La autora de piezas fundamentales del periodismo actual —como Una historia sencilla (2013) o Los suicidas del fin del mundo: crónica de un pueblo patagónico(2005) — llegó a Quito la semana anterior para presentar un libro que explora narrativamente otra cara de la región.
Un mundo lleno de futuro, en una época llena de tantas incertidumbres, sobre todo en el continente…
Llena de pasado, dices (ríe). Siempre he dicho que la crónica latinoamericana tiene deudas con muchos temas, que siempre se ocupa de asuntos relacionados con el conflicto, con lo narco, con lo marginal, con lo pobre, y que eso está muy bien, pero que deja de lado otras historias relacionadas con, qué sé yo, las clases altas, las ciencias, la música clásica... Hay un montón de cosas que no narramos y me parece que ya es tiempo de no dejar pasar estos temas.
Pero cuando volcamos la atención a ese tipo de historias, otra vez América Latina nos obliga a regresar la mirada a ese pasado del cual no puede desprenderse. Ahora, por ejemplo, los casos de corrupción con Odebrecht o la lucha contra el feminicidio con movimientos como el de Ni una menos ocupan la agenda mediática...
Sí, y mirá que se hicieron 20 millones de marchas en Buenos Aires y mataron a más mujeres el año pasado, como nunca antes. Es como que dijeran: «Las vamos a joder más, todavía». Pero bueno, creo que el tema de la corrupción nos ha definido siempre. Desde mediados de los ochenta para acá, terminó un poco esta estampa negra de las dictaduras. En algunos países, como Chile, siguió un tanto más, pero empezamos a desprendernos de esa parte siniestra del pasado y aparecieron todas estas etapas de corrupción, con los presidentes democráticos. En mi país, desde Menem para adelante, no hay gobierno que no haya robado. Es como que eso ha estado siempre instalado. Lo que sí es un poco nuevo es el tema del feminicidio. Desde Ciudad Juárez, en México, hasta acá, los ataques a mujeres vienen pasando desde mucho antes solo que no se los había visibilizado. Me da la impresión de que el periodismo sí ha actuado como visibilizador de unas realidades bastante complejas y ocultas. Ha sido casi como el disparador, en algunos casos, de muchas de estas tramas de corrupción. En mi país, las ventas de armas a Ecuador se supieron por una investigación periodística.
¿Sientes que, en algunos casos, cuando se abordan estos temas, hay una especie de militancia, sobre todo en cuanto a la violencia de género?
Debe haber de todo, y, si uno es un lector inteligente, mirará críticamente esas posturas. Una cosa es una columna de opinión, y otra, el reportaje, es sana esa convivencia. En esto que vos decís del periodismo militante, o en lo que sea, tiene que quedar muy claro qué es el dato. Si me van a contar la historia de las chicas muertas acá, en Ecuador (se refiere al caso de las dos turistas argentinas que fueron asesinadas en Montañita), quiero leerlo todo: la opinión, las columnas, la crónica que me relate cómo sucedió el crimen; quiero escuchar a la familia de los asesinos. Quiero leerlo todo, más que nada temas que, durante tantos años, han estado postergados.
Has escrito desde perfiles de gente relacionada con el mundo del arte y de la cultura, como en Plano Americano, hasta crónicas, como la del Equipo Argentino de Antropología Forense que surgió para identificar a las víctimas de la dictadura militar, en El rastro en los huesos, ¿cómo defines la mirada periodística cuando escribes sobre realidades tan distintas?
Es simplemente tratar de escribir bien la historia y eso no lo puedes definir desde el principio. Hacer la investigación previa, necesaria para escribir un texto, te va abriendo más y más, y más los ojos. Esa definición que vos decís, que sería un poco encontrar el estilo, el tono y la atmósfera apropiada, la encontrás después de hacer una enorme cantidad de reporteo. Ahora, por ejemplo, estoy trabajando en un perfil muy largo y estoy fascinada con la persona, pero no tengo la menor idea de cómo voy a encarar el texto, ni cuál será la primera fase. Estoy entregada a eso hasta que esta persona me eche de su casa.
Pero si vas a escribir sobre un artista o de un asesino, la posición cambia...
No es algo que uno define a priori, pero me parece que cada texto requiere, incluso, cambios en el estilo. En el caso de los forenses, para mí estaba clarísimo que no podía ser un texto morboso. Si vos comparás eso con el arranque que tiene el perfil de René Lavand, el mago al que le falta una mano, que es la descarnadísima descripción de cómo se le amputa un miembro a una persona, hay una distancia sideral, pero la persona que las escribió es la misma. Vos leés la crónica de los forenses y eso no es para nada lo que se suele llamar periodismo militante, sin embargo, no te queda la menor duda de cuál es mi postura acerca de la dictadura miliar. Vos terminás de leer ese texto y sabes que la tipa que lo escribió no es indiferente, ni está a favor de la dictadura, ni cosa por el estilo. Pero hay otro tipo de textos, menos claros. Hubo un perfil que hice de Gustavo Grobocopatel, un tipo millonario, el rey de la soja en Argentina, y allí la postura no es del todo evidente. A pesar de que investigué meses, hablé con él y con gente que lo detesta y que lo adora, no hay una conclusión, hay muchas más dudas que certezas. Eso te va dando la realidad, no hay fórmula.
En la coyuntura actual y sin presidentes latinoamericanos como Rafael Correa, Hugo Chávez o Cristina Fernández de Kirchner, que cuestionaban permanentemente al periodismo, ¿cómo sientes que el oficio respira?
Al periodismo se lo ha visto como el gran enemigo del pueblo, lo cual me parece un poco formulaico. Si te fijás, todos los presidentes de cierta tendencia política han hecho lo mismo. Chávez, Maduro, Correa, Kirchner, todos han aplicado una misma estrategia: encontrar un enemigo que, de alguna forma, conecte con cierta especie de rumor popular que son los medios quienes cambian la realidad y la tergiversan. Por otro lado, es cierto que los medios son cosas sumamente poderosas, que nunca se los había cuestionado en ninguna manera. Entonces, es como que esa tocada de trasero de los poderosos de la región hacia ellos les fue dolorosa. El medio de comunicación necesariamente tiene que ejercer una mirada crítica hacia los poderosos, pero lo que sí me parece que ha pasado con todo este ataque es que la defensa que encontraron los medios para eso no es del todo limpia, en ocasiones. Me parece que el discurso de los medios para defenderse de esos ataques ha sido presentar artículos de opinión como notas, en vez de ahondar o de hacer un periodismo más serio, de más datos demostrables, de fuentes concisas y precisas.
Se han olvidado de la ética...
Sí, de la honestidad. Ves grandes periódicos estadounidenses que tienen otra estrategia al respecto, pero en la prensa latina ha sido distinto. Siento que lo que han hecho es debilitar sus posibles flancos de defensa y, en vez de demostrar, de decir ‘no, señores, nosotros no mentimos, esto es así por esto y esto’, se hace como una especie de defensa histérica de algo que, en el fondo, es como una sospecha, que no se puede demostrar o simplemente es un voluntarismo del periodista o del diario por hacer que tal cosa suceda. Entonces, dicen: ‘Vamos a escribir tanto que el presidente no tiene popularidad y que todo el mundo lo odia, hasta transformar eso en una especia de realidad’; eso me da un poquito de vergüenza del oficio.
En tu país, ¿cómo ha vivido el periodismo la transición de gobiernos?
En Argentina he visto algunos saludables ejemplos de miradas críticas sobre el gobierno de Mauricio Macri de periódicos que, de pronto, no parecerían ser diarios que estuvieran en contra de su gestión. No es lo que pasa, lamentablemente, todo el tiempo. Pero mirá, tampoco quiero decir con esto que una deba estar criticando permanentemente. Sin duda, hay medios que están más contentos ahora con el gobierno de Macri que con el de los Kirchner. Creo que, de todos modos, había conceptos que se aplicaban antes en mi país con respecto al tema de la comunicación y que por querer exagerar la cuestión terminaban siendo funcionales a lo mismo que se criticaba. Por ejemplo, se hablaba de una falta de libertad de expresión o censura, cuando en realidad lo que pasaba era otro tipo de cosa, era una coerción de parte del gobierno: quitaban la publicidad oficial en los medios que no les eran afines. Eso terminaba siendo un perjuicio, no una censura. Si el gobierno solo apoya con publicidad oficial a los medios que le son afines y no a los medios que le critican, no termina siendo una censura, pero sí una fuerte dificultad. O sea, ¿cómo va a depender la muerte o la vida de un diario de que un gobierno te ponga o no publicidad? Eso es algo que no se puede ni plantear.
Pero había un exceso por parte de los gobiernos a la hora de responder a los medios. Unos les dedicaban cadenas, otros, enlaces semanales.
Lo que pasaba era que había una especie de bullyng desde el poder hacia determinados periodistas que escribían en contra del gobierno. Se los mencionaba con nombres y apellidos en las cadenas nacionales. Se hacía mofa de ellos, se les ponían carteles en la plaza y hacían que los niños pasaran y les escupieran. Digo, no sé si se puede hablar de falta de libertad de expresión, hablemos de lo que realmente pasa: el Estado ejerce su poder de esa forma, lo cual no es normal, ni justo, ni franco con los periodistas.
¿Crees que con la ausencia física y simbólica de presidentes, como Correa o Kirchner, en el poder se trastoca el periodismo?
No sé si lo trastoca, solo sé que habrá otros temas de los cuales ocuparse. Este gobierno (el de Macri) tiene otras características. La realidad que traviesa Argentina es otra. Tenemos problemas económicos de todo tipo: inflación; la pobreza ha crecido muchísimo; la producción, aunque la cifra es negativa, bajó menos; el consumo bajó. Hay como que otra realidad de la cual ocuparse. No porque cambie un gobierno, el periodismo se queda sin tema.
¿Cómo sentiste la aplicación de una Ley de Comunicación en Argentina?
En mi país se discutió mucho la Ley de Comunicación, cuyos postulados, en principio, parecían buenos, pero después de ver lo que pasó con esa norma, que fue como un fiasco, sigo creyendo lo que creía antes: la mejor Ley de Comunicación es la que no se tiene.
Sí creo que debería haber una regulación del tema monopólico. Eso era lo que me entusiasmaba de la ley de mi país, que era como desarmar a los grandes monopolios. Es decir, que un grupo Clarín no sea dueño de varios canales de televisión y de 600 radios en todo el país. Porque así se construye un solo discurso. Igualmente, me parecería grave que todo eso fuera del Estado, no debería pasar.
Como ciudadana y periodista, ¿cómo evalúas el trabajo del gobierno de Mauricio Macri?
Soy bastante escéptica de casi todos los gobiernos. Voy a seguir votando por la gente en la que confío y que sé que nunca va ser presidente (ríe). No me reconozco en absoluto con la ideología del gobierno actual, pero no me siento como una persona hostil con su administración, para nada. Creo que tengo una mirada crítica en unos temas y en otros no me parece que lo estén haciendo mal. Es reduccionista pensar que este es un gobierno de empresarios que no saben lo que hacen. Me parece que son más empresarios que animales políticos, pero no sé si eso será bueno o malo.
Tiendo a desconfiar un poco de la mirada empresarial porque tiene esta cosa de la ganancia frente a la pérdida. Pero a ver, digo, no siento lo que mucha gente sí: que estamos en manos de personas que no tienen la menor idea de lo que hacen y que no tienen ningún tipo de sensibilidad social. Es muy probable que el presidente Mauricio Macri y toda la gente que le rodea no sean seres humanos con la mayor sensibilidad social del universo, pero sí creo que tiene varia gente trabajando en el equipo que lo está haciendo bien en determinados aspectos.
Publicado en: http://www.cartonpiedra.com.ec/component/k2/edicion-n-294/1/leila-guerriero-llamar-a-las-cosas-por-su-nombre
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Gabriela Ponce Padilla: vivir es una paradoja
En la entrada de la Casa Mitómana bien podría decir esto: aquí sólo está permitido fabular. No mentir, sino imaginar. No engañar, sino despistar. Aunque la muerte, la separación y la pérdida hayan golpeado con insistencia las puertas de este lugar, al punto de casi derrumbarlo, Gabriela Ponce Padilla ha construido su obra precisamente sobre esas heridas, frescas.
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Es el Día de los Difuntos y el sol de Quito está retenido por las nubes grises que brotan en noviembre. Hay, en la ciudad, una calma exagerada. Gabriela me recibe en el interior de la Casa Mitómana, ubicada en la Martín de Utreras y Mariana de Jesús, en los pliegues de las faldas del Pichincha. Una luz espesa se filtra por todo el espacio, menos en el rincón donde ella ha decidido sentarse. Protegida por las sombras y por una holgada blusa blanca que disimula sus seis meses de embarazo, Gabriela recuerda que aquí, en esta casa, vivió durante su adolescencia, hasta que cumplió 16 años. Luego vendría la salida dramática del hogar.
Cuando su hermano Diego, 4 años mayor que ella, falleció en un accidente de tránsito, Gabriela decidió abandonar con urgencia el sitio. Necesitaba aislarse del dolor impreso en las paredes de la casa y, luego de acabar el colegio, partió a los Estados Unidos, donde amainó su espíritu y tomó cursos de comunicación, política y humanidades. “Fue como salir corriendo de esta casa, como que uno no sabe qué hacer con el muerto y solo debe correr. Pero extrañamente la casa volvió”, dice, serena. En el 2013, Gabriela fundó el Colectivo Mitómana junto con otros artistas e investigadores escénicos. Y casi tres años después, en enero del 2016, la casa fue reabierta como un “invernadero cultural” donde ahora funcionan una residencia artística, una librería, un restaurante, un patio para conciertos y un salón de teatro.
Como parte de Mitómana, nutrida del mito y la locura, Gabriela ha escrito y dirigido una trilogía de obras escénicas (Caída Hemisferio Cero, Esas putas asesinas y Tazas rosas de té) que están marcadas por la ruptura familiar, el deseo abyecto y el intento de materializar la muerte. Sus piezas teatrales, así como su libro de cuentos Antropofaguitas, están poblados, mayormente, por mujeres inquietas en la palabra y en el cuerpo, en el sexo y en la boca, en la carne y en el pensamiento. La escenografía, los trajes, el maquillaje y el sonido con los que trabaja están concebidos como elementos que dialogan entre sí y, a la vez, pueden ser autónomos, como si estos fueran también personajes vivos con latidos propios.
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En Tazas rosas de té, estrenada en 2016, Gabriela, como una Antígona moderna, se pregunta por la vida del muerto después de muerto: qué hacer con sus cosas, cómo nombrar la ausencia, cómo lidiar con la imposibilidad de olvidar lo que más hiere. A esa historia íntima, que bien podría ser la historia de su hermano, la de nuestros hermanos, la conecta con un relato nacional, el de la masacre de Aztra ocurrida en 1977, cuando obreros azucareros fueron violentados y asesinados por reclamar sus derechos laborales.
Detrás de su cabellera negra que contrasta con su rostro pálido y alargado, Gabriela lanza una advertencia que define el sentido de su trabajo: “A veces me insisten en el carácter autobiográfico de lo que escribo, pero lo que me interesa es generar una tensión entre el universo ficcional y el de lo real. Cuando alguien se muere también se construyen ficciones de lo que ese ser fue. Ahora mismo ya estoy inventándome quién fue mi hermano. Hay cosas que están tejidas a un nivel en el que no son asequibles inmediatamente desde el significado, sino desde las asociaciones”.
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Gabriela nació en Quito, en 1977, y es hija de Javier Ponce y Dolores Padilla, ambos vinculados con el quehacer político e intelectual del país. Su padre ha sido poeta, narrador, periodista y ministro de Estado; mientras que su madre, una de las feministas más reconocidas del medio, fue candidata a la vicepresidencia de Ecuador junto con León Roldós, en 2002. Javier y Dolores se divorciaron apenas nació Gabriela, y esa ruptura fue la marca que selló el destino vital y creativo de quien se ha convertido en una de las voces más desvergonzadas del país.
“La convivencia es una experiencia que te genera familiaridad, y cuando no hay convivencia la familiaridad es un trabajo que se construye sobre supuestos, sobre vacíos, sobre fantasmas. La cuestión familiar es una de mis obsesiones, más allá de mis padres en particular. Ellos se confunden y creen que son el motivo de mi obsesión, pero lo que me interesa es el afecto familiar como una experiencia traumática, porque en nombre de esos afectos se comenten crímenes permanentes contra el ser humano, contra la subjetividad”, me dice, mientras clava la mirada a las montañas, envueltas por densas nubes.
Su madre pertenecía a una generación de mujeres que, de a poco, iba sintiendo los logros del feminismo en la vida pública: mayor autonomía laboral y afectiva. Sin embargo, ese discurso político que ocupaba con beligerancia el terreno de lo público poco permeaba al interior de los hogares, de los mundos más íntimos. “Como hijas de esa generación sentíamos un montón de paradojas, fracturas y contradicciones”, dice Gabriela, quien desde niña vivió junto con su madre, su abuela y su hermano, primero en el sector de la Granja, un barrio quiteño de clase media, y luego donde ahora es la Casa Mitómana. El mundo paterno le fue más distante, pues nunca vivió continuamente con Javier Ponce, quien luego de la separación viajó a Francia y después formó otra familia.
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En Caída (Hemisferio Cero), trabajo presentado originalmente en el Centro de Arte Contemporáneo de Quito en 2014 y después en el Centro Cultural Itchimbía, en 2015, hay una mujer, interpretada por María Josefina Viteri, que no puede nombrar lo que pasa por su cabeza, pero que durante toda la obra hará el intento por verbalizar el dolor que la aflige. Hay una realidad que le supera y que ella tratará de alcanzarla a través de las palabras que no posee, aún. Un crimen en el hogar nubla la memoria del personaje, que convulsiona sobre el escenario tratando de darle cuerpo y voz al dolor, a las imágenes del pasado, a la sexualidad reprimida en la infancia. “Nos destruimos en nombre del amor”, repite María Josefina con voz diáfana, en un escenario que más bien funciona como una instalación de arte. Los trabajos de Gabriela están hechos de retazos; se manifiestan, siempre, desde una herida insoldable.
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Se lee en Antropofaguitas, en el cuento ‘Diario de una Nadadora’, en la Noche 9: “Mi mamá vino a dormir a casa. Su perra vino con ella. La perra durmió conmigo en el cuarto. Las dos encerradas. El gato con mi mamá. Decir que la perra durmió es mucho, la perra no durmió, se pasó toda la noche oliendo el cuarto. Oliendo debajo de la puerta al gato que pasó también toda la noche sentado afuera de mi puerta. Yo tampoco dormí. Me sentía como la perra. Encerrada. Dando vueltas entre las sábanas blancas. Sintiendo la ausencia, asentar sus deditos largos sobre la almohada”.
Cuando todavía era una niña, a los 8 años precisamente, la mamá de Gabriela le regaló un diario para que registrara sus emociones. El obsequio surgió de la fascinación que tenía Dolores Padilla por los diarios de Anaïs Nin, escritos con fuego. Ese ejercicio cotidiano de ir registrándolo todo –el vuelo de una mariposa, el prematuro beso de la niña, el vértigo entre las piernas– nunca fue abandonado por Gabriela y se convirtió, con el tiempo, en algo más que una exploración biográfica. Un día se encontró creando mundos que en sus cuadernos rebasaban los límites de su vida. Se encontró escribiendo ficción.
De niña, también, Gabriela tomó clases de baile por poco tiempo con dos de los máximos representantes de la danza moderna ecuatoriana: Wilson Pico y María Luisa González. Ese fue su primer ingreso a las artes escénicas de forma inconsciente.
De niña, Gabriela, fue contagiada por un virus que no la mató.
*
Aun cuando su padre es reconocido en el país como uno de los poetas fundamentales del siglo anterior, Gabriela halló un camino propio por sí sola. Dice, con el brazo extendido sobre una mesa de madera mientras mira la palma de su mano, como si desde allí nacieran las palabras: “Nunca me he acercado a la obra de mi padre. He leído su poesía con cierta distancia, no su narrativa. Me genera un poco de… no sé… tal vez lo mismo que a él le genera leer mi obra, un poco de miedo. Cierta poesía suya me ha impactado bastante, como Texto en ruinas”.
En la búsqueda por hallar una voz y un estilo propios, Gabriela se topó con la obra de la brasileña Clarice Lispector, de quien, tras leer sus cuentos completos, aprendió a narrar desde lo más hondo de la subjetividad, acaso desde lo metafísico. Lo mismo le sucedió con Roberto Bolaño, concretamente con las novelas Los detectives salvajes, 2666 y Amuleto. “Esas formas incompletas de escritura eran posibles. Con ellos me sentí mucho más segura, porque yo percibía que mi escritura era irregular, fragmentada, fallida de algún modo. Fueron dos experiencias de lectura que me hicieron creer en mi escritura”, dice, y se le escapa en seguida una risa perversa.
En Esas putas asesinas, presentada en 2015, Gabriela hace una adaptación libre del cuento homónimo de Roberto Bolaño y, a la vez, un homenaje a la narrativa del chileno. En esta pieza, dos mujeres (Dolores Ortiz y María Josefina Viteri) impulsadas por el deseo se desplazan por todos los cuartos de la Casa Moujou, en Quito, un espacio que fue intervenido por el colectivo Mitómana en cada uno de sus rincones con objetos relacionados a las vidas errantes de las protagonistas. Las actrices juegan entre la actuación teatral y el performance, no hay límites claros cuando sus cuerpos se expresan. Gabriela busca radicalizar los gestos, no exagerarlos. Como en la obra de Bolaño, en la que sus personajes terminan descendiendo hacia el inframundo para palpar la miseria social, los de Gabriela siguen el mismo trayecto.
María Auxiliadora Balladares, escritora guayaquileña y amiga íntima de Gabriela, dice que su trabajo narrativo “es de lo más importante que le ha acontecido a la cuentística en el Ecuador de los últimos años. Aunque quizás ella no se lo proponga, su obra es incendiaria, tanto en el tratamiento frontal de temáticas incómodas y tabú para buena parte de los lectores de nuestro medio, así como en la constitución de personajes que, conscientes de la norma social, siempre encuentran modos muy originales y, sin embargo, naturales para esquivarla, para ponerla en entredicho o para ignorarla olímpicamente”.
Otra de sus amigas guayaquileñas cercanas y con quien comparte trabajos de investigación escénica, Bertha Díaz, dice que la obra “de Gabriela rechaza las fórmulas fijas, se empuja a la experimentación, a buscar nuevos modos de decir. Prueba de esto es su colectivo de trabajo Mitómana, un espacio en donde los modos de producción no se dan verticalmente, como en la mayoría del teatro ecuatoriano, sino que se provoca en la composición de un tejido complejo configurado por artistas de diversa procedencia que alimentan y dotan de espesura a sus proyectos que tienen el sello del colectivo”.
*
A su regreso a Ecuador –tras la muerte de su hermano–, Gabriela quiso estudiar derecho, pero un encuentro casual con el pensador Alexei Páez alteró esa decisión y ella terminó, por recomendación de él, estudiando sociología y relaciones internacionales en la Universidad San Francisco de Quito, donde ahora es profesora de teatro. “En Alexei encontré una lucidez política y humana únicas; me impactó su capacidad para interpretar y enlazar los mundos: el arte y la lectura con la teoría crítica”. Luego, insatisfecha, insaciable, tomó talleres de teatro con Guido Navarro y José Sanchiz Sinesterra, hizo una maestría en filosofía y se inscribió en la Casa Malayerba, donde estudió teatro durante cuatro años.
Cuando entró allí, a los 24 años, se embarazó de su primera hija, Manuela, y la maternidad la vivió como una experiencia maravillosa y, a la par, monstruosa. “Uno ama al ser que viene y está completamente entregado a él, pero al mismo tiempo se viven sensaciones paradójicas. Aparece la culpa, la dificultad de querer hacer la vida de uno. Aparecen estos impulsos de querer abandonar a la criatura, de que el amor no es una cosa que se da así no más. Hay una perversidad en el acto de amar a tu hijo”, dice, mientras la mitad de su rostro descansa sobre su blanca mano abierta.
Malayerba le brindó la posibilidad de descubrirse como creadora, porque a diferencia de otras escuelas teatrales en el país, donde los estudios se reducían a la actuación, este espacio le dotó de una perspectiva ética, estética y política a su futura creación artística. En ese periodo tomó clases de semiótica con Santiago Villacís, quien recuerda que Gabriela tenía un don natural para hacer puestas en escena y un elevado sentido artístico que la distinguía del resto de alumnos. “En un contexto teatral (ecuatoriano) donde la prolijidad en la puesta en escena es lo que falta, las propuestas de Gabriela y de los chicos del colectivo son impecables. Hay una estética marcada y eso se agradece siempre. Malayerba sí fue fundamental para ella, sobre todo porque hizo sociedad con María Josefina Viteri, con quien ha colaborado permanentemente”, dice Santiago.
Luego de Malayerba, Gabriela asumió por primera vez su condición de directora con la obra Paralelogramo, basada en la poesía de Gonzalo Escudero y estrenada en el Teatro Sucre, en 2008. Más luego, con mayor convencimiento, partió a la universidad de Illinois para estudiar un MFA (Master of Fine Arts). Y ya allá, en la extrañeza de otro territorio, Gabriela tuvo la libertad para investigar sobre lo que quería, creó la obra Entrada en pérdida y devoró los trabajos de Bertolt Brecht, Samuel Beckett, Harold Pinter y Sarah Kaine.
A su retorno, en 2012, llegó con la mitómana idea de fundar su propio grupo, porque sentía que los colectivos teatrales que existían en el medio local tenían ya consolidados sus propios lenguajes y se resistían a vincular la teoría con el teatro.
Ella quería marcar una línea, un discurso propio, un gesto radical. Lo hizo.
Sin hacer de sus trabajos un panfleto, la obra de Gabriela tiene un acento fuerte en el feminismo, en los cuerpos abiertos, en la palabra incompleta, en el trabajo con mujeres. “Me siento feminista en la medida que sé que es necesario hacer una declaración y apropiarse de una lucha que es fundamental, pero al mismo tiempo siento la necesidad de hablar desde otros lugares, o complejizar los mismos discursos que, a veces, el feminismo domestica tan bien. Algunas feministas me generan absoluta fascinación y hay otras que me generan una gran sospecha. Ese discurso de la sospecha es una de las herencias del Alexei”.
*
Gabriela rara vez reposa las manos sobre su vientre. Sus brazos, como los de una gitana que busca la suerte, han estado en el aire durante toda la entrevista.
Ahora, dice, busca distancia, ver todo lo que ha producido, acompañar a su hijo, que nació el anterior febrero.
Ahora, dice, está escribiendo una novela que posiblemente acabará este año.
Ahora, se le nota en la mirada honda, está fabulando.
Fotos: Juan Cevallos
Publicado en Revista Diners
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Claire Simon narra la civilización escondida
Foto: Margo Salgado
Todo un entramado social se esconde detrás de la pequeña puerta de una cocina francesa. Lo que aparenta ser una simple discusión de cuentas sobre los víveres que se comprarán para la comida del día, es, en realidad, un tratado de cómo las personas tienen que lidiar con la escasez, la depresión y la incertidumbre. En Coûte que coûte (Cueste lo que cueste), de Claire Simon, se narra la tragicómica historia de Jihad, el dueño de una empresa de alimentos que hará todo lo posible por sacar adelante su negocio que no sabe cómo administrarlo.
Junto con los cocineros Fahid, Toufik y Madanni, el repartidor Marouan y la multifuncional Gisèle, la historia de Jihad, un tipo descuidado que se esfuerza por luchar en un territorio que desconoce, es la historia de los avatares diarios de la sociedad moderna. Narrada mayormente a través de planos cerrados, concentrándose en espacios concretos y en los personajes, Coûte que coûte es un buen ejemplo de cómo funciona todo el trabajo de Simon: los lugares le dan el guion y los cuerpos la movilidad a la cámara.
Pero el cine de Claire Simon, invitada especial al Festival EDOC y de quien se proyecta en la XVI edición nueve filmes (siete documentales y dos ficciones), se nutre de la palabra, la principal base de su narrativa audiovisual. Su obra está saturada de murmullos, testimonios, charlas, peleas, declaraciones, entrevistas, consejos y de todo tipo de soportes que se basen en la palabra. Más allá de lo que se dice, que en algunas de sus películas raya en la divagación filosófica, lo importante es que se habla, sus personajes se confrontan mediante gestos y verbos.
En Les bureaux de Dieu (La oficina de Dios), la cineasta francesa –quien inició su carrera hace más de 25 años, cuando el cine documental empezaba a florecer en su país– recrea una oficina de asistencia social para mujeres que llegan allí con dudas, temores y sospechas. Otro grupo de mujeres de todas las edades las atienden y escuchan sus relatos, que van desde el olvido de una joven que no tomó la píldora del día después, hasta la historia de una prostituta de 40 años que ha quedado una vez más embarazada, al parecer, del mismo hombre y que ahora quiere abortar.
Esta película es la muestra de que lo que más le motiva a Simon es explorar en los diferentes lenguajes del cine para hacer Cine, a secas. Diluir las fronteras para encontrar sus mayores dimensiones. Les bureaux de Dieu es una pieza de ficción llena de entrevistas que, justamente por ese formato, bien podría pasar como un trabajo documental. Pero estos juegos que hace Simon con los bordes de la ficción y la realidad –porque no son más que juegos, indagaciones lúdicas y lúcidas sobre la realidad– también se reflejan en películas como Géographie humaine (Geografía humana), un documental que ocurre en el Gare du Nord de París, la principal estación ferroviaria de Francia y una de las más grandes del mundo, con más de 200 millones de pasajeros anuales. Aquí, Simon, junto con un amigo que le sirve de interlocutor, entrevista a diversas personas que transitan por ese ecosistema social cargado de cuerpos de diversas nacionalidades y culturas. Los trenes operan como una metáfora de la globalización: se mueven de una manera que apenas podemos alcanzarlos y, si cerraron sus puertas, uno deberá esperar a que otro tren te lleve a donde quieres, o puedas ir. Esta película tiene su contraparte ficcional en Gare du Nord (Estación del Norte), la cual se concentra en la historia de dos individuos que atraviesan a diario esa marea de gente que llora, ríe y huye.
A la cineasta francesa no le interesan los temas de actualidad, en el sentido periodístico, pero todo lo que narra no deja de ser contemporáneo. “Me parece muy importante la política, pero yo no hago filmes sobre las guerras ni las elecciones presidenciales. Me interesa mucho lo banal, porque siempre hay historias muy fuertes ahí. Yo parto de una escuela vieja que piensa que la banalidad es muy interesante. Por ejemplo, detrás de las historias de Les bureaux de Dieu, que algunas pueden parecer muy banales, está una historia de la verdadera opresión hacia las mujeres”, dijo Simon, tras un conversatorio que tuvo con la prensa en La Cafetina de La Floresta.
Con el pelo dorado desordenado, casi siempre cubriéndole la cara, y con unos gruesos lentes de pasta negra que parecen de buceo, como si los usara para explorar lo que hay bajo la superficie de la realidad, Simon cree que el cine es un arte como los otros y no le agrada la idea de que la incluyan en el cine de mujeres. “Cuando empecé a hacer cine había tres realizadoras francesas, pero hoy hay muchas y eso está bien. Pero no creo que haya un cine de mujeres, sino que hay un cine que es el testigo de la historia en general, de lo que está sucediendo en el mundo”, dice, al rato que una gran sonrisa le atraviesa todo el rostro.
Esa noción de ser testigo de su tiempo y de interesarse por la banalidad, se refleja de mejor manera en Récréations (Recreos), uno de sus documentales mejor logrados. Esta obra es un ensayo prematuro sobre las formas de organización de la sociedad. Una cámara registra los juegos y los pequeños mundos de los niños mientras están en el recreo: el miedo, la tenacidad, la alegría, el acoso y la violencia se manifiestan en las acciones de los niños. “Me interesa la gente que escoge un lugar para hacer una cosa importante en la sociedad, como trabajar o jugar en la escuela. Hay muchos lugares en la vida donde se puede ver otros momentos de la civilización. Los niños que juegan en el recreo es un momento importante de la civilización, como el trabajo de una pequeña empresa”, concluye Simon. (I) Publicado en la sección Cultura de El Telégrafo: http://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/cultura/7/claire-simon-narra-la-civilizacion-escondida
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Santiago Páez, el autor de las arquitecturas delirantes
Foto: John Guevara
La puerta del ascensor que conduce al cuarto piso donde trabaja el escritor Santiago Páez, en la Facultad de Comunicación y Literatura de la Universidad Católica del Ecuador, se abre con fatiga. Son las 14:00 de un intenso día de verano y el sol ha ralentizado todo. Como una estampa, Santiago aparece erguido frente al ascensor con sus manos apoyadas sobre un bastón negro y vestido con una camisa celeste y tirantes azules. En su dedo anular izquierdo resaltan dos anillos: el de su matrimonio y otro con varias réplicas de la imagen de la chakana.
Un hombre lleno de detalles o, más precisamente, de símbolos es el autor de Crónicas del Breve Reino, una tetralogía de libros que transitan entre la novela histórica, la ciencia ficción, las narraciones de aventura y el relato policial, pero cuyo conector está en un país imaginario de nombre Ecuador, creado por otro ente imaginario, el intelectual checo Jan Vrhel.
Luego de una década de la primera publicación de esta arquitectura delirante de la narrativa ecuatoriana contemporánea, la editorial Cactus Pink ha decidido reeditar esta obra que recorre 130 años —desde la Revolución Liberal hasta el 2040— de una nación inacabada.
La historia como germen de una novela total, ¿por qué decidiste arrancar desde la época de Eloy Alfaro?
Como en un principio había estudiado antropología y había vivido en comunidades indígenas por mi trabajo de campo, me di cuenta de que el pueblo indígena tiene un gran tema para escribir y es su tragedia de estos 500 años. Si piensas en los europeos, también tienen grandes momentos como la guerra del 14 y la del 39 del anterior siglo, que son como marcas en sus historias. Nosotros, los mestizos ecuatorianos, ¿qué teníamos? No encontraba ninguna gran épica para narrar, pero preguntando a filósofos, amigos e historiadores, me di cuenta de que la gran tragedia de los mestizos, sobre todo los de la clase media ecuatoriana, fue el haber tratado de levantar una nación sobre la racionalidad del XIX, una nación que debía tener los requisitos planteados por Montesquieu para una democracia. Es decir, que debíamos buscar el equilibro, la luz y la razón. Sin embargo, esas ideas se habían chocado con una especie de fervor oscuro que desordena, que entorpece todos los procesos y que hunde la luz. Esa era realmente una gran historia y noté que la Revolución Liberal había encarnado eso con su fracaso. Tuvo su éxito, pero luego se hundió en la oscuridad.
¿No encontraste en otros momentos de la historia nacional un pico de luz?
Lo que más me angustió fue la época de Gabriel García Moreno, en la que hubo varios gobiernos simultáneos y fue cuando el Ecuador estuvo a punto de fragmentarse. Ahí surge la figura de Alfaro y se empieza a establecer esa racionalidad, que es la que nos iba a salvar. Esta racionalidad empieza a establecerse a finales del XIX e inicios del XX. Busqué ese pico y por eso empieza en ese periodo las Crónicas del breve reino. Hay cuatro historias en el libro y la primera sucede en los estertores de la Revolución Liberal, luego en el auge cacaotero, la otra en la crisis financiera que habíamos vivido a fines del siglo XX y la última está en el futuro, cuando el Ecuador se ha disgregado y casi había desaparecido.
El trabajo de archivo y de investigación debió ser descomunal...
En principio me plantee escribir una historia que fuera separándose de la realidad. Por eso los géneros cambian entre cada libro, cada uno tiene una posición más alejada del anterior, de la realidad. El primero es una especie de parodia de la novela histórica. Por eso, empecé a estudiar historia y todo lo que podía del período liberal. Encontré diarios de combatientes, de viajeros y de la prensa de la época. Uno de mis bisabuelos era impresor a principios del siglo XX y tuve mucho material que él convirtió en libros y revistas. Mi otro bisabuelo era Manuel J. Calle, así que también tenía material de su parte.
Luego seguí estudiando historia para ver el auge bananero y me enteré de que en esa época utilizaban las lanchas de desembarco de la Segunda Guerra Mundial para mover el banano entre los ríos de la Costa. La crisis financiera la viví, así que con eso fue suficiente. La última parte es ciencia ficción, por lo que solo imaginé cómo sería un Ecuador poscatástrofe.
Aunque el país que relatas es de ficción, ¿por qué elegiste llamarlo Ecuador?
Era un ajuste de cuentas y un posicionamiento ante mi país desde mi perspectiva. En la novela, el Ecuador no existe, es una invención de un intelectual checo que recoge las historias de países imaginarios y él se inventa uno que es el Ecuador. Quería que quedara claro el elemento paródico.
¿Ajuste de cuentas?
Cuando empecé a escribir me sentía alejado de lo que se hacía literariamente en el Ecuador, así que mi primer libro fue uno de cuentos en el que quería ubicar los diferentes ítems de la ciencia ficción: extraterrestres, viajes en el tiempo, y esos temas. Me apartaba de esa exigencia del realismo que ha tenido la literatura ecuatoriana, de realismo y de seriedad.
¿Por qué te generaba cierta distancia el realismo ecuatoriano?
La literatura ha tenido un realismo muy exigente, de decir cómo ha sido el país, de dar una cuenta histórica, sociológica y hasta casi geográfica de lo que ha sido el Ecuador. También se veía al país con una gran seriedad, solemnidad incluso. Plantearme la ciencia ficción como una visión distinta del país era algo que no se había hecho comúnmente. Pero sabes, luego la ciencia ficción me fue insuficiente y me pasé a la novela negra, y con ese registro escribí La reina mora, y después Los archivos de Hilarión, que es una novela negra que empieza a volverse delirante mientras avanza.
Además de no sentirte identificado con la literatura ecuatoriana, ¿tenías otro impulso que te llevara a usar la ciencia ficción para enfrentar la realidad?
No puedo estar seguro de por qué fue así. Kundera dice que el novelista que es más inteligente que sus novelas está haciendo mal su trabajo y sus novelas, por ende, son malas. Si yo tuviera una respuesta para eso sería un pendejo, no lo sé. Pero bueno, recuerdo algo. Cuando fui a estudiar a España usaba mucho los trenes. Entraba a Madrid desde Alcalá de Henares, donde vivía, en el tren que volaron los terroristas. El tren se metía por el túnel y yo viajaba por ahí hasta la estación de Nuevos Ministerios, de ahí cambiaba de metro según la facultad a donde debía ir a recibir clases. Viajaba de 45 minutos a una hora por túneles, todos los días. Eso era de ciencia ficción. Viajando por esos túneles se me ocurrió la primera idea de mi primer libro de relatos, que es Profundo en la Galaxia. Se me ocurrió crear una comunidad de místicos que viviera en una red de túneles debajo de Quito.
¿Y el cambio de la ciencia ficción hacia la novela negra a qué se debió?
Eso fue más consciente. En esa época, por los años noventa, leí Tres cuentos, de Gustave Flaubert. El primero de ellos era ‘Un corazón sencillo’, que es la historia de una criada muy pobre y vieja que vive en París, y el cuento narra la historia de sus últimos días, hasta que muere. Esa es una historia totalmente mínima. La ciencia ficción es fácil de escribir, son ideas brillantes, rutilantes y divertidas, pero me di cuenta de que en realidad lo humano estaba en esas mínimas historias. Y para poder contarlas debía pasarme a la novela negra.
En 1990 regresaste a Quito luego de haber hecho estudios de doctorado en Comunicación, en Madrid, ¿cómo fue tu vinculación con el entorno literario de la época, más allá de las estéticas con las que no te identificabas?
Nunca estuve en el mundo de los literatos. Había estudiado Derecho, Antropología y luego, en la Universidad Católica, hice un doctorado en Literatura, que lo encaré como antropólogo más que como literato, por eso mi tema de tesis fue sobre la semiótica de las coplas del carnaval de Chimborazo. Cuando regresé a Ecuador busqué trabajo y Julio Pazos me dijo que viniera a trabajar en la Católica (donde ahora es profesor). En ese momento, gracias a Julio, empecé a ver el mundo de la literatura: lanzamientos, grupos, lugares... Sin embargo, no me sentía parte de ese entorno. No tenía muchos conocidos ahí y no estaba muy identificado. Poco después me fui apartando de lo que había conocido hasta entonces. Lo que pasaba es que yo había vivido en la Sierra con los indígenas, con los mestizos artesanos, por lo que tenía otra dinámica, otra forma de relación con la realidad. Ahora, rara vez, voy a un evento literario, solo cuando son amigos muy cercanos.
¿Pero hubo lecturas locales que te llamaron la atención?
En principio, la literatura ecuatoriana no me interesó, muy pocos me han fascinado. Cuando llegué de Europa descubrí que acá había pocos escritores que eran verdaderamente escritores. Estaba (Javier) Vásconez, por ejemplo. Él era un escritor que vivía aquí, pero que podría estar en cualquier parte del mundo. Pancho Proaño Arandi era otro. En esa época Pancho estaba de misión en algún destino diplomático, y lo conocí después. Estaba Abdón (Ubidia), sus cuentos son estupendos. Eran escritores y punto, no pertenecían a sectores.
Más allá de la literatura ecuatoriana, ¿hubo libros en aquel entonces que te marcaron como escritor?
Siempre había sido un lector enfermo de lectura. Leer, leer y leer. Me acuerdo de que en esa época me impactó mucho leer a (Joseph) Conrad. Para mis inicios en los noventa fue muy importante. En ciencia ficción estaba Ursula K. Leguin.
Y ahora, ¿qué te interesa?
Ahora estoy leyendo grandes novelas porque me estoy planteando la escritura de una novela muy voluminosa a futuro. Recién me la estoy planteando, estoy pensándola. Y para este proyecto he leído novelas descomunales como Los gozos y las sombras, de Gonzalo Torrente Ballester. En octubre leeré a Marcel Proust, la totalidad de En busca del tiempo perdido.
¿Tu proyecto es hacer la novela total?
La novela total, que viene del XIX, parecería una especie de novela que asienta la falacia de que el mundo tiene sentido, pero no lo tiene. El mundo es irracional, absurdo. Por otro lado, está la novela fragmentaria, como las de Alain Robbe-Grillet —La celosía o La casa de Hong-kong—. Una obra fragmentada propone una nueva novela que no sea como la del XIX o principios del siglo XX. Así que parecería que la novela total es una falacia y que la única novela que da cuenta real de un absurdo es la novela fragmentada.
Pero si esos serían los postulados, ¿por qué elegiste el formato de la novela total para este gran proyecto?
La idea es que la novela fragmentada es la que debes hacer porque el mundo es un sinsentido, mientras que la total es una farsa porque trata de abarcar algo que no existe. Pero está (Albert) Camus, quien plantea en El hombre rebelde que uno no evita el absurdo con revelarse, pero es todo lo que uno puede hacer y eso le da sentido a tu vida y a una parte del mundo.
Entonces, tal vez, tenemos que hacer novelas totales y por eso me planteo esta novela enorme, que espero me alcance la vida para terminarla. Esta obra será como una rebeldía contra el absurdo.
Publicado en cartóNPiedra: http://www.eltelegrafo.com.ec/cartonpiedra/noticias/edicion-n-293/1/santiago-paez-el-autor-de-las-arquitecturas-delirantes
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El pasado que regresa como fantasma
Foto: Carina Acosta
Dar un paso adelante implica retroceder dos. Es el costo de repasar la historia. Mientras Gabriela Alemán avanzaba en la ejecución de su última novela, Humo, cada vez regresaba la mirada hacia más atrás; hacia un pasado lleno de incertidumbres, hacia los orígenes recientes de un país, Paraguay, lleno de silencios obligados. Doce años de escritura y diecinueve versiones en las que cambiaba el punto de vista fue el saldo de ese proceso.
La narración pudo tener este inicio: en la mañana del primer domingo de agosto del 2004, la vida de miles de paraguayos dejó de ser la misma. Un feroz incendio en el supermercado Ycuá Bolaños, ubicado en las afueras de Asunción, la capital, provocó la muerte de cuatrocientas personas.
No se había limpiado ni hecho el control de uno de los canales de ventilación de ese centro comercial, hasta que saltó la chispa de una cocina y se prendió toda la grasa del lugar. La gente comenzó a salir, en un inicio, controladamente porque el fuego solo se produjo en el área de comidas. Luego, las llamas lo devoraron todo.
El guardia del sitio anunció al dueño del centro comercial lo que sucedía y este exigió que bajaran las puertas para que la gente no se fuera sin pagar. Y se quedaron: muertos, ahogados, quemados, asfixiados. Cuatro-cientos cuerpos postrados tras el humo.
Ese era el punto de partida de la obra de Gabriela, el cual cambió con el tiempo, pero se mantuvo en otros tramos de la novela. El horror, el desconsuelo y lo que descubrió sobre esa tragedia la impulsaron a auscultar en las venas profundas de Paraguay que, a la vez, son las venas de un continente con los mismos pasados oprobiosos. También, la movía el afecto que tenía con ese territorio, donde estudió filosofía, jugó basquetbol profesional en el Club Olimpia e hizo danza contemporánea entre 1986 y el 1988, a finales de la dictadura de Stroessner.
«Una amiga que estudiaba en el preuniversitario conmigo luego se convirtió en psicóloga de un colegio paraguayo que se llamaba Cristo Rey. Cuando pasó lo del incendio, ella me contó que a los dos meses del incidente, dos de sus estudiantes —de clase media, cerca de 15 años, sin ningún problema anterior— se suicidaron. Averiguando lo que pasó, la abuelita de una se había muerto en el centro comercial y la otra tenía un primo que también murió allí. Eso fue muy fuerte y provocó el arranque de la historia, que luego cambió», dice Gabriela en una cafetería de un centro comercial del norte quiteño, a pocos días de que Humo saliera de imprenta.
Cuando la noticia apareció en los medios de comunicación internacionales, lo que posicionaban era que la avaricia del dueño produjo el incendio, pero había algo más. «Automáticamente cuando escuché la noticia, lo primero que pensé es que el dueño era del Partido Colorado (quienes han estado en el poder por extensos períodos desde su fundación, en 1887)», dice la autora mientras arquea al infinito las cejas.
*
Antes de estudiar filosofía, Gabriela ingresó a la carrera de periodismo en Paraguay y, en la primera clase, le dijeron: «ustedes tienen que ser objetivos, reportar la verdad, pero nunca, nunca, pueden hablar de tal persona, y de tal otro tipo, y de este tampoco». Era la época de la dictadura de Stroessner, que duró 35 años, y había dos periódicos en el país: uno era del cuñado del dictador paraguayo y el segundo, de otro de sus parientes.
«Toda la gente que estudiaba conmigo en el primer año de la facultad de periodismo había nacido con Stroessner y no conocían otra historia. Así funcionaba Paraguay y lo sigue haciendo, de alguna manera, ahora. El único intervalo que hubo del Partido Colorado fue Lugo y ya viste lo que le pasó. Entonces, yo en mi cabeza decía: ¿por qué no dijeron que el dueño de Ycuá Bolaños es del Partido Colorado? Y ya sabes la respuesta. Él nunca fue a la cárcel; el único que estuvo cuatro años encerrado fue el guardia y ya salió. ¡Nadie pagó!, ¡nadie pagó!».
Cuando en 2015 el papa Francisco visitó Paraguay, los familiares de los muertos del incendio de 2004 se plantaron frente a la caravana, pero esta fue desviada y el Pontífice nunca los vio, nunca llegó a escuchar los testimonios de la gran tragedia del Paraguay contemporáneo de la que nadie habla.
*
—¿Me vas a contar? —pregunta Pablo.
—¿Qué?
—No podés ser tan imbécil, Nacho. ¿Sabías o no?
—¿De qué lo que hablás?
—Del centro comercial.
—¿De qué?
—De Ycuá Bolaños.
—Qué vas a saber nada vos.
—Qué aparato que sos, ¿no te das cuenta que el escritorio de Andrei está justo encima de este y que el sistema de ventilación lleva todas tus conversaciones hacia arriba? —le dice, ya sin saborear la bebida.
Nacho se para, lo mira a los ojos y luego se aleja hacia la ventana que da al jardín. Tose, se mueve y después se da la vuelta, se demora en hablar.
—Yo no hice los planos, si eso es lo que te interesa.
—¿Y? —le responde su hermano.
—Un capataz estuvo a cargo de la construcción. Yo gua’u solo supervisaba.
—¿N’déra? Te vas a lavar…
—¡Claro que sabía! Pero ¿para qué crees que sirve el dinero? Si yo le ahorro al contratista, él me da un porcentaje. Así funciona, ¿entendés? Yo tuve que pagar el veinte por ciento de comisión para que me dieran el contrato, por algún lado tenía que compensar picó.
—Con cuatrocientas vidas luego tenías que compensar.
—Yoko no di la orden de cerrar las puertas. Yo solo intentaba llegar a fin de mes.
—E’a, ¿no eran tu padrino y tus socios, sus amigos, luego los que se encargaban de que llegaras a fin de mes?
—Nambre.
Pablo no responde, no evade su mirada pero tampoco responde. A Nacho le sobreviene la sensación de estar cayendo.
—Yo no lo pedí, si querés saber. Lo odiaba. Desde que fue mi padrino, Andrei me alejó y ya nunca fue igual
—Nacho responde con otra voz.
La voz de un niño.
Humo, Capítulo XII
*
¿Cómo se puede hablar de Paraguay sin abordar el pasado de Alfredo Stroessner, sin explicar qué eran los Colorados? Gabriela Alemán volvió en el tiempo hasta que llegó a la Guerra del Chaco, que fue el momento en que Stroessner comenzó a subir de rango y así se va desarrollando una historia que trastocó el porvenir de un territorio donde se habla español y guaraní, donde se habla mucho y se escucha poco.
«Paraguay es un planeta desconocido para el resto del mundo, y es maravilloso. Fue el primer experimento de los jesuitas para esta idea de tierra utópica que fueron las misiones hasta que los expulsaron. Fue el sitio donde la hermana de Nietzsche, Elisabeth Förster-Nietzsche, intentó fundar una nueva Alemania. Paraguay es delirante», dice Gabriela mientras recuerda el texto periodístico que escribió sobre la fundación de la colonia Nueva Germania en Paraguay y que resultó ganador del Premio de Crónica organizado por Ciespal.
En ‘Los limones del huerto de Elisabeth’, la crónica galardonada, la autora dice: «En 1886 Paraguay era el futuro. La tierra donde se refundaría Alemania, lejos de la contaminación judía. Ese, por lo menos, fue el razonamiento que Bernhard Förster siguió y que su esposa Elisabeth Nietzsche alentó. Las catorce familias que llegaron al puerto de Asunción el 15 de marzo de 1886 siguiendo el descabellado plan de Förster simplemente se dejaron embaucar. Algunos porque creían en su ideal racista, otros porque huían de la crisis económica alemana, especialmente visible en la zona de Sajonia, de donde provenía la mayor parte de familias».
En Humo, Gabriela recupera la fascinación por ese lugar donde el mundo posó la mirada, donde el mundo quiso inaugurar una extensión más de su miseria.
*
En 1884, Nueva Germania, fundada por el Dr. Förster y Elizabeth Nietzsche.
En 1887, una misión solitaria de la South American Evangelical Society.
En 1930, trescientos setenta y tres anabaptistas de la Unión Soviética.
En 1926, mil setecientos sesenta y cinco menonitas provenientes de Canadá. En dos años se habían formado catorce aldeas.
Tierras para todos.
Humo, Capítulo XII
*
Humo, publicada por Penguin Random House, va intercalando la historia reciente de esa nación latinoamericana —con énfasis en el conflicto entre Paraguay y Bolivia, entre 1932 y 1935— con la historia particular de su protagonista, llamada Gabriela como la autora, quien utiliza, o más bien arrastra y olvida a cada momento, un bastón durante toda la narración. Diferentes voces y recursos literarios se van encontrando en esta novela que salta incesantemente en el tiempo, pero que, al final, logra conectar el pasado con el presente.
«En estos últimos años habrás visto como una ola creciente de la autoficición, de la autobiografía que a mí me tiene un poco cansada. Así que decidí que la narradora de la obra se llamara Gabriela, pero para burlarme de toda esta idea de que uno solo puede hablar desde el pupo. Pero no. Uno también puede hablar de uno mismo y, a la par, hablar de todo este país, de toda esta órbita de corrupción que parece no cesar en Paraguay», dice Gabriela, quien sabe, está segura, que «no mirar al pasado hace que este vuelva como un fantasma, como un monstruo a devorarte».
¿Cómo se puede hablar de Paraguay sin hablar de Alfredo Stroessner, sin explicar que eran los Colorados? Gabriela Alemán volvió en el tiempo hasta que llegó a la guerra del Chaco, que fue el momento en que Stroessner comenzó a subir de rangos y así se va desarrollando la historia de todo un continente.
Publicado en cartóNPiedra: http://www.cartonpiedra.com.ec/noticias/edicion-n-283/1/el-pasado-que-regresa-como-fantasma
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Jorge Franco: no dejar rastro del crimen
Foto: Miguel Jiménez
La obra de Jorge Franco (Medellín, 1964) ha caído en el peligro de las etiquetas y se la ha incluido —exclusivamente y a veces con mucho reduccionismo— dentro del realismo sucio, la narrativa de la violencia o la narconovela. Sin embargo, su literatura cuenta con otros matices que la vuelven mucho más rica y que trascienden los lugares comunes con los que ha sido leída.
La migración, el amor o la cultura popular —por ejemplo— son algunos temas muy bien tratados por el autor colombiano en obras como Melodrama o El mundo de afuera, más allá de su emblemática novela Rosario Tijeras. Si bien Jorge Franco nació en un país que en los últimos cincuenta años ha estado marcado con hierro debido a la guerra, las desapariciones o la corrupción, esto no es más que un espejo exacerbado de lo que sucede en el continente y en otros espacios del mundo.
Por su paso en Quito como Escritor Visitante en el Centro Cultural Benjamín Carrión, el premio Alfaguara de Novela 2014 habló sobre los elementos que componen su propuesta narrativa.
Desde tu primera novela, Mala noche, se empiezan a delinear algunos de los tópicos que irán marcando tu carrera: un mundo que sucede en las noches más infames de un territorio aun más infame; y una narrativa plagada de mujeres que le respiran a la muerte. Cuando empezaste a escribir, ¿se te ocurrió alguna vez no arrancar por Medellín?
Hace más de veinte años que no vivo en Medellín, sino en Bogotá, pero a veces digo que soy como un caracol: siempre llevo a Medellín a mis espaldas. Me he preguntado muchas veces por qué ese ha sido un lugar recurrente en mis historias y la respuesta la encuentro en algo que, creo, es muy común en la literatura en general, y es el mundo infantil. Ahora se me viene a la cabeza Gabriel García Márquez, quien dejó Colombia siendo muy joven. Vivió entre cuatro y cinco décadas fuera del país, pero gran parte de su obra está enfocada en ese mundo del Caribe, en ese mundo de su abuela, su mundo infantil... Es importante para la literatura el lugar de la infancia porque es allí cuando se comienzan a formar los vínculos afectivos, se aprende la palabra. Allí se marcan los momentos definitivos de cada ser humano, y los escritores no salen libres de esa influencia. He intentado hacer ejercicios literarios para apartarme de Medellín, pero cuando comienzo una historia, esta rápidamente empieza a pedirme el acento, la geografía, las calles, los barrios... El nombre de Medellín no aparece en mi novela Mala noche, pero bien podría serlo: es el Medellín de la noche, sórdido, nocturno; el Medellín donde está la prostitución, la inseguridad y la muerte rondando a las mujeres.
¿De qué se componía tu entorno para que desde el inicio de tu carrera hayas decidido poner a personajes femeninos como protagonistas de tus historias?
Eso se dio de manera natural. Soy minoría en mi grupo familiar y lo sigo siendo hoy en día con mi propia familia. Nací en un hogar donde predominaban las mujeres. Tengo tres hermanas y siempre he dicho que, de alguna manera mágica, se multiplicaban, quizás por el ruido o por la emotividad, que es algo muy propio de nuestra cultura. Su presencia era tan ruidosa en la casa, y no lo digo solamente por el sonido, que llenaban más los espacios. Por eso también se sentía con fuerza su ausencia cuando no estaban. A ellas siempre les he agradecido el haberme convertido en un gran lector porque, como le temía a ese mundo, a esa invasión femenina, me encerraba en mi cuarto a leer. Al principio me encerraba a leer, pero luego toda esa explosión de sentimientos afloraba en la casa porque sonaba una canción o porque alguna de ellas hablaba de sus noviazgos de una manera tan suelta, que a mí me producía envidia. Por eso, al momento de narrar la psicología femenina no se me dificultó. Y hay algo más: en esta cultura y en casi todas, el camino que tiene que recorrer una mujer para alcanzar una meta es más tortuoso, tiene más obstáculos que el de un hombre. Desde la mirada de escritor, descubrí que en esos obstáculos, en esas bifurcaciones de sus caminos es donde surgen las historias. Las mujeres están llenas de matices.
En Colombia, particularmente, la realidad supera a la ficción. En tu país nació el patriarca del realismo mágico y hay una realidad que bien podría ser entendida como mitológica, ¿cómo medias la realidad con la ficción a la hora de escribir?
Es casi como un trabajo de limpieza, en el sentido de que esa realidad es tan exagerada que ya roza los límites de lo absurdo, de lo mítico, y uno tiene que hacer un trabajo de depuración para volverla verosímil. Si la vas a narrar (la realidad) tal y como sucede queda en tono tan literario que parece exagerado, en un tono casi cercano al realismo mágico. Uno de los compromisos que hemos hecho los escritores de generaciones más recientes es, precisamente, tomar una distancia con el realismo mágico.
¿Hasta qué punto distanciarse?
En mi caso sin la necesidad de recurrir al parricidio literario. Hay otros casos como el de Fernando Vallejo, quien sí recurre a un parricidio con un lenguaje violento, agresivo y hasta soez sobre la figura de García Márquez. Me pasó que no veía la necesidad de seguir usando esas historias y en ese mismo tono, pero ese mismo tono me lo estaba dando la realidad. Cuando recién se publicó Rosario Tijeras, recuerdo que llegó una periodista española y me hizo ver que yo había perdido el tiempo en ese trabajo de limpieza, porque dijo que mi trabajo era una continuación del realismo mágico. Me hacía referencia al cementerio del que hablaba en la novela, que era un mausoleo que tiene una lámpara de cristal donde hay varios lugartenientes de Pablo Escobar enterrados y donde hay músicos las 24 horas. Y le dije a la periodista que el mausoleo, con todo eso, está en Medellín, en el cementerio de San Pedro. Ahí no hay aporte mío como escritor, solo traspasé el hecho real a una novela.
¿Alguna vez te pesó o te hirió la figura de García Márquez cuando escribías?
Tuve una suerte grande de haber leído a García Márquez cuando aún no se me ocurría ser escritor, entonces lo leí sin ninguna prevención y sin ningún odio. Estaba en el colegio y lo leía como un autor que me imponían leer, además de que me lo impusieron con el texto equivocado, con El coronel no tiene quien le escriba. Creen que por ser breve es un texto que se puede adaptar a la lectura escolar, pero creo que es un texto denso, porque cuesta entrar en ese espacio de la rutina, de la monotonía de su personaje central. Siento que él tiene en sus cuentos historias que son mucho más adecuadas para el colegio y que perfectamente lo sumergen a uno en su mundo mágico. Así que lo leí sin presión y no hubo conflicto.
¿En qué consistía tu proceso de depuración del exceso, de limpieza del texto?
En Rosario Tijeras me inventé un triángulo amoroso y tomé algunos elementos de la realidad, siempre haciendo un trabajo de limpieza, porque la violencia, en ese tiempo, era superior a lo que yo podía contar. Traté de quitar mucha sangre, me sentía como esos ampones que después de un crimen limpian todo y no dejen rastro de un crimen.
En Paraíso Travel abordas el tema de la extranjería a través de la relación de Marlon y Reina, dos migrantes colombianos que van tras la búsqueda del sueño americano, ¿cómo construyes el amor y los afectos en medio de la crudeza, pues en esta obra la violencia está matizada por la ternura y el amor?
Siempre me pregunto cómo contar la violencia de estos temas de una manera que tome un poco de distancia de la realidad y el recurso del cual echo mano, desde mi primer libro de cuentos (Maldito amor), es el tema del amor. Lo que me permite el amor en las historias que cuento es equilibrar la balanza. Dentro de los problemas sociales siempre hay un aspecto humano involucrado. Y esto no lo hago como un truco para solucionar un problema literario, sino porque estoy convencido de que en todos nuestros malestares sociales hay aspectos humanos profundos que, a veces por cuestión de espacio o de tiempo, los medios de comunicación no llegan a contarnos.
Con Paraíso Travel surge algo curioso y un poco intencional. Después de la publicación deRosario Tijeras, yo solo escuchaba ciertos rótulos con los que empezaban a describirme: como un autor de historias de narcotráfico, de narconovela. Héctor Abad Faciolince dijo con ironía que lo que hacía era la ‘sicaresca’. Entonces inmediatamente quise salir de esos rótulos y me dije que quería hacer una novela en que la palabra ‘narcotráfico’ no apareciera en ningún lado. Así surgióParaíso Travel.
Tanto Rosario Tijeras como Paraíso Travel alcanzaron un éxito rotundo gracias a sus adaptaciones audiovisuales. Cuando estudiaste cine, ¿te propusiste conjugar los lenguajes del séptimo arte con la literatura?
Antes de incursionar en la escritura... iba a decir en la literatura, pero allí estoy desde muy niño, siendo lector, siempre tuve un deseo de contar historias y primero quise hacerlo mediante el cine porque me encantaba y me sigue gustando. Desde el colegio adquirí una costumbre que agradecí siempre: todos los viernes nos pasaban una película en el teatro y como estudié con los jesuitas, casi toda la cartelera de cine eran películas de Semana Santa. Era fascinante sentarme en un gran teatro a ver esas imágenes. Estuve fascinado con la posibilidad de contar historias a través de la pantalla, pero cuando estudié cine empecé a incursionar en la escritura. Me sentía con mayor libertad con la palabra que cuando estudiaba cine, porque allí nos limitaban en el aspecto técnico, mientras que en la escritura volábamos. Mis novelas no son guiones como han dicho algunos, pero tienen mucha influencia del cine. Y no porque estudié esa cerrera, sino porque amé ese arte desde niño. En mi época el cine se convirtió en una propuesta de entretenimiento masivo, la televisión entró a todas las casas. Así que todo ese bombardeo audiovisual llegó a influir en mi obra y en la de muchos.
La novela Melodrama ha sido una de tus obras mejor comentadas por la crítica, pues, según se ha dicho, en este libro se produce una intensa experimentación con el lenguaje. En la obra aflora el suspense, el melodrama en sí mismo, la decadencia, la saturación de personajes y de historias, las elipsis y el humor. ¿Sientes que con este título alcanzaste una mayor madurez literaria?
Es una obra de ruptura, definitivamente. Allí buscaba la libertad para explorar, aventurar, ensayar literariamente otro tipo de estructura de novela, otro tipo de personajes. Estuve cuatro años inmerso en ese proyecto y cuando me sentaba a escribirlo me divertía con sus mujeres, por la desfachatez, por las formas sin filtro en que estos personajes estaban contando esta historia. Tomé licencias para volar con esta narración, que, para mí, tal vez, es la más paisa paisa.
En Melodrama no hay un problema social ni general, como el narcotráfico, sino que hay un problema familiar de incesto donde los roles que los personajes deben jugar dentro de una familia están totalmente alterados. En ese sentido, pienso que la novela recoge a través de esa familia toda la disfuncionalidad de una cultura, de mi cultura. Es una novela que sacude las bases de la familia tradicional antioqueña.
En Melodrama, incluso, empiezas a representar a las mujeres desde otros puntos de vista y quien toma la voz narrativa es un hombre. Cambiaste todo lo que hacías...
Es curioso. Quería romper con esos personajes sensuales, eróticos, que usaban esa misma sensualidad para cumplir sus propósitos, como son Rosario Tijeras y Reina, y luego me di cuenta de que esas características las puse en un hombre. En Melodrama las mujeres son diferentes, físicamente no son bellas, no son sensuales, son más bien bruscas, agresivas, frustradas por no haber realizado sus sueños. Mientras que todo ese encanto femenino lo tiene un hombre, y usa esos encantos para sacar adelante la historia y para establecer una reflexión sobre la sexualidad y el erotismo...
En El mundo de afuera, novela ganadora del Premio Alfaguara 2014, las capas de la fantasía y de la realidad se van sobreponiendo la una con la otra. Sin embargo, algo que resalta en esta obra es la sutil referencia a la cultura popular, de la mano del poeta Julio Flórez. ¿Cómo es tu diálogo con este entorno, con las tradiciones literarias?
Digamos que en esta novela hago referencias a algunos poetas, en particular a Julio Flórez, que tenía mucha influencia en el ámbito popular colombiano. Flórez se emborrachaba en el centro de Bogotá, tenía una manera de inspirarse en los cementerios, le recitaba a los muertos, y eso le hizo cercano a lo popular, donde la poesía no suele tener mucho espacio. En mi caso, respecto a la poesía, sigo siendo un buen lector del Siglo de Oro. La poesía me despista mucho, no tengo las herramientas para decir esto es bueno o malo. Voy a la fija, a algo que tiene el filtro del tiempo como el Siglo de Oro español. Siempre espero que el filtro del tiempo me ayude a decantar el sentido de la poesía. Con la narrativa me defiendo fácil. Uno crea con la narrativa una relación a largo plazo, mientras que la relación con la poesía es más inmediata, te sacude, te golpea.
El vínculo con lo popular no viene con la literatura, lo admito; confieso que viene con la telenovela, con la música popular, con la balada romántica. En ese sentido, por ejemplo, he tenido mucha afinidad con autores como Manuel Puig, quien trabaja en ese tipo de mezclas. No hay que avergonzarse al decir que la telenovela es una influencia en mi obra. Tampoco hay que avergonzarse del bolero. Siento que la telenovela es el producto cultural de exportación por excelencia de América Latina, es lo más importante que ha hecho la región a nivel masivo y cultural.
Publicado en cartóNPiedra: http://www.eltelegrafo.com.ec/cartonpiedra/noticias/edicion-n-287/1/jorge-franco-no-me-avergueenza-decir-que-la-telenovela-influencia-mi-obra
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Las piernas de Madonna
No. Más bien es su postura. Es la forma en cómo separa cadenciosamente las piernas cuando va a hablar frente a alguien, como cuando dio su discurso de aceptación a Mejor Mujer del Año en la última entrega de los premios Billboard. Al inicio, las tenía juntas, ligeramente apartadas la una de la otra, tímidas, acaso clausuradas. Esa es la manera, al menos la que comúnmente hemos visto cuando una mujer se sienta o se para. Luego, de apoco, Madonna las abrió con una precisión de relojero: a 10°, a 20°, a 30°. No paraba, y siguió así hasta parecerse a un compás metálico abierto a 45°. En esa postura, que ella la ha replicado en conciertos y otras presentaciones a lo largo de toda su carrera, hay un discurso, un alegato que bien podría ser leído como feminista.
“Es mejor de esta manera: siempre me siento bien con algo duro entre las piernas”, dijo tras un prologando suspiro, con un alivio que disfrazaba una ironía, y así se mantuvo durante los casi diez minutos que duró su intervención. Tener abiertas las piernas implicaba apropiarse de una postura que ha sido exclusiva para ciertos cuerpos, sobre todo masculinos. Implicaba, también, confrontar el manual de conducta con el que crecen las mujeres, desde niñas: “Siéntate como una señorita”. “Estás mostrándolo todo”. “Cruza bien las piernas” “Hazte respetar”. Las piernas abiertas de Madonna rompían ese violento disciplinamiento corporal que las obligaba a tener una actitud recatada, infantil con el resto. Y hay más. Madonna hacía pública una postura que, en el caso de las mujeres, siempre ha sido privada. Ya saben: “abre bien las piernas para…”.
Pero las piernas de Madonna también fueron la antesala para escuchar uno de los discursos más movilizadores en la escena del pop contemporáneo. Arrancó su intervención con una firmeza matizada por la ternura de sus ojos: “Gracias por reconocer mi habilidad para continuar mi carrera por 34 años ante el sexismo y la misoginia flagrantes, y la intimidación constante y el abuso implacable”.
Madonna se refirió a sus momentos de fortaleza y de vulnerabilidad, que casi siempre iban de la mano. Habló en plural para no agotarse en ella, para recordar que Nueva York en los años ochenta era una ciudad aterradora para todos: vivió en medio de armas empuñadas contra su cabeza; vio cómo sus amigos murieron a causa del sida; reflexionó sobre lo que implica trabajar en un medio en el que los hombres tienen ventaja.
Cuando publicó el álbum Erotica y el libro Sex, en los titulares de prensa llegaron a compararla con Satanás. Pero, “¿acaso no estaba Prince por ahí con medias de rejilla, tacones, lápiz de labios y enseñando el culo? Sí, sí estaba. Fue entonces cuando entendí que las mujeres no tienen tanta libertad como los hombres”, dijo con determinación.
En los noventa, y hasta ahora, a Madonna la han criticado por provocar un retroceso en el movimiento de las mujeres, por convertirlas en “objetos”. Ante esas acusaciones, ella respondió: “Bueno, soy un tipo de feminista diferente, soy una mala feminista”, siguiendo a Roxane Gay. Pero Madonna nunca se ha sentido sola.
Insegura sí, pero no sola. Ha sabido refugiarse en la grandeza de otras personas como Debbie Harry, Aretha Franklin, ChrissieHynde, James Baldwin, Nina Simone o David Bowie para resistir. “Lo más controversial que he hecho es mantenerme”, dijo. Y, quizá, lo más movilizador de su último discurso fue haberse referido a un concepto que ha sido prejuiciado por muchos, la sororidad, al que se refirió sin nombrarlo, con fuerza: “Como mujeres tenemos que empezar a apreciarnos a nosotras mismas y la valía de las demás. Aliarnos con otras mujeres fuertes y buscar mujeres de las que aprender, con las que colaborar, de las que inspirarnos e iluminarnos. La solidaridad verdadera entre mujeres es un poder en sí mismo”.
Publicado en Revista Awake: http://www.revistaawake.com/fuck-the-system/las-piernas-madonna/
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Rebeca Lane: “Guatemala es un paraíso de la impunidad”
Cuarenta niñas guatemaltecas murieron calcinadas en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción el anterior 8 de marzo. Mientras mujeres de todo el mundo salían a las calles en esa fecha bajo la consigna de #Vivasnosqueremos, en el centro de menores ubicado en el municipio de San José Pinula los cuerpos muertos y heridos de las niñas eran trasladados hacia los hospitales más cercanos. Un día antes, 60 jóvenes internadas allí se habían escapado del Hogar Seguro porque sufrían maltratos y violaciones.
“No fue el fuego, fue el Estado”, se convirtió en el primer lema que emergió luego de la tragedia, pues las jóvenes que se fugaron, al ser capturadas, fueron encerradas bajo llave con la vigilancia de agentes de la Policía Nacional Civil (PNC). Como protesta, ellas prendieron fuego a un colchón que desató un incendio. “Comenzamos a golpear la puerta para que nos abrieran y no nos abrían”, dijo una de las menores que logró sobrevivir. Los bomberos llegaron 40 minutos después.
La rapera, escritora y feminista guatemalteca Rebeca Lane se rompe en la palabra, en los ojos cuando recuerda a las niñas. Llegó al país el pasado miércoles (15 de marzo de 2017) para dar un concierto en el Festival Emputado de la Marcha de las Putas. En sus manos lleva tatuadas la forma en cómo verbaliza su rabia: hip-hop. Esta es la segunda vez que está en Ecuador. La primera fue hace 11 años, cuando estuvo en las calles de la capital protestando contra los Tratados de Libre Comercio.
¿Cómo es vivir en Guatemala?
Guatemala es como una herida. Siento que lo que pasó con las niñas es solo consecuencia de un Estado feminicida, que viene siéndolo desde hace mucho tiempo, desde la guerra, desde el genocidio. Es un Estado que ha utilizado el cuerpo de las mujeres como una herramienta de guerra más, nos han puesto heridas en el cuerpo que son difícil de sanar. Vivir en Guatemala no solo es aguantar el acoso callejero, es sentir que en cualquier momento te pueden quitar la vida y que ninguna institución va a funcionar para que se haga justicia, para que las mujeres que están creciendo alrededor tuyo estén bien.
¿Fue el Estado el responsable de la muerte de las niñas?
Guatemala es un paraíso de la impunidad. Cualquiera tiene la posibilidad de hacer lo que sea sin sufrir consecuencias y eso es lo que ha pasado con las niñas. Se han juntado la negligencia, la indiferencia de un Estado hacia la niñez y la juventud con una PNC absolutamente deshumanizada. El presidente ha sido cínico en sus acciones y declaraciones. Los últimos testimonios que han podido ser recogidos de 4 niñas sobrevivientes indican que fue la PNC la responsable directa, en el sentido de que cuando hubo el incendio no las dejaron salir. Ellas no eran menores en conflicto con la ley, sino menores que ya habían sido abusadas en sus hogares, y que luego entran a estos hogares y son abusadas por los maestros, los monitores, por las personas de este hogar.
¿Cómo trabajas bajo esas circunstancias?
Yo ahora, físicamente, me siento mal, destrozada, porque cuando le pasa esto a una niña todos nos herimos. Cada vez es más difícil crear en el contexto de Guatemala. Sin embargo, ante esto, las mujeres estamos saliendo a las calles, estamos fortaleciendo nuestras demandas feministas. Y muchas mujeres que no se identifican plenamente con el feminismo por desconocimiento se están acercando porque ya ven que no es una exageración eso de que nos están matando. Siempre nos dicen que las feministas estamos exagerando, que no pasa nada, pero creo que esto (el caso de las niñas) ha sacudido las corporalidades de muchas mujeres.
¿Cómo vives el feminismo en Guatemala?
Creo que el contexto de Guatemala es hermoso ya que tenemos el referente del feminismo comunitario, que es un feminismo bastante sanador para nosotras. Buscamos una relación hacia nuestro erotismo desde la sanación. Ahora, digamos, el feminismo se ha abierto espacios. Es una palabra que se usa mucho, pero que se conoce poco.
¿Cuál crees que es el mayor prejuicio con el feminismo?
Las mujeres estamos enojadas, y en lugar de que la gente se cuestione por qué estamos enojadas, solo nos condenan y nos dicen que somos violentas, separatistas, que queremos meter a los hombres en campos de concentración. Y siento que eso tiene que ver con el hecho de que nosotras les estamos pidiendo, a los hombres sobre todo, que abandonen sus privilegios. En lugar de cuestionarte por qué estamos enojadas, por qué no le gusta a mi compañera que le digan ‘preciosa, mi amor’, nos responden violentamente. Siento eso de muchos hombres, pero también de muchas mujeres que por desconocimiento y por miedo es más fácil para ellas asumir la posición de complicidad en lugar de tratar de entender a las otras compañeras.
¿En la música también has vivido prejuicios?
Las mujeres dentro del hip hop están haciendo algo muy valioso, primero porque rompen con todo su entorno familiar. En Centroamérica, en Sudamérica, también en México, las escenas hip hop están situadas en poblaciones con muchas carencias, desde afectivas hasta materiales. Así que el hip hop te da la posibilidad de sanar, de ocupar tu tiempo en algo sano, de expresarte, pero para las mujeres es mucho más difícil porque el hip-hop está estigmatizado, vinculado a las pandillas.
Ahora que participarás en la Marcha de las Putas y darás un concierto, ¿cómo te sientes al apropiarte de una palabra con la que se suele insultar a las mujeres?
Apropiarnos de los insultos nos ayuda a perderle el miedo a las palabras. Recuerdo que cuando era niña y adolescente, el mayor miedo que tenía era que alguien me dijera puta. Ese miedo a ser puta desde muy pequeñas limita tus acciones. Entonces, retomo la palabra para acabar con esos temores, para dejar de darle una connotación negativa. Somos nosotras las que a través de apropiarnos de la palabra la sanamos, y sanamos a nuestras antepasadas también. Y apoyo la Marcha porque creo que el trabajo sexual debe ser dignificado.
Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección: http://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/cultura/7/guatemala-es-un-paraiso-de-la-impunidad
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Los latidos de Beyoncé
Habría que arrancar con una aclaración: Beyoncé no es una teórica feminista como bell hooks o Audre Lorde, ni mucho menos una militante política adscrita a los conceptos de la negritud de Aimé Césaire o Frantz Fanon. Aunque fastidie reiterarlo, ella es una artista pop y, como tal, se apropia de todo lo que le rodea para convertirlo en un caramelo perfecto, de esos que chupas y disfrutas sin darte cuenta. Es lo mejor que produce su industria. Punto.
Hay quienes la han acusado de convertir las luchas por la reivindicación de las mujeres o de los negros en un producto alienado, vaciado de historia y de coherencia. Estas críticas surgieron luego de que Beyoncé le hiciera varios guiños al feminismo tras proyectar esa palabra en el fondo de sus conciertos, o por haber incorporado pasajes de Todos deberíamos ser feministas, de la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, en su sencillo Flawless. Quienes la cuestionaban no concebían que ella hablara de liberación femenina mientras su misma apariencia reproducía, según sus detractores, los estereotipos hipersexuados de las mujeres. Pero como decía en una nota de la revista Arcadia el escritor colombiano Juan Cárdenas, quien a su vez recordaba lo que Jesús Martín-Barbero planteaba en De los medios de las mediaciones, “nunca se pueden menospreciar los modos en los que la gente recibe y resignifica los objetos culturales producidos para consumo masivo, pues a menudo esta recepción se convierte en una forma de uso imaginativo con un alto potencial emancipatorio”.
Si bien y por fortuna la esencia de la música pop es la exaltación de los lugares comunes y del movimiento de caderas, artistas como Beyoncé le han dado espacio a la reflexión, independientemente de sus fines, y a la búsqueda de nuevos lenguajes para expresar sus preocupaciones, sus frustraciones y sus deseos. Esto ella lo hace mejor que nadie. “Hace 20 años era impensable que alguien (tan popular) como Beyoncé pudiera acercarse al feminismo. El feminismo era algo feo, despreciable, tonto, radical, marginal… el simple hecho de que Beyoncé quiera utilizarlo por razones de marketing me parece un triunfo total. (…) lo importante es el hecho de que ahora cada chica joven que conoce a Beyoncé oye hablar del feminismo de manera positiva, y quizás no solo va a comprar camisetas, mañana puede que se meta en internet y lea algo interesante. Me parece muy bueno que la mayor figura mainstream del feminismo hoy sea Beyoncé, una chica supersexual, negra y fuerte”, decía en una entrevista para la plataforma web Notodo la escritora francesa Virginie Despentes, autora del crudo manifiesto autobiográfico Teoría King Kong.
La vigente e institucionalizada violencia hacia los negros en Estados Unidos, la hermandad y la exaltación de lo femenino como respuesta al patriarcado, o el proceso del duelo amoroso sin reprimir ninguna emoción, son algunos de los temas que Beyoncé, a sus 34 años, aborda en Lemonade, su sexto y más reciente disco. Lanzado el pasado 23 de abril, el álbum incluye una suerte de video documental (de 66 minutos) con doce canciones entrelazadas sin cortes, en el que se recorre la vida íntima de esta artista junto con un grupo de mujeres negras que la acompañan.
Sí, solo mujeres. Sí, solo mujeres negras. El color perfecto, profundo, poderoso, original. A ellas las pone en el centro de sus primeros planos, vestidas con trajes típicos de los estados agrícolas del sur de su país, como Alabama o Misisipi, y así las hace protagonistas de su narrativa. Las traslada a las plantaciones de algodón de Nueva Orleans (donde fue filmado el video de Lemonade) para que emulen la época victoriana y del Antebellum con prendas de ese tiempo, pero diseñadas en alta costura. La tenista Serena Williams, la modelo Winnie Harlow, las cantantes Ibeyi and Chloe & Halle; o las actrices Amandla Stenberg, Quvenzhané Wallis y Zendaya son algunas de las figuras que conforman su reparto. Y Beyoncé, de la mano de su estilista exclusiva Marni Senofonte (quien además diseñó toda la vestimenta de la gira Formation World Tour), aparece en el video del primer sencillo, Pray you catch me, con un suéter negro con capucha, escondida como una gacela en medio del prado, para luego transformarse, en la canción Hold up, en una hija del sol que viste un rabioso traje amarillo diseñado por el italiano Roverto Cavalli, mientras rompe con un bate todo lo que está a su alrededor.
La ropa siempre ha sido su segunda piel, la que reafirma su identidad y su pasado. Cuando recibió el Premio Ícono de la Moda que otorga anualmente el Council of Fashion Designers of America (CFDA), Beyoncé recordó que en la época en que formó parte de Destiny’s Child, “las grandes firmas no querían vestir a cuatro muchachas negras y curvilíneas. Nosotras no podíamos permitirnos diseños y vestidos de diseñadores”. Así que su madre, Tina Knowles, quien a su vez heredó de su madre las destrezas de costurera, se convirtió en la mujer que arropó la carrera de su hija. “Mi mamá fue quien diseñó mi vestido de novia, mi vestido de graduación, mi primer vestido para los CFDA Awards, mi primer vestido para los Premios Grammy, y la lista sigue y sigue. Esto es para mi el verdadero poder y potencial de la moda”, dijo Beyoncé al final de su intervención.
Lemonade está compuesto por doce canciones y el nombre del álbum se inspira en un pasaje de la vida de Hattie White, la abuela de Jay Z, pareja de Beyoncé. Cuando Hattie cumplió 90 años le hicieron una fiesta y ella, a cambio, les compensó con un discurso en el que recordaba su vida: “Tuve mis altos y bajos, pero siempre conseguí la manera de levantarme. Me dieron limones y yo hice limonada”. Este momento es recogido en el video de Freedom, tema que fue presentado públicamente en la última entrega de los Premios Black Entertainment Television (BET) y en el que participa el rapero Kendrick Lamar, un artista negro que se crió en las agresivas calles de Compton y cuyo disco de 2012, Good Kid, M.A.A.D City, fue considerado por la crítica como uno de los mejores de ese año por la brutalidad lírica con la que confiesa sus temores. Lamar no es el único. Músicos como Jack White, James Blake o The Weekend aparecen también en el álbum, en el que destaca el punzante R&B, el country añejo, el blues, el folk sureño, el pop, el hip-hop y hasta el reggae.
Beyoncé relata los tránsitos, los rituales de sanación que hace una mujer que ha sido traicionada, hasta llegar a la reconciliación con el otro y consigo misma. En el video documental hay once intertítulos (el duodécimo es el nombre del disco) que definen los momentos que narra cada sencillo de Lemonade: intuición, negación, ira, apatía, vacío, responsabilidad, reforma, perdón, resurrección, esperanza y redención. Las palabras aparecen en el centro de la pantalla con letras blancas, como preludios de las canciones, y recuerdan las fases que la psiquiatra suiza Elisabeth Kübler-Ross definió en 1969 como los componentes del duelo: intuición, negación, ira, negociación, dolor emocional y aceptación. En la página de la revista online Jezebel, la periodista Clover Hope define, luminosamente, la materia y alma de los que está hecho el disco: “Usar el engaño como hilo conductor para un álbum que habla de la solidaridad negra y femenina es audaz y casi perfecto. La mentira es lo que nos une (…) La ausencia de confianza. ¿En quién vamos a creer si no son nuestros padres, compañeros o el país que dice que somos libres? La respuesta es nuestras hermanas”.
Pero este álbum, que a las dos semanas vendió un millón de copias en todo el mundo según informó el sitio web United World Chart, el cual toma en cuenta las ventas reales y no en streaming, va todavía más lejos. En Lemonade, Beyoncé no solo diseca su corazón y su memoria, y se los muestra a un público acostumbrado a ver cómo se desarman los cuerpos en el twerking: basta mirar los videos de Anaconda, de Nicki Minaj, o de Booty, de Jennifer Lopez con Iggy Azalea. Sin dejar de mover con orgullo sus caderas infinitas, Beyoncé ha creado un trabajo que bien podría leerse como una novela, y no cualquiera.
Hay pasajes que recuerdan a la obra de la escritora estadounidense Toni Morrison, en cuyos libros las mujeres negras son siempre las protagonistas, a ratos víctimas también de la indiferencia y el repudio por el color de su piel. En su último libro, La noche de los niños, uno de sus personajes, Bride, dice: “Rezaba para que me diera un bofetón (…), solo para sentir su mano. Me equivocaba adrede en cosas pequeñas, pero Sweetness siempre encontraba la forma de escarmentarme sin tocar la piel que tanto odiaba: a la cama sin cenar, castigada en mi habitación. Aunque lo peor eran los gritos. Cuando el miedo se impone, la obediencia es la única posibilidad de sobrevivir”.
Inclemente, rudo y sin concesiones, Lemonade se aleja de la representación literal y expone un mundo místico saturado de metáforas y ambigüedades. Para esto, además, Beyoncé eligió la obra de la poeta keniana, radicada en Londres, Warsan Shire, e incorporó algunos de sus versos al video documental como interludios. En el trabajo de Shire son el migrante o la mujer musulmana las figuras centrales en la trama. Seres expulsados y desposeídos. En su poesía, ellos toman la palabra para humanizarse nuevamente luego de que esta época, xenófoba, misógina y racista, les arrebatara todo. Beyoncé lee fragmentos de estos poemas en Lemonade, incluidos For women who are difficult to love (Para mujeres que son difíciles de amar), The unbearable weight of staying (the end of the relationship) (El insoportable peso de quedarse —el final de una relación—) y Nail Technician as Palm Reader (Manicurista como adivina). En un tramo de sus versos, Shire dice: “No puedes construir hogares en seres humanos/ alguien debería habértelo dicho ya/ y si se quiere marchar/ déjale marchar/ eres terrorífica/ y extraña y hermosa/ algo que no todo el mundo sabe cómo amar”.
Un día antes de que Beyoncé participara en el Super Bowl, en febrero de este año, lanzó el video de la última y más sonada canción de Lemonade, Formation. En él interpela a la fuerza pública por los asesinatos indiscriminados hacia los negros en la gran América de las libertades y el progresismo. También cuestiona la situación de abandono por parte de las autoridades a las comunidades negras en Nueva Orleans, luego de la inundación provocada por el huracán Katrina en 2005. Y deja en claro que, solo a través de la hermandad y la reactivación de la memoria, se pueden sobrellevar los problemas. Esto fue, más que una provocación, una antesala para entender el performance que desarrollaría al día siguiente en uno de los eventos deportivos más vistos en el mundo entero.
Vestida con una chaqueta de cuero negro con cintos dorados, que cruzados sobre el pecho formaban una X, Beyoncé se presentó con un grupo de bailarinas que llevaban uniformes y boinas negras, e interpretó una coreografía que parecía ser desplegada por miembros de las legendarias Panteras Negras. Su actuación recordaba a lo que Michael Jackson había hecho en el Super Bowl de 1993 y hay quienes dicen que la alusión a la X era en referencia a Malcom X, de quien toma sus palabras para añadirlas en un trecho de Lemonade: “The most disrespected person in America is the black woman” (“La persona más irrespetada en América es la mujer negra”).
Beyoncé contiene multitudes. Se inspira en Nina Simone, Nefertiti, Zora Neale Hurston y Solange Knowles, su amada y admirada hermana. Le da tribuna a las madres del movimiento Black Lives Matter, quienes aparecen en Lemonade sujetando los retratos de sus hijos, asesinados por la policía. Abre su cuerpo a los otros, a las otras, y deja que vibren a través de sus antiguos latidos. El caramelo que produjo es ácido, como el chocolate negro que, por naturaleza, tiene ese sabor.
Publicado en revista Diners: http://www.revistamundodiners.com/?p=6524
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Pablo Barriga: artista continuo, pero no lineal
Foto: Cortesía de María Salazar
El 12 de junio de 1987, Pablo Barriga anunció en una nota cultural de Diario Hoy que realizaría una acción denominada Homenaje a Van Gogh. Motivado por el remate que en ese año se produjo de ‘Los Girasoles’, en $ 39,9 millones, el artista quiteño convocó a una subasta inversa para vender uno de sus cuadros que se exponían en la galería Pomaire. El menor postor, quien debía argumentar por qué proponía la más baja oferta, fue quien se llevó la obra.
Este ejercicio cuestionaba la irónica transacción del trabajo del pintor neerlandés, quien en vida apenas vendió un cuadro. Homenaje a Van Gogh, como otras de sus obras de la época, ubicaba a Pablo Barriga como un sujeto liminal y pionero dentro del arte ecuatoriano contemporáneo, y como alguien que permanentemente interpelaba, sospechaba de las instituciones del arte.
«Artista y escritor. Profesor. Visitante de parques. Nadador. Lector. Caminante». Pablo Barriga (1949) es definido así por Pamela Cevallos, quien además de haber sido su colega y alumna en la Universidad Central, es la curadora de la muestra antológica de su maestro, quien ganó el Premio Nacional de Artes Mariano Aguilera a la Trayectoria en 2015, tras haber sido propuesto para este galardón por No Lugar. La exposición estará abierta hasta el 28 de febrero de este año, en el Centro de Arte Contemporáneo (CAC) de Quito.
El proceso de curaduría, que Pamela remarca que se hizo en conjunto con Pablo Barriga, inició hace un año, cuando llegó el reconocimiento. El jurado que lo premió —compuesto por Lucas Ospina (Colombia), Cecilia Delgado (México) y Manuel Kingman (Ecuador)— dijo del artista que «ha mostrado interés por todas las formas del lenguaje, desde sus inicios con el colectivo literario Bufanda del sol, a comienzos de los años ochenta, hasta su exposición Pintura de pared, de 2012, en que usó pinturas de otras épocas, de su autoría, para cubrirlas con un solo tono de color y generar una nueva serie aun a costa de sí mismo. Este ocultamiento dramático y jovial de unas obras a partir de otras puede servir de metáfora para su actividad, así como Barriga usa sus pinturas viejas como base para hacer nuevas imágenes, algunos de los gestos de este artista han abierto espacios y dejado bases para que otros también puedan participar de los juegos que propone el arte».
Durante el año que tomó la curaduría, cuyo objetivo era indagar en la trayectoria del artista desde los años setenta hasta la actualidad, Pamela se sumergió en todos los archivos disponibles de Barriga, incluso en aquellos que no son públicos. «Él siempre ha tenido la postura de usar el archivo como un registro propio, no para difusión. Es como una manera de tener una memoria e ir cerrando procesos; ha sido muy autocrítico», dice Pamela, quien junto con Pablo dividió la muestra por lenguajes, en tres pabellones: Pintar, Actuar y Leer.
Sin embargo, un elemento en común que atraviesa a la exposición es el diálogo de Barriga con el conceptualismo, el cual surge con fuerza en Estados Unidos y Europa en los años sesenta, y que en América Latina, en los años ochenta y noventa, se lo asume como una serie de prácticas diversas vinculadas al cuestionamiento institucional.
Es ahí donde se localiza Barriga, en su relación crítica con el mercado del arte, con el museo, con la política cultural. «Otro elemento que tiene que ver con el conceptualismo es la relación con el texto, con la palabra, con intervenciones en la prensa. Pablo fue articulista de Diario Hoy y aprovechaba ese espacio para insertar aspectos críticos sobre su obra y su entorno. La línea del conceptualismo es amplia, abarca muchas prácticas; es, por ejemplo, pensar el proceso por sobre el resultado, entonces no es tan importante el final o la pintura de contemplación, sino todo el proceso», apunta Pamela.
El primer pabellón abarca la obra pictórica de Barriga que arranca en los años ochenta y está acompañada de recortes de prensa que marcan una especie de genealogía de sus exposiciones. En esta sala, que contiene todas las obras existentes (muchas se han ido perdiendo, otras han sido reutilizadas por el artista), se observa los tránsitos que hace del arte abstracto hacia el arte figurativo, pues lo que más le interesa es la exploración de los lenguajes, la reflexión de los conceptos y el uso de variados soportes como medio de expresión. A Barriga no le preocupa pasar o regresar de un estilo a otro, pues lo que menos se propone es estancarse en un formato.
En su obra visual también queda explícito su discurso crítico frente al mercantilismo del arte y al arte decorativo. En uno de sus textos Barriga dice, con referencia a la obra de Endara Crow, Guayasamín o Kingman, lo siguiente: «La pintura es para el pintor la medida de su existencia. Pinto, luego existo podría haber dicho Descartes. El compromiso es mantenerse serio y no ofrecer concesión alguna. Se pinta en acción directa con la vida y eso ensordece a cualquier canto de sirenas. Que no haces arte comercial por andar pensando mucho, que no hallan técnica en tu obra porque no leen el abstracto, que no usas el dibujo como en las antiguas Academias, que lejos estás del arte como inversión, que —por tu bien— ponte una fábrica de tejidos de colores o pide consejo para retratar manos artríticas. De otra manera, Pablo, nunca llegarás a ser un monstruo en la pintura».
Barriga busca motivar la capacidad de interpretación en los espectadores, más allá de la noción de contemplación. Trabaja sobre conceptos provenientes de la historia del arte y los pone en tensión con el presente. No hace bocetos, no dibuja, su pintura es directa, conceptual, dialogante. Entre las figuras que habitan sus cuadros están personas que viven en los márgenes de lo que suele entenderse como «realidad»: una enana embarazada o un manco con guitarra.
«Le interesa mucho la abstracción —reflexiona Pamela— como una postura radical frente a lo que estaba pasando en la pintura en ese momento, donde predominaban los neofigurativos (Los Mosqueteros). En el 84 viaja a Londres para hacer estudios de posgrado y cuando regresa su obra se hace cada vez más abstracta y es leída en sintonía con el neoexpresionismo y la transvanguardia italiana. Si en Europa pasaba eso, él estaba haciendo esa manifestación aquí, ligado mucho con la práctica de Marcelo Aguirre o Luigi Stornaiolo. A Pablo se lo llega a llamar el ‘nuevo salvaje’. Él rompe totalmente con la idea del estilo. Los críticos estaban esperando que siga en la misma línea de creación, que es lo que pasa con los artistas modernos, como Tábara o Guayasamín, quienes generaron una línea y ahí se mantuvieron. Pero Pablo no. Al contrario, él cometió el más grande pecado: pasarse de la abstracción a la figuración. No le ha interesado el estilo, sino la experimentación. Pero la experimentación ya como resultado y no como experimento para llegar a un fin».
El proceso de creación de Barriga ha sido tan autocrítico que ha tenido la necesidad de ir reciclando sus trabajos. Ha pintado sus nuevas obras por encima de otras viejas, tanto así que ahora sus cuadros son escasos y los únicos que quedan son los expuestos en el CAC, donde hace más de veinte años el artista ocupó ese espacio entonces abandonado y destruido como taller.
«En 1995 Pablo Barriga produjo proyectos en los pabellones de este mismo espacio desde donde hoy hablamos; en este sitio, antes de ser el Centro de Arte Contemporáneo, el artista articulaba su producción con la memoria anterior de un sitio que en ese entonces estaba abandonado y ruinoso. Hoy este espacio no solo está recuperado, sino que también recupera historias, el sentido de este premio es reconocer la práctica de personas como Barriga: si este artista insistió tanto sin contar con un reconocimiento fuerte de la institución arte, él y otros tienen posibilidades de seguir repercutiendo en el medio artístico ecuatoriano. Estamos ante un comienzo auspicioso», comentó el jurado al respecto.
En el segundo pabellón dedicado al arte acción se recopilan, en audios y videos, las intervenciones de Pablo Barriga en el espacio público. Se presenta un acercamiento a estos trabajos mediante el testimonio oral del artista sobre cinco de sus obras más representativas: ‘Tricolor’ (1988), ‘Mordaza a la cultura’ (1993), ‘Barcos de papel’ (1993), ‘Barrida’ (1995) y ‘Pan con cuento’ (2006). También se proyecta, en el fondo de la sala, el documental Aquí estoy otra vez (2016), un «retrato vivencial del artista».
El jurado del Premio Mariano Aguilera, al comentar esta faceta del artista, indicó: «Las acciones de Barriga en la vía pública, poco registradas, casi efímeras y que solo años después fueron clasificadas bajo el anglicismo del performance, hasta piezas de sitios específicos, por fuera de los radares de los espacios habituales donde debía suceder el arte, fueron actos de lenguaje que mostraron que otra vida era posible. Más allá de un manido y predecible indigenismo o del canon de producción de fetiches tan propios de un sistema mercantil, Barriga se aleja de la zona de comodidad y de la cárcel del estilo».
Cevallos considera que Barriga es uno de los pioneros del arte-acción, al que no lo denominaperformance, pues él ha hecho acciones en su vida porque las ha necesitado, no porque sea unperformer. Siempre se ha movido por motivaciones personales, por la necesidad de expresar algo.
En una de sus acciones más emblemáticas, ‘Mordaza a la cultura’, el artista aparece con la cara pintada de blanco en la Casa de la Cultura Ecuatoriana (CCE), mientras amordaza el busto de Benjamín Carrión con cintas también blancas. Envuelve el rostro del padre del proyecto de la «pequeña gran nación» para provocarle un silencio forzado, como respuesta a las políticas neoliberales que, en ese momento (1993), afectaban al país y al funcionamiento de la CCE. El gesto de pintarse la cara de blanco implicaba anular su individualidad y convertirse en el rostro de todos, tal y como sucede con el teatro popular que se realiza, por ejemplo, en el parque El Ejido, con artistas como Carlos Michelena.
Otra de las acciones, en este caso más afectivas, se denomina ‘Pan con cuento’. En uno de los audios de esta sala se escucha la voz de Barriga, quien en primera persona narra ese trabajo: «Me propongo instalar un pequeño negocio en La Floresta. Voy a la panadería y compro veinticinco rosas de agua a $ 0,12 cada una. Voy a la fotocopiadora y pago $ 0,75 por veinticinco copias de un cuento que he escrito. Hago veinticinco sánduches con el pan y el cuento, y los vendo a $ 0,10 cada uno. El negocio me funciona. En pocas horas hay veinticinco personas que leen mi escrito”.
El último pabellón de la muestra antológica está destinado a la escritura, lectura y producción de arte-objetos del autor, quien, a su vez, es un incansable lector de libros, de objetos y de sí mismo. Su carrera literaria fue la que inició más temprano, en 1970, y hasta ahora ha publicado ocho libros:Barriocito y otros cuentos (1974), Cuentos (1979), Tres mujeres lejanas (1980), Historietas (1984), El arte y las palabras (1995), Personalmente/público (1998), Relatos breves (2003), y La amiga imaginaria (2015).
Barriga siempre prefirió el relato breve y, desde sus comienzos, asumió al libro como un soporte de creación, literalmente: pintaba las pastas de blanco y sobre ellas intervenía con otros objetos, como reglas o juguetes. Este ejercicio es similar a cuando pintaba monocromáticamente encima de cuadros anteriores.
En esta sala destaca la relación de Barriga con lo popular y lo kitsch. También se expone la primera y única obra que el artista resolvió a través de fotografías, cuando registró visualmente las casetas donde trabajaban los guardias de seguridad. Y, finalmente, se presenta su obra más reciente, que es una composición de cartulinas Bristol de colores, sobre las que están adheridos pósits. Este es un ejercicio de pensar los colores a través de la materialidad de objetos que son de consumo general.
«Barriga, como buen lector y escritor, también ha revisado archivos históricos, la estrecha escritura de la historia y a punta de imágenes le ha abierto a tajo al canon espacios para otras interpretaciones, su interés y persistencia han sido tan marcados que hoy, con este premio, se le abre un hueco a la historiografía del arte de Ecuador para que incluya a uno de sus más significativos artistas», destacó el jurado del artista quiteño, quien ha sido continuo, pero no lineal. Barriga es el artista del proceso, de la experimentación como mantra.
Publicado en la revista cartóNpiedra: http://www.eltelegrafo.com.ec/cartonpiedra/noticias/cultura/1/pablo-barriga-artista-continuo-pero-no-lineal
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Tazas rosas de té, alegoría de la Antígona de Sófocles
Foto: Marco Salgado
Antígona, hija de Edipo y Yocasta, ha perdido físicamente a sus dos hermanos, Eteocles y Polinices, quienes murieron mientras luchaban en una batalla por determinar quién sería el próximo rey de Tebas. Ante su deceso, Creonte, el hermano de Yocasta, asume la corona y ordena que el cuerpo muerto de Eteocles tenga un funeral honorable, pero al de Polinices, acusado de traidor, pide que se lo deje sobre el sitio donde murió, sin sepultura, anclado al vacío de la historia.
Antígona se niega a que el destino de su hermano sea ese: yacer sobre la tierra, convertirse en simple polvo. Así que por sí sola decide recogerlo, embalsamarlo y enterrarlo. “Nadie me acusará de traición por haberlo abandonado”, le dice Antígona a su hermana Ismene, quien no la apoya en su cometido.
Por incumplir la orden de Creonte, Antígona es condenada a ser enterrada viva en el panteón familiar, pero ella, anticipándose a la ley del rey, a la palabra rancia del poder, se suicida y, con su muerte, llena la vida incompleta de su hermano. “Será hermoso para mí morir cumpliendo ese deber. Así reposaré junto a él, amante hermana con el amado hermano; rebelde y santa por cumplir con todos mis deberes piadosos; que más cuenta me tiene dar gusto a los que están abajo, que a los que están aquí arriba, pues para siempre tengo que descansar bajo tierra”, dice Antígona.
Tazas rosas de té, la nueva propuesta escénica del colectivo Mitómana, es una alegoría moderna de la tragedia de Sófocles. En esta obra, escrita por Gabriela Ponce, una mujer con ropa gastada emerge de entre la tierra para recordar el cuerpo muerto de alguien, para jugar con las posibilidades de enunciar lo inasible, lo que ya no podemos tocar y, a ratos, recordar.
Pero ¿quién es esa mujer que, con la palabra, insiste en enfrentar el olvido individual y colectivo, íntimo y social? Como la protagonista de Tazas rosas de té, Antígona sabe que la muerte es otra forma de vivir, y por eso insiste en el duelo, en la sepultura, en no dejar de trasmitir el amor fraternal, pero, sobre todo, en no dejar de nombrar. “En tiempos de cuerpos capaces de hacer más cosas, necesitamos más vocabulario. Por eso tengo que inventar palabras”, decía recientemente la investigadora de arte Diana Taylor.
Esa mujer de Tazas rosas de té, interpretada por María Josefina Viteri, se desplaza por un escenario cubierto en su totalidad de tierra, lo que provoca en los espectadores ardor en los ojos y en la garganta. Ante cada desplazamiento de la actriz, partículas de tierra se depositan en el aire. Quizás ese es el costo de adentrarse con honestidad en la memoria: sentir malestar, incomodidad, deseos de huir. A la historia individual de la protagonista, quien desde su monólogo recuerda la muerte de alguien y los objetos que lo acompañaron en vida, se suman las voces colectivas de las víctimas de Aztra, gracias al archivo sonoro que Pocho Álvarez facilitó al colectivo Mitómana.
En 1977 hubo una masacre de obreros azucareros, mayormente indígenas, en La Troncal, en Cañar. Ellos, junto con sus familias, el 18 de octubre de ese año, fueron al Ingenio Azucarero Aztra para reclamar derechos laborales, pero lo que recibieron a cambio fue represión y olvido, pues hasta ahora se desconoce el número exacto de muertes ocurridas durante la dictadura del triunvirato militar. Estos sucesos, hasta ahora, están en la impunidad.
Cuerpos heridos. Cuerpos flotando sobre agua azucarada. Cuerpos desaparecidos. Cuerpos innombrables. Cuerpos arrojados a los calderos. Cuerpos abandonados. Cuerpos que no son cuerpos. En Tazas rosas de té, el muerto, la muerte o las muertes tienen la obligación de estar presentes. Ese es el gesto político y subjetivo de la obra: darle una dimensión material, plástica, escénica, poética y corporal a la muerte. Transformar el polvo en materia viva, en palabra dialogante con el presente.
La dictadura militar no se hizo responsable del crimen y creó una inverosímil versión en la que responsabilizaba de la masacre a los mismos dirigentes y hasta habló de un supuesto plan terrorista extranjero. Esto, una vez más, recuerda a Antígona, quien representa la figura de la ley divina, de aquella que está por fuera de la letra legal, burocrática, de aquella ley militar para la cual los cuerpos muertos son solo números y el nido donde reposan las lombrices.
La lucha de Antígona contra el poder es una lucha contra la ausencia forzada. Hegel, al referirse a Antígona, decía que una hermana “es el supremo presentimiento de la esencia ética”. “Eso de andar desenterrando muertos es enfermo”, dice una de las secretarias de la obra, interpretadas por Martu Lasso y María Dolores Ortiz, quienes representan la mirada cínica de la burocracia sobre la muerte. Y sí, puede ser, es enfermo, pero es un acto necesario para resarcir las huellas que nos han sido arrebatadas.
Publicado en El Telégrafo: http://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/cultura/7/tazas-rosas-de-te-alegoria-de-la-antigona-de-sofocles
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Federico García Lorca, poeta nómada de verde luna
Federico García Lorca. Loca. Enloquecido. Insaciable. “No, no. Yo no pregunto, yo deseo”, dijo en el ‘Poema doble del Lago Eden’. “Cada vez tengo más deseos y menos esperanzas”, habló a través de la voz estéril de Yerma, protagonista de una de sus piezas teatrales. Decía estar siempre alegre, alejado de los nervios, porque dormía mucho, y también porque no se quedaba quieto ni satisfecho. Adonde aterrizaba iba en busca de amigos y muchachas. Lo único que le interesaba era divertirse, salir a conversar por largas horas, aspirar el aire sediento de las ciudades donde se instalaba: Madrid, Cadaqués, Nueva York, La Habana, Buenos Aires, Montevideo.
Con los años se puso más moreno y gitano. Más nómada y travieso. Vivía al ritmo de un pelotón de caballos desbocados en la llanura de su mente. La piel caliente, el corazón inquieto. A sus pulsiones las colonizó y, por eso, pudo amar. “El amor está en las carnes desgarradas por la sed,/ en la choza diminuta que lucha con la inundación;/ el amor está en los fosos donde luchan las sierpes del hambre,/ en el triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas/ y en el oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas”, escribió en ‘Grito hacia Roma (Desde la Torre del Chrysler Building)’.
Varios y severos nombres masculinos desfilaron por los bordes de su cuerpo: Salvador Dalí, Emilio Aladrén, Enrique Amorim, Rafael Rodríguez Rapún, Juan Ramírez de Lucas, Eduardo Rodríguez Valdivieso, y el resto de hombres que se imantaron a las irregulares lunas de Federico. “Hay que tener el coraje de romperse la cabeza contra las cosas y contra la vida... El cabezazo... Después veremos qué pasa... Ya veremos dónde está el camino. Algo que también es primordial es respetar los propios instintos. El día en que deja uno de luchar contra sus instintos, ese día se ha aprendido a vivir...”, dijo el poeta que cuando se desplazaba a cualquier lugar perdía su identidad. A eso, su fenómeno, lo llamó la “inquietud de estación”: dejarse arrastrar, llevarse por la multitud, volcarse a lo desconocido hasta quedar aturdido, “ausente de todo lo que le rodea”.
Lo último, para Federico, era la literatura. Lo dijo en una entrevista. No se proponía hacerla, ella le invocaba. Escribía sin parar por meses para luego entregarse, íntegro, a la existencia. “Escribir sí, cuando estoy inclinado a ello, me produce un profundo placer. En cambio, publicar no”. También buscaba, y mucho. Insatisfecho, iba tras las huellas de “ese fluido inasible” que era el ‘duende’. El arte, para él, solo era posible y adquiría interés cuando se realizaba al instante, en vivo, en lo esencial.
“Yo no quiero admirar al artista en sí. Eso no tiene importancia. Es el hombre como realización lo que vale, la humanidad del individuo, su capacidad de humanidad”. La presencia de la materia, de los objetos, de los seres, de los sudores le era necesaria. Por eso el teatro fue su mejor morada, a la que habitó del habla corriente, de la música, del campo, de mujeres no desesperadas, pero sí intranquilas. “Yo arrancaría de los teatros las plateas y los palcos y traería abajo el gallinero. En el teatro hay que dar entrada al público de alpargatas. ‘¿Trae usted, señora, un bonito traje de seda?’. Pues, ¡afuera!”.
Vio suceder la muerte en sus pálidos ojos, en un continente ajeno al que lo vio nacer, antes de que lo fusilaran, cuando ya había terminado su “drama de la sexualidad andaluza”, La casa de Bernarda Alba. Un día, en Nueva York, observó 6 suicidios mientras caminaba por la calle. Vio cómo un hombre descendía del Hotel Astor y quedaba aplastado sobre el asfalto. En Bodas de sangre, publicada luego de su estadía en Estados Unidos, la madre de la novia decía lo que Federico ya había somatizado en su conciencia: “Ya todos están muertos. A medianoche dormiré sin que ya me aterren la escopeta o el cuchillo. [...] yo haré con mi sueño una fría paloma de marfil que lleve camelias de escarcha sobre el camposanto”. Y Leonardo, otro de los protagonistas, sentenciaba: “Porque tú crees que el tiempo cura y que las paredes tapan, y no es verdad, no es verdad. ¡Cuando las cosas llegan a los centros, no hay quién las arranque!”.
El poeta nómada de verde luna, que nos fue arrebatado hace 80 años, sabía que “hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora” y que “el cielo tiene playas donde evitar la vida”. “Vamos a buscarlas”, diría una buena y pequeña amiga. Allá es donde él nos espera, impaciente.
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Pablo Montoya, el hombre que mira el tiempo
Foto: Lylibeth Coloma
En el discurso de aceptación del premio Rómulo Gallegos 2015, el escritor Pablo Montoya (Barrancabermeja, 1963) recordó a Reinaldo Arenas. A través de la figura de «ese cubano alucinante que atravesó un mundo poblado de persecuciones», el autor de Tríptico de la infamia (Literatura Random House), obra con la que alcanzó uno de los máximos galardones literarios en el mundo hispanohablante, dijo que «desde tiempos antiguos el hombre ha puesto de manifiesto su sensación de desamparo ante el horizonte que el mundo y sus sociedades le han ofrecido».
«Nuestra condición es el desamparo», escribió Arenas, y Montoya interiorizó esa idea, esa afirmación encarnada en la piel de un hombre exiliado y vejado por el más rancio de los poderes, para escribir la novela ganadora, la cual narra, desde la mirada de tres pintores europeos (Jaques Le Moyne, François Dubois y Théodore de Bry), el horror y el encanto que experimentaron ante el encuentro entre Europa y América, en el siglo XVI.
«¿Por qué me he preocupado por tres pintores en cierta medida desconocidos? ¿Por qué en mis anteriores novelas he puesto como protagonistas a un poeta romano libertino, a un fotógrafo francés obsesionado por la desnudez humana y a un naturalista neogranadino extraviado en las guerras de Independencia?», se preguntaba en su discurso. «Porque creo que, como una antorcha que está siempre a punto de apagarse, el arte es una de las maneras que existen para dignificar al hombre en su capacidad de resistencia y la más paradigmática para mostrar su deterioro», se respondía.
Pablo Montoya, antes de ser galardonado con el Rómulo Gallegos y, hace dos semanas, con el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso (que reconoce la trayectoria de escritores de habla hispana), era un autor que pasaba desapercibido en la literatura latinoamericana, mas no en la colombiana. Solía ir de su casa a la universidad, donde es maestro de literatura francesa, regional y de su país; luego, del aula de clases a la biblioteca, de la biblioteca a su casa y de su casa a eventos académicos.
El ritual se repetía todas las semanas, con esporádicos viajes que hacía por sus proyectos de escritura. Ahora todo es diferente. No hay país ni encuentro literario al que no se lo invite, o medio de comunicación que no quiera hablar con él. «El asunto de la visibilidad es algo muy difícil de manejar», dice en el bar del Hotel Hilton Colón, donde se hospedó mientras participaba en la reciente edición de la Feria del Libro de Guayaquil.
De publicar originalmente en editoriales pequeñas y artesanales, pasó a ser parte de una de las empresas de mayor circulación en América Latina y España: Random House. Varias de sus obras ya han sido reeditadas por ese sello, como Adiós a los próceres y Terceto, el cual reúne otros tres libros (Viajeros, Trazos y Programa de mano).
La obra de Montoya, quien estudió música, tiene una fuerte relación con la pintura, los viajes, los sonidos y la reinvención de la historia. También ha experimentado y mezclado todos los géneros: cuento, ensayo, poesía, novela y crítica literaria. Empezó a escribir en el pequeño municipio colombiano de Tunja, y luego partió a París, donde llegó a tocar la flauta en las estaciones del Metro. Fue profesor invitado de La Sorbona y actualmente es maestro titular de Literatura en la Universidad de Antioquia.
Si a Pablo Montoya hubiera que definirlo física e intelectualmente, habría que leer la semblanza escrita en clave de prosa poética que hace de Edward Hopper, en Terceto: «Ese hombre mira la noche, mira los astros, ese hombre mira el tiempo, mira la nada, se mira a sí mismo desde la quietud y se mira partiendo. Ese hombre mira la historia diluida en el pasado, diluida en el futuro, diluyéndose ahora. Ese hombre, un trazo de tinta recostado sobre la ventana, mira un camino sin llegada. Flaco como una línea, sin cara, ese hombre soy yo».
¿Por qué la historia define su escritura?
Me preocupa mucho el pasado. En realidad, ahora que tengo edad para reflexionar sobre eso, pienso que el presente es demasiado fugitivo, el presente es nuestra vida, pero se nos escapa porque es muy rápido. Mientras que en el pasado, detrás de nosotros hay un montón de tiempo, ahí está la tradición de dónde venimos, de lo que somos. Y eso es lo que me ha interesado, indagar en todos esos personajes que nos anteceden o en algunos momentos cruciales de nuestra historia. Además porque pienso que el futuro es inasible, es algo improbable. Entonces lo que tenemos como seres humanos es pasado. Hay un vasto territorio que nos antecede.
¿Y por qué conjuga historia con arte?
Me interesa plasmar en mis libros la relación entre el artista y la sociedad, indagar en ese ser humano que se preocupa por la belleza, por cultivar su sensibilidad, por aprender, por interpretar el mundo de una manera cognitiva. Lo que me gusta es ubicar a ese tipo de personajes en situaciones —digamos— conflictivas. Todas mis obras cuentan eso.
Cuentan eso desde el inicio de su carrera…
La sed del ojo, mi primera novela, cuenta la historia de un fotógrafo del segundo imperio en Francia que toma fotografías obscenas porque estaba persiguiendo la belleza del desnudo, pero al mismo tiempo estaba enfrentado a un medio social que lo persiguió, que lo metió a la cárcel. En mi otra novela, Lejos de Roma, se plantea la relación entre el poeta y el poderoso, el dictador. En Los derrotados está el intelectual, el hombre de conocimiento que se mete en la militancia revolucionaria, y cuento qué es lo que pasa cuando sucede ese encuentro. En Tríptico de la infamia muestro la relación entre artista y sociedad. Cuento la historia de tres pintores que están buscando, de alguna manera, el camino hacia la belleza, y, de pronto, se les atraviesan esos terribles momentos de la historia, como son las guerras de la religión y la conquista de América.
Para su escritura no hay un soporte fijo, un género establecido…
Soy un escritor preocupado por cultivar los diferentes géneros literarios. La novela es el género más tardío de todos. Empecé escribiendo cuentos, luego me aventuré a un tipo de microficción poética, de poema en prosa, una escritura fragmentada. También ejerzo el género del ensayo, de la crítica literaria. Cada libro tiene su proyección frente a un tema determinado. Muchos de mis textos, como Viajeros, son como una especie de cantera, porque a partir de ellos he escrito mis novelas. En Terceto, por ejemplo, hay un personaje que se llama Ovidio y ese es el personaje de mi novela Lejos de Roma, que no se consigue acá pero sí en Colombia. Es una de las novelas más bien recibidas, con Tríptico de la infamia.
¿Hasta qué punto hay fidelidad cuando aborda la historia?
Yo reinvento el pasado. No soy historiador y mi manera de aproximarme a la historia es literaria, no científica. Lo que sí hago son trabajos de lectura, de investigación, de rastreo del entorno. Mientras más me informo sobre el pasado, más libre me siento de poder reinventarlo.
En Tríptico de la infamia me documenté de todo ese siglo XVI, de todo ese telón de fondo histórico que hay ahí. La obra está construida, literariamente, sobre un montón de lecturas, de anotaciones, de visitas a archivos, de conversaciones con historiadores, de recorridos por las ciudades, pero el motor que mueve todo es la reinvención, la imaginación literaria. Ese es mi faro. La luz no me la da la historia, me la da la poesía y la literatura.
La ficción ante todo…
Creo que la literatura cuando se ocupa de la historia —particularmente en América Latina— tiene varias posibilidades. Una es construir los relatos históricos respetando fielmente lo que supuestamente pasó, y ahí se hace una especie de trabajo arqueológico que a mí no me interesa. Hay gente que lo hace, que escribe novelas históricas y que te dice al final cuáles fueron las fuentes que consultó, qué libros leyó, como para decirte «esto que usted está leyendo es verdad». La literatura es eminentemente un campo ficcional, inclusive las novelas históricas son, sobre todo, novelas, y hay que leerlas desde esa perspectiva.
He tratado de cuestionar ciertas maneras de comprender nuestro pasado, sobre todo el de América Latina, y eso es justamente lo que intento hacer en Tríptico de la infamia: decir «bueno, ese encuentro que hubo entre los dos mundos fue un encuentro completamente traumático, violento», y lo narro a partir de la mirada de unos artistas, porque usualmente los escritores latinoamericanos, cuando se aproximan al siglo XVI y a ese encuentro entre América y Europa, están dándole la voz a los guerreros, a los misioneros, o idealizan un poco la voz de los vencidos, de los indígenas, de las víctimas.
Pero los artistas no necesariamente eran víctimas, tenían privilegios…
Mi novela está escrita desde el bando de los vencedores, pero los protagonistas no son vencedores. Ellos hacen parte del bando, pero también son vencidos. Las guerras de religión los violentaron, destruyeron su obra, mataron a su gente querida. Aquí no están hablando los indígenas, sino los europeos victimizados.
Me parecía importante darle ese giro a la historia para tratar de mermar, de cuestionar esa idea de que la conquista fue un momento épico, maravilloso. Fue un trauma muy fuerte para los americanos porque venimos de una herida, de una grave herida, y esa herida es que esta civilización se construyó sobre un crimen. Aquí llegaron los españoles, los europeos en general y acabaron con todos.
¿Y eso sigue sucediendo?
Ahora hay diferencias. Imagínate que la Iglesia católica, que durante mucho tiempo estuvo vinculada a los procesos de conquista, ya ha pedido perdón. El Papa pidió perdón en Bolivia a los indígenas, a los descendientes de los indígenas. En la Encíclica que escribió, dice que hay que escuchar las sabidurías ancestrales indígenas de América para aprender a cuidar nuestra casa en común, nuestro ambiente. Dice que hay que escucharlos a ellos. ¡Imagínate! El Papa diciendo eso en el siglo XXI.
¿Confía en ese tipo de gestos?
Pues yo creo que sí, porque la voz del Papa está basada en una serie de voces latinoamericanas, de voces del mundo africano, asiático, de voces religiosas o vinculadas a la religión que están muy cerca de los indígenas, y que se están dando cuenta de que la manera en que las comunidades nativas se enfrentan al mundo, a la naturaleza, es una de las más efectivas. Sí, yo creo que se ha dado un paso adelante. Acabo de leer la Encíclica de Francisco y me quedé perplejo, siento que es un personaje que piensa como yo, en gran medida.
¿Qué es lo que más destacaría de la Encíclica?
Francisco está diciendo a los capitalistas «bájenle, bájenle el volumen, el secreto de la vida no es la productividad, ni la economía extractivista, ese modelo es completamente fallido, hay que mermarle la velocidad a todo eso y tenemos que pensar en la naturaleza y, sobre todo, en los menesterosos», que es un discurso que la Iglesia siempre ha manejado.
Lo que pasa es que esa Encíclica está muy permeada por la ideas, me parece, de la Teología de la Liberación. Hay un gran teólogo brasileño que se llama Leonardo Boff, y creo que es el ideólogo de esa Encíclica. Oigo la voz de Boff por todas partes cuando leo la Encíclica, sobre todo lo que tiene que ver con la ecología.
Así como se han dado esos cambios en los discursos de instituciones rígidas, en su país también se vive un momento crucial en términos históricos. ¿Cuál es su postura frente al plebiscito por la paz?
Apoyo ese plebiscito porque soy un pacifista incondicional. No acepto las guerras de ningún tipo, bajo ninguna justificación. Ojalá todos los ejércitos fueran eliminados, pero bueno, tú sabes que la economía del mundo está basada en la venta de armas, entonces eliminar la guerra es ¡puff! Heráclito decía que la guerra es la madre y el padre de la historia.
Esperemos que el posconflicto sea un período en el que además de ayudar a consolidar la paz entre el Estado y la guerrilla, merme otros factores de violencia que siguen permaneciendo. O sea, la paz definitiva no va a haber, porque aún existen las bandas criminales, el paramilitarismo o el narcotráfico. Esos problemas no se han resuelto y no se van a resolver con la paz. Este proceso de paz va a ayudar a que se despejen muchas cosas y, sobre todo, a que haya más dinero para invertir en sectores en los que antes no se invertía porque todo iba para la guerra. Desde que se hizo el cese bilateral del fuego no ha habido ningún muerto en Colombia entre el Estado y la guerrilla de las FARC.
Crecí toda mi vida oyendo muertos, muertos, muertos, muertos, de un bando y del otro, pero desde que firmaron el cese bilateral del fuego, no ha habido muertos. Y hay que considerar que este conflicto ha tenido más de 300 mil muertos, o 400 mil, esas cifras no se saben.
¿Y cuál es el deber, si existiera, de los escritores frente a este momento?
Creo que los escritores tenemos una tarea muy dura en este período, de mirar el horror, de nombrar esa violencia. La hemos nombrado pero todavía no sabemos en realidad qué pasó en esa guerra, cuántos muertos hubo; no sabemos dónde están las fosas comunes, cuántos desparecidos hay, dónde están. Colombia es un país terrible, infame. El caso de los falsos positivos es de las cosas más horribles que le pueden pasar a un país, y ahí están comprometidos Juan Manuel Santos y Álvaro Uribe, como ministro de Defensa y presidente de ese entonces. Ellos son los máximos responsables. Todas esas cosas terribles que dejamos atrás, que ojalá dejemos atrás, tienen que narrarse o poetizarse, qué se yo. Creo que de ahí surgirá una gran literatura, sabes, porque la gran literatura surge de esos períodos turbulentos y la labor del escritor es esa: dar la cara, mirar y escribir.
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Mario Ordóñez, 40 años entre lectores raros
Foto: Álvaro Pérez
Una mujer jubilada que fue secretaria en el Banco Nacional de Fomento y ahora es experta en la Edad Media. Un abogado que presidió la Corte Suprema de Justicia del Ecuador y solía comprarle libros al expresidente Carlos Julio Arosemena. Un Padre italiano que domina el latín y está obsesionado por heredar su conocimiento, a quien sea. El universo de los lectores es el universo de la extrañeza, y es ahí donde Mario Ordóñez ha habitado cuatro décadas. “Ellos han sido algunos de mis clientes y de todos he aprendido algo, eso es lo más importante en este trabajo, en la vida”, dice el hombre de piel morena y gruesa que, desde los 23 años, visita hogares, instituciones públicas y privadas, universidades, y todo sitio donde resida un lector de política, arte, historia, comunicación o literatura.
La historia empieza en la Universidad Central. Cuando Mario estaba en tercer año de Bioquímica y Farmacia, uno de los requisitos para avanzar en su carrera era estudiar cualquier idioma. Él se decidió por el italiano y fue allí donde conoció a la mujer con la que, hasta ahora, sigue casado y tiene tres hijos, Olga Herrera. “En ese período las cosas se precipitaron”, recuerda con la voz baja, temblorosa. Apenas salía con su pareja y su primer hijo ya estaba en camino, por lo que tuvo “que velar por la leche de los guaguas” y abandonar los estudios. Originalmente pensó, pareciéndole lógico, en convertirse en visitador médico, pero una vez más dominar un idioma (inglés) era un requisito que él no cumplía. Fue en ese momento cuando una compañera de su facultad le recomendó aplicar al Círculo de Lectores, y Mario logró entrar ahí.
Era un lugar en el que no se sentía extraño, pues en su infancia había tenido un contacto cercano con la lectura: junto con sus amigos del barrio, en Loma Grande, compraba cómics como La pequeña Lulú, Archie, Chanoc o Alma Grande, y luego los alquilaba a sus vecinos para acumular un fondo y adquirir otras historietas. También tenía un hermano “brillante” que siempre lo alentaba a la lectura y llevaba a casa las últimas ediciones de Salvat. “Él veía lo que iba a pasar en el futuro y por eso nos estimulaba con los libros”, dice Mario con la voz aún más baja, como si se rompiera al evocar ese momento definitorio en su destino.
En el Círculo de Lectores trabajó tres años en sectores como la Quito Norte, Carcelén y Santa Prisca. Por su temprano dominio en la promoción y distribución de libros le pidieron que liderara una nueva oficina que el Círculo estaba por abrir en Machala, una de las ciudades que más habitantes tenía en los años ochenta. Pero con su llegada a la Costa también se instalaba en el país el fenómeno El Niño y sus efectos no solo alcanzaron el campo agrícola, sino, colateralmente, al de los libros. Los vendedores del Círculo regresaban a la oficina con los zapatos y el material de venta empapados al hombro. La inundación lo cubrió todo. Mario retornó a Quito y sus jefes querían que se trasladara a Ambato, con los mismos fines. Él no aceptó, renunció y tomó un curso de capacitación en ventas en Secap para luego aplicar a la editorial Planeta, donde trabajó tres años.
“Era una muy buena distribuidora de libros y había una formación rigurosa previa a la salida a la calle. Ahí aprendí a leer, a estudiar los libros. A encontrar en cada uno de esos objetos el argumento de la venta. Maradona dijo alguna vez, refiriéndose al fútbol, que la pelota no miente. Y lo mismo es acá. El libro no miente. Yo lo que hago es descubrir el argumento más interesante de venta del libro, pero es el propio libro el que se defiende porque no miente. No hago venta a presión, le dejo al libro que haga su trabajo”, cuenta Mario, quien luego de su paso por Planeta inició su actividad, ininterrumpidamente, como vendedor independiente hasta ahora, que tiene 63 años.
Lo primero que adquirió en su nueva faceta, por 1985, fueron colecciones de los premios Nobel y Goncourt. También se hizo cargo de 120 paquetes de libros que contenían cuatro tomos de la biografía de Simón Bolívar, en donde se lo desmitificaba. “Eran ediciones hermosas, venían en un estuche negro y en la parte central de la portada estaba la firma de Bolívar sobre un brochazo amarillo, azul y rojo”. Con un ojo atento para seleccionar las obras que no solo resultan llamativas por su contenido, sino por su formato de presentación, Mario Ordóñez se ha convertido en uno de los dealers preferidos del mundo lector quiteño. Sin importarle el clima o la hora, siempre acude con su bolsa de libros enfundados bajo el brazo para dejar encargos y, de paso, tentar con novedades a sus clientes. “Siempre con respeto, sin presión. Cuando hay demasiada cercanía ya no ven a uno como un proveedor”, dice antes de seguir su camino en una ciudad que lo espera con una inclemente lluvia.
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