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Sacrificio, de Andrei Tarkovski
Introducción
Es conocido el dato de que el guionista y director de esta película padecía una enfermedad terminal al momento en que la misma estaba siendo rodada. Para algunos tal dato quizá resulte irrelevante o sencillamente menor, pero en lo personal considero que resume los principales móviles humanos, tanto emocionales como intelectuales, por los que Tarkovski consagró sus últimas fuerzas y su culmen creativa a Sacrificio, filme que para algunos genios del arte cinematográfico —como el mismísimo Bergman— ha significado un milagro, mientras que para quienes sólo nos abocamos a su apreciación ha manifestado, como la más bella epifanía, la importancia de que gozó el sentimiento religioso a finales del segundo milenio, y de la que goza todavía hoy, sobre todo y con más fuerza en los comienzos del tercero. Estimo que estaremos de acuerdo en que las últimas centurias de la humanidad han estado caracterizadas por reducir al dominio científico y tecnológico cualquier ápice de esperanza en el progreso histórico. Pero he aquí una paradoja. Este progreso, que construye a la historia (historia que no puede ser una mera acumulación de hechos, sino quizá una sucesión de acontecimientos), es una invención de carácter estrictamente religioso, como advirtieran en un intercambio epistolar el filósofo Umberto Eco y el jesuita Carlo Maria Martini. Alrededor del mes de marzo de 1995, Eco indicaba que «fue el cristianismo el que inventó la historia, y es en efecto el moderno Anticristo quien la denuncia como enfermedad», en tanto que Martini le respondía: «usted me propone el problema de la esperanza y, en consecuencia, el del futuro del hombre (…)». Pareciera entonces que pese a todos los esfuerzos que la dinámica capitalista ejerza en virtud de terminar con la reflexión y la consciencia, elementos indispensables de la historia, siempre la actitud de espera será vivenciada con cierto matiz religioso o cuando menos espiritual. Es a partir de este contexto lingüístico y simbólico que el director Andrei Tarkovski descubre en su filme Offret (título original en sueco) su disposición poética ―herencia paterna― y su sensibilidad por el estado original y harmónico de la vida mediante la tematización existencial-religiosa, misma que indeclinablemente se direcciona en el transcurso de la película hacia la sugerencia de un sentido ascético y henchido de Ser. El modo en que lo lleva a cabo es a través del tratamiento y aprehensión de los conceptos de silencio, servidumbre y, finalmente, sacrificio. Tres límites que en conjunto hacen a la gran necesidad por carencia del mundo contemporáneo, precisamente sumido en y motivado por la elocuencia, el poder y la indemnidad. Generalmente es la vida la que nos invita a dicha postura de mero desinterés y desidia, pues es tal el dominio que alguien puede ejercer sobre el resto del mundo, sobre lo que es inferior, que suele auto-sugerirse la estúpida idea de que nada debe a nada ni a nadie, de que por un misterio científico posee la vida y todas sus capacidades y que el único juez sobre uno es nada más que uno. Pero, a decir verdad, el único Domine es aquel del que no se puede hablar positivamente; nosotros no somos creatio ex nihilo, y el que la vida sea un misterio y el que nuestra capacidad de subsistencia sea otra más de sus magníficas dádivas, no quita que sea algo recibido, algo de lo que debamos estar siempre agradecidos y que debamos respetar a toda costa por el bien de la humanidad, pues si así no fuera no dependeríamos de, por ejemplo, la estabilidad ambiental. Sucede que todos y cada uno de nosotros somos ciegos ante esta realidad, como San Pablo de Tarso escribe en su primera Carta a los corintios, en el capítulo IV, versículo 7: «Quid autem habes cuod non accepisti? Si autem accepisti, quid gloriaris quasi non acceperis?». «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si así no fuera?», pregunta el santo apóstol, y resume posiblemente en esa frase ―que en verdad es una advertencia de amor― todo el sentimiento que Tarkovski vuelca sobre su principal personaje, Alexander. Me gustaría cerrar esta introducción con las siguientes preguntas, pensando siempre en cómo Tarkovski se vio influenciado por su enfermedad de cara a dirigir Sacrificio: ¿Es posible que, ante la muerte inminente, la aflicción de un hombre de sensibilidad profunda y sentida lo lleve, en lugar de recluirse, a expresar con todas sus fuerzas un consejo categórico y universal? ¿Puede este consejo erigirse, genio artístico mediante, a exhortación de los tiempos frente a un amenaza apocalíptica? ¿Puede tal amenaza recordarnos que, si como humanos somos lo más importante en la escala de la vida, se debe sólo a que hemos nacido para servir a la estabilidad que Dios requiere y no para ponerla a nuestro servicio a costa de todo? Quizá hallen las respuestas en las 2 horas y 30 minutos que tendrán por delante si han de embarcarse en esta experiencia extática por excelencia, después de la cual nada en su relación con el mundo volverá a ser como era.
Sacrificio
La música incidental con que comienza la película pertenece al Aria número 39 de la Pasión según San Mateo, de Johann Sebastian Bach, cuyo título originalmente reza Erbarme dich, mein Gott y significa Apiádate de mí, Dios mío. Sobre esta obra particularmente se podría escribir una devota y cuidadosa consideración, en virtud de su augusto carácter musical y estético, y de hecho ya me he ocupado de tal cosa con anterioridad, pero aquí podríamos desviarnos bastante de nuestro objetivo si nos emprendiéramos en ello, nuevamente en mi caso. Lo interesante es que, teniendo en cuenta la densidad existencial que comporta dicha obra musical, Tarkovski la conjuga en escena con una pintura que reaparecerá con protagonismo fundamental a lo largo del filme, se trata de La adoración de los Reyes Magos, primera gran obra de Leonardo da Vinci cuyo detalle principal figura en primera plana alrededor de los 6 primeros minutos de película. Dicho detalle del óleo quattrocentista nos muestra apenas y muy poco el regazo de la Virgen María y el brazo izquierdo del niño Jesús que se extiende para recibir la ofrenda de un Rey mago, quien lo mira desde el suelo con ojos negros, profundos y admirados, arrodillado en señal de afecto y respeto. La imagen se hace cada vez más patente, queriendo afirmar tal vez que toda la idea de la película estará circunscrita a la emoción que produce ese sentimiento trascendental, romántico y melancólico que sugiere el advenimiento de la salvación de la humanidad, una humanidad maltrecha por su propia esencia, pero capaz también de redimirse por la misma, que ha olvidado que si algo de poder tiene sobre el mundo, es sólo el poder de condescender ante la vida.
Es el cumpleaños de Alexander (el gran Erland Josephson), que vive en una isla con su familia integrada por su mujer, Adelaida (Susan Fleetwood), su hija adolescente, Marta (Filippa Franzén), y su hijo que apenas es un niño, Gossen (Tommy Kjellqvist). Alexander es profesor de Estética en la Universidad, además de periodista y ex actor. Habiendo estudiado también filosofía e historia de la religión, se dedica a escribir crítica literaria y teatral. En resumidas cuentas es un intelectual, uno que, como la mayoría, no posee la capacidad de dejar de lado la retórica excesiva, cual piensa que tiene justificada por ser una persona que ha logrado comprender muchas cosas, pero que sin embargo —irá descubriendo en el transcurso del filme— debe abandonar para conseguir surcar un camino de paz. Al comienzo del desarrollo, Alexander planta un árbol seco a orillas del mar junto con su hijo pequeño, quien temporalmente no puede hablar a causa de una intervención quirúrgica en su garganta. Mientras se ocupan de ello, Alexander le cuenta la historia de Ioann Kolov, un joven monje que cada día subía una montaña para regar un árbol seco que había plantado allí su maestro, hasta que finalmente, luego de tres años, una mañana lo encuentra florecido. En esta instancia, aparece por primera vez el cartero, Otto (aplausos para Allan Edwall), a quien pareciera que Tarkovski quiso caracterizar como un Hermes preciso, trayendo mensajes oraculares y sembrando la sabiduría que sólo poseen los que saben que nada saben. Tras un breve diálogo que establecen en torno al concepto del eterno retorno y las ideas universales, Otto se marcha prometiendo regresar más tarde con un obsequio por el cumpleaños de Alexander, quien inmediatamente prosigue en el paseo con su hijo. Mientras el pequeño guarda silencio, le comenta sobre sus sueños de juventud junto a su madre (cómo anhelaban darse ciertos gustos en los cuales basaban sus vidas) y sobre que la humanidad ha tomado el rumbo equivocado. Momentos más tarde todos se encuentran reunidos en su casa: la familia, Otto, Victor (Sven Wollter) y dos criadas. Todo marcha normalmente entre obsequios y conversaciones hasta que unos terroríficos sonidos y un anuncio radial indican que un tercer conflicto mundial se avecina. El panorama se enrarece en dirección al atardecer: Adelaida entra en estado de pánico, padeciendo la suerte de un planeta dominado por el hombre, el mismo que ahora guarda silencio. Victor, que es médico, evidencia su impulso por estabilizar a todos mediante la arrogancia de quien tiene control sobre el cuerpo humano. Marta entra en un estado de inexpresividad absoluto y Gossen sencillamente duerme, profundiza un silencio que quizá sea una potencial esperanza. En tanto que Alexander es atravesado por una crisis existencial portentosa. Busca respuestas, se pronuncia ante Dios y pierde el control. Vuelve a buscar respuestas. Finalmente, Otto le anuncia que sólo queda una posibilidad de salvarse: María (Guàrún Gísladóttir), una de sus criadas, tiene el poder de revertir la situación. Quizá su realidad, su austeridad y su insinuada similitud con la Virgen de Leonardo sólo sean una gran casualidad, pero ¿qué si en realidad son algo más?
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