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TAN AGUADA [CABEZA PODRIDA]
UN RELATO POR VALENTINA RIVERA TOLOZA
Inspirado por el ejercicio de escritura sobre "Nocturno de Chile" por Roberto Bolaño en el taller Permanente.
Mis papás se conocieron en la pastoral universitaria, así que no fue sorpresa para nadie que nos metieran a un colegio de curas a mi hermano y a mí. Aunque hace varios años pasó a ser mixto, encuentro que nunca dejó de ser un colegio de hombres, un colegio de curas. Ellos vivían dentro del recinto, en una casita de dos pisos con patio delantero, apretujada junto a la capilla. No se veían mucho, eso sí. No cuando la mayoría ya tenía un pie en la tumba y el otro recorriendo los pasillos del brazo de una enfermera durante sus paseos matutinos.
Cuando era chica, me daba miedo verlos pasar. Yo nunca había visto gente tan vieja; la piel pegada a los pómulos, los ojos hundidos y moreteados, las venitas como arañas dibujando mapas en sus manos, cuello, cara. Debe ser que no los conocía. Mis compañeros de curso, que habían estado en el colegio desde siempre, se les tiraban encima y exclamaban sus nombres como quien saluda a un abuelo o a un tío muy viejo. Luego me explicaban que conocían a los curas de toda la vida, que les habían hecho clases a sus hermanos o a sus papás antes que a ellos.
Hoy en día, sólo quedaba un sacerdote que hacía clases: el profe Barriga, que enseñaba lenguaje en la media y literatura en el electivo. Aún no me hacía clases a mí, pero a mi hermano, que iba dos cursos más arriba, ya le había tocado.
Puta el viejo culiao hediondo, lo escuchaba reclamar siempre.
Se decían varias cosas del Barriga. Que olía mal era lo que más se repetía. Que tenía acento español pero que había nacido aquí mismo era lo segundo. Que cuando era joven había sido rector y se había agarrado a una apoderada se escuchaba también. Que en el humanista hacía leer libros cabezones, pero todos los años aplicaba la misma prueba, era lo que te contaban en segundo medio cuando no sabías qué electivo tomar. Por eso todos los porros se van para allá en tercero, decía mi hermano. No te metai al humanista si querís aprender algo. ¿Pero a dónde más quería que me fuera? Leer era lo único que hacía medianamente bien. Y además me gustaba un loco que se iba al humanista y con eso ya tenía dos razones para ir.
Con el Naro íbamos en cursos paralelos y nunca habíamos hablado en verdad, pero me gustaba verlo en los recreos sentado en el patio con sus amigos, tocando guitarra, ajeno a la conversación vecina. Yo me asomaba a la baranda del segundo piso y tenía toda la panorámica del patio—el Naro con sus amigos, mi hermano jugando básquet, el Barriga dando vueltas entre los grupos de estudiantes como buscando algo perdido. No solía acercarse a las niñas, quienes asomaban sus ojos suspicaces por encima de algún hombro crispado y cerraban sus círculos como almejas al ver cualquier adulto rondándolas. Siempre era más fácil acercarse a los hombres. El Barriga no tenía ni que esforzarse; pasaba cerca de un grupo de estudiantes y ellos lo llamaban para agarrarlo pal’ hueveo. Todos se reían. Ellos le pasaban una mano por la pelada incipiente y él pasaba los nudillos por mejillas redondas y mal afeitadas, advirtiéndoles que era la última vez, que mañana no iban a poder entrar al colegio con esos pelos desaliñados.
Al Barriga le cachaba la cara de las veces que hacía misa. Las manchas oscuras en las sienes, los tres pelos que le quedaban pegados con gel sobre la pelada, el amarillo en el cuello de la camisa y el olor que acusaba su presencia a metros de distancia eran inconfundibles. Formados al medio de la capilla para recibir la comunión, le sentía el olor mucho antes de que fuese mi turno. Mis compañeros solían ofrecer ambas manos, ahuecadas y pegadas la una a la otra para recibir la hostia, pero a mí se me olvidaba y cuando el Barriga decía el el cuerpo de Cristo, yo respondía amén y abría la boca. Me daban arcadas sentir el largo de su uña contra mi paladar, pero me tragaba todo, disolvía la galleta en mi lengua y volvía a sentarme.
A veces mi mirada se cruzaba con la de mi hermano, quien se sentaba al final de la capilla, un audífono en cada oreja, brazos cruzados y piernas abiertas. El Dante hace rato ya que no comulgaba en la misa y quizá yo debía seguir su ejemplo. Sólo me paraba en la comunión y recibía la hostia porque casi todo el mundo lo hacía y me daba paja que mis amigas preguntaran, pero a mí todo esto (rezar, hacer la comunión, darnos la paz, un apretón de manos artificioso entre gente que nos caíamos mal) no sé si alguna vez me hizo sentido. Además, me incomodaba estar cerca de los curas. Siempre te tocaban—un hombro, un brazo, y, si estabas distraída durante una confesión, te apretaban un muslo. Los curas en general nunca calculaban las distancias y se te acercaban mucho. Yo no hallaba cómo decirles que me hablaran de lejitos no más. Me daban envidia los hombres porque no tenían que andar preocupados de estas cosas. No se pasaban el día preguntándose si esa mano se hacía un lugar en sus rodillas por cariño, o por algo más. Pero quizá era yo pasándome rollos, así que me quedaba callada y me comía la hostia porque qué me costaba.
Sólo me arrepentía cuando a la salida de la capilla mis ojos se encontraban con los del Naro, quien, como mi hermano, se sentaba al final de la misa y no pescaba nada. Sus ojos negros me miraban más rato de lo que dura una casualidad y lo sentía acusarme por ser tan nada, tan aguada, tan diluida y no imponerme con una opinión.
Puede que lo más valiente que haya hecho alguna vez fue meterme al Humanista aunque mi hermano aconsejara lo contrario. Igual quizá no debí sentarme adelante el primer día de tercero medio. Ya nos habían advertido los de cuarto que debíamos mantener la distancia porque el Barriga nunca se bañaba, escupía cuando hablaba y se acercaba mucho al hablarte. Desde la tercera fila hacia atrás olía menos mal, pero de ahí no se escuchaba nada, volaban avioncitos de papel y la gente ponía música en sus celulares. Yo quería escuchar porque las clases del Barriga eran buenas a pesar de lo que todo el mundo decía. El profe no estaba ni ahí con nada, ni con el currículum ministerial ni con la planificación del departamento de Lenguaje. Perdíamos muchas horas viendo películas en blanco y negro en el auditorio y leíamos libros que en cualquier otro lado hubiesen dicho uf mejor que no. A veces hasta se me olvidaba que el Barriga era cura, por eso me caía bien y me daba pena cuando la gente lo hueveaba por hediondo o por latero. En cambio, a él todo ese pelambre le resbalaba y por eso me caía mejor.
El problema es que el Barriga cachó que me gustaban sus clases y, pasados unos meses, empezó a perseguirme por los pasillos del colegio para conversarme o recomendarme libros, pero yo no quería ser su amiga. Cada vez que veía su cráneo de tres pelos pegados asomarse a la sala, me escondía debajo de mi puesto o si lo veía dando vueltas en el patio durante el recreo salía arrancando. Le tenía buena, pero no quería que se me acercara, ni que me tocara, que pasara sus nudillos por mi mejilla o que me revolviera el pelo. A otros, quizá, les daba igual esa cercanía, pero a mí me gatillaba los pensamientos más terribles, ¿era yo no más o todo el mundo también vivía así, siempre imaginando lo peor?
Mis amigas se reían de mí y decían que parecía estar escapando de un ex. Ya me hubiese gustado a mí tener algún pololo, algo bonito en que pensar y me sacara de esta paranoia un rato. Alguien como el Naro—capucha del polerón sobre la cabeza, echado en la silla, escuchando la clase o pegado en alguna idea, quién sabe. Puede que mitad y mitad. El colegio parecía no entusiasmarle mucho, pero en el recreo se acercaba a saludar al Barriga y le preguntaba qué tal. A diferencia de mí, él no se complicaba tanto y aceptaba en silencio la mano en la cabeza, en el hombro, donde fuera. Aceptaba la conversación de pasillo que le chupaba todo el recreo. Aceptaba la mano en el codo impidiendo la fuga cuando sonaba la primera campana.
Espiándolo desde el segundo piso pensaba que el Naro era bacán. No le importaba el mal olor ni que sus amigos lo agarraran pal hueveo por chupapico. O quizá sí lo hacían y el Naro no los pescaba. A mí siempre me importó mucho lo que la gente tenía que decir de mí. Si pudiese cambiar una cosa de mí sería eso y esta cara de horto que siempre dicen que tengo. Mis amigas dicen que tengo que ser más amable, sonreír más cuando me hablan, pero a mí siempre me pillan distraída, volando bajo y al parecer esa es la cara que tengo cuando estoy en reposo. Cara de no me hablís, conchetumadre.
El monólogo en mi cabeza se detuvo al escuchar una voz llamándome. Una voz desconocida, o quizá conocida, pero que nunca se había dirigido a mí. La cara del Naro se asomó por el rabillo de mi ojo y yo pegué un salto. Recién habíamos tenido una prueba de Literatura y yo fui la primera en salir al patio. Aparte de nosotros, no había salido nadie más de la prueba. Por primera vez el Barriga había cambiado las preguntas calcadas de los años anteriores y el resto tardaba en salir. El Naro se sentó a mi lado y se quejó del repentino cambio, que la prueba había estado peluda, que si me había leído el libro. Yo asentí sin mirarlo. Quizá si no lo miraba, el Naro no pensaría que tenía cara de culo.
Aunque ya debía pensarlo.
El Naro era amigo de los mismos locos que espanté en la básica y que ahora escapaban de mí si me veían en el pasillo. Nunca necesité que mi hermano me defendiera porque yo, al primer insulto, respondía con una patada y un escupo. Una técnica que no me sirvió para encontrar pololo, pero al menos los pendejos me habían dejado de hueviar.
Le respondí que quizá me fue bien, pero que igual la prueba estuvo muy específica. Hablamos de la prueba, del libro, de otros libros que nos gustaron. Nos reímos del Barriga, de sus muletillas, de sus gestos típicos. La estaba pasando bien hasta, que desde el segundo piso, un coro de voces entonó un uuuuuuuuuuyyyyyy bien agudo y bien fuerte para que todo el colegio escuchara. Eran los amigos del Naro, quizá vengándose de las veces en que les pegué cuando eran chicos e hinchapelotas.
El Naro les hizo un hoyudo y a mí me dijo que no los pescara, que eran ahueonaos. Pero no pararon ahí. Sus amigos mandaban papelitos en clase que decían mi nombre y el suyo, chiflaban si nos veían hablando juntos y hasta se asociaron con el Barriga, quien nos empezó a dar trabajos en grupo con la excusa de que éramos sus mejores estudiantes. O los únicos que pescaban, en realidad.
Sentía que sólo podíamos hablar con naturalidad en la cajita del chat de facebook. Allí nadie nos hueviaba y yo no andaba preocupada por poner cara buena onda. No quería que el Naro se confundiera y pensara que estaba enojada. Pero nunca hablábamos de mi cara. Si no nos poníamos de acuerdo para algún trabajo o pelábamos al Barriga, hablábamos de nosotros: de por qué nos metimos al Humanista (nos gustaba leer), de qué queríamos estudiar (no sabíamos). Pasados unos meses me contó de la vez que lo internaron y le cerraron el semestre anticipado por salud mental. Yo me hice la que no sabía, pero sí sabía. Todo el mundo sabía, no me acuerdo quién me contó. Me habló de la quetiapina, de sus papás separados, de que ahora estaba mejor. No me contó qué gatilló el episodio, pero con que me hubiese hablado del mismo así no más, sin detalles, me bastaba. Su confianza terminaba de sellar nuestra amistad.
Entonces, yo sentía que podía contarle cosas como que me caía bien el Barriga, pero que me incomodaba estar cerca de él, que no hallaba cómo decirle que me hablara de lejitos no más, que no me tocara ni el hombro porque yo siempre imaginaba lo peor.
Muertepedofiliaviolación.
No le dije al Naro esto último. Ya lo escuchaba reírse y preguntar que quién me iba a violar a mí.
El último día de clases, el Barriga pidió juntarse conmigo a la salida del colegio. Dijo que al año siguiente se iba a jubilar y que quería regalarme algo de su biblioteca, así que le pedí al Naro que me acompañara. Me daba miedo ir sola, intenté explicarle, y no tenía a quién más pedírselo. Mi hermano ya estaba en la U y yo no tenía más amigos hombres. Necesitaba que me acompañara un hombre, le dije. Yo sé que le tenís cariño al viejo, y yo también en realidad, pero soy una malpensada y tengo la cabeza podrida. Le dije, también, que me daban envidia los hombres. Que juntarse a solas con otro hombre no era un peligro para ustedes y que en realidad nunca andan pendientes de muertepedofiliaviolación. Ni se les pasaba por la cabeza.
—¿Tú creís?— respondió el Naro, mochila al hombro, mano en el bolsillo, rulos negros serpenteando por su ojo izquierdo. A lo lejos, el eco de la campana se disolvía y nos iba dejando solos. La curva en su boca estaba a medio camino entre una risa y una mueca. —¿En verdad creís?
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Este sábado presentaré un libro muy especial para nosotros: "Habitaciones", el debut de Vera Zepeda, quien ha sido estudiante de nuestros talleres por casi tres años. Firmó con Trazos de Aves tras ganar en los Juegos Literarios y en los premios Pedro de Oña y Roberto Bolaño. "Habitaciones" es un compilado de relatos en que se cruzan la experiencia evangélica y transgénero.
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Una vez más me encontraré en un escenario con mis colegas Antonia y Joaquín para conversar sobre redes sociales, lectura y la era digital. La cita esta vez es en Recoleta, durante la Feria del Libro de Ciencias Sociales. Para participar, deben anotarse aquí: https://www.eventrid.cl/eventos/fil2023/joaquin-reynaudd-antonia-sepulveda-y-xelsoi-tiktok-vs-libros
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A principios de mes, fui convocado junto a otros creadores de contenido para la charla "Socializar la lectura: el rol de las redes sociales en el fomento lector" en los escenarios de la FILL '24 de Ñuñoa. Conversamos sobre nuestros papeles en la escena literaria, sobre las problemáticas en la difusión de los libros y sobre la curatoría de nuestras plataformas. Gracias a la Corporación Cultural de Ñuñoa por invitarme y enviarme estas fotos.
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