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Club J. Salas Subirat
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clubjsalassubirat · 8 years ago
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La hija del coronel
Autor: Robert Coover
Los conspiradores están sentados fumando, pensativos, tomando sorbos de brandy, alrededor del fuego en la casa del coronel. La decisión ha sido tomada. Cada uno de ellos ha entrado como parte de una búsqueda incierta, de algún vago entusiasmo y, mirando hacia atrás, han visto que lo que atravesaron fue el portal de la historia. Pronto no habrá vuelta atrás. Probablemente ya no hay vuelta atrás. Han sido escogidos por el coronel. No se conocen bien entre sí, y no están seguros de confiar uno en el otro. Ellos murmuran despacio, sonríen tímidamente, brindan por su suerte en la aventura que viene, pero permanecen atentos.
La hija del coronel entra con café y bizcochos. Es una distracción bienvenida. Ella hace la charla casual no sólo posible sino necesaria, permitiendo que la conciencia del acto conspirativo pueda hundirse de nuevo en la profundidad y hacer de la entrada un portal ordinario hacia otra habitación. Ella esta vestida con un traje regional, una falda y delantal hechos a mano, con una impecable blusa blanca y un chaleco ajustado – quizás el coronel le sugirió el traje para inspirar orgullo nacional entre los que se reunían en esta ocasión histórica. Su presencia, en lugar de los sirvientes, es también un recordatorio de lo delicado de la reunión, la necesidad de absoluto secreto. Pronto, piensa el coronel, mirándola afectuosamente, ella será la hija del presidente, o una huérfana. Él está seguro de que al menos una persona de la habitación va a traicionarlo. Esa traición puede no ser fatal para el proyecto, aunque seguramente precipitará las cosas. Él espera que, cuando el momento llegue, estará listo.
 La amenaza de traición se siente fuertemente en la habitación – Hay, por ejemplo, un hombre de mirada siniestra con ojos saltones detrás de unos lentes con fondo de botella, sentado aparte en silencio, a quien nadie parece conocer – pero nadie desea revelar su ansiedad por temor a revelar también sus tentaciones, así que en lugar de mirarse uno al otro los conspiradores se concentran en la hija del coronel mientras pasa entre ellos ofreciendo cafés y bizcochos. El coronel los observa mirar a su hija. Algunos fijan su mirada en su cara, otros en sus pechos, otros en sus caderas, en su traje, sus piernas. Los hombres que miran su figura no son necesariamente menos confiables que aquellos que miran su cara, y aquellos que alejan su mirada o meditan, aparentemente, mirando su brandy, son probablemente los más peligrosos.
 Uno de los que voltea mientras la hija del coronel pasa ligeramente por su hombro era un profesor de historia y ley – de hecho, la hija del coronel fue una vez su estudiante, antes de que lo expulsaran de la universidad, y le prohibieran ejercer la práctica legal, y lo encarcelaran por su oposición al régimen actual. Sus convicciones políticas, con respaldo ideológico, llaman a una revolución para una total reestructuración del gobierno, que sostiene es una dictadura de la oligarquía, por eso se siente incómodo estando en la habitación con hombres de negocios inescrupulosos, soldados profesionales, y políticos oportunistas. Teme que después de la revuelta las cosas serán iguales, o quizás peores; de hecho, está seguro de eso, pero la amargura lo ha encaminado a esta conspiración y lo mantiene ahí. Su vida va pasando. Quizás sea su última oportunidad. Y, si tienen éxito, una acción audaz puede resultar en el logro de lo que tanto anhela.
El coronel está consciente de las dudas del profesor, y desconfía de su ideología – el profesor ha escrito un libro controversial sobre el tema, ahora prohibido – pero es el único enlace con los estudiantes y los líderes sindicales, y hay esperanza que pueda lograr su apoyo. El coronel es responsable – aunque el profesor no lo sabe - de su salida de la universidad y de su encarcelamiento y la tortura que siguió. En ese tiempo, el coronel solo quería proteger a su hija, pero ahora representa un aliado valioso. Si el profesor sobrevive en el golpe, su libro permanecerá prohibido, sin duda será encarcelado de nuevo. Es más, el coronel está seguro -  la humanidad es un misterio transparente – que el profesor sabe esto, pero se les ha unido de todas maneras. Porque no hay otra cosa que pueda hacer.
 El viceministro, que ha entrado a la conspiración por su impaciencia con las tendencias liberales de sus colegas en el ministerio, tiene una visión menos sanguínea del profesor, a quien ve como un líder artero de una banda virulenta de ideologías underground, que había jurado destruir la iglesia, estado y la familia tradicional. Si el viceministro fuera presidente, él no encarcelaría al profesor; lo haría ejecutar y mandaría a quemar sus libros. Y quizás él sea presidente. El coronel es un tonto sentimental, de quien uno puede encargarse – si es necesario. El viceministro esta incómodo con el comportamiento de la hija del coronel. Siente que hay perversidad en ella. Está ostentando su patriotismo, pero también su cuerpo, coqueteando abiertamente en esta habitación de conspiradores. Él le sonríe benignamente, pero sólo porque está en la habitación, y, como su padre, observa con atención las reacciones de los otros.
El viceministro quizás subestima al coronel, el subestimar a un adversario ha sido el error fatal de muchos hombres ambiciosos. Aunque está fumando apacible su pipa de una forma paternalmente relajada, el coronel es desapasionadamente sistemático, observador, calculador e implacable.
El conocimiento es poder, y hay poco que no sepa sobre los hombres en la habitación. Se ha reunido con cada uno de ellos de manera individual, con algunos de ellos un sinnúmero de veces, igual que con otros no invitados a la reunión de hoy; por su forma de ser calmada y reflexiva los hombres y las mujeres tienden a ser abiertos con él. Sabe, por ejemplo, que el viceministro acepta sumas sustanciales de dinero del acaudalado dueño de la cadena más larga de tiendas por departamento, también presente, a cambio de desviar la vista de sus actividades lucrativas de contrabando. Sabe que el acaudalado recibe ayuda para esas operaciones del capitán de la naval, un borracho y mujeriego que está sentado a su lado. Un trío indeseable, y sin embargo importante para los planes del coronel, en la provisión de contactos, dinero, enlaces con la iglesia y la elite del país, y acceso al flujo de armas y municiones, y los tres son chivos expiatorios potenciales, si las cosas van mal. El capitán levante su copa vacía, como para proponer un brindis, y otra ronda de bebidas es servida.
El dueño de las tiendas por departamento ha traído a la reunión un brandy extranjero de gran valor, mucho más fino que la marca nacional que está siendo servida, pero el coronel no lo ha abierto todavía, no queriendo insinuar alguna influencia desde el extranjero en el golpe, sin importar cuanta haya realmente. Sin embargo, ha dejado la botella afuera, a plena vista, para ver quién se distrae, quién muestra desdén, quién está decepcionado por lo que está siendo servido. El compañero de preparatoria del coronel, ex jefe de policía y una vez director de seguridad nacional, por ejemplo, dio un vistazo superficial como el que uno daría a un objeto irrelevante en la escena de un crimen, en cambio, el corpulento magnate de bienes raíces y desarrollo de propiedades, vestido, como siempre, en un traje Panamá hecho a medida, ha mirado repetidas veces hacia esa dirección. El magnate de bienes raíces es un hombre callado e inteligente, con un gusto por los lujos cultivado durante los años de adquisión rápida en el anterior régimen. Su ascenso terminó durante la presidencia actual, que después de derrocar a su predecesor, confiscó la mayoría de las propiedades del magnate, pero el presidente y su banda de ladrones hasta ahora no han podido tener acceso a los millones que el magnate ha depositado en bancos e inversiones en el extranjero, y es ese dinero, junto con lo que el dueño de las tiendas por departamento pueda dar, lo que el coronel espera podrá alimentar al golpe. Unidades militares enteras deben ser sobornadas, alianzas deben ser compradas.
Las motivaciones del jefe de policía para estar ahí, además de una amistad de toda la vida, son preservación propia y venganza – Fue destituido de las fuerzas de seguridad por casos montados de corrupción y brutalidad policial, el gobierno uso testigos pagados y evidencia montada. Que el exjefe de policía sea probablemente culpable de esos crímenes y otros similares no tiene consecuencias para el coronel; lo que tiene consecuencias de la cínica manipulación del presidente de la ley para sus propios fines. El exjefe será la imagen pública de un hombre justo acusado injustamente. Lo que motiva al magnate es simple: pura avaricia. Él quiere sus propiedades de vuelta. Lo cual quizás lo hace el más confiable de los miembros de conspiración, de no ser por su tendencia al cinismo. Nada es real para él, ni siquiera la vida misma. La lealtad no es ajena a su naturaleza, pero tampoco es parte de ella.
Quizás el menos confiable de todos es el joven apuesto piloto de biplanos al que la hija del coronel está sirviendo ahora. Aunque no es probable que él traicione a la causa – sus padres, con sus vastas propiedades campestres, son amigos de toda la vida del coronel – podría simplemente escoger alejarse, privando al coronel de un componente crucial de su estrategia. Antes un mayor de la fuerza aérea y un líder probo, el piloto fue retirado de servicio por el presidente, quien desconfía de él, y ahora ha desarrollado un exitoso negocio de fumigación de cosechas. Hay rumores de que es una cobertura para el transporte de drogas; el coronel duda que sea verdad, pero no importa. El piloto no mostró dudas como el magnate de bienes raíces o desdén como el exjefe de policías al ver el Brandy, más bien caminó directamente hacia la botella, la levantó, examinó la etiqueta, y, encendiendo un cigarrillo en sus labios, sonrió apreciando la botella. Un chico apuesto con una fortuna propia, es arriesgado y tiene algo de mujeriego, pero el coronel, que lo conoce desde que era un niño, siente mucha simpatía hacia él, reconociendo en él algo de sí mismo. La mirada directa y atónita del piloto a su hija sugiere que la desnuda mentalmente, y el coronel se siente animado por esto.
El piloto está consciente, desde hace algún tiempo, que el Coronel puede haberlo escogido como una posible pareja para su hija, pero él ha desechado la idea, no quiere estar atado. Era lealtad familiar más que cualquier otro interés en la hija o en las tediosas luchas de poder de la nación lo que lo trajo aquí hoy, eso y el espíritu de aventura en sí. Él y la hija del coronel jugaban juntos seguido cuando eran niños, es como una hermana menor para él, hasta que ella entró a la habitación él pensaba en ella de esa manera. Pero ella ya es mayor. Y hermosa. Él cree que ella bien podría haberse puesto el atuendo tradicional para él, una sugerencia acerca de su infancia pasada y de su posible futuro. El delicado aroma que exuda, su sonrisa abierta, sus pechos sueltos moviéndose exuberantemente en su inmaculada blusa blanca mientras rellena su copa. Enciende otro cigarrillo y se inclina hacia atrás, desenfadado, mirando la sonrisa traviesa de ella. Ahora que lo piensa, el nombramiento de comandante de la fuerza aérea que el coronel le ha ofrecido tiene su atractivo.
Cuando la hija del coronel se acerca al magnate de las tiendas por departamento para rellenar su copa, él mira su delantal tejido y lo acerca a su nariz bulbosa. Sonrojada, desata el delantal y se aleja, dejándolo en sus manos – y después de estudiarlo por unos minutos identifica no sólo el pueblo de donde probablemente viene si no el probable tejedor, impresionando a todos con su pericia. El diseño del delantal, explica con falsa solemnidad, tocando su delgado bigote, incluye los tradicionales signos de fertilidad que su portador desea una descendencia, o, al menos, el acto de hacerlas (él sujeta el delantal contra su propia cintura y voltea los ojos, causando carcajadas), mientras que los patrones geométricos, que parecen meras decoraciones, son, en realidad, abstracciones de actos sexuales – o actos, porque algunas variantes exóticas son representadas. El capitán de la naval le arrebata el delantal y le pregunta cómo puede saber qué actos son mostrados por qué patrones; todo lo que él ve son líneas. El mercader no le contesta, solo guiña un ojo y enciende un cigarrillo, dejando a los otros con graciosas especulaciones mientras el delantal va de mano en mano. Mirando a la hija del coronel, sonriendo inocentemente en medio de ellos, el mercader la desnuda mentalmente hasta dejarla en ropa interior, la cual él imagina de seda y tan delgada como para casi ser – pero no por completo – transparente. Él recientemente trajo una nueva línea de ropa interior a su tienda de departamentos principal y supervisó el vestido de los maniquíes en persona, notando cómo se veían más seductores con ropa interior que sin ella.
El profesor no toma el delantal cuando pasa por su lado, se queda parado y camina hacia la ventana, cuando ve hacia el jardín amurallado en la propiedad del coronel. En ella, hay estatuas de personajes, nacionales, mitológicos, y religiosos, algunos en pedestales, otros forman parte de fuentes o salen de arbustos de flores como si nacieran de allí, y el profesor toma nota de esta extraña coincidencia, si es que es una coincidencia, que el número de estatuas es exactamente el mismo número de personas en la habitación, incluyendo a la hija del coronel, quien puede estar representada por el figura de la virgen en pena por la parte más lejana del jardín sobre la cual posiblemente hay una tumba familiar. Esos patrones, como los de la historia, capturan la atención del profesor seguido. La evasiva, incluso inútil, búsqueda entre los escombros por un significado. Los gestos más románticos fallan, lo sabe, pero dejan huella. La vida, en el mejor de los casos: una pequeña mancha en el cambio de una página. A escrito un libro acerca de esto, menos hoscamente, en su último libro, “El portal hacia la historia,” El profesor, habiendo visto más temprano el delantal mientras estaba siendo servido por su portadora, no vio en el delantal imágenes de fertilidad sino símbolos de resistencia a la opresión, especialmente hacia los militares ricos, con esas líneas geométricas como barras que deben ser rotas para liberar la vida apresada detrás de ellas. A pesar de la casta militar de la que desciende, la hija del Coronel era su estudiante favorita.
El viceministro, molesto por las alianzas que uno debe hacer para hacer en este mundo para purificarlo, está teniendo algo de vacilación acerca de unirse a la insurrección, pero él también sabe que es muy tarde para vacilaciones. Él mira al profesor con odio puro e imagina los pensamientos siniestros que deben estar pasando por su deformada mente mientras está parado junto a la ventana. El viceministro se pregunta si el rumor de su participación en orgías estudiantiles es cierto, y si la hija del coronel estaba involucrada. El viceministro también ha estado preocupado con los posibles significados ocultos en los diseños del delantal. ¿Contendrán mensajes secretos y, si es así, será que el magnate de las tiendas por departamentos, con sus conocimientos, los leyó y guardo el mensaje para sí mismo? ¿Está el destino de esta empresa peligrosa escondido en el delantal? ¿O en el chaleco? ¿La falda? Las caderas y muslos de la hija están ceñidos, su menor movimiento anima las figuras estilizadas, haciéndolas bailar provocativamente ante sus ojos, debajo su cuerpo no oculto sino provocativamente revelado. El viceministro, incómodo, se mueve en su silla y, con una sonrisa débil, mira hacia arriba y acepta otro brandy, aunque no tenía intención de hacerlo.
 Mirando el delantal circular a través de la habitación como un objeto de afecto o ridículo, el coronel se da cuenta que, una vez las cosas empiecen, su hija se convertirá en un blanco. Quizás ya es un blanco. El delantal, hasta hace un momento, era parte de ella, y sigue siendo parte de ella mientras es pasado rudamente de mano en mano de un hombre a otro. Una especie de violación. Y todos estos son presumiblemente sus amigos, sus camaradas en armas; imagina si cayera en manos de sus enemigos. Le pedirá al convento, bajo patronazgo de su familia desde hace tiempo, aceptarla dentro sus gruesas murallas de piedra por un tiempo, y darle acogida en caso de que el intento de golpe fallara. El entiende, por supuesto, que el paso del delantal de mano en mano, ahora en la cortas y regordetes manos del desarrollador de bienes raíces, es una distracción de la terrible seriedad de la empresa, la risa tosca una liberación de la tensión en el ambiente. El desarrollador agita un poco en delantal. Veo evidencia aquí, dice, con su acostumbrado jadeo de hombre gordo, un desafío burlesco al estado, porque en las figuras de los animales que se aparean, los que están encima son de varios colores, vestidos, como si lo estuvieran, en trajes típicos nativos, pero los de abajo, los que se encuentran en posición de recibir, están usando los colores de la nación. ¿Necesito decir que expresión ordinaria trae a la mente?
Mientras tanto, a medida que hay más carcajadas en la habitación llena de humo, el editor con bigote del periódico de la ciudad, cerrado desde la última elección, llega, el último de la asamblea conspiradora del coronel. Entra deprisa, con apariencia desaliñada, apremiado, encendiendo su cigarrillo café en con el fuego de la chimenea y tomando el Brandy que le ofrecen, bebiéndolo de un solo trago, pero rechazando más, murmurando disculpas por su llegada tardía. El coronel lo presenta al grupo, aunque muchos ya lo conocen, algunos demasiado bien, y también explica que el hombre con las gafas gruesas como botellas es el doctor de la familia. Un hombre de discreción impecable, dice el coronel, y futuro director de los servicios nacionales de salud. El doctor asiente sin sonreír. Él también, dice el coronel, es el doctor de la esposa del presidente, quien todos los presentes sabemos es una mujer sujeta a periodos de depresión, y frecuentemente necesita consejos personales. Los otros asienten de vuelta, un atisbo de sonrisa puede verse en algunos rostros.
El delantal es entregado al editor, quien lo mira perplejo, lo arruga y lo tira al espaldar de una silla. Él es la elección más arriesgada del coronel, un hombre que no es conocido por mantener secretos o entrar en alianzas; probablemente el sólo está ahí detrás de la historia. Es más, se las ha arreglado en más de una oportunidad para ofender casi a cada una de las personas en la habitación, incluyendo al Coronel, quien una vez fue blanco de una serie de artículos sobre supuestos abusos de las fuerzas militares. Pero, como un líder de la opinión pública con un rango amplio de conexiones a muchos elementos de la sociedad, el editor puede ser una adición invaluable a su movimiento, y, como todos en la habitación, tiene sus secretos oscuros – la muerte de una antigua amante, quien se dice que lo chantajeaba, nunca ha sido adecuadamente explicada, por ejemplo. El coronel siente certeza de que puede asegurar su completa cooperación.
El profesor, con su espalda ahora hacia la ventana, inspecciona la variopinta banda de renegados privilegiados del coronel, no está sorprendido, ni tampoco alentado, por la llegada del caprichoso sirviente del status quo. El profesor sabe sobre la nube negra que cuelga sobre el pasado del editor, porque en ese tiempo, todos esos años pasados, estaban compitiendo por la misma mujer con el destino fatal. También competían en debates universitarios acerca del futuro de la nación. El profesor siempre ha sido romántico, en el fondo sus políticas no han cambiado, aunque en ese entonces era mucho menos disciplinado e informado. Su joven adversario, el futuro periodista, no tenía nada parecido a una posición política; para él, era sólo un juego, elocuencia e inteligencia tenían más valor que estar en lo correcto. Sigue siendo verdad. En esta reunión, sin embargo, el editor es, al menos, alguien con algo de intelectual y el único posible aliado del profesor. Ahora le recuerda al editor, dirigiéndose a él directamente (detrás de él, el atardecer ha descendido en el jardín), que en sus días de estudiante escribió un ensayo bastante elogiado acerca del lenguaje codificados de los marginados. ¿Habrá algún mensaje oculto o simbólico en el delantal? ¿Qué piensa él?
El editor, con un nuevo cigarrillo colgando de sus labios, toma el delantal de nuevo como si lo estudiara y considera a la audiencia presente, hace una composición de todos los puntos de la estrategia del coronel – las tres ramas del ejército, el policía civil, líderes de negocio, el gobierno (la presencia del viceministro en la reunión es la única noticia real), además de profesor desacreditado, con sus presumibles enlaces a los estudiantes y los sindicatos – todo esto mientras buscaba una respuesta que sea segura y original. Los patrones del delantal de apariencia tradicional que el en el pasado él ha interpretado de distintas maneras, dependiendo de las circunstancias y de sus propósitos propios en ese tiempo, y sin duda él podría encontrar nuevos significados adecuados para la ocasión, pero entonces la hija del coronel le trae una taza de café y le ofrece bizcochos. Él ha aprendido de los debates en el pasado que es lo imprevisto lo que salva el día, así que lanza el delantal de nuevo a la silla, señalando que el gesto es parte de un hábito, toma un bizcocho, después parece estar elaborando algo, sus ojos sobre el chaleco hilado de la hija del coronel. ¡Ah! Sin embargo… y apunta a la figura delantera del chaleco, cerca de la punta de uno de los pechos. ¿Podría? Pregunta con su boca llena de migajas, y la hija se quita el chaleco tímidamente y se lo entrega. Sujeta el chaleco en frente de él, mientras mastica, y su cabeza se mueve de izquierda a derecha, como si estuviera leyéndolo. La historia bordada acá, dice pasando un dedo manchado sobre los hilos, es una historia pagana antigua sobre un dios nacional o héroe que enseño al pueblo como leer el cielo. Todas estas lentejuelas son, en realidad, estrellas, y las cuentas, en sus varios colores, representan a las diferentes razas humanas. Lo que es inusual sobre este diseño es el modo en el que las cuentas no están simplemente dispersas por el atuendo, sino que están agrupadas en pequeños cúmulos y encerradas en círculos cocidos en cadena, sugiriendo la formación de sociedades, o quizás – ven aquí los hilos de metal – de ejércitos.
El coronel se da cuenta de que el editor, con su típico estilo, está improvisando sobre la marcha, y probablemente pocos en la habitación creen una palabra de lo que dice, pero ha capturado su atención, y ahora mientras ellos se pasan en chaleco para ver si pueden encontrar lo que él dice haber visto. No, dice el editor cuando el profesor pregunta, el héroe de la civilización o Dios no es representado, porque se considera de mala suerte hacerlo – o sacrílego, lo mismo; Él es representado por el todo, ser parte de todo lo que es. Una noción primitiva religiosa que en varias ocasiones has acusado de crear una predisposición a la tiranía. Guiña un ojo al coronel. El coronel, con una sonrisa tolerante, usa el interludio para recoger sus pensamientos. Muy pronto mostrará a los demás su estrategia para derrocar al régimen actual. Esta no es una operación de guerrilla (les recordará) sino un golpe rápido desde el interior. Algunos morirán – no puede evitarse – pero si actúan rápida e implacablemente las bajas pueden ser mantenidas en un mínimo. Él explicara a grandes rasgos algunas de estas movidas, pero sin dar detalles que no conozcan ya las personas en la habitación. En reuniones individuales posteriores, añadirá más información, diciéndole a cada conspirador algo ligeramente diferente, en parte falso, para ver si alguna altera las acciones del presidente, con la esperanza de descubrir quiénes son los traidores a su causa antes de que sea tarde.
Ese a quien el coronel espera descubrir sabe que el coronel intentará tender una trampa. Se le ha pedido que se reúna con el coronel en privado. Él lo oirá atentamente, pero no actuará basado en lo que él le diga a menos que se lo ordenen. Ni incluirá nada fuera de estas reuniones generales en sus reportes clandestinos al presidente. Nombres, números, fechas. El mínimo. Ambos, el presidente y el coronel, le han hecho la misma promesa. No confía en ninguno de los dos. Pero pronto, incluso ya mismo, tendrá que escoger. El coronel es el hombre más benevolente. Entonces, no dudará en escoger al presidente. Él mira el chaleco de la hija circulando en la habitación creando lazos entre los insurgentes y aumentando su entusiasmo. Ansiosos. Temerosos. Lascivos. Entran a la historia; la hora se acerca. Cuando el chaleco llega al exjefe de policía, él lo pasa sin comentarios. Un hombre frío que solo está interesado en sus objetivos ambiciosos. El futuro traidor ha recibido la orden del presidente de reclutar a este hombre, tan cercano al coronel, un proyecto peligroso. Ha entablado amistad con él bajo mucha cautela, hablándole de la necesidad general de una agencia de seguridad privada, y su intención de buscar apoyo financiero. Los otros toman el chaleco con entusiasmo, acariciándolo como si estuviera acariciando lo que alguna vez adornó. Nuevas interpretaciones del chaleco son ofrecidas mientras se mueve a través de la habitación, ninguna tan imaginativa como la del editor del periódico. Despojada de sus hermosas cortinas, la blusa blanca de la chica parece brillar mientras, afuera, las luces se apagan. ¿Debería incluir eso en el reporte? No, no debería. El grosero magnate de las tiendas de departamento, el joven piloto sonrojado, el capitán naval, con sus estúpidos comentarios, todos la miran mientras pasa. Puede imaginar lo que están imaginando. Cuando es su turno de comentar acerca del chaleco, aunque en el fondo se rehúsa a alimentar el vulgar apetito de los demás, lo hará. La mirada del exprofesor, nota, es más de afecto que de lujuria. Ella fue su estudiante. ¿Cómo era la relación entre ellos? El viceministro de interior parece indignado por la circulación del chaleco y por los comentarios salaces que acompañaban el trayecto, y sin embargo se siente inclinado a unirse. Aunque sujeta el chaleco de la hija como un objeto obsceno, lo observa con ojos hambrientos. ¿Podría ser el viceministro un agente doble, empleado para mantener un ojo sobre él, para verificar la veracidad e integridad de sus reportes? ¿Quién sabe? Está en una engañosa tierra de nadie, donde siempre ha caminado, bajo el principio de que la vida es corta y no tiene significado y uno debe juntar lo que pueda, disfrutarlo y morir en cualquier momento.
El exprofesor, apoyándose de espaldas a la ventana oscura por la noche, mira a sus compañeros conspiradores pasar el chaleco bordado como los estudiantes pasan notas amorosas en clases. Es el obeso desarrollador de bienes raíces el que tiene el chaleco ahora, su quijada se dobla y duplica mientras él la ve, desparramada en su regazo blanco como una llamativa servilleta. La agita como si estuviera quitando migas de ella. Una bolsa de gas decadente cuyo objetivo en la vida, es al parecer, comerse el mundo. ¿Qué hace él aquí? Los corruptores necesitan dinero y armas, su movimiento ha hecho compromisos aun antes de empezar. Cuando el chaleco llegó al profesor hace un momento, él propuso que las lentejuelas, brillantes como cascos de hierro, pueden representar a los militares omnipresentes, las barricadas de púas circulares para el resto de la población. Una nación en arresto domiciliario permanente. Lo cual llevó al coronel a observar que nada es permanente excepto el cambio en sí mismo, arrancando una sonrisa irónica a algunos. Hasta el punto que el coronel cree que esta revuelta se convierte en una empresa que se lleva a la derrota a sí misma en sus intentos de obtener lo inobtenible. Por otra parte, el coronel también es un oportunista inflexible hambriento de poder a quien en último término no le interesan las búsquedas románticas. Así, el coronel puede tener éxito, incluso si el profesor, un mero peón, enfermo con esperanza, no lo tiene.
El magnate de los bienes raíces ahora dice, mientras sostiene el chaleco con el brazo extendido, que eso círculos cocidos en cadena si pueden ser sociedades o ejércitos, como otros han sugerido, o quizás un mundo que flota entre las estrellas, un sueño de escape de los sufrimientos de este mundo. Por otra parte, las cuentas puede ser lluvia cayendo sobre los jardines, representados por los círculos de perlas, una imagen más positiva que la de una nación aprisionada, y una rural, más apropiada con el tejido. Con sus tonos rojizos, añade con su característico jadeo, jardines quizás más como en el cantar de los cantares, las cuentas son… ¡Eyaculaciones! Exclama el capitán de la naval con una risa ebria, aunque ríe solo. El corpulento desarrollador agita su cabeza y de la vuelta. El coronel, aunque seguramente lo desaprueba, solamente enciende su pipa, levanta algunos papeles de la mesa de su lado, busca entre ellos. Su hija, con su blusa brillante con la luz de la chimenea, se mueve con gracia a través de las bromas como si no las escuchara. Quizás no las escucha.
Mientras su padre se prepara para dirigirse a los invitados la hija del coronel pasa una última vez con café fresco, bizcochos, brandy. La remoción de su delantal y de su chaleco, en la imaginación de algunos de los que la miran, ha removido todo lo demás haciendo de sus movimientos un delicioso espectáculo – el joven piloto está en una verdadera fiebre de deseo; ¡ella debe ser y será suya! – aunque para el viceministro tales visiones, levantándose sin ser llamadas, son más un tormento que un placer. El doctor, por supuesto, no necesita imaginación para concebir su carne, solo memoria, habiéndola examinado seguido desde su infancia, para él su cuerpo no es una imagen estática sino un proceso. El capitán de la naval, terminando su brandy y sirviéndose otro, puede percibir a través de su falda unas nalgas tersas y jóvenes que despiertan en él, libres de las restricciones profesionales del doctor, se imagina tomándola por atrás, mientras aprieta esas suaves mejillas carnosas en sus manos, golpeándolas juguetonamente. Aquí en la chimenea. Ahí levanta su copa para hacer un brindis, su mano libre sudando en el aire – ¡A su salud!, exclama a la habitación – y, con una mueca lasciva, se hunde de nuevo en el asiento acolchado en el semicírculo alrededor del fuego.
El cual es en su mayoría un gesto ceremonial, instructivo. El clima es lo suficientemente otoñal como para recordar la brevedad de la vida, pero no tan frío como para justificar la fogata. Fue la decisión del coronel encender una; no sólo deseaba añadir intimidad familiar a las deliberaciones sino para ilustrar a través del fuego acerca de la naturaleza destructiva y restauradora de las acciones por venir. Uno quema los campos para preparar la siembra del próximo año, ¿no es así? El fuego crepita mientras los leños descienden en las cenizas y las chispas vuelan. Su hija se detiene a avivar el fuego y añadir un tronco. Un fuego contenido – sí, la metáfora es correcta, piensa el coronel, porque si los planes salen de acuerdo a lo esperado la revuelta será rápida, con bajas solo en algunos lugares clave, como se les explicará ahora. Y para la población agradecida esto será una liberación de la tiranía; ellos se colocarán en las calles cuando pasen los victoriosos y aclamarán sus gloriosos nombres.
Como el delantal y el chaleco de la hija del coronel – ahora su falda también – son pasados de mano en mano, incitando a una nueva vuelta de frescas y vulgares interpretaciones, el viceministro se da cuenta de que nadie en la habitación es capaz de traicionarlos. Los dos hombres de negocio son particularmente peligrosos, por no tener vínculos con las ideas de familia, fe o tradición, ciertamente no de nación, y están motivados únicamente por su avaricia, que burlonamente llaman interés propio iluminado. El corpulento desarrollador de bienes raíces, en su traje blanco y con sus brazaletes de cobre balanceándose, es la imagen misma de la corrupción, ahora piadosamente sugiriendo que los pájaros y las flores en los patrones de la falda representan una pedido de los tejedores por un buen gobierno, y el igualmente rotundo magnate de las tiendas por departamento, sujetando la ropa interior de seda de la hija en frente de su nariz bulbosa olfateándola con aprecio, se ríe de la supuesta inocencia del tejedor y señala las vides negras en el fondo que unen todos los elementos en una red sinuosa de intriga. Los pájaros y las flores tienen vidas breves, dice. Incluso la hija del coronel (¿adónde fue?) no está fuera de sospecha, porque alguno de los presentes puede ser su amor secreto (¿el capitán? ¿El piloto? ¿El profesor? Ellos también se fueron, una prenda brillante blanca doblada, brilla con la luz de la fogata, colocada sobre la espalda de la silla vacía del piloto) y eso puede socavar la lealtad a su padre. El coronel mismo, quien parece cada vez más distante de los eventos a su alrededor, como si, con una plácida sonrisa, comulgando con el más allá, terminaría, si las cosas salen mal (¿oye un suspiro? ¿Una bofetada?), negando su participación y traicionando su propia conspiración. Potencialmente – quizás en realidad – ¡todos son traidores! ¡Y todos (mientras el profesor y el piloto regresan, otros dejan el fuego de la chimenea y se mueven hacia las sombras en la parte de atrás) lo verán a él como uno también! ¡Está condenado! ¿Cómo puede zafarse de esto sin morir? ¡Debe encontrar un lugar seguro! Llamará al presidente tan pronto como salga de aquí. Está determinado a no ser arrastrado a cualquier obscenidad que está pasando detrás de esto, pero finalmente el miedo y otras urgencias, más vergonzosas que el miedo, lo llevan a levantarse y disculparse para salir. ¿Están todos sonriéndole a él? ¿Lo miran? Pero no hay nadie ahí atrás. Solo la lujosa sombra de la guarida del coronel. La hija aparentemente se ha ido. Detrás de él oye risas. Temblando de rabia, deja la habitación para buscar el baño.
Cuando regresa, las cenizas de la chimenea esta frías, y la hija del coronel, ahora vestida de negro, está recibiendo, con su cabeza inclinada, a aquellos que han venido a dar sus últimos respetos, el presidente y su esposa entre ellos, ella también de negro, un pañuelo de encaje en su nariz, su doctor personal a su lado. El presidente asiente, y el viceministro es llevado afuera. Las sillas han sido colocadas contra las paredes; el ataúd monumental del coronel está en medio de la habitación, cubierto por una bandera bordada, un regalo del pueblo. Una botella costosa de brandy importado ha sido abierta, y el corpulento desarrollador de bienes raíces está tomando sorbos en una pequeña copa de cristal. Otros se le unen con seriedad. Hay gritos furiosos afuera, en las tierras de la propiedad. El presidente mira al anterior y futuro director de seguridad nacional; se retira, hay una ronda de disparos, después silencio; él regresa.
El presidente, en su elegía, declara día de luto nacional, habla del cariño paternal del Coronel hacia su país, llamándolo un devoto sirviente de su gente, un líder, y un amigo querido. Anuncia a los presentes que, en honor al gran patriota, su propiedad será adquirida por el estado como campo de entrenamiento y cuartel para jóvenes cadetes, y será nombrada en su honor. Los dolientes asienten en gesto de aprobación y levantan sus copas. La hija del coronel ha indicado su deseo de entrar a un convento, añade el presidente, y allí estará a salvo de los apetitos perversos e infatigables de este mundo, y él verá personalmente que la contribución anual de su familia a la orden continúe, sin interrupciones, mientras ella viva. El presidente le da una mirada protectora por un momento, después continúa: Estamos aquí reunidos, mis queridos conciudadanos, en solemne recuerdo de aquellos que no están con nosotros, hagamos una pausa para considerar el portal hacia la historia, tan elocuentemente evocada en una renombrada monografía por uno de nuestros estudiosos recientemente perdidos, y por el que muchos de nuestros distinguidos ciudadanos se han desvanecido recientemente. Solo algunos de nosotros encontramos este portal; para la mayoría de nosotros, este es un portal hacia el olvido que nos encuentra, un portal del que nos alejamos, hasta que, en dolor y terror, somos empujados atravesarlo y pasar a la noche eterna, desvanecidos y olvidados. De manera contraria, el portal hacia la historia nos guía, la buscamos, nos precipitamos hacia ello, empujados por la trágica ilusión de perpetuidad, aunque ninguno de nosotros puede experimentarlo, solo podemos imaginarla antes – seducidos por la burlona fantasía de la memoria humana – saltamos a través del umbral, solo para descubrir, demasiado tarde, que es el mismo portal hacia el olvido por el que todos los demás, sin buscarlo y por lo tanto más sabios que nosotros, han pasado de manera anónima. Desear algo, continúa, su melancólica mirada se posa en la hija del coronel, es perderlo. Hablo de la trágica ilusión de perpetuidad, pero, no, mis amigos, es una ilusión cómica. La absurda trama en la que estamos atrapados. Los antiguos griegos se referían a la trama como mythos, atribuyéndole la azarosa deriva de los acontecimientos a alguna forma de desconocida, pero visible de fuerza divina, tratando de atribuirle cierta grandeza, la ilusión de significado. Pero somos personajes que no existen, en una historia escrita por nadie de la nada. ¿Puede ser algo más triste? No me extraña que estemos de luto.
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clubjsalassubirat · 8 years ago
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¿Qué deseas de este pez dorado?
Autor: Etgar Keret
Yonatan tenía una idea brillante para un documental. Tocaría puertas. Sólo él. Sin camarógrafos, nada de eso; sólo Yonatan, cámara pequeña en mano, preguntando, “¿Si encontrarás a un pez dorado que te concediera tres deseos, ¿qué le pedirías?”
Las personas le darían sus respuestas y Yoni las editaría y tomaría clips de las respuestas más sorpresivas. Antes de cada respuesta, verías a la persona parada inmóvil en la entrada de su casa. En la toma él sobrepondría el nombre de la persona, su situación familiar, ingresos mensuales, y quizás el partido por el que votaron la última elección. Todo eso, combinado con los tres deseos, y quizás terminaría con una pieza de agudo comentario social, un testamento a la gran brecha entre nuestros sueños y la habitualmente comprometedora realidad en la que vivimos.
Era una idea genial, Yoni estaba seguro. Y, si no, al menos era barato. Todo lo que necesitaba era una puerta que tocar y un corazón latiendo del otro lado. Con algo de pietaje decente, estaba seguro de poder venderlo al canal 8 o Discovery en un flash, ya sea como un film o como una serie de viñetas, como pequeños retazos cinematográficos, cada uno con un alma singular parada en una entrada, seguida de tres deseos matadores, cada uno precioso.
Incluso podría ser mejor, quizás podría sacar más de dinero empaquetándolo con un slogan y vendiéndoselo a un banco o una compañía de teléfono celular. Quizás etiquetarlo con algo como “Diferentes sueños, diferentes deseos, un banco.” O “El banco que hace a tus deseos realidad.”
Sin preparación, sin trama, tan natural como puede ser, Yoni tomó su cámara y fue a tocar puertas. En el primer vecindario al que fue, las personas que participaban generalmente pedían cosas predecibles: salud, dinero, apartamentos más grandes, quitarse algunos años o algunos kilos; pero también hubo momentos duros. Una señora mayor y arrugada que simplemente pedía un hijo. Un sobreviviente del holocausto con un número en su brazo pedía lentamente, en voz baja —como su hubiera esperado que Yoni viniera, como si no fuera un ejercicio del todo— se preguntaba —si al pez no le molestaba—, ¿si era posible que los nazis que aún seguían vivos en el mundo fuera hechos responsables por sus crímenes? Un asesino prepotente con hombros anchos apaga su cigarrillo y, como si la cámara no estuviera ahí, desea ser una chica. “Sólo por una noche,” agrega, sosteniendo un dedo en frente de la cámara.
Y todos era deseos de un solo una pequeña cuadra de un barrio pequeño en Tel Aviv. Yonatan difícilmente podía imaginar lo que la gente en los asentamientos y los colectivos en la frontera del norte, en los asentamientos del oeste y las villas árabes; los centros que absorbían migrantes, llenos de tráiler rotos y gente cansada, abandonada para ser abrasada por el sol del desierto.
Yonatan sabía que, si el proyecto iba a tener algún impacto, tendría que conseguir a todos: desde los desempleados, hasta los ultrareligiosos, de los árabes y etíopes a los expatriados americanos. Empezó a planear un cronograma de filmación para los días siguientes: Jaffa, Dimona, Ashdod, Sderot, Taibe, Talpiot. Quizás Hebrón. Si pudiera pasar el muro, Hebrón sería genial. Quizás en algún lugar de la ciudad algún árabe atribulado se pararía en su puerta, y, con la vista a través de Yonatan y su cámara, con la mirada hacia la nada, una pausa de un minuto, movería la cabeza y desearía paz; eso sería algo increíble de ver.
A Sergei Goralick no le gustan mucho los extraños que tocan su puerta. Especialmente los extraños que le hacen preguntas. En Rusia, cuando Sergei era joven, pasaba muy a menudo. La KGB se sentía en casa tocando su puerta. Su padre había sido un sionista, lo cual era una invitación para que ellos los visitaran en cualquier momento.
Cuando Sergei llego a Israel y se mudó a Jaffa, su familia no podía entender su decisión. Le preguntaban, ¿Qué buscas encontrar en un lugar cómo ese? No hay nadie más que adictos, árabes y pensionados. Pero lo que es excelente acerca de los adictos, los árabes y los pensionados es que no vienen a tocar la puerta de Sergei. De esa forma Sergei puede dormir, y levantarse cuando sigue oscuro. Puede navegar su pequeño bote hacia el mar y pescar hasta que acabe de pescar. Él solo. En silencio. De la forma en la que debería ser. La forma en la que era.
Hasta que un día un chico con un arete en su oreja, que se ve un poco homosexual, viene tocando fuerte su puerta. Justo de la manera que no le gusta a Sergei. Y dice, esté chico, que tiene algunas preguntas que quiere hacerle y ponerlas en televisión.
Sergei le dice al chico, le dice de una manera que le parece directa, que no quiere participar. No está interesado. Sergei empuja su cámara a un lado, para no dejar dudas, pero el chico es testarudo. Dice un montón de cosas, rápidamente. Y es difícil para Sergei entenderlo, su hebreo no es tan bueno.
El chico habla de forma más calmada, le dice que a Sergei que tiene un rostro fuerte, un buen rostro, y que simplemente tiene que filmarlo para su proyecto. Sergei también puede hablar de forma más calmada, también puede hacerlo más claramente. Le dice al chico que se vaya a la mierda. Pero el chico es ágil, y de alguna manera, entre que dice no y empuja la puerta para cerrarla, Sergei se da cuenta de que el chico se metió en su casa. Ya está grabando con su cámara, sin permiso, y detrás de su cámara le sigue hablando a Sergei sobre su rostro, que está lleno de sentimiento, que muestra ternura. De repente el chico nota el pez dorado de Sergei, flotando en su gran jarra de vidrio en su cocina.
El chico con el arete empieza a gritar, “¡pez dorado, pez dorado!” esta emocionado. Y eso, eso realmente presiona a Sergei, quién le dice al chico, que no es nada, sólo un pez, que lo deje de grabar, es sólo un pez, le dice Sergei, sólo algo que encontró enredado en su red, un pez dorado del fondo del mar. Pero el chico no lo escucha. Sigue grabando y se acerca más y dice algo sobre hablar y pez y deseos.
A Sergei no le gusta esto, no le gusta que el chico este tan cerca de la pecera. En ese instante Sergei entiende que el chico no vino para grabar algo para la televisión, que vino, específicamente, para llevarse su pez, para robárselo. Antes de que la mente de Sergei Goralick realmente entienda lo que ha hecho su cuerpo, tomó la hornilla de la cocina y golpeo al chico en la cabeza. El chico cae. La cámara cae con él. La cámara se rompe al caer al piso, junto con el cráneo del chico. Hay mucha sangre que sale de la cabeza del chico, y Sergei no sabe qué hacer.
En realidad, si sabe lo que tiene que hacer, pero eso complicaría las cosas. Porque si lleva al chico al hospital, la gente preguntará que pasó, y eso llevaría las cosas a una dirección que Sergei no quiere.
—No te preocupes en llevarlo al hospital— le dice el pez dorado, en ruso, —Ese ya está muerto—
 —No puede estar muerto, —dice Sergei, con un lamento. —Apenas lo toque. Es sólo una hornilla. Una cosa pequeña. — Sergei se la muestra al pez, la golpea contra su propio cráneo para probarlo. —Ni siquiera es tan fuerte.
 —Quizás no, —dice el pez. —pero, aparentemente, es más fuerte que la cabeza de ese chico. —
 —Quería llevarte con él, alejarte de mí, — le dijo Sergei, casi llorando.
 —Tonterías, — dice el pez. —Sólo estaba acá para hacer algo para la TV. —
 —Pero él dijo…—
—Él dijo, — dijo el pez, interrumpiéndolo, —exactamente lo que estaba haciendo. Pero no le entendiste. Honestamente, tu hebreo es terrible. —
—¿El tuyo es mejor? — le dijo Sergei. —¿El tuyo es tan bueno? —
—Si el mío es superbueno, — le dijo el pez, sonando impaciente. —Son un pez mágico. Soy fluido en todo. — Mientras el charco de sangre salía por la oreja con arete del chico se hacía más y más grande y Sergei esta de puntillas, contra la pared de la cocina, desesperado de no pisar, no ensuciar sus pies con sangre.
—Tienes un último deseo, — le recuerda el pez a Sergei. Lo dice tan fácil como eso, como si Sergei no lo supiera, como si alguno fuese a perder la cuenta.
—No, — dice Sergei. Esta agitando su cabeza de lado a lado. —No puedo, — dice —Lo he estado guardando. Guardándolo para algo.
—¿Para qué? — dice el pez.
Pero Sergei no le contesta.
El primer deseo, Sergei lo utilizó cuando descubrieron cáncer en su hermana. Cáncer de pulmón, de ese que no pones mejor con el tiempo. El pez arreglo eso en un instante- Las palabras apenas habían dejado la boca de Sergei. El segundo deseo lo uso cinco años atrás, en el hijo de Sveta’s. El chico era pequeño entonces, apenas de tres, pero los doctores sabían que había algo mal con su cabeza. Él iba a crecer pero no su cerebro. Tres años era lo más inteligente que iba a ser. Sveta lloró en la cama junto a Sergei toda la noche. Sergei camino junto a la playa cuando sol salió y llamo al pez, le pidió al pez que ayudará al niño tan pronto el cruce la puerta. Nunca le dijo a Sveta. Y unos meses después ella lo dejo por un policía, un marroquí con una moto Honda brillante. En su corazón, Sergei se decía que no lo había hecho por Sveta, sino por el niño. En su mente, él estaba menos seguro, y todo tipo de pensamientos sobre otras cosas que pudo haber hecho con ese deseo lo acechaban, casi llevándolo a la locura. El tercer deseo, Sergei todavía no lo había utilizado.
—Puedo ayudarlo, — dijo el pez, —Puedo volverlo a la vida. —
 —Nadie te lo pide, — dijo Sergei.
 —Puedo traerlo al momento antes, — dijo el pez. —antes de que toque tu puerta. Puedo ponerlo ahí. Puedo hacer eso. Todo lo que tienes que hacer es pedirlo. —
 —Desear mi deseo, — dijo Sergei. —Mi último. —
El Pez mueve su cola de pez arriba y abajo en el agua, de la forma que los peces lo hacen, Sergei sabe cuándo el pez está emocionado. El pez dorado ya puede saborear la libertad. Sergei puede verlo en el pez.
Después del su último deseo, Sergei no tendrá elección. Tendrá que dejar ir al pez dorado. Su mágico pez dorado. Su amigo.
—Se arregla, — dice Sergei —Sólo limpiaré la sangre. Una buena esponja y será como si nunca hubiese pasado. —
La cola del pez se mueve de arriba abajo, el pez mantiene su cabeza atenta.
Sergei toma aliento. Se mueve fuera de la cocina, va hacia el charco. —Cuando este pescando, mientras todo está oscuro y los demás duermen, — dice, para sí mismo y para el pez, —Ataré al chico a una roca y lo lanzaré al mar. No hay forma, ni en un millón de años, de que alguien lo encuentre. —
—Lo mataste, Sergei, — le dice el pez. —Mataste a alguien, pero no eres un asesino. — El pez deja de mover su cola. —Si en esto no gastarás tu deseo, entonces dime, Sergei, ¿de qué te sirve? —
En realidad, fue en Bethlehem, donde Yonathan encontró a su árabe, un hombre apuesto que utilizo su primer deseo para la paz. Su nombre era Munir; era gordo y tenía un gran bigote blanco. Muy fotogenico. Fue conmovedora, la forma en que lo dijo. Perfecta, la forma en la que Munir pidió el deseo. Yoni sabia mientras lo filmaba que ese tipo estaría el clip de promoción del video.
Él o el ruso. El que tenía los tatuajes descoloridos, el que Yoni conoció en Jaffa. El que miro directamente a la cámara y dijo, que si alguna vez encontraba un pez dorado que hablará no le pediría nada. Sólo lo pondría en su estante, una pecera, y le hablaría todo el día, no importaba de qué. Quizás deportes, quizás política, lo que le interesara al pez dorado.
Cualquier cosa, dijo el ruso, con tal de no estar solo.
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clubjsalassubirat · 8 years ago
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Pinochle
Autor: Mark Leyner
Mi padre y yo nos encontrábamos en la costa este para filmar la historia de nuestra abuela de noventa y cuatro años, Rose Leyner, que nació en Stralish, Polonia (donde cuando era niña conducía una carreta de paja tirada por caballos) emigró a los Estados Unidos en 1914 y vivió en el Lower East Side, después en New Jersey y ahora vivía en Studio City, California, en lo que mi padre describe vehementemente como una casa de asistencia al adulto mayor y no un asilo de ancianos. (Para mi padre, un abogado litigante, una nomenclatura rigurosa es tanto una táctica como un ethos.) Para darnos algo de fuerza, llevamos a mi abuela a un comedor de sushi bastante promocionado en el boulevard Ventura.
Rose había colocado una cantidad indescriptible de wasabi en su pequeño plato cerámico de salsa soya. Su chaqueta cachemira de un color azul similar a los huevos de un petirrojo, una chalina amarilla ajustada alegremente en su cuello, su cabello blanco como merengue. Su elegancia no había sido viciada en lo más mínimo de la curvatura de su espina. Remueve el wasabi (ahora salobre y coagulado, con apariencia de algo fermentado en cubas gorgojeantes como las que se veían en la guerra del golfo) y, temblando, empieza a untar, precariamente, un enorme pedazo de seriola. A su edad, la cubierta del esófago es como papel de seda. Esa mierda caustica puede penetrarlo como ácido clorhídrico. Una mujer de esa edad, así de frágil, podría morir por eso, ¿verdad? Alguien debería detenerla.
 Mi padre y yo intercambiamos miradas cómplices, nuestras cejas se levantan mientras sentimos la despiadada curiosidad seudocientífica de los niños. Miramos. Ella está masticando. Algo que parece una pasta verde gotea hacia su quijada. Ella traga. — Nada mal— dice encogiendo los hombros, estirándose en la mesa para tomar los rollos de cangrejo.
 —  Vieja, eres como una versión gastronómica de esos motociclistas, los ángeles del Infierno. —
—¿Cómo me llamaste? — Gruñe, con su inimitable, espontanea e instantáneamente evaporable beligerancia.
—¿Qué dijo? — pregunta mi padre, colocando su mano alrededor de su oreja.
—¿Cómo me llamaste? — cité.
—¿Por qué discutes con tu padre? — dijo mi abuela —coman—.
 Papá, mientras tanto, mira su reloj. Quiere empezar a grabar.
Mi abuela es la última Leyner nacida en europa, y hay un imperativo antropológico para obtener su historia antes de que sea muy tarde. Su esperanza de vida ya ha pasado las tablas actuariales.
No lo pienso mucho y trago dos pedazos enormes de pescado, cubiertos con la marinada mortal de mi abuela, y vamos de regreso a su hogar.
En el camino a su habitación, ella me presenta a todas las personas que nos encontramos. “Este es mi nieto, el escritor,” dice, sonriente, y después, una vez que la persona está fuera de alcance, me comenta un dato distintivo: “Se moja los pantalones,” o “Se toca todo el día,” o “trastornado, se habla a sí mismo.” Quizás tiene razón en lo de la enuresis y la masturbación, pero sobre el tipo trastornado —un hombre demacrado en una camiseta de seda cara, con su cinturón ajustado casi a la altura de su diafragma— no habla consigo mismo; él canta. Puedo reconocer el hit de Petula Clark: “Downtown”.
 La cámara está colocada encima de una pila de libros; mi abuela, enmarcada a media distancia, sentada en el sillón de su habitación. En respuesta a las primeras preguntas, ella encoge los hombros, como tomándose todo a la ligera. “¿Cómo esperas que recuerde todas esas cosas? Era una niña pequeña.”
 A medida que cada pregunta falla en provocar una viñeta pintoresca al estilo de Isaac Bashevis Singer sobre la vida en Shtetl, mi padre empieza a entrar en pánico. Es entendible —el reloj sigue su curso. Con cada momento que pasa, un nombre, un enlace genealógico, una anécdota se borra del disco duro de esta pobre mujer. Cuando ella no puede recordar si su lugar de nacimiento estaba bajo soberanía de Polonia o Austria, mi padre se lanza desatando su armamento de herramientas para los interrogatorios cultivadas durante una carrera de cuarenta años.
 —¿Nos dices que no puedes recordar si Stralisk era Polaca o Austriaca? —
—No puedo recordarlo—
—¿No puedes recordarlo? — agita su cabeza y silva con incredulidad -—No es un hecho que Starlisk estaba bajo control Austriaco? —
—No lo sé—
—Pero no hubo algún momento en el que te enteraste de que Stralisk ya no era considerada parte de Polonia. —
—Puede que haya oído algo sobre eso. —
—¿Hablabas Yiddish o polaco en tu hogar? —
Ella encoge de hombros
—¡Esa no es una respuesta!, hablabas Yiddish, NO ES ESO CORRECTO—
Ahora está apuntado con su dedo en gesto acusatorio, haciendo pucheros; no me sorprendería que sacará alguna pieza fosilizada o petrificada de comida en una bolsa plástica de las que usan para guardar evidencia. “¿Reconoces ESTO?”
Estoy indignado. —¡Papá! Esto no está bien viejo, apaga la cámara, ahora. —
—Sólo estoy tratando de refrescar su memoria. Estate callado, no estas ayudando. —
—No, cállate tú. ¿Nana, estás bien? —
—Oh, ella está bien, — dice él, entrecerrando sus ojos a través del visor.
—¿¡Te parece que esto está bien!? ¿Esta es tu idea de grabar una historia oral? ¡Porque no le pones electrodos a sus genitales! Eso seguramente le refrescaría la memoria. —
 Mi abuela hace un guiño hacia la cámara, serenamente le da un sorbo a su jugo de manzana. (meses después, mientras reviso el video, descubro sus guiños, los que asumí eran una forma de tic, pero en realidad eran un código, como esos empleados por los prisioneros de guerra para señalarles a sus coterráneos que están siendo forzados a hablar).
Mi abuela, por supuesto, estaba decidida a no cooperar, sólo por diversión.
Es una nuez dura. Nada sentimental. Pétrea. Una vez más me preguntó porque mis padres se divorciaron. “Creo que ya no eran felices,” le dije “¿Quién es feliz?” resopló, como si fuera el criterio más frívolo para un matrimonio que hubiera oído. “¿Amaba a tu abuelo, pero crees que éramos felices? Él era un hombre, jugaba mucho pinocle.” (Pinocle es el eufemismo que usa mi abuela para los affairs. Mi abuelo si jugaba mucho a las cartas, pero no tan compulsivamente como pareciera.) Así que, contando el hecho de que la mujer había pasado toda su vida observando cínicamente a hombres fumadores de cigarros en fedoras despidiéndose para jugar a las cartas, ella no va sentarse aquí para ofrecer alegremente un montón de anécdotas melosas de los viejos tiempos.
Y también está mi padre. A pesar de ser una persona paciente y empática con todos los demás, no tiene mucha paciencia con su propia madre. Pero había tenido demasiado. Cualesquiera que sean las dinámicas que estaba ocurriendo ahí, soy muy melidroso para verlas. Me retiro, dejándole a mi padre completar la cinta. En el elevador, me encuentro con el tipo el camisa de seda y sus pantalones muy subidos y ajustados, y escucho una hermoso susurro de R. B. Greaves “Take a letter Maria”.
 Para mi asombro, el corte final del video es extraordinario. Al final, hay una toma increíble a través de la cocina del hogar de descanso hacia el comedor como la celebrada escena en el Copacabana en “Goodfellas.” (Cuando le pregunto a mi padre si su intención fue hacer un homenaje a la película de Scorsese, él dice que no recuerda haberla visto. Y después hace algo que odio: le pregunta a su esposa si vieron “Goodfellas.” Y cuando ella responde afirmativamente hace algo que detesto aún más: le pregunta si le gustó.)
 Las tomas posteriores son ricas y conmovedoras. Aquí el acercamiento de mi padre es hábil y deferente. Gentilmente separa lo apócrifo de los hechos. Logra que mi abuela converse sobre todo: desde admisiones niñeriles (“Siempre me han gustado los hombres con sombreros elegantes”) hasta testimonios que destrozaban el corazón (La muerte de su hermana, quién, a la edad de diez años, fue atropellada por un tranvía, cuando la enviaron por cigarrillos por tatarabuelo) y la historia de su escapada. Mi abuela tenia diecinueve, mi abuelo, Sam, veinte. “Estaba locamente enamorado de mí,” dice como un hecho. “Cuando su mamá le dijo a Sam que dejara de venir hasta que terminara de estudiar, el hombre perdidamente enamorado tomo yodo y apareció en la casa de mi abuela para anunciar que se había envenenado. Esa noche, los dos nos escapamos hacia la estación Grand Central, tomamos el primer tren que venía, bajamos en la primera parada, y encontramos un juez de paz. Y así nos casamos, la boca del abuelo teñida de violeta, mi abuela insistiéndole al juez que no está “en problemas.”” Mi abuela dijo que no tuvieron sexo por dos años, hasta que se “casaron por lo judío” ¿Por qué, entonces, escapar? “Para que pudiera dejar de hacer esas proclamaciones dramáticas con el veneno, y pudiera regresar a sus estudios”. Era un asunto de practicidad.
 Meses después, mi esposa y yo estamos comiendo en un restaurant con mi padre y su esposa.
 Mi padre se dirige a mí: “Sabes, nunca dijiste nada sobre el video que hice.”
 Miro a mi esposa y le preguntó: “¿Lo vi?”
 Ella asiente
 “¿De verdad?” después le pregunto: “¿y me gustó?”
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clubjsalassubirat · 8 years ago
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Mi pene divorciado
Autor: Socrates Adams
Fragmento de un relato breve: La primera vez que tuvimos sexo
 La primera vez que tuvimos sexo, no eyacule por cuarenta y cinco minutos. Tú te bajaste, empezaste a llorar y corriste hacia el baño. Me senté en la parada de bus y te escribí un mensaje de texto que decía “te amo y lamento ser como soy” tú me enviaste un mensaje que decía “también te amo, pero tenemos cosas por solucionar”.
Nos encontramos y hablamos algunas veces, tomando un café fuerte que nos gustaba a ambos, nunca teniendo sexo de nuevo. Pensaba en nuestro sexo cuando nos encontrábamos. Cuando levantabas la taza y la llevabas a tu boca, pensaba “Soy inadecuado, de alguna manera, aunque quizás no de la forma tradicional.” Cuando tú me hablabas sobre el caballo que querías comprar, yo pensaba, “Quizás no es la longitud del tiempo, quizás es algo más, quizás no tengo la suficiente pasión.” Y pensaba en cómo fabricar pasión. Rompimos, y mientras lo estábamos haciendo te pregunte si querías casarte conmigo. Me dijiste no.
Unos años después, escribiría sobre mi experiencia contigo como parte de mi trabajo. Trataría de escribir claramente, y casi sin emoción. No sé porque escribiría de esa manera. Hacia el final del fragmento, escribiría de un modo autoconsciente sobre mi escritura del fragmento. La metaficción parece particularmente de moda, siempre, en el mundo del arte corporativo.
 Respuesta del editor
 Socrates, me gusta esto, pero pareces más interesado en el desapego critico que has desarrollado sobre estos eventos más que en los eventos en sí. Mucha gente para la que trabajamos sigue prefiriendo el impacto de piezas de ficción lineales cuidadosamente bien trabajadas y escritas con emoción, con nada de ese “aderezo metatextual” o trucos de autoconsciencia. Si habría algo que fuera genuinamente fresco o innovador sobre el marco de este trabajo, lo mantendría. Sin embargo, creo que más gente disfrutaría esta pieza si fuera descriptiva y conmovedora. Por favor, reescríbela. Además, estás tratando de decir algo sobre el arte corporativo, ¿o estas tratando de hacerle saber a tus lectores que sabes que lo que creaste es una pieza de arte corporativo? Vale la pena que examines la intención, siempre.
 Fragmento de un relato breve: La primera vez que tuvimos sexo (v.2)
Ambos éramos jóvenes. Había estado en tu casa unas cuatro o cinco veces. Fue mientras pasaba la copa del mundo y vitoreaba con tu padre mientras los jugadores pateaban el balón entre ellos y hacia la red. Treinta minutos después, cuando tu padre estaba en otra parte, toque tu vagina por primera vez. Miraste mi pene y lo pusiste en tu boca, gimiendo un poco. Estaba sorprendido por lo mojada que estabas. Era la primera vez que veía esta parte de una mujer en particular, y la verdad, para el momento en que habíamos terminado, todavía no tenía idea de cómo se veía. No termine, pero creo que tú lo hiciste. Me hubiese gustado hacerlo. Recuerdo tu estómago.
Dos semanas después, miramos la primera película de Harry Potter. No te dije que leí todos los libros, pero tampoco mentí sobre eso. No recuerdo si hablamos sobre tener sexo por primera vez ese día. A la mitad de la película empezaste a frotar mi entrepierna suavemente y sabía que algo estaba pasando. Moví mi mano a tu cara y pasé mis dedos por tu cabello. Arañe tu cabellera y se sintió bien. Teníamos dieciséis.
Me guiaste hacia las escaleras y dentro de tu habitación. Recuerdo que tu lámpara de lava a la vista, y el líquido adentro estaba caliente, flotando hacia arriba y bajando lentamente. Tú querías que la lámpara de lava este encendida mientras teníamos sexo por primera vez así que lo hicimos a tu modo, entre otras pequeñas preparaciones, y la encendimos. Supongo que hay algo romántico en el flujo de plástico líquido.
Tenías un condón y me lo pusiste. Se sintió extraño y apretado. Cuando estaba dentro de ti se sentía tan inusualmente caliente. Creo que es lo que más recuerdo, cuan caliente se sentía. Empezamos a movernos, sin experiencia, por un largo tiempo.
Uno de los amigos perdió su virginidad en un campamento a Newquay en unas vacaciones. Trajo a una mujer a nuestro campamento compartido y la llevo a una habitación pequeña en la parte de atrás. Avergonzado, me puse a fumar un porro en la sala mientras tenían sexo. Cuando él salió, me dijo que había durado menos de un minuto, y que ella le había dicho “¿En serio?” antes de irse.
Se hacía claro, mientras te movías, que este no sería mi problema. Después de cuarenta y cinco minutos, empezaste a llorar despacio.
“¿Qué pasa?” Pregunté.
 Respuesta del editor
Sócrates, esto no está funcionando para mí. Quizás no estas aprovechando tus fortalezas. La escritura se siente tan cautelosa, como si quisieras que el lector sepa cómo te sientes sobre eso. No despierta nada emocionalmente. Hay un par de cosas que me gustaron (lo de la lámpara de lava es bueno). La reacción de tu personaje carece de inmediatez; cada reacción parece más una reflexión, informada por lo que parecen ser años de experiencia. ¿Es lo que quieres? ¿No quieres que el lector se sienta cerca de ti, cerca de entender como esta experiencia te afecta, en el momento en que ocurre? Casi no mencionas el hecho de estas perdiendo tu virginidad, un evento importante en la vida de las personas, incluso si la experiencia fue molesta o decepcionante. ¿Porque no te tomas un descanso de esto y vuelves en otra oportunidad? Trata de escribir algo más emocional. Muchos de nuestros clientes disfrutan leer ficción confesional.
 Fragmento de un relato breve: Tengo miedo de morir
Un árbol de manzanas en el jardín dejaba caer manzanas sobre nosotros cada otoño. Las manzanas se pudren en la tierra y, como las ortigas, las frutas y semillas se congelarían hasta morir. El hielo mataba todo cada año. Los pájaros y los peces morían. Un año encontramos un pez fuera del estanque. Había sido destripado por un hurón. El pez se veía muy grande para haber vivido en el estanque. ¿Cómo había vivido en el estanque? ¿Había evolucionado dentro del estanque, por sí mismo? Había muerto, destripado por un hurón. El hurón ni siquiera se lo había comido. Quizás el pescado del estanque café tenía un sabor desagradable. Quizás sabia a lodo. Estaba esparcido en el suelo junto al estanque y lo miramos y lloramos y llamamos a nuestro padre. Nuestro padre vino y nos abrazó y nos dijo que estas cosas pasaban. Nos dijo que fuéramos adentro. Cuando volvimos el pescado ya no estaba y el césped mojado no tenía ninguna marca de él. Es la primera muerte que recuerdo.
El día después de la muerte del pescado, unas vacas de un campo vecino entraron a nuestro jardín. Pensé que esos eventos estaban relacionados. Sentí, a la edad de doce años, que el apocalipsis estaba cerca. Sentía que la naturaleza tomaba el control.
  Respuesta del editor
Socrates, esta es una sección de una novela tuya abortada, titulada Tengo miedo a morir. Si mal no recuerdo, la novela era sobre un hombre obsesionado con camiones, que sufría de alucinaciones y memorias falsas. Ya nos enviaste el primero de quien-sabe-cuantos borradores al departamento de ficción, varias veces. No estamos interesados en compartir CUALQUIER parte de tu novela con nuestros clientes, tampoco estamos interesados en publicar o distribuir la versión extensa. Además, te pedí que me dieras algo de ficción confesional. Esto no es ficción confesional, en ningún sentido de la palabra.
Cuando empezaste aquí, con nosotros, escribías cosas bellas y honestas. Recuerdo que envidiaba tu económica e ideas. De verdad te admiraba. Pienso que estas sufriendo de agotamiento. No es nada de lo cual avergonzarse, y les ha pasado a todos incluso a nuestros mejores empleados de tiempo en tiempo. Algunas veces, cuando veo a través de mi persiana y te encuentro escribiendo, empecé a notar pequeños cambios en tu expresión facial y pienso, ahí, ahí está, ese el momento en que el agotamiento toma lugar. Puedo verlo esparcirse por tu cerebro hacia tus labios y tus manos. No te preocupes, es normal. Estoy acostumbrada a todos tus espasmos.
Lo mejor que puedes hacer es imaginarte en una situación que sea de verdad inusual. Quizás te ayude intentar escribir algo de Noir, o ciencia ficción. Algo diferente. No eres un mal escritor. Sigue escribiendo.
Fragmento de un relato breve: Sueños de polvo
Camino entre contenedores. La bulliciosa ciudad nocturna los escoge fuera de las sombras como un monstruoso calamar luminiscente. (Odio esta oración, todo esto es una mierda. Esto es una cagada, todo esto es un pedazo de mierda – Socrates)
 Respuesta de editor
Socrates ¿Cómo se supone que debo reaccionar cuando después de todo un día de trabajo, nos entregas dos oraciones y muchos improperios hacia mí? No puedo excusarte todo el tiempo.
 Fragmento de un relato breve: Sueños de polvo (v.2)
 La primera vez que me enviaste tus críticas significo mucho para mí. Era mi trabajo debut y, de hecho, la primera pieza de escritura que había hecho por encargo. Alabaste mi estilo reflexivo y me preguntaste si los eventos sobre los que escribía realmente me habían pasado. Cuando dije que me habían pasado, parecías poco impresionada. Aun así, me dijiste que escribía bellamente, con economía, y honestidad. No entendía. No soy un escritor honesto.
Después del primer día en la oficina, fui a casa. Mi esposa, con quién hace tiempo no podía hablar, trato de hablarme. Le dije que el trabajo había sido bueno y que era desafiante y emocionante. Le dije eso, aunque era un trabajo de escritura de ficción literaria normal y aburrido, tenía el potencial de estar BIEN. Hablamos sobre un programa de televisión y evitamos cuidadosamente cualquier tipo de contacto físico. No le conté sobre ti.
Después de que se fue a la cama, escribí una pieza privada, para mi propia satisfacción, la llamé Sueños de polvo. Era una pieza sobre un artista corporativo deprimido, soñando en ser un coleccionista de basura y un operador de destrucción, haciendo cualquier cosa menos escribir. Iba a ser un pedazo de mierda medio noir. Estaba tan reprimido y sin ganas que ni siquiera le escribí un final, pero escribí sobre mi primera experiencia trabajando para la compañía.
 Respuesta del editor
Creo que la razón por la que me aburrí de tu escritura es que todas tus historias son tomadas de tu experiencia personal. Nunca te empujas a pensar en una trama o situación que no venga de tu propio pasado sensiblero. Cuando empezaste, era interesante, porque no había oído todas tus historias; no había oído acerca de tu desastroso pasado sexual, no había oído de la primera vez que vista a alguien morir, ni había experimentado tus ataques patéticos y pasivo agresivos hacia mí. Esto es algo que ahora me es muy familiar.
Quisiera que pudieras escribir algo honesto por una vez. Puedes escribir sobre mí, no me importa. Escribe algo honesto sobre tu vida como es ahora, no sobre cómo era cuando conocías otras personas, a quienes no te importa molestar más. Lo que más me molesta es lo mucho que te asusta molestarme. No me molesta que hayas tenido sexo antes, y no me molestan tus descripciones de sexo con otras personas, no puedes ponerme celosa.
 Fragmento de un relato breve: Mi pene divorciado
Siempre has estado a punto de aburrirte de mí, desde el momento en que nos conocimos por primera vez. En mi entrevista, recuerdo que tu miraste tu reloj después de cinco minutos. Te estaba leyendo algo de mi trabajo. La segunda línea del pasaje te hizo reír, y te veías interesada por un rato después de eso, pero pronto no te importó. Mientras leía en voz alta, empecé a cambiar las oraciones para que fueran mejores y más divertidas.
Unos meses después deje a mi esposa por ti. Mi acción fue enteramente por ti. Si hubiese estado a mi suerte, seguiría con ella ahora, miserable. En lugar de eso, estoy contigo… Sin pedirme nunca que hiciera algo, tomaste todas las decisiones por mí.
Estoy seguro de que recuerdas la primera vez que tuvimos sexo en la oficina. Habíamos leído propuestas de otros escritores juntos, haciendo a un lado sus torpes trabajos, riéndonos de ellos. La crueldad es la única manera de empezar una relación. Olíamos tan bien después del sexo. Tu parecías cubierta de oro. Yo era un palo de canela relajado, por unos minutos.
Le dije a mi esposa que sentía algo por otra persona y ella me dijo, “Claro que lo sientes.” Fue una mala noche, de cierta manera. Ella empaco en una hora y se fue, después volvió ebria y llorando. Estaba muy molesta y yo me sentía miserable. Todo lo que ella me decía me hacía pensar, “Tú tienes razón”.
Debió existir algo bueno sobre nuestra relación desde el comienzo, aunque no puedo recordar que fue. Como el talento que se desvanece, no puede regresar. Supongo, técnicamente, que disfrutaba tener sexo contigo. Supongo, técnicamente, disfrutaba tus cumplidos.
La noche que me divorcie de Mary me quede contigo. La siguiente noche me levante frio. Vi la sábana blanca sobre tu cuerpo y tu oscuro cabello sobre la almohada. Me di cuenta de la saliva divorciada en mi boca, el cabello divorciado en mi nuca. Me di cuenta de mi pene divorciado. Empecé a escribir sobre mi primera experiencia sexual, pensando en la forma en la que mi pene ha cambiado en los años, si es que ha cambiado del todo. Todo sigue tomando mucho tiempo. Nada se siente lo suficientemente bien. Veinte minutos después, caminaste sobre la alfombra hacia mí, besaste mi cuello divorciado, pusiste tu mano en mi cabello divorciado y apuntaste una oración en mi pantalla. Tu pecho derecho descanso sobre mi hombro derecho divorciado.
“No necesitas eso” me dijiste.
“Cásate conmigo” te dije.
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clubjsalassubirat · 9 years ago
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Para ti
Autor: Kenneth Koch
Te quiero como un sheriff busca la nuez que resolverá un caso de asesinato que lleva años sin resolverse porque el asesino la dejó en la nieve junto a una ventana por la cual vio su cabeza, conectada por un cuello a sus hombros, cubriendo su corazón con un tejado rojo. Por esto vivimos mil años; 
por esto amamos, y vivimos porque amamos, no estamos 
dentro de una botella, ¡gracias a dios! Te quiero como un niño busca una cabra; estoy más loco que los faldones de una camisa al viento, cuando estás cerca, un viento que sopla desde el gran mar azul, tan brillante tan profundo y tan distinto de nosotros; me parece que siempre estoy cruzando en bicicleta un África de campos verdes y blancos para estar cerca de ti, incluso en mi corazón cuando estoy despierto, que va a nado, y creo también que eres tan digna de confianza como la acera que me lleva hasta el lugar donde vuelvo a pensar en ti, ¡nueva armonía de pensamientos! Te quiero como la luz del sol gobierna la proa de un barco que navega de Hartford a Miami, y te quiero más y mejor al amanecer, cuando incluso antes de despertarme el sol me recibe en las preguntas que tú siempre planteas.
Fuente de la traducción: http://jordidoce.blogspot.com/2011/08/kenneth-koch-4-poemas.html
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clubjsalassubirat · 9 years ago
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En el reino de Harad IV
Autor: Steven Millhauser
Durante el reino de Harad IV vivía en su corte un hacedor de miniaturas que era célebre por la perfección de su trabajo. Los objetos de su arduo trabajo no sólo eran placenteros a la vista sino que el observador, acercando su mirada, podía ver el gran cuidado que recibían incluso los objetos más pequeños y los detalles menos visibles. Se decía que no importaba que tan de cerca uno examine una de las pequeñas obras del maestro siempre se descubre algo más que causa asombro. 
Entre las muchas tareas que el hacedor de miniaturas tenía estaban las de proveer a la damas de la corte con plantas y monstruos de tres cabezas tallados en marfil para las puertas de sus armarios, dibujar la piel y las plumas de las fabulosas criaturas del “Libro de los trescientos secretos” y, sobre todo, reemplazar los muebles del viejo palacio en miniatura que el rey había heredado de su padre; lleno de molduras, cortinas y muebles de madera. El famoso palacio de juguete, con sus más de seiscientas habitaciones; su calabozo y pasadizos secretos, sus jardines, salas e invernaderos, se alzaba a la altura de un pecho de una persona y ocupaba su propia alcoba, atravesando la librería del rey. A cambio de su trabajo el hacedor de miniaturas recibía una alcoba privada en el palacio, no lejos del carpintero real, también una túnica de armiño que le permitía participar en las ceremonias oficiales. Era asistido por dos jóvenes aprendices. Ellos se encargaban de trabajar con las miniaturas más grandes, como las alacenas y las camas, cocer las pequeñas piezas de alfarería en un horno especial, aplicar la primera capa de barniz a los objetos hechos de madera, y ahorrarle precioso tiempo al maestro, trayendo del taller del palacio pedazos de marfil, cobre, lapis, boj y madera de haya. Pero los aprendices no tenían permitido realizar las labores más difíciles del arte del miniaturista, como tallar las cabezas de dragón en los pies de la mesa, o forjar las llaves de cobre minúsculas que abrían los cerrojos de los cajones y los cofres.
Un día antes de terminar una ardua y laboriosa tarea hizo un canasto para uno de los huertos con manzanas brillantes rojas y verdes con tonos vivos, todas no más grandes que la pepa de un cherry, y como toque final puso encima de una de ellas un reproducción perfecta de una mosca en cobre - El hacedor de miniaturas sintió dentro de sí un inquietud. No era la primera vez que experimentaba algo así al final de larga tarea, pero últimamente ese extraño escozor interior se volvía más frecuente. Mientras intentaba penetrar el sentimiento para entenderlo mejor pensó en la canasta de manzanas. La canasta había sido inusualmente satisfactoria de hacer porqué se le había presentado como una jerarquía de tamaños: La canasta en sí, compuesta de rejillas de madera unidas con alambre de cobre, después las manzanas, y, por último, la mosca. La pequeña mosca, con sus alas hechas de manera precisa, había sido lo más difícil y lo más satisfactorio, y se le ocurrió que no había una razón en particular para detenerse con la mosca. De repente, se sintió sobrecogido por un escalofrío interno. ¿Por qué no pensó en eso antes? ¿Cómo era posible? ¿No demandaba la lógica que la reducción en serie continuara? Con este pensamiento él sintió una profunda emoción y culpa, como si estuviese frente a una puerta prohibida al final de corredor privado y oyera, mientras giraba la llave lentamente, el sonido de música a la distancia.
Se propuso hacer una canasta de manzanas del tamaño de una de sus manzanas. Las nuevas manzanas de madera, cada una con un vástago  y dos hojas, eran tan pequeñas que sólo fue posible tallarlas con la ayuda de lentes de aumento, los cuales puso en un marco de soporte. Pero incluso mientras luchaba con placer en cada manzana se dio cuenta de que soñaba con la mosca, la mosca imposible que, tal y como resultó ser, era sólo visible como un punto en el vástago minúsculo, aunque era perfecta en cada detalle cuando se la miraba a través de los lentes.
El rey que había alabado la mosca original, miro la nueva canasta de manzanas con gran asombro y deleite. Cuando el maestro lo invitó a observar las manzanas a través de los lentes, el rey contuvo su aliento, pareció que iba a hablar, y de repente empezó a aplaudir fuerte, mientras que su chambelán entraba. El rey le instruyó mirar a la mosca en miniatura a través del lente. El chambelán, un hombre frío de apariencia imperiosa, contuvo su respiración. La mañana siguiente la historia de la mosca invisible era conocida en todo el palacio.
Con un nuevo impulso, como si estuviera volviendo a un anterior y más exuberante periodo de su vida, el mayor pero vigoroso maestro se dedicó a realizar un serie de miniaturas que en todas las formas sobrepasaba sus mejores esfuerzos del pasado. De la semilla de un cherry talló un anillo con treinta y seis elefantes, cada uno sujetando la con su trompa la cola del elefante anterior. Todos los elefantes tenían un par casi invisible de cuernos tallados en marfil. Un día el maestro le presento al rey un platillo sobre el que había un dedal de marfil invertido. Cuando el rey levantó el dedal, descubrió debajo un reproducción meticulosa del ala noroeste de su palacio de juguete, sus veintiséis habitaciones amobladas incluyendo un escritorio con patas de avestruz y una jaula dorada con un ruiseñor.
Poco después de que el hacedor de miniaturas completará el palacio en el dedal volvió a sentirse intranquilo. Una vez embarcado en su espiral descendente ¿sería capaz de detenerse? Además, no era molesto que el pequeño palacio, aunque parcialmente visible al ojo sin ayuda, se revelaba muy fácilmente, sin ninguna resistencia, resistencia que era parte esencial del disfrute estético. Y él se propuso sumergirse debajo de la superficie de lo visible, dedicarse a la creación de un trabajo detallado completamente inaccesible a simple vista.
Comenzó con cosas simples - un tazón de cobre, una caja de madera - aunque el material con el que trabajaba era, sin la ayuda de aparatos magnificadores, invisible y requería de él un nuevo grado de destreza en su manipulación. Rápidamente se dio cuenta de que necesitaría lentes más poderosos, herramientas más exactas. Del carpintero de la corte, ordenó un par de dispositivos complejos de agarre que mantenían firmes sus manos y sus dedos. “Este no es trabajo para un hombre viejo”, pensó, “tampoco para alguien joven, sólo para alguien mayor lleno de vigor”.
Su primera pieza maestra en la frontera de lo visible era un ciervo con cuernos ramificados  A través del  poderoso lente veía cómo lo invisible tomaba forma: La cabeza con leve giro a un lado, la boca entreabierta, los labios retraídos para revelar los dientes. Tallado y pintado hasta el último detalle; dientes, pezuñas, el interior de la oreja. Se decía que si lo mirabas de cerca con un lente de aumento, podías distinguir el iris color amber de las pupilas negras.
No mucho después de terminar el ciervo se embarcó en otras tareas más desafiantes: un jardín invisible, modelado al principio a semejanza de uno de los treinta y nueve jardines del palacio pero rápidamente creciendo hacia su propio y más elaborado diseño. En las primeras etapas un viento repentino destruyó semanas de trabajos. Con ayuda del carpintero de la corte, para quien dibujó un plano, el hacedor de miniaturas construyó una caja de madera con una tapa inclinada, en la que coloca sus lentes amplificadores. Con dos paneles a los lados de la caja que se deslizaban arriba y abajo, para que un par de manos pueda ser insertado, y los lentes cuadrados, adheridos a un sistema de palancas y tornillos, que podía subir y bajar. El intrincado y delicado jardín, protegido de las corrientes de aire, crecía despacio hasta llegar a contener docenas de macizos de flores de doce caras, catorce variedades de árboles frutales con hojas individuales, un sistema de senderos pavimentado con ébano y marfil, fuentes de onix talladas con imágenes de criaturas legendarias, caracoles debajo de las piedras.
Aunque el rey expresó su maravilla y sorpresa sobre el jardín visto a través de los lentes, y alabó al maestro por su conquista de un nuevo mundo, le hizo muchas preguntas sobre los lentes y la caja, como si sospechara que estaba trabajando en un hechizo. Al final el rey se permitió preguntarse si el hacedor de miniaturas no regresaría a trabajar en el milagro visible del exquisito mobiliario de su palacio. En la voz del rey el maestro escuchó un tono inconfundible de reproche. Mientras explicaba el aparato y ajustaba los lentes, le pareció que al aventurarse a un mundo más allá de la visible se embarcó en un viaje con más riesgos de los que había conocido.
Pero ya se había lanzado a la conquista de la obra maestra de su periodo: El famoso palacio de juguete del rey, enteramente invisible a simple vista. Las más de seiscientas habitaciones completamente amobladas y escrupulosamente recreadas en cada detalle, incluyendo encajes dobles en los gabinetes, cerrojos funcionales en las gavetas, y quince docenas completas de cuchillos, tenedores, y cucharas de plata, cada uno con la insignia real - Una corona y dos espadas cruzadas - tallada en la empuñadura.
Durante la construcción del palacio-debajo-del-lente, el hacedor de miniaturas hizo algunas visitas al palacio de juguete original, y cada vez que iba se quedaba sorprendido con el vasto edificio que casi le llegaba a los hombros. Las sillas de la cámara de los consejeros eran del tamaño de sus puños. Desde que su trabajo había tomado ese leve y necesario giró, con un extraño e incomprensible alejamiento de la miniatura clásica hacia otro ámbito más dudoso, sus dos aprendices tomaron la labor de hacer los muebles para el palacio en miniatura del rey. Y el maestro vio que era un buen trabajo: ellos eran capaces de completar los detalles grandes y vistosos; quizás había sido muy duro al limitarlos a las tareas sencillas, en los días en los que esas tareas lo preocupaban.
Un día, mientras estaba mirando el escritorio del rey en el palacio de juguete, el hacedor de miniaturas cayó en un ensueño. Colocado en los cajones del escritorio estaban un par de picaportes con forma de cabeza de león, los que antes parecían lo más alto en elegancia y le costaron tres días de trabajo. El objeto más pequeño del palacio era una aguja de plata no más gruesa que un cabello. Se lo ocurrió, no sin algo de orgullo, que el palacio entero que estaba construyendo debajo de sus lentes, con más de seiscientas habitaciones y sus jardines y huertos, podría caber en el ojo de esa aguja.
Pero incluso mientras él se sumergía profundamente en este pequeño mundo sentía detrás de su cabeza un pequeño escozor, como si supiera que su palacio, incluso eso, no podría satisfacerlo por mucho. Porque tal hazaña, aunque ardua, no era más que conquista de un territorio familiar, los límites de un dominio revelados por sus lentes, y el soñaba por un mundo tan pequeño que no podía imaginarlo. Mientras trabajaba en su palacio este deseo crecía en él, y parecía sentir de manera tenue, fuera del alcance de su vista, otro reino más lejano.
Empezó a verlo con más claridad, con creciente entusiasmo, aunque se daba cuenta que era menos un “ver” que un deseo convirtiéndose en una certeza. Aunque ahora trabaja con material tan diminuto que era invisible a simple vista, era cierto que era el material invisible era visible a través de sus lentes. Si para otros el parecía un mago que creaba algo de la nada, de hecho él trabajaba enteramente en el mundo visible. Era un mundo ambiguo y elusivo, que se desvanecía en lo invisible tan pronto como el lente era removido, y aun así estaba lejos de mundo enteramente invisible que él sentía justo debajo. Y él deseaba construir objetos tan pequeños que escaparan del poder del lente mediador y permanecieran sumergidos en el reino oscuro de lo invisible.
El comenzó, como siempre, con un simple objeto: Una caja de marfil oblonga con una tapa deslizable. Aunque la caja era tan maravillosamente pequeña que permanecía invisible aún vista a través de los lentes, el continúo haciendo uso de la caja de madera y los lentes movibles porque la familiaridad de los aparatos le ayudaba a concentrar su atención y mantener firmes sus dedos. La caja de marfil, que ni una vez emergió de su mundo escondido para revelarse a los ojos del maestros, fue completada en siete días. Con su ojo interno, él la contempló fríamente y sintió una júbilo calmado. A pesar de la falta de evidencia física estaba seguro de su perfección, de la elegante precisión de sus partes,  nunca habia tenido tanto cuidado.
Inmediatamente se propuso un desafío más ambicioso: Un pavo real tallado con su cola extendida. El pavo real encantador, con sus colores radiantes e invisibles, le tomó tres semanas, y cuando lo terminó se sintió listo para la tarea para la que secretamente se preparaba: un reino imaginario.
Y entonces se puso a trabajar en su reino invisible, con sus ciudades amuralladas y ríos sinuosos, sus bosques de haya y abeto, sus minas de cobre y torres de templos, sus cucharas e insectos. Al final del año había completado una sola ciudad. La ciudad contenía calles adoquinadas, plazas y mercados; canastas de uvas en los puestos de los vendedores, casas de mercaderes con balcones adornados con vista a patios centrales, botellas individuales en las vidrierías. Se sentía cansado y vigorizado, y mientras imaginaba el trabajo que le faltaba, extendiéndose ante él como una aventura inmensa, se encontró deseando mostrar su trabajo, como antes lo había hecho. La soledad de su trabajo nunca había sido opresiva, pero de vez en cuando, en sus pausas durante el día, sentía el toque de la soledad. El rey ya no lo convocaba, y sus aprendices se trasladaron a unas alcobas cercanas tomando aprendices propios.
Una tarde, cuando estaba sumergido en su mundo invisible, escucho un toque en la puerta de su alcoba. Levantando parcialmente su cabeza de la caja de madera, el hacedor de miniaturas le dijo al visitante que pasará. La puerta se abrió para dejar entrar a dos de los cuatro nuevos aprendices. Ellos se disculparon por perturbar al maestro mientras trabajaba, pero explicaron que desde hace tiempo admiraban su arte insuperable y no podian resistir la tentación de mostrar sus respetos y pedirle noticias sobre su último trabajo, del que sólo habían escuchado rumores confusos y contradictorios.
Su trabajo aún era crudo e insignificante, ellos apenas tenían la habilidad suficiente para hacer la pata de una mesa, y esperaban que una visita al maestro los instruya e inspiré.
El maestro se dio cuenta que los aprendices, ambos muy jóvenes, estaban muy seguros de sí mismos y estaban menospreciando sus trabajos para mostrarse corteses, pero la soledad que sintió esos últimos meses fue aliviada por esas palabras de homenaje. Dejándose llevar por la tentación, se medio a un lado para permitirles ver su reino a través de los lentes. Es verdad, ellos no podrían ver algo, porque su trabajo había abandonado el plano de lo visible, pero quizás podrían, de alguna manera, sentir como él podía en la profundidad de su mente, el esplendor y la precisión de su arte invisible.
El primer aprendiz se inclinó sobre los lentes y la parte superior de la caja. Después de unos momentos se hizo a un lado y le permitió al segundo aprendiz inclinarse sobre el trabajo. Cuando los dos terminaron de ver, el más joven de los dos dijo que sin lugar a dudas, el trabajo del maestro era incomparable. Nunca en su corta vida vio algo más increíble tanto en concepción y ejecución. Inmediatamente, el segundo aprendiz dio voz a su admiración, diciendo que ni en sus sueños no había podido imaginar tal belleza. Y, en verdad, era el mayor de los honores simplemente estar en presencia de una proeza tan grande. Entonces los dos aprendices le agradecieron al maestro por haberlos honrado con su atención y respetuosamente se retiraron. El hacedor de miniaturas, sabiendo que no habían visto nada, que sus palabras eran huecas, y que nunca más lo visitarian, regreso con impaciencia a su trabajo; y mientras se sumergía debajo del mundo visible, dentro de su deslumbrante reino, él entendió que había viajado un largo camino desde los primeros días, que todavía quedaba mucho por recorrer, y que, de ahora en adelante, su vida sería difícil y no tendría perdón.
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clubjsalassubirat · 9 years ago
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Escritura Creativa
Autor: Etgar Keret
La primera historia que Maya escribió era sobre un mundo en el que las personas se dividían en dos en lugar de reproducirse. En ese mundo, cualquier persona podía, en cualquier momento, volverse dos seres, ambos con la mitad de su edad. Algunos escogen hacerlo cuando eran jóvenes; por ejemplo, alguien de dieciocho podía dividirse en dos seres de nueve años. Otros esperan hasta lograr estabilidad profesional y financiera así que lo harán llegando a la madurez. La heroína en la historia de Maya no se dividió. Llegó a los ochenta años y, a pesar de la constante presión social, insistió en no dividirse. Al final de la historia, ella moría.
Era una buena historia, excepto por el final. Había algo deprimente acerca de esa parte, pensaba Aviad. Deprimente y predecible. Pero Maya, en el taller de escritura al que se había inscrito, recibió varios elogios por el final. El instructor, quien se supone era esta conocido escritor aunque Aviad nunca escuchó de él, le dijo que había algo penetrante y conmovedor sobre la banalidad del final, o alguna otra estupidez. Aviad veía que feliz hacia el cumplido a Maya. Ella estaba muy emocionada cuando le contó sobre eso. Le recito lo que el escritor le dijo cómo la gente recita versos de la biblia. Y Aviad, quién originalmente trato de sugerir un final distinto, retrocedió y le dijo que era cuestión de gustos y que en realidad él no entendía mucho es eso.
El ir a ese taller de escritura creativa fue la idea de su madre. Ella dijo que la hija de una amigo había asistido a uno y que lo disfruto bastante. Aviad también pensó que sería bueno que Maya saliera un poco más e hiciera algo consigo misma. Él siempre podía mantenerse ocupado en el trabajo, pero desde su aborto espontáneo, ella nunca dejaba su casa. Cuando él llegaba la encontraba en la sala, sentada derecha en el sofá, no leía, veía televisión, ni siquiera lloraba.
Cuando Maya tuvo dudas acerca del curso Aviad sabía cómo persuadirla. “Ve de una vez, tienes que intentarlo” le dijo, “cómo cuando un niño va de campamento.” se dio cuenta de que había sido insensible de su parte usar de ejemplo a un niño, después de lo que había pasado apenas dos meses antes. Pero Maya sonrió y le dijo que un día de campamento quizás era lo que ella necesitaba.
La segunda historia que escribió era sobre un mundo en el que sólo podías ver a la gente que amabas. El protagonista era un hombre casado enamorado de su esposa. Un día su esposa caminó directamente hacia él en el pasillo y el vaso que sujetaba cayó y se rompió en el piso. Unos días después, ella se sentó sobre él mientras en se apoyaba en el brazo del sofá. Ambas veces ella murmuró una excusa: Ella estaba distraída con otras cosas en su cabeza; Ella estaba mirando hacia otra parte cuando se sentó. Pero su esposo comenzaba a sospechar que ella ya no le amaba. Para probar su teoría el decidio hacer algo drástico: Se afeito la mitad de su bigote. Cuando vino a casa con la mitad de su bigote y un racimo de anémonas. Su esposa le agradeció por la flores y sonrió. El podía sentir como ella abrazaba el aire mientras trataba de darle un beso. Maya llamó a esa historia “La mitad de bigote,” y le dijo a Aviad que cuando la leyó en el taller algunas personas lloraron. Aviad dijo, “Wow,” y la beso en la frente. Esa noche pelearon por alguna cosa pequeña y estúpida. Ella se olvido pasarle un mensaje o algo así y él le gritó. Él era el culpable y al final le pidió disculpas. “Tuve un día horrible en el trabajo,” le dijo y mientras acariciaba su pierna, tratando de compensar su arrebato. “¿Podrías perdonarme?” Ella lo perdonó.
El instructor del taller había publicado una novela y una colección de cuentos. Ninguno tuvo mucho éxito, pero tuvieron algunas buenas reseñas. Al menos, eso es lo que la vendedora de la librería cercana al trabajo de Aviad le dijo. La novela era muy gruesa, seiscientas veinticuatro páginas. Aviad compró la colección de cuentos. Colocó el libro en su escritorio y trato de leer un poco en el receso para almorzar. Cada historia pasaba en un país distinto. Era como un ardid. El comentario de la parte posterior decía que el escritor había trabajado varios años como guía de tours en Cuba y África y que esos viajes influenciaron su escritura. También había una fotografía en blanco y negro de él. En ella el tenia una sonrisa petulante de alguién que se siente afortunado de ser quién es. El escritor le había dicho a Maya, ella le dijo a Aviad, que cuando el taller terminará él le enviaría sus historias a su editor. Y, aunque no debería tener grandes esperanzas, estos días las editoriales están desesperadas por encontrar nuevos talentos.
Su tercera historia empezaba de manera divertida. Era sobre una mujer que daba a luz a un gato. El héroe de la historia era el esposo, quien sospechaba que el gato no era suyo. Un gato gordo y pelirrojo que dormía en el basurero debajo de la ventana de la alcoba de la pareja le daba al esposo una mirada condescendiente cada vez que él bajaba las escaleras para botar la basura. Al final había un choque violento entre el esposo y el gato. El esposo le lanzaba una piedra al gato que contraatacaba con mordidas y arañazos. El esposo herido, con su esposa amamantando a su gatito fueron a la clínica para que le pusieran una vacuna contra la rabia. El estaba humillado y adolorido pero trato de no llorar cuando estaban esperando. El gatito, sintiendo su sufrimiento, saltó del regazo de su madre, fue hacia él y le lamió la cara cariñosamente, ofreciendo un consolador “Miau.” “¿Escuchaste eso?” le dijo la madre emocionada. “El dijo “Papá.”” En ese punto, el esposo no podía contener las lágrimas. Y cuando Aviad leyó el pasaje, él también tenía que esforzarse por no llorar. Maya dijo que ella empezó a escribir esa historia antes de enterarse que estaba embarazada de nuevo. “No es raro,” preguntó, “cómo mi cerebro no lo sabía todavía, pero subconsciente sí”
El siguiente martes, cuando Aviad tenía que recogerla después del taller, él llegó media hora antes, estaciono su auto y fue a buscarla. Maya se sorprendió al verlo en la clase, y el insistio para que ella le presentará al escritor. El escritor apestaba a loción. Estrecho débilmente la mano de Aviad y le dijo que si Maya lo había escogido como esposo seguro debía ser una persona muy especial.
Tres semanas después, Aviad se inscribió a una clase de escritura creativa para principiantes. No le dijo nada a Maya, y, para asegurarse de no tener problemas, le dijo a su secretaria que si había alguna llamada de su casa debería contestar que estaba en una reunión importante y no debía ser molestado. La mayoría de los otros participantes del taller eran mujeres mayores con mala cara. La joven y delgada instructora usaba un pañuelo en la cabeza y las mujeres en la clase hablaban en voz baja sobre ella, diciendo que ella vivía en una comunidad en los territorios ocupados y tenía cáncer. Ella les pidió a todos que hicieran un ejercicio de escritura automática. “Escriban lo que les venga a la cabeza,” dijo. “No piensen, sólo escriban.” Aviad trato de dejar de pensar. Era muy difícil. Una mujer mayor cerca de él escribía a gran velocidad, como un estudiante que se apresura en terminar su examen antes que el profesor le diga que deje su lápiz abajo, y después de unos minutos él también empezó a escribir.
La historia que escribió era sobre un pez que estaba nadando feliz en el mar cuando una malvada bruja lo transformó en un persona. El pez no podía aceptar su transformación y decidió perseguir a la malvada bruja y hacer que lo convierta de nuevo en pez. Cómo él era un pez particularmente rápido y emprendedor se las arregló para casarse cuando estaba persiguiendo a la bruja, e incluso logró establecer una pequeña compañía que importaba productos de plástico del lejano oriente. Con la ayuda del enorme conocimiento que tenía como un pez que había recorrido los siete mares, la compañía empezó a prosperar y llegó a cotizar en bolsa. Mientras tanto la malvada bruja, que estaba un poco cansada después de años de maldad, empezó a buscar a todas las personas y animales que había hechizado para disculparse y regresarlos a su estado natural. En un punto, incluso fue a ver al pez que había transformado en hombre. La secretaria del pez le pidió que esperara hasta que él terminará la videoconferencia satelital con sus socios en Taiwan. En esta etapa de su vida, el pez difícilmente podía recordar que era, en realidad, un pez y su compañía ahora controlaba la mitad del mundo. La bruja espero por algunas horas, pero cuando vio que reunión no estaba ni cerca de terminar se subió a su escoba y voló lejos. Al pez le iba mejor y mejor, hasta que un día, cuando ya era muy viejo, miro afuera de la ventana, de uno de los muchos edificios en la costa que había comprado un inteligente negocio de bienes raíces, y vio el mar. Y de repente recordó que era un pez. Un pez muy rico que controlaba mucha compañías subsidiarias que cotizan en bolsas alrededor del mundo, pero aún era un pez. Un pez que, por años, no había probado la sal del mar.
Cuando la instructora vio que Aviad bajo su lápiz, lo interrogó con la mirada. “No tengo un final,” le dijo disculpándose entre murmullos, manteniendo su voz baja para no perturbar a la señoras mayores que seguían escribiendo. 
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clubjsalassubirat · 10 years ago
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La base ontológica del dos
Autor: Michael Houston (aka Donald Barthelme)
Peridot Concord fue criada en lo que se conoce como una caja Skinner, ella vivía en una caja de vidrio hasta sus cuatro años, sólo vestida con capas de aire tibio. La teoría es que un perfecto control del ambiente haría posible que la caja produjera un niño naturalmente saludable, libre de esos terribles síndromes que ocasiona la suciedad, el polvo, los ruidos fuertes y la ropa interior. Y es verdad. Peridot era saludable y natural como un arbusto.
“Peridot,” le pregunto, “¿Recuerdas como era vivir en la caja?”
Estamos en un parque. Una lluvia ligera cae sobre la cabeza dorada de Peridot y sobre la mia, sobre las bancas desgastadas y verdes con espacios ocasionales llenos de pasto. Es un parque en Nueva York, lleno de madres, niños y vagabundos. Peridot está usando un abrigo grande con el cuello hacia arriba y unos ceñidos pantalones negros. Estoy sujetando su copia de La sociedad abierta y sus enemigos de Karl Popper mientras ella examina su pulgar derecho. Lo eleva a la altura de sus ojos, lo mira con detalle y lo muerde.
“No,” dice ella, “No recuerdo.”
“¿Nada? ¿No recuerdas nada?”
El pulgar ahora tiene una marca de mordida. Ella revisa el misterioso aspecto que tiene.
“Una sensación general de calor, bienestar, esa clase de sentimiento. Cómo lo que sientes cuando la lluvia cae sobre tu techo, o después de un baño caliente. O el que sientes al escuchar la obertura del poeta y el aldeano. Euforia, creo. Sabes que ni siquiera había comezón, incluso tuvieron que enseñarme a rascarme cuando salí de la caja.”
Peridot es una chica pequeña del tamaño de un dispensador de agua en un edificio de oficinas, pero con una exquisita figura curveada y un generoso busto y magníficos tonos de piel, que van desde un siena dorado a un siniestro sombra de Italia que llenan el aire de una radiación letal cuando se desnuda, lo cual hace a la menor provocación. Pero carece de impulsos sexuales. Los impulsos sexuales fueron, sospecho, filtrados de ella, como la suciedad, el polvo, los ruidos fuertes repentinos durante sus años en la caja Skinner donde sólo vestía capas de aire tibio.
Tuvimos una conversación larga sobre el tema: “Peridot, ¿Por qué careces de los sentimientos carnales más básicos?” Estas conversaciones tienden a ser absolutamente circulares, interrumpidas a veces por largos e investigativos besos apasionados que concluyen con Peridot sacudiendo su cabeza triste, mientras limpia su lápiz labial color geranio de mi rostro de segundo teniente de reserva de la fuerzas armadas y dice, “no, no siento nada de nada.”
“Peridot,” le digo; “¿No me amas?”
“Por supuesto,” dice saludablemente, “si es que eso hace alguna diferencia.”
Hay sangre caliente en Peridot, estoy seguro. La pregunta es: cómo la hago circular. Es saludable y natural como cualquier chica de White Rock, y tan inocentemente peligrosa como unas vacaciones en la Habana. La conocí en una fiesta en la piscina. Alguien dijo, “Peridot, tu primero.” Sin el menor atisbo de la tradicional vergüenza americana, Peridot camino hasta el borde la piscina, se quitó su vestido como si fuesen hojas de alcachofas y sin nada puesto se lanzó a la piscina dando un clavado esplendido. Los otros se apresuraron a mirar sentados en las sillas alrededor de la piscina. Rodney Barrow, el anfitrión, se hizo a un lado, cubriendo sus ojos. Me quede mirando la escena con una especie de lujuria académica.
“Siempre es así,” dijo Rodney. “El punto es, no hay nada malo con ella. Ella no es una exhibicionista, no está loca, es perfectamente saludable de mente y cuerpo. Como te habrás dado cuenta. Somos nosotros. Nosotros somos los que estamos colgados. Esa chica me hace sentir como un monstruo.” Su rostro estaba manchado con una miseria oscura, como el Marqués de Sade.
Yo también me siento como un monstruo cuando estoy con Peridot en lugar de sentirme como joven economista graduado de la Universidad de Ohio que esencialmente soy. Sentirse como un monstruo no es un sentimiento agradable pero por otra parte es mejor que no sentir nada por completo.
“Peridot, cuando caminas sin nada puesto, como una fiesta en la piscina, o como en esa pequeña playa donde tuvimos que escalar esa cerca de púas y pude ver parte de tu seno derecho pero me detuve porque no tenía mucho sentido continuar, ¿No te pasa nasa?, es decir, ¿No sientes nada? ¿La pequeña serpiente de la lujuria no se arrastra hacia tu saludable y natural corazón? ¿Peridot, es cierto que tu corazón es una manzana de un rojo rosado, una delicia del norte?
Ella ignora mi amargura. “Algunas veces me siento de esa manera, un poco” dice reflexiva. “Pero sólo en Cambridge.”
Hay, desafortunadamente, un hombre que es capaz de despertar en Peridot una pálida pasión, un atisbo de concupiscencia. Y no es otro más que su padre, El profesor Chapman Concord, ese tipo raro, muy metido y entusiasta de las nuevas técnicas y hechizos de la ciencia de vanguardia. Él es, debo admitirlo, un hombre impresionante. A sus cincuenta, corre tres millas antes del desayuno cada mañana en Cambridge vistiendo sus aerodinámicos shorts Hathaway. Frecuentemente lo confunden con un actor de cine en los elevadores. Su clase está llena de jóvenes admiradores de ambos sexos. Sus investigaciones en inframatemáticas le ha dado una pequeña pero significativa fama, y las regalías por la venta de sus libros son bastante atractivos. Cuando ella habla de él se sonroja se le ahoga la voz y empieza a dar respiros profundos. Su hermosa joven y curvilínea figura con su rebosante busto sube y baja en un tempo acelerado. Se vuelve lánguida y somnolienta, y se siente en ella una tensión no resuelta. Mirándola, siento algo de escalofríos. Es claro que estoy viendo un romance edipico en un estado avanzado.
“Peridot,” le digo, abordando este tema delicado, “¿No piensas que es posible que tu padre supiera lo que te estaba haciendo al ponerte en esa caja?”
“Mi Padre,” dice Peridot segura, “Me quiere mucho.”
“Lo sé, lo sé.” La desesperanza llueve como avisos en papel arrojados desde un avión. “Creo que ese es el punto, estar en una caja me hizo saludable y natural y libre de toda neurosis. Tengo una actitud muy libre y natural hacia el cuerpo humano, como en la fiesta en la piscina, cómo en esa playa donde tuvimos que trepar esa cerca de púas y pudiste ver parte de mi seno derecho pero te detuviste porque no tenía mucho sentido continuar. Admito que puede faltarme algo de pasión, pero no puedes tenerlo todo.” “Y el corolario a eso es,” le digo con algo de tristeza, “que no puedes tener nada”
“Mi Padre es un gran hombre, todos los saben. Gente muy importante lo invita a cenar. Jueces de la suprema corte y gente de ese tipo. Pierre Salinger. Una vez me senté junto a Bernard Baruch. Tome las habichuelas,” ella empieza a reírse.
“¿Hiciste qué?”
“Pasaron este plato largo de habichuelas con este par de pinzas en medio del plato. Trate de alzar algunas habichuelas pero las pinzas levantaron casi todas del plato. No sabía que hacer así que las puse todas en el plato. Entonces le preguntaron al Sr. Baruch si quería algunas habichuelas, él dijo que no, que sólo tomaría algunas de la Srta. Concord.” Ella ríe de nuevo.
“Peridot,” le digo, “Tienes problemas. Tenemos problemas.”
“Paul,” me contesta con la memoria de las habichuelas en los ojos, “Te amo, pero deberías dejarme aquí en esta banca del parque y encontrar una chica que pueda darte la calidez y lujuria que necesitas de la vida.” El pulgar con las marcas hechas por sus adorables dientes pepsodent con Q-39 vuelve a su boca. “No soy muy lujuriosa y no creo que alguna vez lo sea – sin importar que pase.” Las lágrimas son visibles en sus rosadas mejillas. “Además se supone que iré a Boston este fin de semana.” “¿Para qué?” “Para ver a papá,” dice. “Me llevara a un juego.” “¿Futbol?” “No, tonto,” dice Peridot sonriendo ante mi ingenuidad universitaria. “Estarán jugando ajedrez tridimensional con computadoras. Harvard vs MIT. Es muy emocionante. Papá está apoyando a Harvard.”
“Peridot, piensa en el problema inmediato. Tú y yo. No te das cuenta que, lo diré de manera torpe, estas dejando de lado nuestra relación, lo cual afecta tus oportunidades de una larga vida de matrimonio con niños para colocar en cajas Skinner y enseñarles a jugar ajedrez tridimensional estarán severamente comprometidas?”
“Pero ¡es el juego más importante del año!” Exclama Peridot, y puedo ver que mis palabras son inútiles.
Mientras Peridot está en Boston, hago una movida desesperada. Busco ayuda. Solicito ayuda. Consulto a un sabio. La movida es desesperada porque el sabio en cuestión, Pittsey Logan, que lo sabe todo, es un hombre difícil de abordar. La dificultad reposa en su olor. Pittsey Logan, que lo sabe todo, apesta a conocimiento como los santos apestan a piedad. Él apesta a librerías, universidades, simposios, librerías de viejo, concordias, poesía esquimal, conversaciones especializadas, espacios sin calefacción, y desempleo. Es un pequeño y gordo cuasimodo con cabello crespo debajo de sus orejas rodeado de una niebla densa al estilo Emile Zola tan densa que arriesgarías tu vida si intentarás cruzarla. Pero él sabe, literalmente, todo.
Una vez le pregunte, “Pittsey, ¿Cuál es el Whiskey nacional de Tailandia?”
“Mekong,” Respondía Pittsey sin dudar ni un instante, “nombrado así por el rio Mekong que divide el país lateralmente, de cuyas aguas…”
“Basta,” dije. “Pittsey, ¿Qué es pre-adamita?”
“Un preadamita,” dijo Pittsey sin ninguna señal de duda, “es una persona que cree que hubo hombres antes de Adán.”
“¿Qué es un diletante?
“Un diletante”, dijo sin dudarlo, “es una persona cuyo conocimiento es superficial; una persona que pretende ser un entendido… ¿estás insinuando algo?”
“No,” le aseguré, “una simple pregunta. Pittsey, ¿tú lo sabes todo, no?”
“Nadie lo sabe todo,” dijo Pittsey con honestidad, “sólo yo.”
Pittsey Logan, que lo sabe todo, se encuentra, usualmente, en un callejón cerca de Universidad Columbia. Uno tiene que pasar una variedad de huérfanos, estudiantes, madres, bebés, ciudadanos y varias clases de animales, montones de basura, leña, partes viejas de automóviles y mementos de la vida doméstica (Camas carcomidas, refrigeradores quemados, carritos para bebé con tres ruedas) para llegar a su madriguera. Él vive debajo de unas escaleras que cubre con la mitad de una gigantografia de la película Ben Hur. Puedes ver la escena de la carrera de carrozas de Charles Heston atravesando en techo de Pittsey y una pequeña estufa a leña, alimentada con números pasados de Hudson Review, que le calientan los escabrosos pies. Notas para su proyecto de 200 volúmenes titulado “Sobre la unificación de la ciencia” están apiladas en cajones de jabón, porque hay cartón en todas partes. Atrás de las cajas puedes ver distinciones de las 34 instituciones de enseñanza superior a las que Pittsey asistió y marcho, como Clark Gable a través de Georgia, sin graduarse, sin mirar atrás, siempre con su expresión entrecruzada de hiperinteligecia y carácter insufrible. El hedor es, como siempre, fenomenal.
“Pittsey,” digo, con algo de nauseas, “¿Qué harías con una hermosa chica asexual, criada en una caja de vidrio, sufriendo de una posible o potencial relación incestuosa con el académico renombrado de su padre?”
“Refuerzo,” responde Pittsey si dudar. “Aplicar los resultados experimentales de Thorndike, Hull, Guthrie, Miller y Dollard.”
“No entiendo,” digo, sentándome cerca de la grabadora de Pittsey, en la que todas las noches vacía sus pensamientos de la jornada, alimentados por Sándwiches y fino brandy.
“¿No sabes sobre la teoría de refuerzos?” dijo Pittsey incrédulo.
“Nada de nada”
“¿Cómo uno puede ir por la vida sin conocer sobre la teoría de los refuerzos?” Pregunta Pittsey. “Si no fuera por la TR tendría que trabajar.” Se ve dolido y desconfiado, como si hubiese intentado entregarle un billete de once dólares firmada por Zero Mostel, tesorero de los Estados Unidos.
“Refuerzo, es como haces que la gente haga lo que tú quieras que hagan. Yo refuerzo al hombre del café que vende los Sándwiches para que me de Sándwiches cuando el dueño del café no está y refuerzo al hombre de la licorería para que me mantenga provisto de brandy y coñac de alta calidad así como refuerzo al policía para que no saquen de este callejón.
“Pittsey, nunca he oído de la teoría de los refuerzos. ¿Cómo se refuerza a una persona?”
“Es muy simple,” empieza Pittsey. Cómo siempre al explicar algo, él se pone muy feliz. Ahora apesta a felicidad, un olor cómo de asiento de taxi, sólo más intenso y variado de lo usual, sugiriendo brandy y ajo al mismo tiempo. “Hay refuerzos positivos y refuerzos negativos. Tú refuerzas un comportamiento que apruebas o que seas prolongar, positivamente. El reverso, negativamente. Eso es todo. Está basado, por supuesto, en las leyes de Thorndike, la ley del efecto y la ley de la practica.”
“¿Qué leyes son esas?”
“La ley del efecto,” dice Pittsey, en trance o de memoria, “señala que: De un número de respuestas hechas en una misma situación, aquellas que eran acompañadas o seguidas de cerca por la satisfacción de la voluntad del animal, permaneciendo todas la otras variables sin cambios, conectadas firmemente con la situación, tal que, cuando ocurría de nuevo, aumentaban su probabilidad de ocurrir; las actividades que eran acompañadas o seguidas por disconformidad en la voluntad del animal, permaneciendo las otras variables sin cambios, teniendo las conexiones de esa situación debilitada, tal que, cuando ocurran de nuevo, su probabilidad de ocurrencia será menor. ¿Entiendes?”
“Peridot,” dije con dignidad, “no es un animal.”
“No seas tonto,” me dijo Pittsey con sagacidad. “Todos somos animales. Para los propósitos de nuestro proyecto, tendrás que pensar en ella cómo una rata blanca.”
“¿Qué otra ley?”
“La ley del ejercicio, pero tú no necesitas conocer eso a profundidad. Aunque la primera una belleza, ¿No crees?”
“Es muy hermosa,” le digo, “pero ¿Cómo me ayuda en la práctica? Es decir, ¿Qué debo hacer?”
“Bueno,” dijo Pittsey juiciosamente, “Podríamos construir un laberinto. Uno en forma de T, probablemente con una terminal de electroshock en uno de los finales y el otro con una terminal de estímulos, un dulce o ese tipo de cosas. Recuerdo un artículo muy interesante acerca del valor de recompensa de las golosinas no nutricionales de Sheffield y Roby en la revista Comparative and Physiological Psycology de abril de 1951 que puede tener alguna relevancia.” De pronto hace una pausa. “Claro que, tu tendrías que estar en el laberinto también. Tu eres la situación que estamos reforzándola a responder. Pero sería algo extraño, un laberinto para dos personas. Tendría que ser grande” Sus ojos de maquina Pinball brillaban emoción. Puede ver que esa idea le agradaba.
“Pittsey,” dije, “No voy a meter a Peridot en ningún maldito laberinto con forma de T con una terminal de electroshock en uno de los finales y el otro con una terminal de estímulos, un dulce o ese tipo de cosas en el otro. Ella es un ser humano. ¿No entiendes? La amo. Además, no le gustan los dulces.”
“¿Qué le gusta?” pregunta Pittsey.
“Le gusta,” le digo disgustado, “Su papasito”
“¿Podemos ponerlo en el laberinto?” Me pregunta con esperanza Pittsey.
“¿Él sería recompensado por responder a favor mío?”
“La situación es un poco Freudiana,” concede Pittsey. “Aunque excelente en términos de estudios de comportamiento. Siempre me gusta ver a dos ramas del saber chocar. Me hace sentir que aun hay esperanza para la ciencia, todavía hay vida en los viejos conceptos.” Busca en los bolsillos de su abrigo un Sandwich.
“No,” Le dijo firmemente. “Nunca, vas a tener que pensar en otra cosa,”
“Habría sido interesante.” Dice Pittsey mientras come el Sandwich, “pero costoso. Supongo que tendré que pensarlo.”
La forma de pensar de Pittsey es un proceso que sólo he visto en una ocasión anterior. Es extremadamente arduo y angustioso, para el que lo presencia y el que lo hace. Primero se mete en su cama, una caja de generosas proporciones enteramente rodeada de libros gordos y sucios. Entonces pone unos dedos en su nariz, uno en cada fosa nasal, una técnica que él dice fue inventada por el gran buda para estimular la contemplación. Una vez preparado, empieza por emitir olas de un aroma viril, que tiene un aire al raciocinio combinado de Plotino, Anselm, Toynbee, Descartes, J Robert Oppenhaimer, Abelardo, Joseph Alsop, Pascal y Bede el venerable.
La habitación tiembla, los que están presentes buscan aire. El cerebro muscular de Pittsey, ese noble instrumento, puede ser oído, como un vino  chateuabriand siendo vaciado en dos copas en un restaurante francés. Algún día hare un documental sobre la forma de pensar de Pittsey y lo venderé a departamentos de psicología de todo el mundo para los programas de enseñanza de todos sus estudiantes, y me volveré muy rico y publicare la obra maestra de 200 volumenes de Pittsey y le comprare una mejor caja para que duerma, una caja firme con un interior tapizado de terciopelo y lino con sus iniciales en dorado por afuera.
Pittsey retira los dedos de su nariz.
“Pittsey,” le digo, “algún día, hare un documental sobre la forma de pensar de Pittsey y lo venderé a departamentos de psicología de todo el mundo para los programas de enseñanza de todos sus estudiantes, y me volveré muy rico y publicare la obra maestra de 200 volumenes de Pittsey y le comprare una mejor caja para que…”
“La respuesta,” interrumpe, “en la introducción de la vergüenza”
“¿A qué te refieres?”
“¿Tú dices que esta chica es absolutamente saludable y natural?”
“Absolutamente,” dije. “Más de la cuenta”
“¿No hay concepción de cosas como mal y maldad en la esfera sexual?”
“Así es”
“Entonces debe aprender a estar avergonzada,” declara Pittsey, “Debe aprender sobre la maldad. Debe aprender que el sexo es malo, como les ensenan a todas las otras chicas. Entonces eso que es malo se vuelve, ipso facto, deseable. Entonces, lo que es más malo se vuelve lo más deseable. Y finalmente, tú, en particular, eres el más malvado y el más deseable de todo lo demás. El camino a la madurez,” El sonríe mordazmente, “es a través de la culpa. Es un refuerzo a través de la culpa.”
Pittsey me observa con una mirada de maldad. La claridad de su visión, su increíble capacidad de análisis y conceptualización me dejan asombrado y pequeño. Estoy inundado de un sentimiento tipo estoy-en-la-presencia-de-un-gran-hombre. Sin palabras, abrazo el aroma y todo. Cariñosamente le doy una palmada en su espalda. Pittsey mismo esta sobrecogido por la emoción ante la demostración de su brillante genio. Los dos lloramos juntos de manera muy masculina.
El aeropuerto está repleto, y el vuelo de Boston está retrasado. Pero finalmente llega, y yo me quedo detrás de la fila tratando de encontrar la cara de Peridot entre la multitud, cuando le veo bajar las escaleras, está acompañada por un hombre alto y apuesto, que infiero, corre tres millas antes del desayuno todas las mañanas de Cambridge en sus shorts Hattway y frecuentemente es confundido con Walter Pidgeon en los ascensores. El profesor Chapman Concord, progenitor de la bella durmiente, está en la ciudad.
“Papa,” dice Peridot, “Este es Paul.”
“Un placer conocerlo, joven” dice el profesor Concord, mirando hacia otra parte. “Peridot, creo que mejor le encontramos a tu viejo una habitación de hotel. Un gusto en conocerlo, joven.” Entonces él la toma del brazo y se retiran, no menos atléticamente que Arnold Palmer, en la dirección de la parada de taxis, dejándome solo un pequeño vistazo del abrigo de Peridot mientras se retiran.
“Pittsey ¡no tuve oportunidad de reforzarla ni un poco! Y no tendré oportunidad mientras el este cerca. ¿Qué puedo hacer?”
“Mátalo,” me responde Pittsey. “Toma valor y mátalo. Deja que su sangre corra por la alfombra del hotel. Es la única manera.”
“Pero Pittsey,” le digo, “Nunca he matado a nadie. No sabría como hacerlo. Además, es asesinato. Es considerado un crimen.”
“Hablo simbólicamente,” dice Pittsey. “Todo joven que se lleva a la hija de un padre esta simbólicamente matando al padre, de todas maneras. Un hombre tomando una mujer joven de otro. Solo tendrás que matarlo primero  y después será tuya. Considerando la situación, matarlo lograría dos objetivos: Uno, deshacerse de la figura paternal y, segundo, hacer posible que la dirección de sus afectos se transfiera a ti. También refuerza tu imagen de personal mala. Acostarse con el asesino de su padre, seria, un peligro, por tanto una excitante experiencia para una joven mujer.”
“Pittsey, eres perveso, estas seguro de sólo será simbólico”
“Bueno,” dice Pittsey malhumorado, “claro que, sería mejor si pudieras hacerlo literalmente. Pero no puedes, entonces tendremos que olvidarlo. La pregunta es, ¿dónde es más vulnerable? ¿Hacia dónde apuntaremos la lanza simbólica? ¿Cómo destruimos la caja de vidrio donde la bella princesa dormita?”
“Tendrá que ser un encuentro cara a cara,” digo, “Y será una tarea dura.”
“¿Dijiste que era un matemático? Entonces lo mataremos con la lanza de la autoconsciencia. Nadie es más vanidoso que un matemático. Pregúntale,” dice Pittsey maliciosamente, “sobre la metáfora del cinco.”
“Por cierto, profesor Concord,” le digo casualmente, “¿Qué hay de la metáfora del cinco? Quiero decir, ¿Cuál es su opinión sobre ella? Sea franco”
“Disculpa,” dice el profesor Concord. “Creo que no te entendí bien”
Peridot nos ve desde el sofá. Estamos sentados en su apartamento, los tres juntos, tan rígidos como los axiomas que gobiernan el cuadrado de la hipotenusa, tan inflexibles como el código militar de justicia.
“La metáfora del cinco,” repito. “Me preguntaba si sabía sobre eso.”
“¿Ese es un término matemático?” Dijo incrédulo el profesor Concord. “¿Estás seguro de que ese término existe?”
“Eso creo,” dije modestamente. “Surge de los trabajos de Thorndike, Hull, Guthrie, Miller y Dollard. Pensé que podríamos charlar un poco sobre eso. Usted siendo un matemático distinguido y todo eso.”
“¿Thorndike, Hull, Guthrie, Miller y Dollard?”Dijo incomodo el profesor. “Nunca oí sobre ellos.”
“Su campo son las inframatemáticas, creo. ¿No ha hecho algún trabajo en esa área?”
“Hice mi parte en ese campo,” Concord se quiebra “El cuál ha sido reportado en publicaciones y revistas especializadas. Y nunca he visto nada en esas acerca de Thorndike o alguna de esas personas.”
“Por supuesto, es un concepto avanzado,”  le dijo. “Fue a través de los estudios sobre la metáfora del cinco que Pittsey y Logan fueron capaces de descubrir las bases ontológicas del dos”
“Estas inventándote todo esto,” dijo Concord. Está empezando a sangrar un poquito, cerca del corazón. “¿Pittsey y Logan?”
“Así era reportado en la revista australiana de matemáticas sub-criticas, en su edición del abril de 1951.”
“Peridot,” dice Concord (¿Será que siente a los sabuesos, pisándole los talones?), “No seguiré sentado acá escuchando estas tonterías. Pídele a este joven que se retire.”
“Pero Papá,” Peridot implora, con su cara sonrojada, “Quiero oír sobre esto, es interesante.”
“La base ontológica de dos,” continuo inexorable, “Será, en opinión de muchos académicos, para las matemáticas lo que la piedra roseta es para la lingüística.”
El profesor Concord está hundido en su chaqueta tweed de la sociedad de estudios americanos, la herida debajo de corazón se hace más grande y sanguinolenta. “¿Es usted matemático, joven?” me reclama con debilidad.
“Me gusta pensar en mí mismo como ciudadano del mundo,” le digo confiado, “El mundo de la mente. Pienso que todo el mundo debería saber un poco sobre todo.”
“¿La metáfora del cinco?” repite confundido. “¿La base ontológica del dos?”
“Por supuesto,” le digo, “admito que estas ideas son difíciles de asir, un poco abstrusas. Pero no somos  exactamente hombres de a pie, ¿No profesor?”
“No,” dijo el profesor Concord. “No, no exactamente. Peridot, ¿Podrías disculparme? No me siento bien Quisiera volver a mi hotel.”
“Papá te ves terrible,” dice Peridot provechosamente. “Te ves cómo un fantasma.” Eso era verdad, el profesor Chapman Concord, corredor de tres millas en Cambridge antes del desayuno de cada mañana, es un cadáver al momento en que la puerta de cierra detrás de su sombra.
Y entonces sujeto a Peridot por la misma parte en que la sujete en esa pequeña playa donde escalamos ese alambre de púas y pude ver su seno derecho pero me detuve porque tenía poco sentido continuar, pero ahora, extrañamente, parece tener sentido continuar. Peridot se sonroja y se ahoga, empieza a respirar profundamente y su hermoso, joven e hinchado busto (del cual veo ahora veo parte) sube y baja en un tempo acelerado, mientras se pone lánguida y somnolienta, y en alguna parte distante me parece oír una caja de vidrio romperse, emitiendo un sonido musical, como una obertura.
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clubjsalassubirat · 10 years ago
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Frases para las Galletas de la Fortuna
Autor: Frank  O'Hara
Traducción: Frank Báez
Creo que eres una maravilla y eso lo cree todo el mundo
Así como Jackie Kennedy tuvo un varoncito, tú también tendrás uno e incluso más grande
Conocerás un extranjero rubio y alto, y no le dirás ni hola
Emprenderás un largo viaje y te sentirás súper feliz, aunque sola
Te casarás con la primera persona que te diga que tus ojos son como huevos fritos
Al principio sólo existía un TU – me imagino que siempre habrá un TU
Escribirás una gran obra de teatro que se presentará tres veces
Por favor llama al Village Voice que quieren entrevistarte
Roger L. Stevens and Kermit Bloomgarden tienen sus ojos puestos en ti
Relájate un poco; el más celebrado de tus tics nerviosos será tu ruina
Tu primer libro de poesía será publicado tan pronto lo termines
Puede que seas genial Uptown, pero en Downtown eres un clásico
Tu manera de caminar tiene una cualidad musical que te traerá fama y fortuna
Comerás pastel
¿Quién te has creído que eres? ¿Jo Van Fleet?
Piensas que tu vida es tipo Pirandello, pero es más bien tipo O’Neill
Algunas lecciones de baile con James Waring y quién sabe. Quizás algo ocurra.
Ese no es un agujero en tu media, es una mano en tu pierna.
Entiendo que hayas vivido en Francia, pero eso no significa que te lo sepas TODO
Debes de vestir blanco más a menudo – te sienta bien
A la próxima persona que le hables le harás una propuesta bien intrigante
Todo el mundo en este cuarto quiere ser como tú
¿Has estado en el show de Mike Goldberg? ¿El de Al Leslie? ¿El de Lee Krasner?
En ocasiones, tu desinterés podría pasar por insinceridad a los extraños
Ahora que las elecciones se acabaron, ¿qué vas a hacer contigo?
Eres un prisionero en una fábrica de Croissants y lo adoras
Comes carne. ¿Por qué comes carne?
Más allá del horizonte hay un valle de tinieblas
Tú también pudieras ser primer ministro de Francia, si tan sólo… si tan sólo
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clubjsalassubirat · 10 years ago
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Jim
Autor: John S. Hall
Jim es un nuevo personaje que invente hoy, pero te advierto. No te acostumbres a él. No trates de conocerlo, o no trates de que te agrade, porque lo voy a matar. Es lo que hago. Invento personas y luego las mato.
Jim camina algo cojo, pero no te preocupes por eso. No importa lo hace, y no importa el porqué, porque va a morir.
Ok, la semana pasada lo mordió un perro, es por eso que cojea, ¿de acuerdo? Y no fue su culpa del todo. Ni es su culpa que vaya a morir. Él morirá porque tomo la mala decisión de ser creado por mí. Él no merece morir. Es un buen tipo con varios amigos, es servicial y confiable. Muchas personas cuentan con él, y ellas estarán tristes cuando él muera en unos momentos. Y su muerte será una pena para esas personas. Algunas de estas personas también morirán, porque cuentan con Jim, y Jim morirá, y Jim no estará cuando lo necesiten, así que ellos también morirán. Así que será una pena para estas personas. Personas que yo también invente. Personas como Jane, que no tiene brazos. Personas como Jack, que tiene cáncer de pulmón. Personas como John (no yo, otro John) que es autista. Jim es amigo de todos ellos, y los ayuda de innumerables e invaluables maneras. Pero eso no importa. Nada de eso importa. Sólo menciono estas cosas y a estas personas por dos razones: Para que mientras los estoy escribiendo, puede pensar en cómo morirá Jim y para que la su muerte sin sentido tenga sentido.
¿Quieres saber qué hace Jim para ganarse la vida? Yo también, veamos. Jim es rico. Él no tiene que trabajar, pero lo hace de todas maneras. Hace trabajo voluntario. Ayuda en el ala de pacientes con cáncer, en la sección del hospital en donde vive la gente que no tiene brazos. Y en los fines de semana trabaja con niños autistas como John (no yo).
¿Jim tiene una vida amorosa? No. Esta demasiado ocupado y es tímido. ¿Jim tiene mascotas? No. ¿Los padres de Jim están vivos? Sí. Será trágico para ellos cuando muera Jim, quizás de una hemorragia cerebral, no lo he decidido todavía.
Ok, hagamoslo. Esta mañana Jim leia el periódico. Leia un artículo sobre el Congo, el país antes conocido como Zaire, y estaba tomando café y derramo el café sobre si, y quemaba, estaba muy caliente, el salgo de su silla y de alguna manera se golpeó de cabeza contra la pared, y se cayó de la ventana y cayó sobre su mala pierna, y cojeo por la calle y fue atropellado por una ambulancia que lo dejo moribundo, pero no estaba muerto todavía, solo estaba tirado en la esquina, y palomas vinieron y se comieron sus ojos, y gaviotas le arrancaron el estómago, y los pelicanos se comieron su hígado, y su riñón se salió por si solo se volvió una armónica que toca un pequeño tono agradable. Entonces salió su páncreas que se convirtió en el perro que lo mordió la semana pasada, y lo mordió otra vez, y otra vez y otra vez muchas veces.
Jim estaba retorciéndose de agonía, y justo en ese momento, Jack, Jane y John (no yo) pasaron caminando. Pero no lo reconocieron, así que no hicieron nada. Podían haberlo salvado, pero estaban muy distraídos. Podían haber salvado a Jim, pero no lo hicieron; lo dejaron morir ahí. Así que no me culpen porque yo ni siquiera estaba ahí. A Jim lo mataron sus amigos, la verdad, porque uno de ellos lo piso en la cara mientras caminaba, y los otros dos lo patearon, por accidente, pero lo patearon, uno en una parte expuesta de sus cerebro donde había una agujero en su cráneo, y el otro en los testículos, que técnicamente quizás no es una causa de muerte directa, pero tampoco ayuda del todo. Jim reconoció a sus amigos, por supuesto, pero con su garganta llena de sangre, no podía llamarlos. Esto lo hizo sentirse increíblemente triste y perdió su voluntad de vivir, y ahí en ese momento, murió.
Se atraganto con su sangre y vómitos hasta morir, puede ser. ¿Murió por la pérdida de sus órganos internos? Podríamos decir eso, quizás. ¿Murió por la patada en el cerebro, o por ser atropellado por la ambulancia? Bueno, mira. Las causas de muerte, como el significado de la vida, son cosas misteriosas e inefables. Podemos especular por el resto del día si quieres, y uno puede atribuir la muerte de Jim a distintos factores, pero en lo que respecta a mí, prefiero pensar que murió porque se le rompió el corazón.
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clubjsalassubirat · 11 years ago
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Barba Azul
Autor: Donald Barthelme
NO ABRAS NUNCA ESA PUERTA, me dijo Barba Azul y yo, como conocía su historia, asentí con la cabeza. A decir verdad, me imaginaba perfectamente lo que había al otro Iado de la puerta y no tenía el menor interés en abrirla. Barba Azul tenía entonces cuarenta y cinco y era bastante robusto; el malestar que se apoderó de él más adelante (que lo debilitó, en realidad) todavía no se había manifestado. La primera vez que intento presentar su petición de mano, mi padre, que lo conocía apenas —los dos eran clientes de Dreyer, el marchante estadounidense—, se negó a admitirlo, limitándose a decir: No me parece buena idea-. Barba Azul envió a mi padre una pequeña acuarela de Poussin, un estudio para La muerte de Focio, y a mí me envió, con un descaro increíble, un camisón negro de acetato.
La situación fue evolucionando. Mi padre no fue capaz de devolver el Poussin y rápidamente Barba Azul se convirtió en parte integrante de nuestro salón, siempre con algún regalo espléndido: un par de vinajeras atribuidas a Cellini, una funda Aubusson de pelo ralo para un extintor... Reconozco que me resultaba muy atractivo. a pesar de su edad y su nariz; esta era un objeto negro, similar a una roca, recorrido por venas plateadas, un rasgo que hasta entonces no había visto jamás adornando un semblante humano. La mera energía del hombre arrasaba con todo lo que se le ponía delante y, además, era sumamente considerado. *La historia de la arquitectura es la historia de la lucha por la luz», dijo un día. Últimamente me he enterado de que tal comentario se atribuye al suizo Le Corbusier, pero la primera vez que se expresó -lo sé con certeza— fue en nuestro salón, mientras Barba AzuI pasaba 135 páginas de un volumen de Palladio. En resumen, que me conquistó y me convertí en su séptima esposa.
 "¿Has tratado de abrir la puerta?"-, me preguntó al cumplirse el duodécimo mes de nuestro hasta entonces feliz matrimonio. Le dije que no, que no era en absoluto curiosa por naturaleza y que, además, obedecía las proscripciones legítimas que mi esposo decidiera imponer con respecto al gobierno de la casa. Mis palabras parecieron irritarlo. "¿Sabes que, si lo intentas lo sabré?". Le palpitaron los hilos plateados de la negra nariz, al rebotar en ellos la luz de araña. Tenía por entonces un proyecto en perspectiva, con el cual yo era totalmente afín: la restauración del ala meridional del castillo, envilecida en el siglo XVIII por unos entrometidos, que habían recubierto su pristinidad georgiana con festones barrocos a la manera de Vanbrugh y Hawksmoor. Yendo a zancadas de aquí para allá con sus grandes botas de caucho y maldiciendo a los albañiles que temblaban en los andamios y a los carpinteros que sudaban en el suelo, era, en general, un hombre de buena figura, algo que no he olvidado jamás.
Yo pasaba los días enfrascada en catálogos de coches; era el 1910. Karl Benz y Gottlieb Daimler habían fabricado unas máquinas capaces de gran velocidad y brío y yo anhelaba tener una, una pequeñita, aunque no me decidía a pedirle a mi marido (siempre tan generoso) un regalo tan considerable. Adónde quería ir, preguntaría él, y me vería obligada a reconocer que eso de ir al algún lugar era un concepto ajeno a una vida rica y plena como la nuestra en el castillo, a apenas cuarenta kilómetros de París, ciudad que podía visitar con frecuencia. Las opiniones de mi marido sobre el matrimonio - reconozco que pueden parecer anticuadas no daban pie para alentar deseos promiscuos. Si hubiese podido presentar el Phaeton Daimler como un juguete, algo para dar vueltas por los jardines y que le permitiera reírse de mi ineptitud coma piloto del aparato (que diezmara los rosales), entonces él, tras echar atrás la abundante melena, habría accedido a mi deseo, pero yo no era tan inteligente.
 "¿Nunca intentarás abrir la puerta?", preguntó una mañana mientras tomaba café en el solárium. Acababa de regresar de viaje ~siempre regresaba de improviso, de forma inesperada, un día o dos antes de lo previsto— y me había traído un reloj de porcelana blanca del Buen Retiro de dos metros de altura. Le repetí lo que le había dicho con anterioridad: que no tenía ningún interés en la puerta ni en lo que hubiera tras ella y que con mucho gusto le devolvería la llave de plata que me había dado, si eso lo tranquilizaba. “No, no -dijo-, conserva la llave; debes tenerla -y después de reflexionar un momento, añadió-: Eres una mujer peculiar”. Yo no sabía a qué se refería con ese comentario y me temo que no lo tome demasiado bien, pero no tuve tiempo de protestar ni de alegar lo corriente que era, porque salió de pronto de la habitación dando un portazo. Yo sabía que lo había irritado de alguna manera, pero no podía comprender por nada del mundo exactamente en qué falta había incurrido. ¿Acaso quería que abriera esa puerta, para descubrir, colgados de ganchos en la habitación que había detrás, los cadáveres hermosamente vestidos de mis seis predecesoras? si, contrariamente a las opiniones bien informadas, detrás de esa puerta no estaban los cadáveres hermosamente vestidos de mis seis predecesoras… ¿Entonces? En aquel momento me picó la curiosidad y, al mismo tiempo —una parte de mi cerebro luchaba contra la otra—, me las ingenié para perder la llave en las inmediaciones de la glorieta.
Había confiado en que mi esposo no escondiera tras aquella puerta mes que carne en estado de descomposición, pero, cuando el gusanillo de la duda penetró lentamente en mi conciencia, me convertí en otra persona. A gatas sobre el césped verde brillante que había detrás de la glorieta, me puse a buscar la llave y, al mirar hacia arriba vi, en una ventana de la torre, esa gran nariz negra, con sus venas plateadas, observándose. Mis manos se afanaban, nerviosas, sobre el césped tupido y lo único que me consolaba era pensar en los tres duplicados que había encargado al cerrajero del pueblo, un tal Necker, ¿Qué había detrás de la puerta? Cada vez que le apoyaba las manos encima, el grueso roble tallado soltaba un leve escalofrío, aunque eso tal vez fuera producto de una imaginación exacerbada. Agotada, abandoné la búsqueda. Barba Azul ya sabía que había perdido algo y enseguida supuso de qué se trataba; una ventaja para mí, en cierto modo. Al anochecer, desde una ventana de la torre, lo vi pescando a de tierra con un imán en forma de herradura colgado de un cordel. Yo ya me había encargado de que los duplicados de las llaves que el Necker había fabricado para mí también estuviesen bañados en plata, que fueran réplicas exactas, en todos los sentidos, del original, para poder presentar cualquiera de ellos con toda confianza, si mi marido me lo pedía. Sin embargo, si él hubiese logrado encontrar el que yo había perdido, pero lo ocultase —ocultación era la esencia misma de su naturaleza— y yo le presentase uno de los duplicados como si fuese el original, cuando tuviese el original en su bolsillo, eso constituiría una prueba de que yo había hecho una copia de la llave, un evidente abuso de confianza. Claro que yo podía simplemente mantener que de hecho la había perdido —eso tenía la virtud de ser verdad— y ocultarle, al mismo tiempo, la existencia de las falsificaciones. Esa parecía la mejor solución.
El Estaba sentado aquella noche a la mesa del comedor, trinchando un ganso relleno de ciruelas y foie gras —se reservaba para sí las mejores partes, dicho sea de paso—, cuando me soltó sin preámbulos: “¿Dónde te ves con tu amante, Doroteo Arango?”.
Doroteo Arango, el líder revolucionario mexicano conocido por todo el mundo como Pancho Villa, se encontraba en París en aquel momento, recaudando fondos para su causa, noble y justa, pero yo había tenido muy poco contacto con él y sin duda no era su amante todavía, aunque el me hubiera apretado los pechos y hubiese intentado introducir su mano por debajo de mi falda, en nuestro encuentro del veintitrés de julio en casa de mi tia Thérése Perrault, en el Dieciséis, cuando él habló con tanta elocuencia. Habían servido esa extrafia bebida alcohólica mexicana, el tequila, dorado en las copas de coñac. No me había ofendido su comportamiento, porque suponía que todos los líderes revolucionarios mexicanos se comportaban de esa manera, pero él había seguido enviándome botellas de la perniciosa bebida (que me entregaban en mano unos vaqueros montados en un Panhard), como la que mi marido me agitaba entonces delante de la cara.
 Le dije que había adquirido unas cuantas botellas para colaborar con la causa, del mismo modo en que uno compraría flores de papel a los escolares, y que Arango era un célibe reconocido y sentía una devoción especial por San Erasmo de Delft, el castrado. “Le has dado mi ametralladora”, dijo Barba Azul, y tenía razón, porque la Maxim que solía descansar en un rincón polvoriento del amplio desván del castillo había sido transferida no hacía mucho, al amparo de la oscuridad, a uno de los Panhard. Fue una experiencia realmente horrorosa para mi forcejear con ella para bajarla por la escalera de caracol. »Sólo fue en préstamo dije—; tú no la usabas y él se ha comprometido a liberar a México del infame y corrupto gobierno de Díaz antes de la primavera, como máximo».
Mi marido no sentía ningún aprecio por el régimen de Díaz; de hecho, era titular de una cartera de bonos de los ferrocarriles mexicanos que no tenían ningún valor. “De acuerdo —refunfuño—  pero la próxima vez me preguntas antes”. Y así acabó la cuestión, aunque me di cuenta de que iba perdiendo su confianza en mí, que no había sido nunca absoluta, ni siquiera en los mejores momentos.
 Mi relación con el padre Redon, el capellán del castillo, se encontraba entonces —me avergüenza confesarlo — en su fogoso apogeo. Aquel joven sacerdote, con sus rizos de color caoba y su nariz larga y recta... Le había confiado a él las tres copias de las llaves de la puerta cerrada y las otras once copias que había mandado hacer al segundo cerrajero del pueblo, un tal Becque. Redon había escondido una llave detrás de cada una de las placas de Bronzino que en la capilla  que señalaban las catorce estaciones del Vía Crucis y, puesto que mi marido solamente acudía a ella en Navidad y Pascua y el día de su propio santo, me pareció que estarían seguras allí. Sin embargo, lo que me preocupaba era el escondite de mis cartas, que Redon guardaba en una pequeña cripta abierta al otro lado de la mesa del altar, aunque él volvía a revocar la abertura con gran habilidad cada vez que añadía una carta. El hábito de monja que me ponía durante los aquelarres de medianoche organizados por el famoso obispo de Troyes, en los que participábamos Redon y yo (mi vergüenza y mi deleite, con mi marido borracho y soñando mientras tanto), estaba colgado castamente en el mismo armario que guardaba las vestiduras para la misa de Constantino: la sotana y la casulla, el alba y la estola. El anillo que Constantino me había dado, como símbolo pecaminoso aunque preciado de nuestro amor, permanecía en su diminuto joyero de terciopelo sobre el propio altar, dentro del tabernáculo, apretado detrás del píxide, el cáliz y el copón. La capilla era un santuario en su sentido más estricto, gracias a un Dios vivo y misericordioso.
 —Tienes que abrir la puerta —me dijo Barba Azul una tarde, mientras jugábamos al croquet, cuando yo acababa de enviar su bola a los arbustos—, aunque yo te lo prohíba.
¿Qué podía deducir yo de ese acertijo?
-—Querido esposo —le dije—. No me imagino abriendo la puerta en contra de tus deseos. ¿Por qué, entonces, me dices que debo abrirla?
—Porque de vez en cuando cambio los objetos que estén en exposición —dijo, hacienda una mueca—. Es posible que, tras esa puerta, no encuentres lo que esperas. Además, si vas a seguir siendo mi esposa, de vez en cuando debes ser lo bastante fuerte como para oponerte a mis deseos, por mi propio bien. Hasta la más azul de las barbas y hasta la nariz más negra necesitan, alguna vez, la corrección de las concesiones conyugales mutuas.
Y bajó la cabeza como un escolar.
—De acuerdo dije—. Entonces dame la llave, porque, como sabes, he perdido la mía.
Extrajo del bolsillo del chaleco una llave de plata. Abandoné el partido, entré en el castillo y subí poco a poco la escalinata hasta el tercer étage. Antes de que pudiera llegar hasta la maldita puerta, me intercepté una criada blandiendo un telegrama."Para usted, señora", dijo, colorada y sin aliento por haber corrido. El mensaje ponía: "930177 1886445 88156031 04344979" y estaba firmado por “Everlast”. Cifrado, claro está, y el libro de claves estaba fuera de mi alcance en ese momento, anotado en frágiles papeles de fumar, bien enrollados y ocultos dentro de los manillares de mi bicicleta amarilla preferida. De la “a” a la “m” en el manillar izquierdo; de la “n” a la “z” en el derecha, en el cobertizo para las bicicletas. “Everlast” era el señor Grévy, el ministro de Economía. ¿Qué calamidad estaría anunciando? ¿Me estaba avisando que comprara o vendiera? Toda mi fortuna, la mía personal, no la de mi esposo, dependía de la Bolsa y la información oportuna de Everlast, que había incrementado el valor de mis propiedades, era vital para que siguiera existiendo. Estoy arruinada, pensé; tendré que llevar harapos y trabajar come secretarial de un vendedor de gatos. Anhelaba salir corriendo hacia el cobertizo de las bicicletas, pero prevaleció mi intensa curiosidad por el contenido de la cámara prohibida. Giré la llave en la cerradura y me precipité a través de la puerta.
 En la habitación, colgadas de ganchos, brillando de descomposición y vestidas con prendas de Coco Chanel. Siete cebras. Mi esposo apareció a mi lado.
—Divertido, ¿No te parece? y yo la respondí:
—Si, divertido —desfalleciendo de rabia y desilusión...
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clubjsalassubirat · 11 years ago
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Florence Green tiene 81
Autor: Donald Barthelme
Cena con Florence Green. Esta noche alguien le dio cuerda a la vieja: quiero ir a otro país, anuncia. Todos se preguntan qué significa esto. Pero Florence no dice nada más: no explica, no amplia, después de mirarnos con satisfacción a todos alrededor de la mesa ¡bang! Se duerme de nuevo. La chica a la derecha de Florence es nueva aquí y no entiende. Le doy una mirada condescendiente (una mirada que dice, “No hay motivos para preocuparse, te explicare todo después en la privacidad de mi alcoba Kathleen”). Hay lentejas en las profundidades de los cuatro ríos principales del mundo, el Ob, en Siberia, 3200 millas. Hablamos sobre Quemoy y Matsu. “Es cosa de mostrar nuestra fortaleza. ¿Cuál es la movida que muestra mayor fuerza de nuestra parte? Negarles las islas incluso cuando las islas no tienen valor por sí mismas.” Baskerville, un estudiante de segundo año en una escuela de escritura famosa en Westpoint, Connecticut, a la cual va con el objetivo de volverse un escritor famoso, está tomando notas emocionado. Los pechos de la chica nueva son como las rodillas de mi secretaria, muy prominentes e irritantes. Florence comenzó esa mañana diciendo de manera grandilocuente “Sabes, el baño de arriba gotea” ¿Qué es lo que Herman Kahn piensa sobre Quemoy y Matsu? No puedo recordar, no puedo recordar…
¡Oh Baskerville! Tonto hijo de puta, como puedes volverte un escritor famoso sin antes preocuparte de si tu vida, es la mejor clase de vida, ¿Tiene a las personas correctas dentro?, ¿va bien? En lugar de eso estas impresionado por J. D. Ratcliff. La ciudad más pequeña en Estados Unidos con una población mayor a 100,000 es Santa Ana, California, donde 100,350 ciudadanos anidan juntos en las noches junto al océano azul preocupándose por sus vidas. Yo soy hombre joven pero muy brillante, muy condescendiente, adopto este tono condescendiente porque no puedo evitarlo (por miedo a aburrirte). Yo edito, junto con mi mano izquierda, una pequeña revista, muy académica, muy brillante, llamada The Journal of Tension Reduction (estudios sociales-psicológicos, aprendizaje sobre disputas, cartas al editor, ansiedad en las ratas). ¿No es eso de mal gusto? Ciertamente es de mal gusto pero si Florence Green lleva su dinero a otro país ¿Quién paga la imprenta? Contéstame eso. De un artículo en The Journal of Tension Reduction: “Una fuente de preocupación en el clásico encuentro entre paciente y psicoanalista es el miedo del paciente de aburrir al doctor.” El doctor, no hay duda, también está preocupado de su propia vida, con apenas diez minutos entre horas para fumar un cigarrillo y lavarse la manos. Lector, tú, a quien ya se le ha dicho más de lo que quiere saber sobre el rio Ob, con 3200 millas de largo, en Siberia, tenemos papeles que actuar, Tú y yo: Tu eres el doctor (lavándote las manos entre horas), y yo, soy, yo creo, el triste paciente nervioso. Yo estoy asociando libremente, brillantemente, brillantemente, para colocarte en medio del problema. O por miedo a aburrirte: ¿Cuál? The Journal of Tension Reduction está preocupada por todo desde tensiones globales (entre esas el Ob) hasta relaciones interpersonales (Baskerville y la nueva chica). Hay, sentimos, mucha tensión en el mundo, yo mismo soy un perfecto ejemplo, mi estómago es como un puño cerrado. ¿Notas el tono condescendiente aquí? El único modo en que puedo relajarlo, me refiero a mi estómago, es introduciendo cuartos de Gin Fleischmann. Fleischmann's, he encontrado, es una magnifica fuente para aliviar la tensión, estoy a favor de establecer puestos que provean de Gin Fleischmann's gratuito en cada esquina de la ciudad de Santa Ana, California, y todas las otras ciudades. Se serio, ¿Podrías?
La nueva chica es una chica delgada, delgada con unos pechos que sobresalen sobre el gazpacho y ojeras alrededor de los ojos que ven muy prometedoras. Seguramente cuando abre su boca saldrán sapos. Estoy tentado a quitarme mi camiseta y mostrarle mis excelentes abdominales, mis hombros superiores y mis pectorales esculpidos y bien desarrollados. Jackson se consideraba de Carolina del Sur, y su biógrafo, Amos Kendall registro el lugar de su nacimiento como el condado de Lancaster S.C.; pero Parton publico evidencia documental que mostraba que Jackson había nacido en el condado Unión, N.C. a menos de un cuarto de milla de la frontera con Carolina del Sur. Jackson es mi héroe favorito aunque el haya, si los reportes son creíbles, estúpidos laterales. También soy fisiculturista y un poeta y admirador de Jackson y padre de un aborto y cuatro abortos espontáneos; ¿Quién entre ustedes tiene un record así sin esposa?
La dificultad de Baskerville no sólo en la Escuela de escritores famosos en Westpoint, Connecticut, pero en todas partes del mundo, es que es lento. “Ese es un chico algo lento”, dijo su primer profesor. “Ese chico es lo que llamas muy lento,” Dijo el segundo profesor. “Ese lento hijo de puta,” dijo su tercer profesor. Y estaban en lo correcto, enteramente correcto, igual ya aprendí sobre Andrew Jackson y los abortos, muchos de ustedes caminando por las calles de Santa Ana, California, y todas esas otras ciudades de las que no conozco nada. “En esos casos los pacientes ven al doctor como un consumidor muy sofisticado de outré material, un connoisseur de comportamiento exótico. Así que el tiende a mostrarse más colorido, más excéntrico (o más enfermo) de lo en verdad es; o es sagaz, o fantasea. ¿Ves? ¿No es eso sensible? En la revista colocamos muchas piezas tan sensibles y útiles de este tipo, retratos a través de remolino mental. En la revista no puedo abogar por el uso del Gin Fleischmann para la reducción de la tensión pero si colocamos un artículo titulado “El Alcohol reconsiderado” escrito con abundante talento por mi conocido colaborador que recolecto muchas cartas favorables y cuidadosamente escritas de bebedores secretos en departamentos de psicología de todo este basto seco y malentendido país…
“Ese lento hijo de puta,” le decía su profesor, en una reunión llamada para discutir la formación de un programa especial para estudiantes inferiores, el cual el nombre Baskerville había apurado, por así decirlo. El joven Baskerville, encogido en la playa limpiándose la arena de sus llorosos ojos tejanos, con sus tristes manos agarrando panfletos por el valor de 20$ enviados por Joe Weider a través del correo, “Entrenador de luchadores contra el terror” (¿Son, como Baskerville se preguntaba, como luchadores profesionales? ¿Luchan contra el terror? O en realidad, ¿lo inspiran? La ultima era su, la de Baskerville, meta imposible), estaba en planes para escribir su novela ‘El ejército de los niños’ mientras asistía a esa Escuela para Escritores Famosos para aprender a escribir. “Lo harás muy bien, Baskerville,” dijo el secretario, los resultados emocionantes del examen de talento de Baskerville exhibidos sin examinar ante él. “Ahora ve a pagar a caja.” ¡Soy doctor en escritura escribiendo una novela inmensa que se llamara ‘El ejército de niños’!” (¿Porque pienso en el nombre del doctor de color?, él y su mano café en los rábanos rojos, ¿es Pamela Hansford Johnson? ¿Qué pienso?) Florence Green es una chica gorda y pequeña de ochenta un años, vieja con piernas azules y muy rica. Pozos de roca en las profundidades de la tierra, saludo la sagacidad de quien sea que las lleno de Texaco! Texaco me rompe el corazón, Texaco es particularmente conmovedora.
Florence Green que no siempre fue una chica gorda y pequeña, una vez hizo un viaje con su esposo, el señor Green, en el zeppelín Graf. En el gran salón, recuerda ella, había un gran piano, el gran pianista Mandrake el mago también estaba a bordo pero no podían convencerlo de tocar. Los zepelines no podían usar helio; el gobierno de este país se negaba a vender helio a los dueños de los zepelines. El título de mi segundo libro será, creo, ‘Hidrogeno después de Lakehurst’. En la primera parte de la noche oímos sobre el problema del baño de arriba: “Traje a alguien para que lo revise, y él dijo que serían doscientos veinticinco dólares para uno nuevo. No dije que no quería uno nuevo, solo quería que reparen este.” ¿Debería ofrecer traer uno nuevo para Florence, tallado en helio solido? ¿Sería eso condescendiente? ¿Se preocupa sobre su vida? “Dijo que el mío era anticuado y que ya no hacían partes para ese tipo.” Ahora ella duerme profundamente en la cabecera de la mesa, excepto por su única, misteriosa declaración, entregada con la sopa (¡Quiero ir a otro país!), sin nada que decir sobre su vida… El diámetro del mundo en los polos es de 7899.99 millas en cambio el diámetro del mundo en el Ecuador es de 7926.68 millas, anótese y archívese. Estoy seguro que el hombre de color en frente mío es un doctor, tiene un aire doctoral de ser necesitado y necesario. Se asoma a la conversación como para decir: Sólo háganme secretario de estado y ahí verán algo de acción. “Te diré algo, hay un montón de chinos por aquí.” Seguramente los mismísimos riñones de sabiduría, Florence Green solo tiene un riñón, yo tengo unas piedras en los riñones, Baskerville fue apedreado por la facultad de la Escuela para Escritores Famosos después de presentar su primera lección: se le acuso de formalismo. Es bien conocido que Florence adora a los doctores, ¿Por qué no me presente, la primera vez, desde el principio, como un doctor? Entonces podía haber dicho que el dinero era para un proyecto de investigación con ramificaciones muy importantes en la lucha contra el cáncer de estómago (el intestino delgado es muy parecido al de los reptiles) Entonces podía haber recibido el dinero sin dificultad, el cáncer asusta a Florence, el dinero me llovería como en la caída de Nuevo México. Soy un chico joven pero muy brillante, muy condescendiente, yo edito con mi mano izquierda una pequeña revista llamada… ¿ya explique esto? ¿Y aceptaste mi explicación? Su nombre no es Kathleen, es Joan Graham, cuando nos presentaron ella dijo, “Oh ¿Usted es de Dallas, Señor Baskerville?” No Joan preciosa, yo soy nativo de Bengazi enviado aquí por la ONU para coger es lindo trasero tuyo, no es lo que dije pero debí decir eso, hubiese sido brillante. Cuando me pregunto porque Baskerville se identificaba como un Fisiculturista y poeta (es decir: un hombre de gran fortaleza y más elocuente que los demás). “Se mueve”, dijo Mandrake, apuntando al piano, y a pesar de que nadie podía detectar el más mínimo movimiento, la fuerza de su personalidad era tan mágica que no fue contradicho (el instrumento estaba en el salón, Florence dice, tan sólido como Gibraltar sobre el mar).
El hombre que había difundiendo el hachís en la China continental busca el parte de atrás de su cuello, donde parece que hay quiste sebáceo (Puedo aclararlo para usted; mi instrumento será un trabajo sobre teoría de juegos). Que hubiera pasado si Mandrake hubiera tocado, aunque, qué tal si se hubiese sentado ante el instrumento, levantado sus manos y… ¿Qué? Los océanos principales, ¿Quieres oír sobre los océanos principales? Azuzaron a Florence hasta despertarla; la gente empezó a hacer preguntas. ¿Si no te quedas en este país, entonces qué país? ¿Italia? “No,” dijo Florence sonriendo a través de sus esmeraldas, “no Italia. He estado en Italia. Aunque el señor Green tenía mucho afecto hacia Italia.” “Aburrir al doctor es volverse, para este paciente, un caso similar a otros casos; el paciente lucha con fuerza para mostrarse como único. Esto es también, por supuesto, una táctica para evadir el psicoanálisis” La primera cosa que este chico 100% americano le dijo a Florence Green durante la primera vez que se conocieron fue “Es hora de cerrar los jardines de occidente” Cyril Connolly. Esta observación le complació, era una observación complaciente, gracias a la fuerza de esa observación Baskerville fue invitado de nuevo, en una segunda ocasión hizo otra observación la cual fue “Antes de que las flores de la amistad se marchitaran la amistad se marchitó” Gertrude Stein. Joan es como esas maravillosas chicas Vogue, con esos biquinis en Mykonos, desnudas del ombligo para arriba. “Se mueve”, dijo Mandrake, y el piano se elevó unas pulgadas, mágicamente, y se meció hacia los lados en una muy cuidadosa danza. “Se mueve,” los otros pasajeros estuvieron de acuerdo, bajo el hechizo de la sugestión post hipnótica. “Se mueve,” dijo Joan apuntando al gazpacho, el cual se mece de lado a lado con un movimiento secreto. Le doy a la sopa una advertencia seria, con los términos más severos posibles, y Joan sonríe agradecida no a mí sino a Pamela Hansford Johnson. ¿Las islas vírgenes, tal vez? “Estábamos ahí en 1925, El señor Green tenia indigestión, se sentó toda la noche con su dolor de estómago y las moscas, las moscas eran algo que no creerías. “Ellos preguntaban, creo, las preguntas equivocadas, la pregunta no es dónde sino por qué” Estaba leyendo el otro día que la edad promedio de los hombres enlistados de los hombres de Chiang era treinta y siete. “No puedes hacer mucho con un traje de ese tipo.” Es verdad, yo tengo treinta y siete años y si Chiang debe confiar en hombres como yo puede despedirse de la China continental. Oh, no hay nada mejor que una conversación inteligente excepto revolcarse en la cama con una chica desnuda y la tipografía Egmont Light Italic. A pesar de su lentitud que ya ha sido mencionada lo cual quizás inhibía su indigestión del espléndido curriculum que había sido preparado para él, Baskerville nunca falla en ser “ascendido”, al contrario siempre era “ascendido”, la razón de esto quizás es porque su asiento era necesitado para otro chico (Baskerville entonces seria clasificado, a pesar de su marcado crecimiento y enorme potencial, como un chico). Había algunos, es verdad, que nunca pensaron que el crecería seis pies, igual aprendió sobre Andrew Jackson, helio-hidrogeno, y abortos, ¿Dónde están mi madre y padre ahora? Contéstame eso.
Una tarde en junio de 1945 —estaba lloviendo, Florence decía, tanto como para llenar el mar de bronce—tumbada en un sofá en la habitación norte (en la pared de la habitación norte donde hay veinte fotos idénticamente enmarcadas de Florence desde los dieciocho a los ochenta y uno, ella era una belleza a los dieciocho) leyendo una copia de Life. Era un número que contenía las primeras fotografías de Buchenwald, ella no podía dejar de verlas, leía el texto, o un poco del texto, y vomitaba. Cuando se recuperaba leía el artículo de nuevo, pero sin entenderlo. ¿Qué significaba exterminados? No significaba nada, un testigo menciono a una pequeña niña con una pierna lanzada viva encima de un camión lleno de cuerpos que llevaban para ser quemados. Florence estaba enferma. Fue inmediatamente a Greenbrier, un resort en Virgina del Oeste. Después ella me permitió hablar sobre los océanos principales en el sur de China, el Amarillo, el Andaman, el mar de Okhostsk. “Ya me parecías un fisiculturista,” dijo Joan. “Pero no un poeta,” Baskerville responde. “¿Qué has escrito?” pregunta ella. “Sobre todo, hago comentarios,” dije. “Los comentarios no son literatura,” dijo ella. “Entonces está mi novela,” digo, “Cumplirá doce años el martes.” “¿Publicada?” pregunto. “Inconclusa”, dije, “Sin embargo es muy violenta y necesaria. Verás, tiene que ver con este ejército, hecho de chicos, chicos jóvenes pero bien armados con M-1’s, carabinas, ametralladores de .30 y .50, 105 morteros, y muchas otras cosas. La figura central es un general, que tiene quince años. Un día el ejército aparece en la ciudad, en el parque y toma sus posiciones. Entonces empiezan a matar personas. ¿Entiendes?” “No creo que me gustaría”, dijo Joan. “a mí tampoco me gusta,” Dijo Baskerville, “pero es no hace ninguna diferencia. El señor Henry James escribe ficción como si fuera un deber doloroso Oscar Wilde.”
¿Florence se preocupa por su vida? “Él dijo que el mío era anticuado y que ya no hacían partes para ese tipo.” El año pasado Florence trato de unirse a los cuerpos de paz y cuando se negaron, le hablo al presidente para quejarse. “Siempre he admirado el trabajo de las hermanas Andrews,” dijo Joan. Me siento febril; ¿Me tomaría la temperatura doctor? Baskerville ese simple pre literato que está chupando toda la malvasía del Taylor's New York State que estaba a su alcance mientras se preguntaba sobre el gran diseño. ¿Francia? ¿Japon? “No Japón, querido, tuvimos un hermoso tiempo allá pero no me gustaría volver ahora. Francia es donde está mi pequeña sobrina, tienen veintidós acres cerca de Versalles, Él es un conde y bioquímico, ¿No es eso maravilloso?” Los otros asienten, saben que es maravilloso, el sistema métrico es maravilloso, midamos algo juntos Florence Green, cariño. Te cambio una lucioperca de un hectómetro por un micrón de oro. La mesa esta quieta, como si fuera una multitud admirando 300 millones de dólares. ¿Dije que Florence tiene 300 millones de dólares? Florence tiene ochenta y uno con piernas azules y tiene 300 millones de dólares y en 1932 estaba enamorada, con cierta displicencia, de un anunciador de radio llamando Norman Brokenshire, con su voz. “Mientras el esposo de Edna Gathers que me lleva a la iglesia, tiene un buen trabajo en el Puerto, creo que le va bien, es su segundo esposo, el primero era Pete Duff que se metió en todos esos problemas, ¿Dónde estaba? Ah, sí, cuando Paul llamo y dijo que no vendría por su hernia – escuchaste sobre su hernia – John dijo que vendría y le daría una mirada. Por cierto, he estado usando el baño de la planta baja todo este tiempo. “De hecho toda la historia de Florence y su escucha radiofónica es interesante.” O quizás… pero te estoy aburriendo, puedo sentirlo, solo déjenme decir que ella aún puede obtener, de su anciana laringe, esa sonido de emoción especial usado como introducción para el Capitan Medianoche… La mesa estaba silenciosa, en ese momento, estábamos envueltos en una pausa furiosa, un gran paréntesis (aquí insertare una descripción de los bastones de Florence. Los bastones de Florence tiene una habitación especial, la habitación en la que está guardada su colección de bastones. Hay cientos de ellos: De un negro suave estilo Fred Astaire y otros más rugosos de cerezo, de bambu, roble, algunos de hierro, de madera de maple, hechos en Tangier, Maine, Zurich, Ciudad de Panama, Quebec, Togoland, Las Dakotas y Borneo, descansando en compartimentos que recuerdan a armas reposando en una armería. Donde sea que Florence va, ella compra uno o más bastones. Algunos los ha hecho ella, tomando una rama de madera verde, secándola cuidadosamente, aplicando capa tras capa de un barniz especial, puliéndolos sin parar, en las noches, después de que esta oscuro y ya termino la cena) tan vasto como el océano de Okhost, 590,000 millas cuadradas. Yo estaba sentado, recuerdo, en un restaurante alemán en Lexington, soplando burbujas en mi armonica, en la otra mesa habían seis alemanes, alemanes jóvenes, estaban riendo y hablando. En la mesa en la que estaba Florence Green hay un poeta que se llama Onward Christian o alguien cuyos espectáculos tienen más elementos que tratan de despertar admiración fácil más que sus las piezas de sus contrapartes, los verdaderos poetas y fisicoculturistas, y cuyos poemas invariablemente comienzan: “A través de mis más claras horas…” estoy preocupado por los comentarios de su poesía, ¿Todos sus comentarios son mejores que mis comentarios? Después de todo somos elegidos debido a la fuerza de nuestros comentarios, ¿Qué le dice él a ella? ¿A Joan? ¿Qué clase de patraña le susurra a sus oídos? Estoy tentado a caminar hacia ellos y pedirle que me muestre su baja honorable de la Famosa Escuela para Escritores. Que podría ser más glamoroso o necesario que ‘El ejército de los niños’, “Un ejército de jóvenes llevando el estándar de la verdad” como solíamos cantar en mi clase de cuatro básico en Nuestra señora de los lamentos bajo la mirada inmisericorde de la hermana Escolástica quien sabia cuántos ángeles podían bailar en la cabeza de un alfiler…
Florence he decido que evadir es un asunto de vida o muerte. Ella está mostrándose más infeliz de lo que en realidad es. Ella tiene en mente volverse más interesante. Está preocupándose de aburrirnos. Ella está tratando de mostrar que es única. La verdad es que ella no quiere irse. ¿Sabe Onward Christian sobre los lagos más importantes del mundo? Debes despedir a los empleados cuando sea necesario. Te despido, brillantes mía que pareces conocerme muy bien. Ella fue en auto desde Tempelhof a un hotel en la zona americana, se registró, ceno, se sentó en una silla en el lobby por un tiempo observando a los coroneles americanos y sus saludables chicas alemanas, y después salió a la calle. El primer alemán que vio fue un policía dirigiendo el tráfico. Usaba uniforme. Florence camino hacia su isla en el tráfico y le jalo la manga del uniforme. Él se inclinó educadamente hacia la vieja señora americana. Ella levanto su bastón de 1927 de Yellowstone y lo golpeo en la cabeza. Él se desplomo en medio de la calle. Entonces Florence Green corrió como pudo a la plaza con su bastón, golpeando a las personas ahí, hombres y mujeres, indiscriminadamente, hasta que fue sometida. El protocolo, ¿Debería cantar sobre el protocolo? Lo que hizo Florence es lo que hizo Florence, ni más ni menos, fue deportada a este país bajo vigilancia en un aeroplano militar. “¿Porque haces que los chicos maten a todo mundo?” “Porque todo el mundo ya fue asesinado. Todos están muertos. Tu y yo y Onward Christian.” “No eres muy sanguíneo.” “Es verdad.” Para un carta dirigida a la joven esposa del hijo más joven de un conde, las cartas comienzan con un: Madam… “Colocamos un baño en la planta baja cuando Bad vino a visitarnos Bad era la hermana del señor Green y ella no podía subir las escaleras.” ¿Qué hay sobre Casablanca? ¿Santa Cruz? ¿Funchal? ¿Málaga? ¿Valletta? ¿Iráklion? ¿Samos? ¿Haifa? ¿Kotor Bay? ¿Dubrovnik? “Quiero ir a otra parte,” dice Florence. “Algún lugar donde todo es diferente.” Para el examen de talento, una condición necesaria pero no suficiente para la matriculación en la Escuela para Escritores Famosos, Baskerville dio rienda suelta a sus “Impresiones de Akron” que comenzaban: “Akron! Akron estaba lleno de personas caminando por las calles de Akron llevando pequeñas radios de transistores que estaban encendidas.”
Florence tiene un Club. El club se reúne los martes por la noche, en una vieja, enorme y horizontal casa con multiples baños en el boulevard Indiana. El club es un grupo de hombres que se reúnen, en estas ocasiones, para recitar y oir poemas que alaban a Florence Green. Antes de que puedas ser admitido debes componer un poema. Los poemas comienzan, usualmente, con algo de este tipo: “Florence Green tiene ochenta y uno / Sin embargo, es muy divertida…” El poema de Onward Christian comenzaba con “A través de mis más claras horas…” Florence lleva poemas sobre ella en su bolso, engrampados juntos con una inmenso y sucio fajo. ¡Seguramente Florence Green es una loca bastante rica y bastante egocéntrica! “Pero no haz comprendido la realidad viva, la esencia!” Husserl exclama. Ni la conoceré, nunca. Su examinador (¿era J.D. Ratcliff?) dijo severamente: “Baskerville, cabeza hueca, las practicas discursivas no son literatura.” “La meta de la literatura,” respondió Baskerville con grandilocuencia, “es la creación de un objeto extraño cubierto con piel que te rompe el corazón.” Joan dijo: “tengo dos hijos.” “¿Por qué hiciste eso?” pregunté. “No lo sé,” dice ella. Y me impacta la modestia de su respuesta. Pamela Hansford Johnson ha estado escuchando y su cara salta en lo que podría ser descrito como una mueca. “Eso es algo terrible que decir,” él dijo. Y él estaba en lo correcto, correcto, enteramente correcto, lo que ella dijo es la Primera Cosa Terrible. Valoramos a los demás en base a sus comentarios, en la fortaleza de estos comentarios y ese sobre las hermanas Andrews, el amor se vuelve posible. Yo llevo en mi billetera un orden militar de ocho párrafos, emitida por el adjunto de mis jóvenes e inmaculadas tropas:”(1) Tu estas en este ejercito porque tú quieres estar aquí. Así que tienes que hacer lo que el general ordena. Cualquiera que no haga lo que el general manda sea expulsado del ejército. (2) El propósito del ejército es hacer lo que el general diga. (3) El general dice que nadie disparara su arma a menos que el general lo diga. Es importante que cuando el ejército habrá fuego lo haga en conjunto. Esto es muy importante y cualquier que no lo haga perderá su arma y será expulsado del ejército. (4) No se asusten del ruido cuando todo el mundo dispara. No te hará daño. (5) Todos tienen suficientes rondas para hacer lo que el general manda. La gente que pierda sus rondas no recibirá rondas adicionales. (6) Hablar con gente que no está en el ejército está estrictamente prohibido. Otras personas no entienden el ejército. (7) Este es un ejército serio y cualquiera que se ría perderá su arma y será expulsado del ejército. (8) Que es lo que el general quiere, encontrar y destruir al enemigo.”
Quiero ir a un lugar donde todo sea diferente. Una simple y perfecta idea. La vieja pide nada menos que algo totalmente distinto. La cena termina. Llevamos las servilletas a nuestros labios. Quemoy y Matsu siguen en nuestro poder, temporalmente quizás; el baño de arriba gotea aún sin reparar; siento que el dinero se va, se aleja de mí. Soy joven pero muy brillante, muy condescendiente, yo edito… pero ya explique todo eso. En la oscuridad del vestíbulo paso mis manos a través del cuello del vestido amarillo de Joan. Esto es arriesgado pero es una forma de descubrir todo de una vez. Entonces Onward Christian llega a recoger su abrigo amarillo. Nadie toma en serio a Florence, ¿Cómo alguien con trescientos millones de dólares puede ser tomado en serio? Pero sé que cuando llame mañana, no habrá respuesta. ¿Iráklion? ¿Samos? ¿Haifa? ¿Kotor Bay? Ella no estará en ningún de estos lugares sino en otro lugar, un lugar donde todo es diferente. Afuera llueve. En mi Volkswagen azul-lluvia prosigo por la calle negro-lluvia pensando, por alguna razón, en el Réquiem de Verdi. Empiezo a conducir mi pequeño auto en círculos tontos en la calle. Empiezo a cantar el primer gran Kyrie.
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clubjsalassubirat · 11 years ago
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La esposa de Gogol
Autor: Tommaso Landolfi
En este punto, confrontado con todo el complicado asunto de la esposa de Nikolai Vassilevirch, me encuentro abrumado por la duda. ¿Tengo algún derecho a revelar algo que no es conocido por todo el mundo, algo que mi inolvidable amigo mantuvo escondido del mundo (y tenía sus razones), y algo que estoy seguro dará lugar a toda clase de maliciosos y estúpidos malentendidos? Algo, además, que muy probablemente ofenderá las sensibilidades de toda clase de personas hipócritas y es verdad, debo admitirlo, posiblemente de algunas personas honestas, si quedan algunas. Y finalmente, ¿Tengo algún derecho de revelar algo que a mi propio espíritu repugna, y en cierta medida abiertamente desaprueba?
Pero el hecho es que, como biógrafo, tengo ciertas obligaciones firmes. Creyendo como lo hago en que cada pedazo de información sobre este genio elevado será de gran valor para nosotros y para las generaciones futuras, no deseo ocultar algo que en cualquier caso no tiene esperanza de ser juzgado justa y sabiamente hasta el fin de los tiempos. Además, ¿Qué derecho tenemos nosotros para condenar? ¿Se nos permite conocer, no solo que necesidades íntimas, pero a que altos y extensos fines habrán servido esas acciones del genio elevado que nos parecen tan viles? No, así es, porque entendemos muy poco de estas naturalezas privilegiadas. “Es verdad”, dijo una vez un gran hombre, “que también tengo que orinar, pero por razones diferentes.”
Sin dar más vueltas hablaré de aquello sobre lo que estoy completamente seguro, y puedo probar más allá de toda duda, sobre este asunto controversial, el cual ahora- espero- ya no lo será más. No recapitulare lo que ya es conocido, porque no creo que sea necesario en la etapa presente del desarrollo de los estudios acerca de Gogol.
Déjenme decirlo de una vez: La esposa de Nikolai Vassilevitch no era una mujer. Ni era un ser humano, o algún tipo de creatura viviente, sea animal o vegetal (aunque algo de ese tipo se sugiere algunas veces). Ella era un globo. Si, un globo; y esto explicara la perplejidad, o incluso indignación, de ciertos biógrafos que eran amigos personales del maestro, y quienes se quejaban de que, aunque iban seguido a su casa, nunca la habían visto y “nunca habían oído su voz.” De esto dedujeron toda clase de oscuras y desgraciadas complicaciones; sí, y algunas criminales también. No, señores; todo siempre es más simple de lo que parece. No podías oír su voz simplemente porque no podía hablar, o para ser más exactos, ella sólo podía hablar bajo ciertas condiciones, como veremos después. Y siempre era, excepto una vez, tête à tête con Nikolai Vassilevitch. Así que no perdamos tiempo con refutaciones baratas o vacías y pasemos a la descripción tan exacta y completa como sea posible del sujeto en cuestión.
La “esposa” de Gogol era, en realidad, un muñeca ordinario de una goma delgada, desnuda todo el tiempo, con una piel ligeramente rosada. Pero como la piel de todas las mujeres no es del mismo color, debería aclarar que en este caso era una piel algo clara y lisa como la de ciertas mujeres morenas. Eso, o ella, era, no hace falta agregarlo, de sexo femenino. Quizás debería decir de una vez que ella era capaz de un extenso número de cambios en sus atributos sin, por supuesto, ser capaz de alterar su sexo. Sin embargo, algunas veces podía mostrarse delgada, con casi nada de pechos y con caderas estrechas más parecida a una hombre joven que a una mujer, y otras veces excesivamente bien dotada o – para no recurrir a eufemismos- gorda. Además, cambiaba de color de cabello seguido tanto en su cabello como en otras partes de su cuerpo, aunque no necesariamente al mismo tiempo. Ella también parecía capaz de cambiar otros detalles en particular. Como la posición de sus lunares. La vitalidad de sus membranas mucosas, y así. Incluso podía en cierta medida cambiar el color de su piel. Uno se encuentra con la necesidad de preguntarse a un mismo quien era ella, o si sería apropiado hablar de una sola “persona”- y de hecho veremos que sería imprudente insistir en este punto.
La causa de estos cambios, como mis lectores ya habrán entendido, era nada más que la voluntad de Nikolai Vassilevitch. Él la inflaría en distintos grados, y le cambiaria las pelucas y otros pedazos de cabello, la lubricaría con sus propias pomadas, la moldearía de muchas maneras para obtener más o menos el tipo de mujer que necesitaba en ese día o momento. Siguiendo las inclinaciones naturales de sus gustos, incluso se divertía algunas veces produciendo formas monstruosas y grotescas; como podrá entenderse más tarde en la lectura, ella se volvía deforme cuando la inflaban más allá de cierto punto y también cuando se encontraba por debajo de cierta presión.
Pero Gogol muy pronto se cansó de estos experimentos,  de los cuales decía “No del todo muy respetuosos” a su esposa, a quien amaba a su propio modo- sin importar que tan inescrutable nos parezca. La amaba, ¿Pero cuál de todas sus encarnaciones, nos preguntamos, era la que amaba? Ya he indicado que al final de este escrito trataré de dar una especie de respuesta. Entonces, ¿Cómo puedo haber dicho arriba que era la voluntad de Nikolai Vassilevitch la que controlaba a esa mujer? En cierto sentido, si, es verdad; pero es igualmente es cierto que pronto ella dejo de ser su esclava y paso a ser su tirana. Y aquí yace el abismo, o si lo prefieres, las mandíbulas del tártaro. Pero no nos precipitemos.
Ya dije que Gogol obtenía con sus manipulaciones más o menos el tipo de mujer que necesitaba de tiempo en tiempo. Y debería agregar que, en raros casos, la forma que obtenía representaba perfectamente lo que deseaba, Nikolai Vassilevitch se enamoraba de esa forma “exclusivamente” como decía en sus propias palabras, y que esto era suficiente para decirle “estable” por cierto tiempo, es decir, hasta que “dejara de amarla.” Sin embargo, no conté más de tres o cuatro de estas pasiones violentas –o, como supongo que se llamaría hoy en día, infatuosas- en la vida (¿Me atrevería a decir conyugal?) de un gran escritor. Sería conveniente agregar que algunos años después de lo que alguien podría llamar su matrimonio, Gogol incluso le había dado un nombre a su esposa. Era Caracas, que es, a menos que esté equivocado, la capital de Venezuela. Nunca logre descubrir la razón para esta elección: ¡Las grandes mentes son tan caprichosas!
Hablando solo de su apariencia normal: Caracas era lo que llamamos una mujer atractiva; eso es, bien hecha y proporcionada en cada parte. Como dijimos arriba, ella tenía todos los pequeños atributos de su sexo propiamente dispuestos en los lugares correctos. Particularmente dignos de atención eran sus órganos genitales (si el adjetivo es permisible en este contexto). Estos estaban formados por una ingeniosa serie de pliegues de goma. Nada fue olvidado y la operación de todas las partes era sencilla gracias a una serie de varios dispositivos, como por la presión interna del aire.
Caracas también tenía un esqueleto, aunque era uno rudimentario. Quizás estaba hecho de huesos de ballena. Se había prestado cuidado especial a la construcción de su caja torácica, pelvis y el cráneo. El primero de dos sistemas eran más o menos visibles de acuerdo al grosor de la capa de grasa, si puedo describirlo así, que los cubría. Es una gran pena, agrego esto de paso, que Gogol nunca me dijera el nombre del creador de ese excelente trabajo. Había una obstinación en ese rechazo que nunca estuvo del todo clara para mí.
Nikolai Vassilevitch inflaba a su esposa a través del esfínter con una bomba de su propia invención, en lugar de esas que sujetas abajo con tus dos pies y que se usan hoy en día en toda clase de talleres mecánicos. Situado en su ano había una pequeña válvula de un solo sentido, o cualquiera que sea el termino técnico correcto para describirla, como la válvula mitral de un corazón, que, una vez su cuerpo estaba inflado, permitía que más aire entrara pero que no saliera. Para desinflarla, uno destornillaba una boquilla en su boca, por detrás de la garganta.
Y esto, creo, es una descripción exhaustiva de la peculiaridades más notables de este ser. A menos que, quizás, deba mencionar la espléndida fila de dientes blancos que adornaba su boca y sus ojos oscuros que, a pesar de su inmovilidad, simulaban perfectamente la vida. ¿Dije simular? Por todos los cielos, ¡Simular no es la palabra! Ninguna parece ser la palabra, cuando uno estaba hablando de Caracas. Incluso esos ojos podían cambiar de color, por medio de un proceso especial que, al ser largo y agotador, Gogol rara vez recurría. Finalmente, debería hablar de su voz, la cual solo pude oír una vez. Pero no puedo hacer eso sin profundizar  en la relación entre esposo y esposa, y en esto ya no seré capaz de responder verdaderamente en todo o con absoluta certeza. En consciencia no podría; es tan confuso, el hecho en sí mismo y los recuerdos de lo que ahora tengo que contar.
Aquí, entonces, como me ocurrieron, están algunos de mis recuerdos.
La primera y, como dije, la última vez que oí a Caracas hablar a Nikolai Vassilevitch fue una mañana cuando estábamos solos. Estábamos en la habitación donde la mujer, si se me permite la expresión, vivía. La entrada a esta habitación estaba estrictamente prohibida para todos. Estaba amueblada más o menos de un modo oriental, no tenía ventanas, y estaba situada en la parte más inaccesible de la casa. Sí sabía que podía hablar, pero Gogol nunca me explico las circunstancias bajo la cuales esto pasaba. Estábamos, por supuesto, solo los dos, o los tres, ahí. Nikolai Vassilevitch y yo estábamos bebiendo vodka y discutiendo la novela de Butkov. Recuerdo que dejamos de hablar de ese tema, y él estaba hablando de la necesitad de reformas radicales en la ley de herencias. Casi nos habíamos olvidado de ella. Fue ahí que, con una voz ronca y sumisa, como Venus en el lecho nupcial, dijo sin mirar a nadie: “Quiero hacer popó.” Yo salté, pensando que había oído mal, y mira hacia ella. Ella estaba sentada en una pila de almohadas contra la pared; ese día ella era una delicada belleza rubia, más bien cubierta. Su expresión parecía una mezcla de suspicacia y sagacidad, inmadurez e irresponsabilidad. Y Gogol, él se sonrojo violentamente y luego salto sobre ella, metió dos dedos en su garganta. Ella empezó a encogerse y, debo admitirlo, volverse pálida; ella tomo una vez más ese aire que era suyo y al final se redujo a nada más que una piel blanda en un armazón. Además, por razones prácticas, las cuales pueden ser adivinadas, ella tenía una columna vertebral flexible, se doblaba casi en dos, y por el resto de la noche nos miraba desde el piso a donde se había deslizado, con una mirada de abyección. Todo lo que Gogol dijo fue que: “Ella sólo lo hace por bromear, o para molestarme; porque de hecho ella no tiene tales necesidades.” En presencia de otras personas, es decir yo, él generalmente la trataba con cierto desdén.
Seguinos bebiendo y hablando, pero Nikolai Vassilevitch parecía muy perturbado y ausente en espíritu. Una vez de repente interrumpió lo que decía, tomo mi mano con la suya, y rompió en lágrimas. “¿Qué puedo hacer ahora?” él exclamo. “¿Entiendes, Foma Paskalovitch, que la amo?” Es necesario señalar que era imposible, excepto por un milagro, repetir alguna de las formas de Caracas. Ella era, en resumidas cuentas, una creación nueva cada vez, y hubiese sido en vano tratar de buscar de nuevo las mismas proporciones exactas, la presión exacta, y así, de la antigua Caracas. Entonces la rubia en cuestión estaba perdida para Gogol de aquí en adelante para siempre; este fue de hecho un fin trágico para uno de esos pocos amores de Nikolai Vassilevitch, que describí arriba. Él no me dio ninguna explicación; él tristemente rechazo mis palabras de aliento y esa mañana nos retiramos temprano. Pero su corazón se había mostrado abiertamente a mí en ese arrebato. Ya no era tan reticente conmigo, y pronto ya casi no teníamos secretos entre nosotros. Y esto, digo esto entre paréntesis, me causo mucho orgullo.
Parece que al principio de su vida juntos las cosas habían ido bien para la “pareja”. Nikolai Vassilevitch había estado contento con Caracas, y dormían regularmente en la misma cama. Además, el continuaba con esta costumbre hasta el final, diciendo con una sonrisa tímida que no había compañera que pudiera ser más silenciosa o menos inoportuna que ella. Pero empecé a dudar de esto, especialmente juzgando el estado que tenía algunas veces después de levantarse. Después, pasados algunos años, su relación extrañamente empezó a deteriorarse.
Todo esto, déjenme decirlo de una vez por todas, no es más que un intento esquemático de una explicación. Más o menos por esa época la mujer empezó a mostrar signos de independencia o, un podría decir, de autonomía. Nikolai Vassilevitch tenía la extraña impresión de que ella estaba adquiriendo una personalidad propia, indescifrable quizás, pero distinta  de la suya, y una parecía resbalar de sus manos. Es cierto que había cierta continuidad con cada nueva apariencia; entre todas esas morenas, esas rubias, esas pelirrojas, entre las voluminosas, o las delgadas, había algo en común. Al principio de este capítulo hable sobre mis dudas sobre la idea de considerar a Caracas algo de una personalidad unitaria; sin embargo ni siquiera yo pude, cuando la veía, liberarme de la impresión de que, aunque parezca extraño, era la misma mujer. Y quizás ese sea el por qué Gogol siento que tenía que darle un nombre.
Un intento por establecer que era precisamente lo que subsistía como atributo común en las diferentes formas seria otra cosa. Quizás no era más ni menos que la inspiración creativa de Nikolai Vassilevitch. Pero no, hubiese sido algo muy singular y extraño si hubiese partido de sí mismo, algo muy aversivo a sí mismo. Porque, digámoslo de una vez, quien sea que ella era de hecho una presencia perturbadora e incluso, es mejor ser claros, una hostil. A pesar de eso, ni Gogol ni yo tuvimos éxito en formular una hipótesis satisfactoria sobre su verdadera naturaleza; cuando digo formular, me refiero a explicarla en términos que sean a la vez racionales y accesibles para todos. Pero no puedo omitir el extraordinario evento que ocurrió aquella vez.
Caracas cayó enferma de una vergonzosa enfermedad; o más bien, Gogol; y él no había tenido, o alguna vez tuvo, algún contacto con otra mujer. No trataré de describir como paso esto, o de donde vino la vergonzosa complicación; todo lo que sé es que paso. Y que mi gran e infeliz amigo me dijo “Entonces, Foma Paskalovitch, ves que yace en el corazón de Caracas; era el espíritu de la sífilis” Algunas veces él se culparía a si mismo de una forma muy absurda; siempre tenía una tendencia a la autoacusación. Este incidente era sobre todo una gran catástrofe en lo que se refiera a la oscura relación entre esposo y esposa, y los sentimientos hostiles de Nikolai Vassilevitch empezaron a crecer. Tuvo que pasar por un tratamiento largo y doloroso –el tratamiento en esos días- y la situación se agravo por el hecho de que la enfermedad en la mujer no parecía fácil de curar. Debo agregar que Gogol se engañaba a sí mismo, inflando y desinflando a su esposa y cambiando varias partes de su aspecto, pensando que podría obtener a una mujer inmune al contagio, pero tuvo de desistir cuando no obtuvo resultados.
Debo ser breve, no deseo agotar a mis lectores, y porque lo que recuerdo parece ser más y más confuso. Deberé apresurarme a la conclusión trágica. Con relación a esto último, sin embargo, que no hayan equivocaciones. Debo aclarar una vez más que estoy seguro de lo que digo. Fui testigo ocular. Eso es seguro.
Los años pasaban. El disgusto que Nikolai Vassilevitch sentía hacia su esposa crecía, aunque su amor por ella no daba signos de disminuir. Al final, la aversión y el apego lucharon tan fieramente una con el otra en su corazón que estaba profundamente afectado, casi partido a la mitad. Sus ojos inquietos, que habitualmente asumían todo tipo de expresiones y algunas veces hablaban dulcemente al corazón del interlocutor, ahora, casi siempre mostraban un tono febril, como si estuvieran bajo efectos de una droga. Los impulsos más extraños se despertaban en él acompañados por las fobias irracionales. Él me hablaba de Caracas más y más seguido, acusándola de cosas impensables y sorprendentes. En estas cosas no podía seguirlo, porque conocía de manera superficial a su esposa y casi ninguna intimidad, o ninguna en absoluto: y sobre todo porque mi sensibilidad era tan limitada comparada con la suya. Ahora voy a limitarme a reportar algunas de sus acusaciones, sin referirme a mis impresiones personales.
“Créelo o no, Foma Paskalovitch” él, por ejemplo, me diría: “¡Créelo o no, ella está envejeciendo!” Entonces, inexplicablemente conmovido, él, como lo hacía siempre, tomaría mis manos con las suyas. El también acuso a Caracas de dedicarse a los placeres solitarios, algo que él le había prohibido expresamente. Incluso fue tan lejos que la acuso de engañarlo, pero las cosas que dijo son tan oscuras que debo excusarme de seguir dando cuenta de ellas.
Una cosa que parece cierta es que hacia el fin de Caracas, hubiese envejecido o no, se había vuelto una creatura amargada, querellosa, hipócrita, y sujeta a exceso religioso. No excluyo la posibilidad de que ella haya tenido una influencia en la posición moral de Gogol en el último periodo de su vida, una posición que es suficientemente conocida. En cualquier caso, el trágico clímax vino una noche de manera inesperada cuando Nikolai Vassilevitch y yo estábamos celebrando sus bodas de plata; una de las últimas noches que pasaríamos juntos. No puedo ni debería intentar explicar  lo que llevo a esa decisión, en un momento en que bajo todas las apariencias él se había resignado a tolerar a su consorte. No sé qué nuevos eventos habían tomado lugar ese día. Debo limitarme a los hechos; mis lectores deberán sacar de ellos lo que puedan.
Esa noche Nikolai Vassilevitch estaba inusualmente agitado. Su disgusto frente a Caracas parecía haber alcanzado una intensidad sin precedentes. Su famosa “pira de vanidades”-es decir, la quema de sus manuscritos- ya había tenido lugar; No debería decir si por instigación o no de su esposa. Su estado mental estaba exaltado por otras causas. Con relación a su condición física; eso era todavía más triste, y fortalecía mi impresión de que él tomaba drogas. Como sea, empezó a hablar en un modo más o menos normal sobre Belinsky, quien estaba dándole problemas con sus ataques en Correspondencia Selecta. De repente, vi lágrimas en sus ojos, se interrumpió y grito: “No. No. Es demasiado, demasiado. Ya no puedo soportarlo más,” y también otras frases oscuras y desconectadas que no aclaro. Parecía, además, que hablaba consigo mismo. Se frotaba las manos, agitaba su cabeza, se levantó y se sentó de nuevo después de dar unos cuatro o cinco pasos alrededor de la habitación. Cuando Caracas apareció, o más bien cuando fuimos después de entrada la noche a su habitación oriental, él no se controló más y empezó a comportarse como un hombre viejo, si puedo expresarlo así, como en su segunda niñez, dejándose llevar por sus impulsos absurdos. Por ejemplo, él me empujaba y repetía sin sentido: “¡Ahí está, Foma Paskalovitch; allá está!” Mientras tanto ella parecía mirarnos con una atención desdeñosa. Pero detrás de esos “manerismos” uno podía sentir una repugnancia real, una repugnancia que, supongo, había cruzado los límites de lo soportable. Así es…
Después de cierto tiempo Nikolai Vassilevitch pareció juntar valor. Derramo lágrimas, pero por alguna razón parecían lágrimas más masculinas. Se sacudió las manos de nuevo, tomo la mía, caminaba de arriba abajo murmurando: “¡Es suficiente! No podemos tener más de esto. Nunca se ha visto tal cosa. ¿Cómo puede estar pasándome esto? ¿Cómo se supone que pueda soportar esto? y así continuaba. Entonces empezó a saltar furiosamente sobre la bomba, cuya existencia parecía haber recordado de repente, y,  con la bomba en su mano,  corrió como un remolino hacia Caracas. Inserto el tubo en su ano y empezó a inflarla…. Llorando un rato, grito como un poseído: “¡Oh, como la ame, como la ame, mi pobre, pobre querida!... ¡pero ella va a estallar! ¡Infeliz Caracas, la más patética entre las creaturas de Dios! ¡Pero morir debe!” y así, alternando una con otra.
Caracas se hincho. Nikolai Vassilevitch sudaba, lloraba y bombeaba. Deseaba detenerlo pero, no sé porque, no tenía valor. Ella empezó a volverse deforme, y pronto asumió un aspecto monstruoso; y aun así no mostraba signos de alarma, ella estaba acostumbrada a estas bromas. Pero cuando ella empezó a sentirse insoportablemente llena, o quizás fue cuando las intenciones de Nikolai Vassilevitch se volvieron claras, ella tomo la expresión de, debo decir, sorpresa bestial, incluso un poco suplicante, pero sin perder su mirada de desdén. Ella tenía miedo, incluso estaba refugiándose en su misericordia, pero aun así ella no podía creer en su inmediato destino, no podía creer en la escalofriante audacia de su esposo. Él, además, no podía ver su rostro porque estaba detrás de ella. Pero yo la miré con fascinación, y no moví ni un dedo. Al final la presión interna paso a través de sus huesos frágiles en la base del cráneo, e imprimió en su cara un inexplicable rictus. Su ombligo, sus pantorrillas, sus caderas, sus pechos, y lo que pude ver de sus nalgas estaban hinchados a increíbles proporciones. De pronto eructo, y dio un largo y siseado gemido; ambos de estos fenómenos podrían ser, si uno quisiera, explicados por el arriba mencionado incremento en la presión, que había forzado su camino hasta la válvula en su garganta. Por ultimo sus ojos estaban hinchados, amenazando en salirse de sus orbitas. Sus costillas estaban separadas a lo ancho y ya no estaban adheridas al esternón, en este punto ella tenía una apariencia similar a una pitón cuando esta digiere a un burro. ¿Dije un burro? ¡Un buey! ¡O un elefante! Llegado a este punto creí que ya estaba muerta, pero Nikolai Vassilevitch, sudaba, lloraba y repetía: “¡Mi querida! ¡Mi amada!” y continuaba bombeando.
Y de repente exploto, de forma uniforme, es decir, que no había una parte de su piel que haya explotado y el resto la haya seguido, en cambio toda la superficie lo hizo el mismo instante. Voló por los aires. Las piezas caían más o menos a la misma velocidad, según su tamaño, el cual no era en ningún caso superior a un promedio. Recuerdo nítidamente una parte de su mejilla, con algo del labio adherido, colgando en la esquina del mantel. Nikolai Vassilevitch me miro como un loco. Trato de recobrar la calma, y una vez más con una furiosa determinación, empezó a recoger esos tristes pedazos que alguna vez habían sido la piel de Caracas y el resto de lo que quedaba de ella. “Adiós, Caracas,” Creí que lo oí murmurar; “¡Adiós, eras muy patética!” Y de repente y de manera bastante audible: “¡El fuego!, ¡el fuego! Ella también debe terminar en el fuego.” Se persigno, con su mano izquierda, por supuesto. Entonces, cuando ya había recogido esos pedazos, incluso trepándose a algunos muebles para no dejar ninguno, los tiro directo al corazón del fuego, donde empezó a quemarse lentamente, con un olor excesivamente desagradable. Nikolai Vassilevitch, como todos los rusos, tenía una pasión por tirar cosas importantes al fuego.
Él, con la cara sonrojada, con una inexpresable mirada de desesperación y a la vez una mirada de triunfo siniestro, miraba la pira con esos miserables restos. Tomo mi brazo y lo presionaba compulsivamente. Pero esos restos de lo que alguna vez fue un ser parecieron devolverle algo de cordura, como si de pronto recordara algo o tomara un dolorosa decisión. En un instante salió de la habitación. Unos segundos después lo oí hablarme a través de la puerta en una voz plana y entrecortada: “Foma Paskalovitch, quiero que prometas no mirar. Golubchik promete no mirarme cuando entré.” No sé qué conteste o si trate de reconfortarlo de algún modo. Pero el insistió, y tuve que prometer que colocaría mi rostro contra la pared y solo voltearía cuando él me dijera, como si fuéramos niños. El doctor entonces abrió la puerta violentamente y Nikolai Vassilevitch corrió en la habitación hacia la chimenea.
Y aquí debo confesar mi debilidad, aunque la considero justificada por las circunstancias extraordinarias. Mire alrededor antes de que Nikolai Vassilevitch me dijera que podía; eso era más fuerte que yo. Y fue justo a tiempo para verlo cargar algo en brazos, algo que arrojo al fuego con los restos, y que de repente avivo el fuego. Entonces, como el deseo de ver había dominado cualquier otro deseo en mí, corrí hacia la chimenea. Pero Nikolai Vassilevitch se colocó en medio y me empujo con una fuerza de la que no le creí capaz. Mientras tanto el objeto se quemaba y salía una columna de humo. Y antes de que é mostrará signos de haberse calmado ya no había nada más que un montón de cenizas silenciosas.
De hecho, la verdadera razón por la que desee ver era porque ya había echado un vistazo. Pero solo un vistazo, y quizás no debería permitirme introducir ni siquiera el más pequeño elemento de incertidumbre en esta historia verdadera. Y aun así, un testimonio ocular de estos eventos no está completo sin la mención de todo lo que el testigo sabe incluyendo aquello  de lo que no tiene completa certeza. Para resumir, ese algo era un bebé. No de carne y hueso, por supuesto, sino algo parecido a un muñeco de goma. Algo, en resumen, que podríamos juzgar por su apariencia, como el hijo de Caracas.
¿Estaba loco yo también? Eso no lo sé, pero lo que sé es que eso es lo que vi, no claramente, pero con mis propios ojos. Y me pregunto porque fue que mientras estaba escribiendo esto, justo ahora, no mencione que cuando Nikolai Vassilevitch volvía de su habitación el murmurba algo entre sus dientes: “¡Él también! ¡Él también!”.
Y esto es todo lo que sé sobre la esposa de Nikolai Vassilevitch. En el próximo capítulo narraré lo que le paso después, y ese será el último capítulo de su vida. Pero para dar una interpretación de sus sentimientos hacia su esposa, o hacia todo lo demás, es otra tarea más difícil, aunque lo he intentado en otra parte de este volumen, y referiré al lector a ese modesto esfuerzo. Espero haber arrojado suficiente luz a la cuestión más controversial y de la que ya he develado del misterio, si bien no sobre Gogol, si sobre su esposa. En el transcurso de este escrito he, implícitamente, desmentido la insensata acusación de que él maltrataba o incluso golpeaba a su esposa, al igual que otras absurdeces. ¿Y cuál otra puede ser la meta de un humilde biógrafo que servir la memoria de este genio elevado del que es objeto nuestro estudio?
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clubjsalassubirat · 12 years ago
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Columna
Autor: David Foster Wallace
Toda persona completa tiene ambiciones, objetivos, iniciativas y metas. Y la meta de aquel chico en concreto era ser capaz de darse un beso en cada centímetro cuadrado de su propio cuerpo. Los brazos hasta los hombros y la mayor parte de las piernas por debajo de las rodillas eran pan comido. Más allá de estas áreas de su cuerpo, sin embargo, la dificultad subía tan en picado como un acantilado. El chico fue consciente de los desafíos inimaginables que tenía por delante. Tenía seis años. Hay poco que decir sobre el ánimo original o «causa motriz» del deseo que tenía el chico de besarse hasta el último centímetro cuadrado del cuerpo. Un día estaba enfermo en casa con asma, una mañana lluviosa y relajada, hojeando al parecer unos materiales promocionales de su padre. Algunos de estos sobrevivieron al incendio que se produciría más adelante. Se creía que el asma del chico era congénita.
El área exterior de su pie que quedaba por debajo y alrededor del maléolo lateral fue la primera que requirió cierta contorsión seria. (Durante aquella época el chico consideraba el maléolo lateral como aquel bulto raro que tenía en el tobillo.) La estrategia, tal como él la entendía, era colocarse sobre la alfombra de su dormitorio, con la parte interior de la rodilla en el suelo y la pantorrilla y el pie lo más cerca que pudiera ponerlos de un ángulo de noventa grados perfecto. Luego tenía que inclinarse a un lado tanto como pudiera, doblándose por encima del tobillo extendido y de la parte exterior del pie, efectuando una rotación del cuerpo hacia fuera y hacia abajo y estirándose con los labios completamente proyectados hacia fuera (por aquella época la idea que tenía el chico de proyectar los labios del todo consistía en ese mohín exagerado que representaba los besos en los tebeos infantiles) hacia una sección del exterior del pie que había marcado con una diana de tinta soluble, luchando por respirar a pesar de la presión dextrorotada de sus costillas, y así se fue estirando más y más hacia el costado a primera hora de aquella mañana hasta que oyó un chasquido seco en la parte superior de la espalda y sintió un dolor inimaginable entre el omóplato y la espina dorsal. El chico no lloró ni chilló, sino que se limitó a quedarse sentado en silencio en aquella postura torturada hasta que, como no bajaba a desayunar, su padre acabó subiendo a la puerta de su dormitorio. El dolor y la disnea resultante impidieron al chico ir a la escuela durante más de un mes. Imposible imaginar qué debió de pensar su padre de una lesión como aquella en un niño de seis años.
La quiropráctica del padre, la doctora Kathy, pudo aliviar los peores síntomas inmediatos. Y lo que es más importante, fue la doctora Kathy quien introdujo al chico en los conceptos de la espina dorsal como microcosmos y de la higiene espinal y de los ecos posturales y del incrementalismo en la flexión. La doctora olía un poco a hinojo y parecía una persona completamente abierta y disponible y amable. El niño se tumbaba boca abajo sobre una mesa alta y acolchada y colocaba la barbilla en una pequeña coquilla. Ella le manipulaba la cabeza, muy suavemente pero de una forma que parecía provocarle efectos por toda la espalda. La doctora tenía las manos muy fuertes y suaves, y cuando le palpaba la espalda al chico le daba la impresión de que ella le estaba haciendo preguntas a la espalda y respondiéndolas al mismo tiempo. En la pared tenía diagramas que mostraban vistas seccionadas de la espina dorsal humana y de los músculos y las fascias y los haces de nervios que rodeaban la espina dorsal y estaban conectados a ella. No había piruletas a la vista por ninguna parte. Los ejercicios de estiramientos específicos que la doctora Kathy le prescribía al chico estaban orientados al esplenio de la cabeza, al largo del cuello y a los haces profundos de nervios y músculos que rodeaban las vértebras T2 y T3 del chico, que eran las que se había lesionado. La doctora Kathy llevaba las gafas de leer colgadas de un collar y tenía un jersey verde con botones que parecía confeccionado en su totalidad a base de polen. Se le notaba que hablaba con todo el mundo de la misma manera. Le dio instrucciones al chico para que hiciera aquellos ejercicios de estiramiento todos los días sin falta y para que no dejara que ni el aburrimiento ni un alivio de la sintomatología le impidieran llevar a cabo los ejercicios de rehabilitación de forma disciplinada. Le explicó que la meta a largo plazo no era el alivio de la incomodidad presente, sino la higiene neurológica y la salud y una integridad de cuerpo y mente que un día iba a agradecer muchísimo. Al padre del chico la doctora Kathy le recetó un laxante de hierbas.
Así es como la doctora Kathy introdujo formalmente al chico en los estiramientos por incrementos y en las ideas adultas de llevar una disciplina diaria y discreta y avanzar hacia una  meta  situada  a  largo  plazo. Aquello  resultó  ser  fortuito.  Durante  las  cinco  semanas  que  se  pasó  incapacitado  con  una  vértebra  T3  subluxada  —sufriendo  a  menudo  una incomodidad tal que ni siquiera su inhalador podía aliviarle el asma que le entraba cada vez que experimentaba dolor o molestias— el infantil entusiasmo atolondrado del chico dejó paso a la conciencia de que su objetivo de besarse hasta el último centímetro cuadrado del cuerpo iba a requerir un esfuerzo máximo, una disciplina y un compromiso sostenido durante unos periodos de tiempo que por entonces él (debido a su edad) no se podía ni imaginar.
Una cosa que la doctora Kathy se había molestado en mostrarle al chico era un modelo vertical en 3D de una columna vertebral humana que no había sido cuidada de ninguna manera real ni significativa. Se veía oscura, atrofiada, necrótica y triste. Tenía los tubérculos y los tejidos blandos inflamados, y los anillos fibrosos de sus discos eran del mismo color que los dientes en mal estado. En la pared de detrás de aquel modelo había una placa o letrero escrito a mano que explicaba los que a la doctora Kathy le gustaba decir que eran los dos tipos distintos de pagos que se podían hacer por la columna vertebral y sus nervios asociados, y que eran el de «ahora» y el de «después».
La mayoría de los contorsionistas profesionales en realidad no son más que personas que han nacido con problemas atróficos/distróficos congénitos de los rectos mayores, o bien con una flexión lordótica aguda de la espina lumbar, o con ambas cosas. La mayoría presentan signo de Chvostek u otras formas de espasticidad ipsilateral. De manera que su «arte» requiere muy poco esfuerzo o aplicación. En 1932 un grupo de académicos británicos que estudiaban el misticismo tamil dieron noticia de una mujer preadolescente de Ceilán que era capaz de introducirse en la boca y por el esófago los dos brazos hasta el hombro, una pierna hasta la entrepierna y la otra hasta por encima de la rótula, y de esa manera podía girar sin ayuda de nadie sobre la rodilla que le sobresalía de la boca a velocidades que excedían las 300 rpm. El fenómeno de la suifagia (es decir, el «tragarse a uno mismo») ha sido identificado posteriormente como una forma rara de malacia por inanición, en la mayoría de los casos causada por deficiencias de cadmio y/o de zinc.
Solo la parte del interior de los muslos del chico que iba hasta la bifurcación media de su entrepierna requirió meses de preparación, horas enteras cada día con las piernas cruzadas y encorvado, estirando lentamente y a base de incrementos las largas fascias verticales de su espalda y cuello, el músculo espinoso torácico y el elevador de la escápula, el iliocostal lumbar hasta el sacro, y los densos e intransigentes grácil, pectíneo y aductor largo del interior del muslo, que se fusionan por debajo del triángulo de Scarpa y transmiten un dolor espantoso a través del pubis cada vez que se excede su espectro de flexibilidad. Si alguien lo hubiera visto durante aquellas sesiones de dos y tres horas, juntando las plantas de los pies y metiéndolas hacia dentro para entrenar el pectíneo, meciéndose ligeramente y después manteniendo una inclinación pronunciada con las piernas cruzadas para trabajar la larga y tensa cubierta de fascias torácico-lumbares que le conectaban la pelvis con las costillas dorsales, a ese alguien le habría parecido que el chico estaba rezando, o bien catatónico, o ambas cosas.
En cuanto se alcanzó los objetivos del frente de los muslos y se los tocó con un labio o bien con ambos, las porciones superiores de los genitales resultaron sencillas, y se dedicó a besarlos con los labios protuberantes y a pasar por ellos mientras concebía ya los planes para el hueso ilíaco y las nalgas exteriores. Después de esos logros vendrían las contorsiones más difíciles y duras para el cuello que le iban a hacer falta para alcanzarse las nalgas interiores, el perineo y el extremo superior de la entrepierna.
El chico había cumplido siete años.
El lugar especial donde perseguía su extraño pero ahora maduro objetivo era su habitación, que tenía un motivo selvático repetitivo en el papel de las paredes. La ventana de la habitación, situada en la segunda planta, ofrecía una vista del árbol del jardín de atrás. Dependiendo de la hora del día, la luz del sol atravesaba el árbol en distintos ángulos e intensidades e iluminaba distintas partes del chico mientras este permanecía de pie, sentado, inclinado o tumbado sobre la alfombra de la habitación, estirándose y manteniendo las posturas. La alfombra de su dormitorio era de pelo blanco y tenía un aspecto peludo y polar que a su padre le parecía que no quedaba bien con el patrón repetido de tigres, cebras, leones y palmeras de las paredes; el padre, sin embargo, se guardaba su opinión para sí mismo.
El aumento radical del espectro de protuberancia de los labios requiere el ejercicio sistemático de toda una serie de fascias maxilares, entre ellas el depresor del séptum, el orbicular de los labios, el depresor del ángulo de la boca, el depresor del labio inferior y los grupos buccinador, orbicular de la boca y risorio. Los músculos cigomáticos entran en juego  de  forma  superficial.  Ejercicio: Atar  un  cordel  a  un  botón  Wetherly  de  por  lo  menos  tres  centímetros  y  medio  de  diámetro  que  has  cogido  prestado  del  segundo  mejor impermeable de tu padre; colocarte el botón por encima de los incisivos superiores e inferiores y cubrirlo con los labios; sostener el cordel completamente extendido a noventa grados respecto al plano de la cara y tirar de él aumentando gradualmente la tensión y usando los labios para refrenar el tirón; sostener durante veinte segundos; repetir; repetir.
A veces su padre se sentaba en el suelo del otro lado de la puerta del dormitorio del chico, con la espalda pegada a la puerta. No está claro si el chico lo oyó alguna vez intentando escuchar los movimientos del interior de la habitación, aunque a veces la madera de la puerta emitía un chirrido cuando el padre se sentaba contra ella, o bien cuando se volvía a poner de pie en el pasillo, o cuando cambiaba de postura sentado contra la puerta. El chico se pasaba allí dentro periodos extraordinarios de tiempo, haciendo estiramientos y aguantando las posiciones contorsionadas. El padre era un hombre un poco nervioso, provisto de unos modales apresurados e inquietos que siempre le daban cierto aire de estar a punto de marcharse. Tenía una abundante actividad empresarial y la mayor parte del tiempo estaba viajando. Su lugar en el álbum mental de la mayoría de la gente era provisional, con una especie de línea de puntos a su alrededor: la imagen de alguien que hacía un comentario amigable por encima del hombro mientras se disponía a salir. La mayoría de sus clientes encontraban que el padre los ponía incómodos. Cuando era más eficaz era por teléfono.
A los ocho años de edad, la meta a largo plazo del chico estaba empezando a afectar a su desarrollo físico. Sus maestros señalaron cambios en su postura y en su forma de andar. La sonrisa del chico, que ahora ya parecía constante por culpa de los efectos de la hipertrofia circunlabial en la musculatura circunmoral, también se veía rara, rígida y demasiado ancha, y según la evaluación verbal de un empleado de la limpieza, no se parecía a «nada que yo me haya echado a la cara».
Datos: El estigmatista italiano Padre Pío exhibió durante toda su vida una serie de heridas sin sangre que le atravesaban la mano izquierda y ambos pies por el centro. Santa Verónica Giuliani de Umbría presentaba una serie de heridas en una mano y también en el costado que se podía observar que se abrían y se cerraban siguiendo sus órdenes. La santa del siglo XVIII Giovanna Solimani permitía que los peregrinos le introdujeran unas llaves especiales en las heridas de las manos y que las giraran, supuestamente facilitando de esa manera que aquellos clientes suyos se recuperaran de la desesperación racionalista.
De acuerdo tanto con san Buenaventura como con Tomás de Celano, los estigmas de las manos de san Francisco de Asís incluían masas baculiformes de algo que parecía ser carne negra y endurecida que sobresalía de ambas superficies volares. En caso de aplicarse presión al supuesto «clavo» de una de sus manos, un palo de carne negra y endurecida le asomaba inmediatamente del dorso de la mano, exactamente igual que si un supuesto «clavo» real le estuviera atravesando la mano.
Y sin embargo (dato): las manos carecen de la masa anatómica necesaria para soportar el peso de un humano adulto. Tanto los textos legales romanos como los exámenes modernos de esqueletos del siglo I confirman que la crucifixión clásica requería que los clavos atravesaran las muñecas del sujeto, no sus manos. De ahí la «verdad y la falsedadnecesariamente simultáneas de los estigmas» que el teólogo existencial E. M. Cioran explica en su libro de 1937 Lacrimi si sfinti, la misma monografía en que se refiere al corazón humano como «la herida abierta de Dios».
Solo las zonas del abdomen del chico que iban del ombligo al cartílago xifoides de la hendidura de las costillas ocuparon diecinueve meses de estiramientos y ejercicios posturales, los más extremos de los cuales debieron de ser muy, pero muy dolorosos. En aquella fase, los avances nuevos en materia de flexibilidad eran sutiles hasta el punto de no poderse detectar sin la ayuda de unos registros diarios extremadamente precisos. Ciertos límites de tensión de los ligamentos amarillos, capsulares y de proceso eran forzados de manera suave pero persistente, a medida que el chico iba pegando la barbilla al pecho (que estaba lleno de flechas y líneas de puntos trazadas con tinta soluble), a la altura de la mitad del esternón, y luego descendiendo de forma gradual —un milímetro, a veces uno y medio al día— y sosteniendo aquella postura catatónica y/o meditativa durante una hora o más.
En verano, durante aquellas rutinas de primera hora de la mañana, el árbol que había delante de la ventana del chico se llenaba de zanates y del ajetreo de estos yendo y viniendo; más tarde, cuando salía el sol, el árbol se llenaba de los graznidos ásperos y lacerantes de las aves, que mientras el chico permanecía sentado con las piernas cruzadas y la barbilla pegada al pecho sonaban a través del cristal de la ventana como si fueran tornillos oxidados al girar, o como algo complejamente trabado que se soltaba con un chirrido. Más allá del árbol de la fachada sur estaban los tejados en escorzo de las casas del vecindario y la boca de incendios y el letrero con el nombre de la calle que cruzaba y los cuarenta y ocho tejados idénticos de una urbanización para gente con ingresos bajos que había al otro lado de la calle que cruzaba, y al otro lado de dicha urbanización, en el mismo horizonte, los bordes de los verdes campos de maíz que empezaban en los mismos límites de la ciudad. A finales de verano el verde de los campos era más amarillento, mientras que en otoño no quedaba más que un triste rastrojo y en invierno la tierra desnuda de los campos ya no se parecía a nada más que lo que era.
En su escuela primaria, donde el chico tenía una conducta ejemplar y hacía sus deberes y sus progresos se registraban en el ápice central de todas las curvas relevantes, era, entre sus compañeros de clase, una de esas figuras sociales tan marginales que ni siquiera nadie se metía con él. Ya en tercero de primaria, el chico había empezado a desarrollar rasgos físicos inusuales como resultado del compromiso con su objetivo; aun así, había algo en su aspecto o en su porte que conseguía colocarlo fuera de los límites de la crueldad del patio de la escuela. El chico cumplía con las normas de la clase y se comportaba de forma satisfactoria en el trabajo de grupo. Las evaluaciones escritas de su socialización ni siquiera describían al chico como retraído o altivo, sino como «tranquilo», «provisto de una pose poco habitual» y «contenido en sí mismo» [sic]. El chico no causaba ni problemas ni alegrías y casi nadie se fijaba en él. No se sabe si esto lo preocupaba. La enorme mayoría de su tiempo, energía y atención pertenecían a su objetivo a largo plazo y a las disciplinas diarias que este implicaba.
Tampoco se estableció con exactitud por qué aquel chico perseguía la meta de ser capaz de besarse hasta el último centímetro cuadrado de su cuerpo. Ni siquiera está claro si él consideraba aquella meta un «logro» en ningún sentido convencional. A diferencia de su padre, no leía a Ripley y tampoco había oído hablar de los hermanos McWhirter; estaba claro que no era ninguna clase de ardid. Ni tampoco un acto de evasión de sí mismo; esto está verificado; el chico no tenía ningún deseo consciente de «trascender» nada. Si alguien le hubiera preguntado, el chico únicamente habría dicho que había decidido besarse hasta el último micrómetro de su cuerpo individual. No habría sido capaz de decir más que eso. Las ideas o nociones tanto de su propia «inaccesibilidad» física para sí mismo (puesto que todos somos inaccesibles para nosotros mismos y podemos, por ejemplo, tocar partes ajenas de una manera en que no podríamos ni soñar con tocar las partes equivalentes de nuestros propios cuerpos) como de lo que parecía ser su determinación completa de atravesar aquel velo de inaccesibilidad —de ser, en cierta forma infantil, autocontenido y autosuficiente—, eran cosas que estaban más allá de su conciencia. Al fin y al cabo, no era más que un niño.
Sus labios tocaron las aureolas superiores de sus pezones izquierdo y derecho en el otoño de su noveno año de vida. Para entonces ya tenía unos labios marcadamente grandes y protuberantes; una parte de su disciplina diaria consistía en realizar tediosos ejercicios con botones y cordeles destinados a promover la hipertrofia de los músculos orbiculares. A menudo era su capacidad para extender los labios fruncidos hasta los 10,4 centímetros lo que había marcado la diferencia entre alcanzar una parte de su tórax o no. También habían sido los músculos orbiculares, más que ningún avance notable en material de flexión vertebral, lo que le había permitido alcanzar antes de cumplir los nueve años las partes traseras del escroto y ciertas porciones sustanciales de esa piel con textura de papel que rodea el ano. Aquellas zonas habían sido tocadas, señaladas en el diagrama de cuatro lados que tenía dentro de su libro de contabilidad personal, y a continuación lavadas para quitarles la tinta y olvidadas. El chico tenía tendencia a olvidarse de todos y cada uno de los sitios en cuanto los había besado, como si el establecimiento de su accesibilidad hiciera que el lugar dejara de parecerle real y a partir de ese momento en cierta manera solamente «existiera» en su diagrama de cuatro lados.
En su undécimo año de vida, sin embargo, seguían resultándole total y exquisitamente reales las partes de su tronco a las que todavía no había intentado acceder: las zonas de su pecho situadas por encima del pectoral menor y de la parte baja de la garganta entre la clavícula y la parte alta del platisma, así como las lisas e interminables llanuras y extensiones de la espalda (excluyendo partes laterales del trapecio y del deltoide trasero, que ya había alcanzado a los ocho años y medio) que le quedaban por encima de las nalgas.
Cuatro médicos distintos, todos ellos certificados y con licencia, testificaron al parecer que los estigmas de la mística bávara Therese Neumann  comprendían  estructuras dermales corticadas que le atravesaban la parte central de ambas manos. La capacidad que además tenía Therese Neumann para la inedia la atestiguaron por escrito cuatro monjas franciscanas que la estuvieron atendiendo por turnos rotatorios desde 1927 hasta 1962 y que confirmaron que Therese había vivido durante casi treinta y cinco años sin comida y sin líquidos de ninguna clase; la única vez que se registró que fuera de vientre (el 12 de marzo de 1928), un análisis de laboratorio determinó que su deposición solamente contenía mucosidad y bilis empireumática.
Un hombre santo bengalí al que sus seguidores conocían como «Prahansatha Segundo» atravesaba periodos de cantos meditativos en los que los ojos se le salían de las cuencas y ascendían hasta flotarle por encima de la cabeza, conectados únicamente por sus cordones de duramadre, y a continuación emprendían (los ojos flotantes) una serie de movimientos rotatorios rítmicamente estilizados que los testigos occidentales explicaron que evocaban Shivas danzarinas de cuatro caras, serpientes encantadas, hélices genéticas entrelazadas, las órbitas contrapuestas en forma de ocho inclinado que trazan la Vía Láctea y la galaxia de Andrómeda alrededor la una de la otra en el perímetro del Grupo Local de galaxias, o bien las cuatro cosas (supuestamente) al mismo tiempo.
Los estudios de la algesia humana han establecido que las estructuras músculo-esqueléticas más sensibles a la estimulación dolorosa son: el periostio y las cápsulas articulares.
Los tendones, los ligamentos y los huesos subcondrales están clasificados como significativamente sensibles al dolor, mientras que la sensibilidad del músculo y del hueso cortical se ha establecido como moderada y la del cartílago articular y fibrocartílago como leve.
El  dolor  es  una  experiencia  completamente  subjetiva  y  por  consiguiente  «inaccesible»  en  tanto  que  objeto  de  diagnóstico.  Las  consideraciones  relativas  a  los  tipos  de personalidad también complican la evaluación. Como regla general, sin embargo, la conducta observada del paciente con dolor puede ofrecer una medida de a) la intensidad del dolor y b) la capacidad del paciente para lidiar con él.
Entre las falacias comunes sobre el dolor se cuentan las siguientes:
• La gente que tiene una enfermedad crítica o heridas graves siempre experimenta un dolor intenso.
• Cuanto mayor es el dolor, mayor es el alcance y la gravedad de los daños.
• El dolor fuerte y crónico es síntoma de enfermedad incurable.
De hecho, los pacientes que tienen enfermedades críticas o heridas graves no experimentan necesariamente un dolor intenso. La intensidad observada del dolor tampoco es directamente proporcional al alcance ni la gravedad de los daños; la relación entre ambas cosas también depende de si los «itinerarios del dolor» del sistema espino-talámico anterolateral están intactos y funcionan dentro de las normas establecidas. Además, la personalidad de un paciente neurótico puede acentuar la sensación de dolor, mientras que una personalidad estoica o resistente puede reducir la intensidad con que esta se percibe.
Nadie se lo preguntó nunca. Su padre solo creía que tenía un niño excéntrico pero muy ágil y flexible, un niño que se había tomado a pecho las homilías de Kathy Kessinger sobre la higiene espinal, de esa manera en que algunos niños se toman a pecho las cosas, y ahora se pasaba un montón de tiempo flexionando el cuerpo y haciendo ejercicios de elasticidad, lo cual, teniendo en cuenta el extraño mundo emocional de los niños, era preferible a muchas otras fijaciones desganadas o nocivas que se le ocurrían al padre. El padre, un empresario que vendía cintas motivacionales por correo, trabajaba en un despacho que tenía en casa, pero a menudo se ausentaba para asistir a seminarios y a misteriosas visitas comerciales nocturnas. La casa familiar, que daba al oeste, era alta y esbelta y tenía un diseño moderno; parecía una mitad de una casa adosada a la que le hubieran extirpado de repente la otra mitad. Tenía revestimiento exterior de aluminio de color oliva y estaba en un callejón sin salida en cuyo extremo norte había una puerta lateral que daba al tercer cementerio más grande del condado, que tenía su nombre escrito con hierro forjado por encima de la entrada principal pero no de aquella puerta lateral. La palabra que le venía a la cabeza al padre cuando pensaba en el chico era: «diligente», algo que sorprendía al hombre, puesto que era una palabra bastante anticuada, y no tenía ni idea de por qué se le ocurría aquella palabra cuando se imaginaba al chico allí dentro, desde el otro lado de la puerta.
La doctora Kathy, que a veces visitaba al chico para hacerle ajustes profilácticos de las vértebras torácicas, las facetas y los ramos anteriores, y que no era ninguna chiflada ni tampoco una charlatana que trabajaba en un despacho de un centro comercial, sino simplemente una doctora en quiropráctica que creía en la danza interpenetrante de la espina dorsal, el sistema nervioso, el espíritu y la totalidad del cosmos... en el universo como sistema infinito de conexiones neurales que había evolucionado, en su punto álgido, hasta convertirse en un organismo capaz de tener una conciencia tanto de sí mismo como del universo simultáneamente, de manera que el sistema nervioso humano se convertía en la forma que tenía el universo de ser consciente de sí mismo y por tanto de ser «accesible para» sí mismo... la doctora Kathy, en suma, creía que su paciente era un chico muy callado y dirigido hacia su propio interior que había reaccionado a una subluxación traumática de la T3 generando un compromiso con la higiene espinal y con la integridad neuroespiritual que muy bien podría señalar una vocación que lo llevara a hacer carrera en la quiropráctica. Había sido ella quien le había regalado al chico sus primeros manuales de estiramientos, relativamente simples, así como las copias de los famosos diagramas neuromusculares de B. R. Faucet (©1961, Los Angeles College of Chiropractic) con los cuales el chico se había fabricado aquel diagrama de cartón de cuatro lados que dejaba allí de pie, como si le protegiera la cama sin almohada mientras dormía.
La creencia del padre en que la ACTITUD era el principal factor determinante de la ALTURA había permanecido incólume desde su adolescencia, un periodo incómodo duranteel cual había descubierto las obras de Dale Carnegie y de la Fundación de Willard y Marguerite Beecher, y había utilizado aquellas filosofías prácticas para reafirmar su propia confianza en sí mismo y para mejorar su estatus social; además de todas las conversaciones interpersonales e incidentes que servían como pruebas del mismo, aquel estatus era registrado semanalmente, y los diagramas y gráficas resultantes se exponían para ser usados como referencias en el interior de la puerta del armario de su dormitorio. Incluso cuando ya era un adulto provisional y secretamente atormentado, el padre seguía trabajando incansablemente para mantener y mejorar su actitud y de esa manera influir sobre su propia altura en materia de logros personales. En el espejo del botiquín del cuarto de baño de la casa, por ejemplo, allí donde no pudiera evitar releer e interiorizarlas mientras atendía a su higiene personal, había pegadas con cinta adhesiva máximas inspiradoras del tipo:
«NO HAY PÁJARO QUE VUELE DEMASIADO ALTO SI VUELA CON SUS PROPIAS ALAS» (BLAKE).
«SI  RENUNCIAMOS  A  NUESTRA  INICIATIVA,  NOS  VOLVEMOS  PASIVOS;  VÍCTIMAS  RECEPTIVAS  DE  LAS  CIRCUNSTANCIAS  QUE  NOS  VENGAN»
(FUNDACIÓN BEECHER).
«¡ATRÉVETE A CONSEGUIR COSAS!» (NAPOLEON HILL).
«EL COBARDE HUYE HASTA CUANDO NADIE LO PERSIGUE» (LA BIBLIA).
«SEA LO QUE SEA QUE PUEDES HACER O SOÑAR, YA PUEDES EMPEZAR. EL ATREVIMIENTO ESTÁ PROVISTO DE GENIALIDAD, PODER Y MAGIA.
¡NO ESPERES PARA EMPEZAR!» (GOETHE).
Y más por el estilo: docenas o a veces incluso veintenas de citas y recordatorios inspiradores, meticulosamente impresos con mayúsculas en unas tiras pequeñitas de papel, como las de las galletas chinas de la fortuna, que luego pegaba con cinta adhesiva al espejo, a modo de recordatorios escritos de la responsabilidad personal que tenía el padre de echar a volar sin miedos, y a veces había tantos papelitos y cinta adhesiva que solamente quedaban unas cuantas franjas de espejo por encima del lavabo del cuarto de baño, y el padre tenía que contorsionarse si quería ver lo bastante como para afeitarse.
Cuando el padre del chico pensaba en sí mismo, por otro lado, la primera palabra que le venía espontáneamente a la cabeza era siempre «atormentado». Gran parte de sus tormentos secretos —cuyas causas él percibía como imposiblemente complejas y proteicas y relacionadas por un lado con las pulsiones sexuales masculinas normales y por otro con una debilidad personal y una falta de agallas intensamente anormales— tenían en realidad un diagnóstico muy simple. Casado a los veinte años con una mujer de la que solamente había conocido un rasgo sobresaliente, aquel futuro padre se había encontrado casi de inmediato con que las rutinas conyugales le resultaban tediosas y agobiantes; y la sensación de monotonía y de obligación sexual (por oposición a los logros sexuales) le habían provocado un sufrimiento que le parecía casi equivalente a morirse. Ya de recién casado había empezado a sufrir terrores nocturnos y a despertarse con pesadillas en las que sufría un encierro terrible y se sentía incapaz de moverse o de respirar. No hacía falta ser una especie de Einstein psiquiátrico para interpretar aquellos sueños, el padre lo sabía, de manera que, después de casi un año de pugnas consigo mismo y de compleja introspección, se había rendido y había empezado a ver a otra mujer, sexualmente. Aquella mujer, a quien el padre había conocido en un seminario motivacional, también estaba casada, y también tenía una criatura pequeña, y los dos habían acordado que aquello le ponía a su aventura ciertos límites y restricciones de sensatez.
Al cabo de un breve periodo, sin embargo, el padre también había empezado a encontrar a aquella otra mujer bastante tediosa y opresiva. El hecho de que vivieran vidas separadas y tuvieran poco de que hablar hizo que el sexo empezara a parecer una obligación. La situación ponía demasiado peso en el sexo físico, o eso parecía, y lo estropeaba. El padre intentó enfriar un poco las cosas y ver menos a la mujer, y el resultado fue que ella también empezó a parecer menos interesada y menos accesible que antes. Y fue entonces cuando empezó el tormento. El padre empezó a tener miedo de que la mujer fuera a terminar su aventura con él, ya fuera para reanudar el sexo monógamo con su marido o bien para irse con otro hombre. Aquel miedo, que era un tormento completamente secreto e interior, le hizo volver a perseguir a la mujer al mismo tiempo que empezaba a despreciarla cada vez más. El padre, en pocas palabras, ansiaba distanciarse de la mujer pero no quería que la mujer se distanciara de él. Empezó a sentirse aturdido y hasta a sufrir náuseas cuando estaba con la otra mujer, pero cuando estaba lejos de ella lo atormentaba la idea de que estuviera con otro. Parecía una situación imposible, y los sueños de contorsión y asfixia regresaban cada vez más a menudo. El único remedio posible que podía ver el padre (cuyo hijo acababa de cumplir cuatro años) no era distanciarse de la mujer con la que estaba teniendo una aventura, sino seguir cumpliendo diligentemente con dicha aventura y además encontrar a una tercera mujer y empezar a verla también, en secreto y por así decirlo «como extra», a fin de sentir —aunque fuera muy brevemente— el alivio y la excitación de un apego elegido libremente.
Así empezó el verdadero ciclo de tormentos del padre, en el cual el número de mujeres con las que estaba secretamente liado y con quienes tenía obligaciones sexuales no paraba de expandirse, y en el cual no había ni una sola de aquellas mujeres a la que pudiera dejar ir ni darle causa para que se distanciara y rompiera, por mucho que ninguna de ellas fuera ya otra cosa que una simple fuente de una especie de trabajoso enquistamiento de energía y de tiempo y de la simple voluntad de continuar bregando en plena desesperación.
La espalda media y alta del chico fueron las primeras zonas de inasequibilidad radical y tal vez incluso total para sus labios, y los desafíos que presentaron a su flexibilidad y su disciplina ocuparon un amplio porcentaje de su vida interior en cuarto y quinto curso. Y más allá, claro, como las cascadas que hay al final de un largo río, se encontraba la perspectiva inimaginable de alcanzarse el pescuezo, los ocho centímetros que había justo debajo del punto mentoniano de la barbilla, las gáleas de la parte de atrás de su cuero cabelludo y coronilla, la frente y el arco cigomático, las orejas, la nariz y los ojos, así como el ding an sich paradójico de los labios mismos, acceder a los cuales parecía ser como pedirle a una cuchilla que se cortara a sí misma. Aquellos lugares ocupaban una posición casi mítica dentro del proyecto global: el chico los reverenciaba hasta el punto de colocarlos casi más allá del espectro de sus intenciones conscientes. Aquel chico no era por naturaleza un «angustias» (a diferencia de sí mismo, pensaba su padre), pero la inaccesibilidad de aquellos últimos lugares le parecía tan inmensa que le dio la impresión de que la sombra que proyectaban oscurecía los lentos progresos, hacia la clavícula por delante y hacia la curvatura lumbar por detrás, que ocuparon su undécimo año, hasta el punto de empañar todo el esfuerzo, una sombra tenebrosa que el chico decidió considerar que le prestaba a la empresa una dignidad sombría en lugar de futilidad o patetismo.
Todavía no sabía cómo, pero a medida que se acercaba a la pubertad se fue convenciendo de que conquistaría su cabeza. De que encontraría una manera de acceder a la totalidad de sí mismo. No poseía nada ni remotamente parecido a la duda en su interior.
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clubjsalassubirat · 12 years ago
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El alma no es una forja (fragmento)
Autor: David Foster Wallace
Por lo que a mí respectaba, yo empecé a tener pesadillas sobre la realidad de la vida adulta tal vez ya a los siete años. Ya por en­tonces sabía que los sueños tenían que ver con la vida y el tra­bajo de mi padre y con el aspecto que tenía cuando volvía a casa del trabajo al final de la jornada. Siempre llegaba entre las 5.42 y las 5.45 y normalmente yo era el primero en verlo entrar por la puerta delantera. Lo que ocurría seguía una rutina casi coreo­gráfica. 
Entraba ya girándose a fin de empujar la puerta para ce­rrarla detrás de sí. Se quitaba el sombrero y el abrigo y colgaba la chaqueta en el armario del vestíbulo. Se aflojaba la corbata enganchándola con dos dedos, le quitaba la goma elástica verde al Dispatch, entraba en la sala de estar, saludaba a mi hermano y se sentaba con el periódico a esperar a que mi madre le trajera un combinado. Las pesadillas siempre empezaban con una panorá­mica de una serie de hombres sentados frente a escritorios en hileras dentro de un pasillo o una sala enorme y muy luminosa. Los escritorios estaban meticulosamente organizados en hileras y columnas igual que los pupitres de un aula de la escuela R. B. Hayes, pero aquellos escritorios se parecían más a las mesas grandes de metal gris que los profesores tenían al frente de las aulas, y había muchas, muchas más, tal vez cien o más, todas ocu­padas por hombres con traje y corbata. Si había ventanas, no re­cuerdo haberlas visto. Algunos hombres eran mayores que otros, pero aun así eran obviamente adultos: gente que iba en coche, que solicitaba cobertura sanitaria y que bebía combinados mien­tras leía el periódico antes de la cena. La sala de la pesadilla era por lo menos del tamaño de un campo de fútbol o de flag football; en ella reinaba un silencio total y tenía un reloj de gran tamaño en cada pared. También era muy luminosa. En el vestí­bulo, cuando se giraba después de cerrar la puerta mientras le­vantaba la mano izquierda para quitarse el sombrero, la mirada de mi padre parecía apagada y muerta, vacía de todo lo que aso­ciábamos con su verdadera personalidad. Era un hombre ama­ble, decente y de aspecto ordinario. Tenía una voz grave pero no retumbante. Hablaba en tono suave y tenía un sentido del humor que evitaba que su introversión natural pareciera remo­ta o arrogante. Incluso cuando mi hermano y yo éramos pe­queños, nos dábamos cuenta de que pasaba más tiempo con no­sotros y se molestaba en mostrarnos que éramos importan­tes para él en mucha mayor medida que la mayoría de los padres de aquella época. (Pasaron muchos años antes de que yo tuvie­ra ninguna idea de qué sentimientos tenía mi madre hacia él.) El vestíbulo daba directamente a la sala de estar, donde estaba el piano, y en aquella época yo a menudo leía o jugaba con mis camiones de juguete allí donde no llegaban las patadas debajo del piano mientras mi hermano ensayaba sus piezas de Hanon, y a menudo yo era el primero en reconocer el sonido de la llave de mi padre en la puerta delantera. Tan solo me hacían falta cua­tro pasos y un breve deslizamiento sobre mis calcetines para ser capaz de verlo antes que nadie cuando entraba en medio de una ráfaga de aire de fuera. Recuerdo que el vestíbulo era oscuro y frío y que olía al armario de las chaquetas, la mayor parte del cual estaba lleno de las distintas chaquetas y guantes a juego de mi madre. La puerta delantera era pesada y costaba abrirla y ce­rrarla, como si el vestíbulo estuviera de alguna forma presurizado. La puerta tenía una ventanita pequeña y en forma de rom­bo en el centro, aunque nos íbamos a mudar a otra casa antes de que yo fuera lo bastante alto como para ver por ella. A veces él tenía que empujar con el costado para que se cerrara del todo, y yo no le veía la cara hasta que se volvía para quitarse el som­brero y la chaqueta, pero recuerdo que el ángulo de sus hom­bros cuando se inclinaba para apoyarse en la puerta tenía la mis­ma cualidad que sus ojos. Ahora no puedo transmitir esta cua­lidad y no cabe duda de que entonces tampoco habría podido, pero sí que sé que ayudó a dar forma a las pesadillas. Su cara no era así para nada en los fines de semana en que no trabajaba. Es al mirar hacia atrás cuando creo que los sueños eran sobre la vida adulta. Por entonces, yo solamente conocía su terror: gran parte de la dificultad de la que mis padres se quejaban cuando tenían que acostarme para dormir por las noches derivaba de aquellos sueños. Y tampoco es posible que siempre estuviera anocheciendo a las 5.42, pero así es como yo lo recuerdo, y la ráfaga de aire que entraba de fuera con él estaba fría y olía a ho­jas quemadas y a esa forma triste en que olía la calle al atardecer, cuando todas las casas se volvían del mismo color y todas las lu­ces de los porches se encendían como baluartes contra algo sin nombre. Cuando le daba la espalda a la puerta, sus ojos no me asustaban, pero la sensación estaba de alguna forma relacionada con tener miedo. A menudo yo tenía un camión en la mano. El dejaba el sombrero en el perchero, se quitaba la chaqueta con un movimiento del hombro, se la doblaba sobre el brazo iz­quierdo, abría el armario con la mano derecha y se transfería la chaqueta a esa mano mientras sacaba la tercera percha de ma­dera empezando por la izquierda con la mano siniestra. Había algo en su rutina que proyectaba sombras en partes profundas de mi ser a las que yo no podía acceder por mí mismo. Yo sabía algo del aburrimiento por entonces, cómo no, en la escuela Ha-yes y en la iglesia de Riverside, o durante los domingos por la tarde cuando no había nada que hacer: ese tipo inquieto de abu­rrimiento infantil que se parece más a la preocupación que a la desesperación. Pero no creo que yo relacionara de forma cons­ciente el aspecto que mi padre tenía por las noches con el abu­rrimiento muy diferente, más profundo y de nivel espiritual de su trabajo, que yo sabía que era de contable porque en segun­do curso todo el mundo en la clase de la señora Claymore ha­bía tenido que hacer una breve presentación sobre cuál era la profesión de nuestro padre. Yo sabía que los seguros eran una protección que los adultos pedían en caso de riesgos, y sabía que había números en todo aquello debido a los documentos que ha­bía a la vista en su maletín cuando yo tenía la oportunidad de desbloquear los cierres del mismo y abrirlo para él, y mi madre nos había señalado a mi hermano y a mí desde el coche el edi­ficio que albergaba la sede de la compañía de seguros y la ven­tanilla diminuta de mi padre en la fachada, pero los detalles con­cretos de su trabajo siempre eran difusos. Y así permanecieron durante muchos años. Mirando hacia atrás, sospecho que mi falta de curiosidad por lo que hacía mi padre todo el día tenía cierta cualidad de cubrirse los ojos y taparse las orejas. Me acuerdo de ciertos retablos narrativos bastante emocionantes ba­sados en las connotaciones competitivas y casi primitivas de la expresión «ganarse el pan», que había sido la expresión con que la señora Claymore englobaba las ocupaciones de nuestros pa­dres. Pero no creo que supiera o que pudiera imaginar, de niño, que durante casi treinta años de cincuenta y una semanas al año mi padre se pasara el día sentado a una mesa de metal en una sala silenciosa e iluminada con bombillas fluorescentes, leyendo im­presos y haciendo cálculos y rellenando más impresos sobre los resultados de esos cálculos, haciendo únicamente pausas oca­sionales para contestar el teléfono o para reunirse con otros contables en otras salas muy iluminadas y silenciosas. Con tan solo una ventana pequeña y sin sol orientada al norte y que daba a otras ventanas pequeñas de oficinas en otros edificios grises. Las pesadillas eran nítidas e impactantes, pero no eran de esas en que te despiertas llorando y luego tienes que intentar ex­plicarle a tu madre cuando esta llega de qué trataba el sueño para que ella te pueda tranquilizar diciendo que en el mundo real no existe nada como lo que tú has soñado. Yo sabía que a él le gustaba escuchar música o un programa animado de radio sintonizado y audible todo el tiempo en casa, o bien oír a mi hermano ensayar al piano mientras leía el Dispatch antes de la cena, pero estoy seguro de que por entonces yo no lo relacio­naba con el silencio en que trabajaba todo el día. Yo no sabía que el hecho de que mi madre le hiciera el almuerzo era una de las piedras angulares de su contrato matrimonial, o que cuando hacía buen tiempo él bajaba con su almuerzo en el ascensor y se lo comía sentado en un banco de piedra sin respaldo que daba a un pequeño parterre de césped con dos árboles y una escultura pública abstracta, y que muchas mañanas se guiaba por aquella media hora fuera del edificio igual que los marineros que no pueden ver tierra usan las estrellas para orientarse. Mi padre murió de un infarto cuando yo tenía dieciséis años, y puedo de­cir, a pesar del shock evidente y del sentimiento de pérdida, que su defunción fue menos difícil de soportar que muchas de las cosas que descubrí sobre su vida después de que muriera. Por ejemplo, era muy importante para mi madre que el sitio donde mi padre fuera enterrado estuviera en algún lugar donde al me­nos hubiera unos cuantos árboles a la vista. Y dada la logística del cementerio y los detalles del contrato mortuorio que él ha­bía preparado para ambos, aquello causó muchos problemas y gastos en un momento difícil, algo a lo que ni mi hermano ni yo le vimos el sentido hasta que años después descubrimos la verdad sobre sus jornadas de trabajo y sobre el banco donde le gustaba comerse su almuerzo. Por sugerencia de Miranda, me propuse, una primavera, visitar el lugar donde había estado su pequeño parterre de césped y árboles. La zona había sido trans­formada en uno de esos pequeños y mayormente no utilizados pequeños parques del centro de la ciudad que eran caracterís­ticos de los programas de renovación del New Columbus de principios de los ochenta, en los que ya no había hierba ni ha­yas sino una zona de juegos infantiles pequeña y moderna, con virutas de madera en lugar de arena y una estructura para trepar hecha en su totalidad de neumáticos reciclados. También había un columpio, cuyos dos asientos vacíos se estuvieron moviendo hacia atrás y hacia delante a velocidades distintas debido al vien­to durante todo el tiempo que pasé allí sentado. Durante una época en mis años de juventud, tuve períodos en que me ima­ginaba a mi padre sentado en el banco año tras año, masticando, y mirando aquel cuadrado artificial de color verde, sabiendo cuánto tiempo le quedaba para almorzar sin necesidad de sacar el reloj. Más triste todavía era tratar de imaginar lo que pensaba mientras estaba allí sentado, imaginarlo tal vez pensando en no­sotros, en nuestras caras cuando llegaba a casa o en nuestro olor por las noches después de bañarnos cuando entraba para darnos un beso en la coronilla... pero la verdad es que no tengo ni idea de en qué pensaba, de cuál podía haber sido su vida interior. Y que aunque estuviera vivo yo seguiría sin saberlo. O intentar (lo cual es según Miranda lo más triste de todo) imaginar qué palabras habría elegido para describirle a mi madre su trabajo y la plaza y los dos árboles. Yo conocía a mi padre lo bastante bien como para saber que no podría haber hablado directamente de ello: estoy seguro de que jamás estuvo sentado o acostado a su lado y le habló sin más del almuerzo o del banco y de los dos ár­boles enfermizos que en otoño atraían bandadas de estorninos migratorios, que aparecían en masse más como abejas que como pájaros cuando se reunían y abarrotaban las ramas de los olmos o de los castaños de Indias y llenaban la mente de ruido antes de elevarse nuevamente en una masa enorme para extenderse y contraerse como una gran mano en flexión sobre el fondo del cielo del centro de la ciudad. Intentaba así pues imaginar comen­tarios y actitudes y pequeñas medio anécdotas que con el tiem­po le transmitieron a mi madre lo bastante como para que ella removiera cielo y tierra para que trasladaran la tumba de mi pa­dre a las mejores zonas más cercanas a la entrada principal y a su pequeña arboleda de pinos del Himalaya. No era una pesadilla propiamente dicha, pero tampoco era una ensoñación o una fantasía. Me venía cuando ya llevaba un rato en la cama y esta­ba empezando a quedarme dormido pero no acababa de dor­mirme: esa parte de la suave inmersión en el sueño en que cua­lesquiera líneas de pensamiento que uno haya estado siguiendo empiezan a adquirir toques surrealistas y luego en algún mo­mento los pensamientos en si son reemplazados por imágenes y escenas y visiones concretas. Uno se desplaza gradualmente del mero hecho de pensar en algo a experimentarlo como si estu­viera allí, en su decurso, una historia o un mundo del que uno es parte, aunque al mismo tiempo uno permanece lo bastante des­pierto como para ser capaz de discernir a algún nivel que lo que uno está experimentando no acaba de tener sentido, que uno se encuentra en alguna clase de cúspide o frontera del acto de so­ñar. Incluso ahora, de adulto, sigo siendo capaz de reconocer de forma consciente que me estoy quedando dormido cuando mis pensamientos abstractos se convierten en imágenes y pequeñas películas, cuya lógica y cuyas asociaciones son siempre ligera­mente erróneas: y sin embargo siempre soy consciente de esto, de la falta de lógica y de mis reacciones a la misma. El sueño mostraba una sala grande llena de hombres con traje y corbata sentados en hileras de mesas grises y grandes, inclinados hacia delante sobre los papeles que tenían en las mesas, inmóviles, si­lenciosos, en una sala o pasillo monocromo bajo largas hileras de fluorescentes de alta luminosidad, las caras de los hombres estaban hinchadas y entretejidas con tensión adulta y fatiga y pa­recían colgar un tanto flácidas, de esa forma en que a uno se le pone la cara flácida cuando parece estar mirando algo sin verlo en realidad. Reconozco que nunca podría transmitir qué había que fuera tan atroz en aquel retablo de una sala luminosa y completamente silenciosa llena de hombres inmersos en su tra­bajo rutinario. Era la clase de pesadilla cuyo terror tiene menos que ver con lo que uno está viendo que con la sensación que a uno le produce en el abdomen lo que ve. Algunos de los hom­bres llevaban gafas. Había unos pocos bigotes pequeños y pul­cramente recortados. Algunos tenían el pelo gris o les clareaba o bien mostraban esas ojeras completamente texturizadas bajo los ojos que tanto nuestro padre como el tío Gerald tenían. Al­gunos de los hombres más jóvenes llevaban solapas anchas. La mayoría no. Parte del terror de la perspectiva en gran angular del sueño era que los hombres de la sala aparecían al mismo tiempo como individuos y como una gran masa anónima. Había por lo menos veinte o treinta hileras de una docena de mesas cada una, cada una con un secante y una lamparilla y carpetas llenas de papeles y con un hombre sentado en una silla de res­paldo rígido detrás de la mesa, cada hombre con un estilo o un dibujo ligeramente distinto en la corbata y con su propia forma ligeramente distintiva de sentarse y de colocar los brazos y de inclinar la cabeza, algunos de ellos manoseándose la mandíbula o la frente o el doblez de la corbata, o mordiéndose la piel muer­ta de alrededor de la uña del pulgar, o bien resiguiéndose el la­bio inferior con la goma de borrar del lápiz o con el capuchón metálico de la pluma. Se notaba que los estilos particulares de sentarse y los hábitos pequeños y distraídos que los individuali­zaban habían evolucionado durante años o incluso décadas de estar así sentados frente a su trabajo todos los días, moviéndose de forma intencionada solamente de vez en cuando para pasar una página grapada, o para pasar una página suelta del lado izquierdo de una carpeta al lado derecho, o bien para cerrar una carpeta y arrastrarla unos cuantos centímetros sobre la mesa y luego acercarse otra carpeta y abrirla, escrutando su interior como si ellos estuvieran a una altura terrible y los documentos estuvieran en el suelo muy por debajo. Si mi hermano soñaba, lo cierto es que nunca oímos nada al respecto. De alguna forma las expresiones de los hombres transmitían simultáneamente letargo y ansiedad, laxitud y nerviosismo: no era tanto que lu­charan contra el hecho de moverse inquietos sino que parecían haber renunciado hacía mucho tiempo a cualquier esperanza o expectación que les hiciera moverse inquietos. Los asientos de unas cuantas de las sillas tenían cojines de pana o de sarga, uno o dos de ellos de colores vivos y bordeados de flecos de tal ma­nera que se notaba que habían sido hechos a mano por un ser querido y ofrecidos a modo de regalo, tal vez para un cumple­años, y por alguna razón aquel detalle era el peor de todos. La sala luminosa del sueño era la muerte, yo podía sentirlo, pero no de ninguna forma que pudiera transmitirle o explicarle a mi madre cuando yo me ponía a gritar de miedo y ella venía co­rriendo. La idea de intentar hablarle alguna vez a mi padre del sueño era -incluso más tarde, después de que este desapareciera tan de repente como el problema con la lectura- impensable. La sensación de hablarle a él del tema habría sido como ir a nuestra tía Tina, una de las hermanas de mi madre (quien, en­tre las muchas cruces que llevaba en la vida, había nacido con el paladar hendido que las operaciones no habían conseguido co­rregir, además de tener también una enfermedad pulmonar congénita), y señalarle aquel paladar hendido que tenía y pre­guntarle cómo le hacía sentirse y cómo había afectado a su vida, y el mero hecho de imaginar la cara que habría puesto era im­pensable. La sensación global era que aquellas caras incoloras, de miradas vacías y afectadas por un sufrimiento que venía de largo eran la cara de una muerte que me esperaba mucho antes de que yo me marchara del mundo. Luego, cuando me queda­ba realmente dormido, aquello se convertía en un sueño de ver­dad, y yo perdía la perspectiva de alguien que meramente mira la escena y me sumergía del todo en ella: la lente de la perspec­tiva retrocedía de repente y resultaba que yo era uno de ellos, una parte de la masa de hombres de cara gris que se aguantaban la tos y se palpaban los dientes con la lengua y doblaban los bor­des de los papeles formando complejos dobleces de acordeón y luego los volvían a alisar con cuidado antes de colocarlos de nue­vo en sus carpetas correspondientes. Y la perspectiva del sueño se iba acercando más y más hasta que era principalmente yo el que estaba en la escena, en primer plano, enmarcado por un pu­ñado de caras y mitades superiores del cuerpo de los hombres del resto de las mesas y por la parte de atrás de los marcos de un puñado de fotos y tal vez por una máquina de sumar o un telé­fono situados al borde de la mesa (yo era uno de los que tenían un cojín hecho a mano en la silla). Tal como lo recuerdo ahora, en el sueño no me parezco ni a mi padre ni a mí mismo. Tengo muy poco pelo, y el que tengo está peinado meticulosamente con fijador en los lados y llevo una barbita en punta o tal vez una perilla, y mi cara, que está inclinada hacia abajo mirando la mesa en gesto concentrado, parece que haya pasado los últimos veinte años presionando con fuerza contra algo que no cedía. Y en cier­to momento del intervalo, en el proceso de quitar un clip suje­tapapeles o de abrir un cajón de la mesa (no había sonido), yo levantaba la vista y miraba a la lente de la perspectiva del sueño y me miraba a mí mismo, pero sin ninguna señal de reconoci­miento en la cara, ni de felicidad ni de miedo ni de desespera­ción ni de llamamiento: los ojos eran opacos y estaban vacíos, y solamente eran los míos de esa forma en que una foto muy an­tigua de ti sacada de un álbum de la infancia en algún lugar del que no te acuerdas es a pesar de todo tú. Y en el sueño, cuando nuestros ojos se encontraban, era imposible saber lo que el yo adulto estaba viendo o cómo estaba yo reaccionando o si había algo en absoluto allí dentro.
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