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Llorarás
Manolo hace décadas que peina canas. Ya les gustaría a muchos, a su edad, poder seguir peinando algo. O al menos eso piensa para sí, mientras se mira en el espejo de la habitación. Es de los antiguos, de los de antes, de los que se acercan más al rococó que al nórdico de IKEA. De los que tienen un marco de madera macizo con todo tipo de detalles tallados. El espejo tiene tantos años como él, pues era de su madre, igual que la habitación donde duerme, donde dormía ella hasta hace no tanto. 'Hasta que Dios quiso', que hubiera dicho Doña Eugenia. Es viernes noche, aunque apenas son las seis y algo, así que se salpica un poco de Brumel en cuello y muñecas y sale a la calle.
De camino al bar va contando el efectivo en su cartera. No se regala más de lo que puede permitirse, pero cuando llevas toda la vida en la reserva mantienes el control de gasto como en piloto automático. Le gusta beber, pero no es alcohólico. Tampoco juega a las máquinas ni apuesta a los galgos. El azar nunca le hizo ganador en la vida. Según llega saluda a Charo, que le pone un quinto desde detrás de la barra —mejor muchos pocos que pocos muchos— y una tapita de carne guisada mientras le guiña el ojo. En la pantalla, un Madrid-Osasuna. Cada vez le cuesta más retener la alineación de memoria: cada vez los jugadores cambian de equipo más rápido; cada vez tienen apellidos más complejos; cada vez le interesa menos. A decir verdad, nunca le interesó, pero es el vehículo que le permite dirigirse a extraños sin miradas que en silencio de juzguen. Poder interactuar y sentir humanidad es algo que valora cada día más, y si el precio es hora y media de un deporte soporífero, el precio es bajo.
Tres quintos después, deja pagado con algo de propina y se encamina a la puerta. Charo le grita, le amenaza con descontárselo de la siguiente si no coge el cambio inmediatamente. Manolo se ríe para el cuello de su camisa y hace con que no le escucha. A dos calles del bar está su karaoke. Que no es suyo, pero como si lo fuera. Dentro le ponen su ron cola según se acerca a la barra, sin pedirlo. Aunque es pronto, ya hay gente cantando, probablemente alguna cena de empresa, es esa época del año. Su esquinita sigue vacía, no entran grupos grandes en esa parte del local, y fue por eso que la eligió. Allí se acomoda en una banqueta alta, posa su cubata en la barra y espera paciente. Hoy se siente bien, es su día favorito de la semana, pero no todos los viernes tienen esta sensación, así que piensa aprovecharla. Escribe su canción en el ticket y se la da Paco, que se la pasa al Dj. Paciente espera, bajando su copa poco a poco, jugando con las gominolas que le ponen con ella pero que nunca prueba porque, aunque le encanten, acaban quedándose de inquilinas en los huecos de las muelas que le faltan. Paco le da un toque en el hombro, es su turno y de un último trago baja lo que queda en el vaso ancho antes de subir a la pequeña plataforma. Suena música de salsa y la sala se revoluciona, salen tres o cuatro mujeres a bailar entre ellas. Son todo pasión, poco ritmo —Tetuán no es Vallejuelos después de todo—. Un chorro de voz sale de la garganta de Manolo, sorprendiendo a quienes están allí presentes por primera vez, y levantando una ligera sonrisa en las caras de quienes regentan el local y ven la misma reacción semana sí y semana también. Llorarás y llorarás, sin nadie que te consuele, y así te darás cuenta que si te engañan duele. Una pequeña lágrima aguanta en el ojo de Manolo, en parte por la canción, en parte por sentir ese pequeño cariño de los presentes. Al terminar vuelve a su esquinita, donde le espera otra copa a la cual le han invitado sus fans de hoy. La lágrima aguanta, aunque su sonrisa al descubrir el gesto se lo pone complicado. La noche continua así, entre canción y canción, pequeños baile entre ellas, dejándose llevar, pidiendo otra copa.
Al salir a la calle el frío le da cuenta del calor que lleva dentro, y se acuerda de repente que las resacas de pensionista no son las de universitario. Pero vale la pena por olvidar un ratito quién es. Por dejar de pensar en su madre que se fue y con ella la única persona a quien le preocupaba lo que fuera de él. Por poder hacer frente a la vida una semana más. Por olvidarse de esa vida, tan poca vida. Tan breve y tal larga. Tan dura e irrelevante. Resumida en los tres minutos de una salsa grabada en un país que nunca visitó, que nunca podrá. 'Llorarás y llorarás...' canta de camino a casa, todavía notablemente intoxicado. Y la lágrima cae, por fin, al recordar que esa canción no se la canta a nadie. Que si mañana amaneciera y él no abriera los ojos, nadie lloraría. ...sin nadie que te consuele.
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Pérdidas
La vida son pérdidas.
A diferencia de los mercados, en la vida las pérdidas no son cifras. No las que importan, las que marcan. No las que recuerdas veinte años después y aún se sienten como sal en la herida. Las pérdidas de las que hablamos son personas. Personas que decidieron que ser parte de tu vida, cuales quiera que fueran sus roles, era un bien que no compensaba su esfuerzo. Que no les valía la pena ni la alegría. Con el tiempo aprendes a dialogar con el dolor. Es un dolor que es doble —por vacío y por rechazo—. Cuando alguien se marcha de este mundo por causas naturales, o no tanto, el saber como funcionan las leyes de la vida te ayuda en duelo. En mi experiencia, es más difícil de lidiar con el hueco que deja una persona que decide que ese no es su sitio nunca más, y que ni siquiera le merece la pena dar una explicación. Un paso lateral les es suficiente. Se mantienen a la vista para hacer del proceso algo más sangrante.
Aquel amigo inseparable que llamaba a tu puerta a la hora de la siesta (poniendo en juego tu propia integridad física) todos los días de un larguísimo verano para nunca más saber de él cuando empezaron las clases. Aquella amiga de universidad que no dejaba pasar una hora sin mensaje, pero que desapareció en cuanto se echó novio, haciendo evidente que no erais amigos, sino un parche de nicotina para quien no sabe pasar tiempo sola y necesita rellenar los huecos. Aquel que, esta vez sí, te sacó activamente y de malas maneras de su vida y ahora no es capaz de afrontar las consecuencias de sus actos, buscando de mil formas, todas incorrectas, recuperar lo que hizo de más. Tarde. Y mal.
La vida son pérdidas, sí. Son agujeros en el corazón y en las tripas. Lágrimas de ira, risas por impotencia. Tragicomedia en tantos actos como años vivas.
Sin embargo, como en los mercados, la vida también son ganancias. Y ahí se cuentan las de los que conociste al nacer y nunca se irán de tu lado; los que se juntaron en tu primer día de colegio o instituto y ahí están, con barba pero igual por lo demás; los que conoces de hace muchos años y te preguntas por qué tardasteis tanto en quereros como os queréis ahora, pero que mejor tarde que nunca.
La vida son pérdidas, pero por aquí intentamos solo contar las ganancias.
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Lo frágil
Las rocas más duras pueden quebrar y quiebran, sin previo aviso, en un invierno. No hace falta que sea el invierno más duro, ni grandes tormentas. Ni siquiera movimientos tectónicos de tipo alguno. Solo hacen falta dos cosas: agua y temperaturas bajo cero. Lo que ocurre se conoce como gelificación. El agua se introduce entre las grietas, a veces imperceptibles a simple vista, y se estanca. No hay prisa, ni las montañas ni el agua tienen prisa, y el proceso puede llevar tanto tiempo como años vive un hombre. Sin embargo, que esta infiltración de agua no sea aparente no significa que no se esté fraguando, y que hayan pasado años desde que se introdujo no significa que no esté dentro. Una ola de frío, no obstante, hará que es agua se transforme en hielo, como una aguja en un pajar. Ese hielo, habiendo alterado ahora su volumen respecto a su estado líquido anterior, incrementa la presión buscando espacio para expandirse. Si la roca tiene suerte, el otrora agua saldrá por donde entró (o quizá haya aún espacio sobrante dentro de la cavidad) y las consecuencias no llegarán a mayores. En caso contrario, la roca se partirá en dos o mil pedazos, no recobrando su anterior forma jamás. El agua, por otro lado, volverá a su estado natural con la subida de temperaturas siguiendo así su curso. Más frecuentemente que no, un proceso similar ocurre con las personas de una forma todavía más sutil, sin ningún tipo de rastro. Como un taladro, a veces sin darnos cuenta cegados por nuestros propios miedos y demonios, ejercemos una presión comparable sobre los demás. Quizá nos parezca que no es tal, pues los demás, a veces grandes, duros e inexpresivos como la misma roca, no muestran mella alguna. Pero como en la gelificación, nada sucede hasta que sucede.
Nada se rompe hasta que no se puede volver a arreglar.
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Rechazo
Sentado en el puerto con el culo lleno de arena, los pies mojados y la mirada en las olas que van y vienen como si Lombok las empujara en mi dirección. Sobre el paraíso, pisando el paraíso, viendo el cielo en la tierra sin importar la dirección en la que apunten las pupilas. Sin embargo, solo hay un pensamiento en mi cabeza. De todas las sensaciones que se pueden tener, creo que ninguna es tan desagradable e innoble como la del rechazo. Y lo es por autoinmune.
Porque es causada por nuestras propias expectativas. Por las ilusiones que creamos, en todas las acepciones de la palabra, de un futuro que nunca será. Que nunca fue para nadie más que para nosotros, para nuestro mundo de fantasía donde, irónicamente, se destruye más que se crea. Sueños tornados pesadillas. Nostalgia de lo que no sucedió convertida en puñales. Cada rechazo se cura más rápido que el anterior, cada breve ilusión dura más que la siguiente, y el tiempo que pasamos en el limbo emocional donde ni se siente ni se padece, más para mal que para bien, es más extenso por días. Sentado en la orilla con mi Bintang, ahora transparente no por vacía, como mi mente, sobria de todo menos de alcohol, veo las olas acercarse. Unas más que otras, como cada nueva ilusión, para marcharse al instante, como cada nuevo rechazo. Río. Río mirando al mar. Le doy la espalda y me alejo, mañana volveré a por más.
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En las vías
Mi abuelo, mi Opa, tuvo una vida difícil. Tan difícil como cualquiera de su generación que no fuera un señorito. Cuando la guerra civil te coge de niño en un barrio obrero de Madrid, la vida no viene sola, hay que buscársela. Apenas cumplidos los 9 años la guerra había acabado, pero venía una posguerra en una España de campos desolados, ciudades derruidas, persecución política y falta de oportunidades. De hambre tenía mil historias. Una vez mi bisabuela le mando ir a comprar higos, le dio el dinero exacto sabiendo también cuánto debía de volver en el paquetito de papel. Mi Opa, que decía que por aquel entonces le podían hacer las radiografías con una cerilla en contraluz, no se lo pensó demasiado. En el camino a casa le hizo un agujerito al papel, y sin darse casi cuenta se comió una cantidad importante de frutos antes de llegar. Su madre, entre la sorpresa y la ira por lo que pensó que fue una jugada del frutero a un pobre niño, pues mi abuelo juraba y perjuraba que así se lo dieron, le agarro del brazo y se lo llevo de vuelta a al establecimiento. Allí se destapó el pastel, y le llovieron tantos guantazos que creo que alguno me llegó a mí.
Desde que pudo trabajar, se puso a ello. Tuvo infinidad de trabajos, tanto en España como en Alemania, a donde emigraron al poco de nacer mi padre. Ser delineante para el ayuntamiento de Karlsruhe es probablemente el que más alegrías le dio. También fue taxista en Madrid, hasta que cuando, por segunda vez, le pusieron el cuchillo en el cuello para atracarlo, dijo basta y vendió su licencia. Y tuvo un camión. Su cuñado se había comprado un camión. Y les iba bastante bien, así que, con dinero prestado por la madre de mi Oma, decidieron mis Opas comprarse uno. Mientras lo tuvieron, le sacaron partido, cargando y descargando en obras por media península. Un día, sin embargo, ocurrió la desgracia.
El camión quedó parado, cargado, sobre las vías del tren y no había forma de arrancarlo. Antes de que se diera cuenta, la barrera bajo detrás de él. El tren estaba cerca. Sin suerte intentó quitarlo del medio. Giró la llave hasta casi partirla repetidas veces. El tren estaba ya allí. Pero aquel camión era su vida, era todo lo que tenían, y lo necesitaba para seguir proveyendo a su familia. Sin él, no era más que un desempleado con una deuda. ¿Qué valdría su vida entonces?
Mi abuelo, mi Opa, saltó a tiempo de ver su camión arrollado por el tren.
Yo solo puedo imaginar lo que tiene que ser ver todo lo que has construido desaparecer en un segundo, tan lejos de casa, pensando que seguramente podrías haberlo evitado.
A veces queremos algo tanto que nos cuesta ver cuando ya no es sostenible. A veces nos aferramos a cosas que debemos dejar ir. Cosas que queremos que sean, pero que no son.
A veces dejamos que una idea nos destruya.
La idea de un futuro que no será, y que nos impide ver la infinidad de futuros que esto nos brinda.
Estoy seguro que mi Opa tuvo que cargar con ese accidente toda su vida, pensando en qué habría pasado si no hubiera perdido aquel camión, su camión. Pero también estoy seguro de que, por mucho que doliese, él sabía que era la decisión correcta.
A veces saltar al vacío es lo único que tiene sentido.
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Viaje en tren
Últimamente viajo mucho. Casi constantemente. Estoy cansado de las maletas, los madrugones, los check ins, las colas, los transbordos... pero a veces tengo la suerte de viajar en AVE. Al viajar en AVE te ahorras la mayor parte de esos inconvenientes. Y estás un poco menos cansado de lo normal. Si tienes suerte, también, tienes la posibilidad de mirar por la ventana y ver una parte de la meseta que no ves en Madrid. Si tienes una mente como la mía, no tardas en preguntarte qué será de las vidas de los que hacen de esos parajes su día a día. Por qué hay una furgoneta parada en mitad de un olivar en un día de lluvia. Por qué donde antes había una pequeña zona de descanso, con hostales y comercios, con una estación de servicio, ahora solo hay edificios abandonados.
Rápido divaga mi mente: ¿qué pensarán esas personas que habitan, qué pensarán esos que habitaban? ¿Qué sería de mi vida si fuera yo uno de ellos? Cuán importantes y especiales son sentimos los que vivimos en una gran ciudad. Los que nacimos en ella, por haber nacido en ella; los que vienen, por haber conseguido venir. Pero por estadística, es bastante más especial ser de cualquiera de esos pueblos a serlo de Madrid. Por definición, es bastante más improbable.
Me pierdo en cada de una de las posibilidades, en cada una de las vidas que podrían ser la mía. Pero que no lo son.
De la misma forma que esto expande mi mente y enriquece mi imaginación, hace mella en mi estado vital y no puedo evitar sentirme un poco más triste. ¿Acaso no implica esa infinidad de posibilidades y vidas que, por estadística, es más que probable que las elecciones tomadas hasta ahora no me hayan llevado a la mejor vida posible? ¿Cuántas de esas elecciones me han venido dadas? ¿Cuántos aciertos ha habido? ¿Cuántas meteduras de pata que parecieron aciertos y que recordaré como tal?
Decepciones que me podía haber ahorrado. Personas que no se irán de la mente, a la cuales hubiera evitado sin mayor problema, que me atormentarán de por vida. Espinas sin rosas. Cuchillos en la piel, y en la espalda.
Descartes, el filósofo y matemático, es loado por un planteamiento brillante al problema de la existencia. Un problema que ‘resuelve’ de forma simplista. Quizá porque sus trabajos más famosos son un plagio, quizá porque era un devoto católico —no lo sé—. Mientras plantea el problema, mientras expone su duda metódica, que no es otra cosa que cuestionar absolutamente toda realidad y creencia, echa mano de una herramienta para navegar el mundo sin enloquecer mientras sigue explorando con nuevos ojos lo que ya conoce: una moral provisional. A falta de otra, esta ha de servirle. Algo así he encontrado yo, que no es otra cosa que una amalgama de clichés que me reconfortan cuando nada más lo hace. La vida hay que aprender a amarla, sea la que sea que tengas, venga o vaya quien ames. Porque se va, tanto lo pasado como lo que está (o no) por pasar. El único propósito de esta es aprender a vivirla. Esto no implica renunciar a nuestros mundos interiores, pues son quizá lo más valioso de lo que disponemos. No. Implica la búsqueda de un equilibrio entre estos y los exteriores.
Encuentra lo que te haga feliz y si se va, encuéntralo de nuevo. En otras formas, en otros sitios, y a donde fuiste feliz no se te ocurra volver. No en cuerpo, pero deja que tu mente vuelva siempre que lo necesite.
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Tras los pasos
VO: ¿Cómo haces para escapar de tus demonios, de las caras que se te aparecen antes de dormir?
Vemos una fiesta de noche en el interior del salón de una casa de techos altos y construcción antigua. Los asistentes, de entre 25 y 30 años, no son más de 10, y se reparten en pequeños grupos que se van mezclando con el paso de los minutos, aprovechando los pequeños movimientos que se generan: unos hacen un viaje para servirse otra copa, otros salen al balcón fumar.
El héroe, un varón de 28 años, cercano a 1,90m de estatura y complexión atlética, aprovecha un pequeño silencio para excusarse al baño. Agarra su copa, cruza el pasillo, atraviesa la cocina y se encierra en él.
VO: ¿Quién eres?
En el baño, no puede apartar la mirada del espejo. Se lava la cara y todavía con los ojos cerrados se deja caer casi a plomo sobre el WC, con claros síntomas de embriaguez que lleva lo más dignamente posible.
Abre los ojos y, sin haberse movido, la escena ha cambiado drásticamente. Ahora se encuentra en una habitación totalmente a oscuras a excepción de un foco industrial que cuelga de un techo que no se llega a divisar. Tampoco se ven las paredes, solo está él, enfrente a un espejo de cuerpo entero sostenido por una caballete, sobre un taburete de cuatro patas de las cuales falta una.
Él, en voz alta: Estás muerto de miedo. Tienes miedo a que las cosas escapen a tu control. Tienes miedo a hacer daño, tienes miedo a que te lo hagan. Tienes miedo a no poder mantener tu palabra, a quebrantarla, a no ser nadie.
Ahora es el reflejo de nuestro protagonista quien habla, mientras este calla inmóvil.
Reflejo, en voz alta con ira: Tienes miedo a elegir mal, a equivocarte. Tienes miedo a ser un impostor, a estar obligado a interpretar un papel de por vida. Un papel casposo, autoimpuesto, insostenible. Tienes miedo a escribir y tienes miedo a no hacerlo. Tienes miedo a que tus impulsos la jodan, a ser lo que tanto criticas, a quedarte en bragas, desnudo de los valores de los que haces bandera.
Hay un cambio en nuestro héroe, claramente más nervioso, con temblor ansioso en la rodilla. La persona en el espejo ya no refleja su físico actual. Sigue siendo él, pero es casi idéntico a su padre.
Reflejo, condescendiente: Tienes miedo a acabar así, a convertirte en mí, a seguir mis pasos. Estás cagado de mie—
Antes de que pueda terminar la oración, nuestro héroe lanza el vaso de cristal contra el espejo con toda la violencia que encuentra en sí, levantando todo el cuerpo en el proceso.
Vemos el salón, donde la fiesta sigue su curso. A pesar de la música, una de las asistentes oye un ruido procedente del baño y decide ir a echar un vistazo. Se encuentra a nuestro héroe de pie en la cocina, impasible, con la mirada en el infinito y la cara cortada por mil cristales. Sangra incontroladamente. La chica pega un grito, soltando la copa que se hace pedazos al tocar el suelo.
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El futuro no impuesto
John Locke popularizó el concepto de tabula rasa en la filosofía. Sostenía que venimos a este mundo sin conocimiento alguno, lo que traduciría al día de hoy como folio en blanco. Desde que nacemos vamos aprendiendo a través de los sentidos, siendo mucho más notable en las primeras etapas de la vida. Todas las cosas que percibimos, pues se cruzan en nuestro camino en este mundo, tienen cualidades que pueden ser clasificadas en dos categorías: las primarias, como el peso o el tamaño, son las objetivas, las que son iguales para todos; las secundarias, como el color o el sabor, son las subjetivas, y dependen en gran medida del individuo. Nadie puede negar que mi padre es mi padre, mi progenitor, es un hecho, una verdad objetiva. Sin embargo, los motivos por los cuales yo le llamo Papá son otros.
Espero ayudarte, lector, a que los percibas como lo hago yo, o al menos consigas acercarte.
Papá solía viajar mucho, lo cual ha seguido haciendo hasta hace bien poco, especialmente a Alemania. El haberse criado allí y dominar el idioma sin duda le ayudó mucho en su carrera profesional, pero cuando mi hermana y yo éramos pequeños, estos viajes nos privaron de pasar más momentos con él. Entre mis primeros recuerdos está una noche, diría que de invierno, ya que era cerrada y nos acostábamos pronto por aquél entonces. Él entró por la puerta, todavía en traje, se quito la chaqueta y mi hermana y yo corrimos a abrazarlo, tirando de él para traerlo a la alfombra del salón. Nuestro juego favorito era El puente de las cosquillas, de mecánica simple: él se ponía a cuatro patas y nosotros teníamos que pasar por debajo de su tripa a gatas, sabiendo que en cualquier momento nos podía hacer cosquillas quedando atrapados sobre la delgada línea entre la risa y el sufrimiento más extremo. No había mejor momento con él en toda la semana.
A los dos años de nacer mi hermana se mudaron de Villaverde a Parla, donde se compraron una casa. Unos diez años después, contaría yo con seis, Papá cambio todo el suelo del patio a otro tipo de baldosa de color ladrillo. Lo hizo, literalmente, él solo. Con una hormigonera, una radial, un mazo de goma... Una parcela de más de 100m2 incluyendo escaleras. Es más, construyó incluso una caseta de unos 5m2 por dos de alto ladrillo a ladrillo. Ni una gotera casi más de dos décadas después. Recuerdo llegar de jugar con mi vecino y verlo al sol sin camiseta, ofreciéndome ayudarlo. Por aquel entonces no estaba yo muy interesado en las tareas manuales. A día de hoy sigo teniendo otras prioridades.
Siempre le gustó montar en bicicleta campo a través. Los fines de semana, solía madrugar para coger su mountain bike. Tampoco me han interesado mucho nunca las bicicletas, aunque irónicamente sea mi medio de desplazamiento a diario ahora, pero aunque sé que le hubiera gustado que saliéramos más juntos, aún así echamos alguna mañana que otra. Lo que más recuerdo sin duda es el día que aprendí a montar sin ruedines. Teníamos una calle bastante larga por la cual solo circulaba el que vivía allí, pues no pillaba de paso a ningún sitio. Un buen día quitamos las ayudas a mi bicicleta con la promesa de que él me sujetaría desde el sillín. Pasados unos segundos oí un grito, llevaba ya un rato pedaleando solo, y solo fue como tuve que aprender a frenar. Ese día me tuvo que ayudar mi cara.
Sin ser un chef de renombre, es bastante apañado. En su repertorio siempre había gyros, hecho con especias traídas de Alemania, espaguetis bolognesa, receta especialmente adorada por mi hermana, tortitas los domingos y, quizá por la que más alabanzas ha recibido, su salsa barbacoa casera. También de Alemania nos traía muchísimos dulces que solo empiezan a verse por España ahora, como los Duplo y las Hanuta.
A mi infancia no le puedo pedir mucho más, jamás me falto lo esencial y tuve extras más que suficientes. La adolescencia fue más dura, se cometieron errores y tuvimos que prescindir de la mayoría de esos extras y por temporadas, también de algunos básicos. Cuando Papá venía a vernos cenábamos en el McDonald’s, un mínimo de dos veces por semana. La que le tocaba a él, solíamos ir a Valdemoro. Allí pasaba yo la tarde patinando en el skatepark, antes de ir a ver una peli al cine y cenar al salir. Para variar, solíamos ir al Burger King —yo siempre he sido más de McDonald’s, pero Papá, no sin antes fingir que le daba igual uno que otro, lo prefería, en particular por las patatas fritas—.
En la misma calle donde aprendí a montar en bici, cogí mi primer volante. Me solía colocar en su regazo cuando todavía no llegaba a los pedales. La primera vez que llevé yo ambas cosas fue con mi hermana, con catorce años. Ella se acababa de sacar el carnet y me dio un intensivo de rotonda a rotonda. Pero aprender a circular vino más tarde. Antes de cumplir los dieciocho, Papá me llevaba por caminos. Un día empezó a llover de la nada, y la tierra se hizo barro. Recuerdo patinar con el 407 sw, amagando con salirnos del camino, poniendo mis habilidades a prueba. En una suerte del destino, años más tarde, la empresa le dio a mi padre un Audi A3 en lugar del Megane que estábamos esperando. Yo hacía poco que tenía el carnet, y la vida en casa seguía siendo austera, así que el hecho de disfrutar de aquel coche durante mis primeros años de carrera fue increíble. Para un chico de Parla que hacía tres trasbordos para ir a la universidad, esos cuatro aros, esas cuatro ruedas, me abrieron un sinfín de posibilidades. Las puertas a otro mundo. Solo con el uso de algunos fines de semana y vacaciones esporádicas, aparecieron decenas de miles de km en el contador. Mi transición desde la mayoría de edad hasta casi acabar la carrera no se entiende sin ese coche y sus depósitos gratuitos.
Hace 27 años que conozco a mi padre. Para bien o para mal, hemos vivido de todo. Él me enseñó muchas cosas, otras tuve que aprenderlas solo. Muchas más podría haber aprendido si hubiera puesto interés, y espero que alguna aprendiera él de mí.
Si solo pudiera destacar una cosa por encima de todas, si solo pudiera quedarme con la más importante, lo tengo muy claro:
Mi futuro es mío porque nunca se me impuso ninguna decisión.
No hay mejor regalo que la libertad de decidir por uno mismo.
Te quiero, papá.
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Otakarova
Me despierto sobre una cama de cristales. Hace frío. Es invierno. Con la vista borrosa, alcanzo a ver el letrero que me chiva dónde estoy: Otakarova.
Me despierto sobre una cama de cristales. Me sangra la cabeza pero me duele el pecho. No me acuerdo de nada y, aun así, sufro.
Me levanto como puedo con la ayuda de mis manos que torpemente se cortan con el vidrio al buscar un apoyo. Me toco la cabeza y no distingo de dónde brota la sangre. Es toda mía en cualquier caso. Toda sale del mismo corazón que, contra todo pronóstico, sigue empujando al irle la vida en ello. Y como le va, quizá también se le vaya.
Algo vibra en el bolsillo de mis vaqueros. Saco un Alcatel básico pero no antiguo, con teclado alfanumérico de botones, ahora teñido de rojo burdeos.El número no es checo, y aunque alternos, solo soy capaz de leer el trio de seises que contiene. Poso el móvil con suavidad sobre la cama de cristales. Dejo pasar al tranvía que circula en dirección Koh-i-noor y cruzo los raíles a continuación.
Recuerdo que tengo hambre, pero es mi cabeza quién me lo dice y no mi estómago. Sin nada mejor que hacer, me dirijo a la mejor pizzería de Praga abriéndome paso a través de la misma, viendo edificios pero no personas. Cuando llego saludo, hasta ahí llega mi checo, y con una sonrisa señalo la porción que deseo. Sonrío, pero soy el único. Por el color de mi ropa se sorprenden, pero no hay miedo en sus caras. Es el mismo color que hay en las palmas de mis manos, las cuales recibe la porción, con los nudillos intactos.
Fuera del local, algo sucede. Alguien sucede. Algo sucede. Una silueta se acerca. A mí. No la distingo. Cierro los ojos. Me susurra al oído palabras que me son familiares pero en una lengua que desconozco. Solo oigo veneno.
Algo brilla en su mano, es una botella. Oigo un estallido, no a través de los tímpanos sino de mi calavera. Caigo al suelo desplomado.
Me despierto sobre una cama de cristales. Me sangra la cabeza pero me duele el pecho. No me acuerdo de nada y, aun así, sufro.
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Desde fuera
Apenas se mueve, pero se siente flotar.
Leves movimientos de cuello, con la cabeza gacha, los ojos cerrados, la barbilla pegada al pecho. Hacía ambos lados, viene y va, al ritmo de un llanto que sale de su bolsillo.
Llueve, llueve. Pero no bajo su resguardo. Llueve y siente la lluvia a escasos metros de él. Y siente el viento. Y siente a los vecinos discutir. Y se siente flotar. Pero no se moja, bajo su capucha gris, él no se moja. Nadie se moja mientras se siente flotar.
Y como llueve se apaga lo que esconde entre el índice y el corazón. Y del bolsillo pegado al corazón que ya no late saca un mechero. Un par de intentos y magia. Ojalá todo tan fácil. Ojalá nunca todo tan fácil. Un par de tiros y baila. Apenas se mueve, pero se siente flotar.
Los vecinos le ven en su balcón, quieto, mirando al cielo gris. Pero él no está quieto, él flota.
Él no mira
al cielo gris.
El cielo y él
se miran entre sí.
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Confía. Empuja. Pelea.
– Ellos verán. Ellos se lo pierden. Es lo que hacen siempre, prefieren jugar con el balón de G*** y lamerle el culo a mantener su dignidad. Me da igual que no me dejen jugar, se pueden meter el balón donde les quepa, yo no voy a lamerle el culo porque se haya traído la pelota hoy. Voy a pasármelo mejor solo dándole patadas a este zumo que ellos echando un partido contra el A.
…
– Además, seguro que pierden. Hoy, cuando me llamen para remontar en los últimos cinco minutos les voy a decir que por mí pueden perder. Todas las semanas igual. Pues esta vez no, hombre, ya es hora de aprender.
Sigo dándole patadas al envase de zumo hecho de concentrado. Entre tanto, le doy algún pelotazo lo más lejos posible al balón de los pequeños que juegan en el terreno que queda entre la pista de sala y de F11. Me insultan. Me río. Intentan ponerme motes pero todavía las rimas no son lo suyo, César cara fresa es lo que suele prevalecer; con unas combinaciones de dedos hacia arriba bastante más imaginativas, claro, hay cuernos, dedos corazón varios… alguno hasta me ha hecho un diez.
– Voy a saltar a la comba.
La cola es demasiado larga, y siempre la misma canción. Mejor hago un rato el pino. El año pasado me tire todo un trimestre haciéndolo y aguantaba bastante. Meh, mejor no, me da dentera la arena fina que se te queda en las manos.
Sigo con mi zumo. Cada patada, algunas con desgana y otras intentando dar a alguna farola o poste, hacen que el tetrabrick avance hacia el mismo punto cardinal. Pero está bastante lejos de ser una trayectoria recta. A veces le doy tan fuerte que se eleva como el formula 1 de De La Rosa al coger velocidad. Y con la misma, al bajar, vuelve hacia mí. A veces, sin más, le pateo porque sí, y va justo donde tiene que ir.
Suena la alarma, hora de subir. Tomo consciencia de nuevo, y miro a mi alrededor. Estoy en la otra punta del patio. Sin saber muy bien cómo. Al final, cada patada, con propósito o con fe, sin esperanzas o confiando en mis capacidades, es lo que me ha traído aquí. Al final no es el talento, es el foco. Al final una playa no es más que un cúmulo de granos de todo tipo, no de piedras preciosas. Al final, solo se trata de seguir empujando.
– Tío, César, hemos palmado. Tenías que haber jugado, tronco. Yo se lo he dicho a G*** pero ya sabes, tío, es un egoísta. Y encima es un maleta, tío. Mañana tráete las de fútbol y jugamos tú y yo, aunque sea una alemana. –sigue S*** entre un discurso que se me vuelve ininteligible.
No se trata de dejar de pensar en mañana, sino de seguir avanzando allí donde mañana dé más el Sol.
– Tengo que salir de aquí.
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Wurzeln
14.12.2017
Karlsruhe
Al otro lado de la calle. En el número ocho de la misma, el favorito de mi padre, estaba yo. Llovía notoriamente. Más agua que frío, y aún así estábamos a mediados del último mes del año, y aunque en el sur, no dejaba de ser Alemania.
Llovía y me importaba tanto como le importan las personas a cualquier gobierno de este siglo en España. Quizá incluso menos -si esto fuera posible, claro-. Me separaba, aparte de algún coche aparcado en paralelo en la acera, tan solo un árbol del portal por el que tantas veces habían pasado. No era un árbol precisamente pequeño pero tampoco parecía llevar ahí 40 años. Me gusta pensar que sí, por el hecho de haber compartido ese momento con él, por no acumular otra experiencia solo, por tener un cómplice aunque no fuese capaz de hablar, moverse o escuchar, al menos sabía que al marchar yo él seguiría guardando la casa.
Gottesauer Strasse, 21.
Mis abuelos paternos emigraron a Alemania hace hoy más de 50 años. Más de medio siglo cuando yo no alcanzo el cuarto. En la España de posguerra y dictadura, a no ser que fueras hijo de, marido de, primo de, no había mucho donde picar. El plan primero era ir a Suiza. Ya sabemos de estos, independientes para los conflictos y tan dispuestos siempre a guardar el dinero de todos, sin importar la procedencia de este. Giros del destino y de la salud, cambiaron el rumbo y aquí acabaron. Ambos dos de familia humilde, sin estudios más que los básicos, siempre han tenido buenas manos y predisposición al trabajo. De casta le viene al toro, lo de las manos, claro. La cantidad de trabajos en los que mi abuelo, mi Opa, ha sido empleado roza el incontable, casi tantos como los míos a mi corta edad, con la gran diferencia de que los suyos no eran de ínfima duración. El que más sale a relucir, sin duda, es el de delineante. A pesar de que a él le gusta presumir -de casta le viene al toro, desde luego-, nunca tuvo más que un nivel básico de alemán, aunque tampoco problemas de adaptación.
Mi abuela, mi Oma, por otro lado, sí que anduvo peor en términos de lenguaje local, pero trabajaba igual de duro o más, y siempre en el mismo campo: como en Madrid, cuando era una niña y tenía que salir corriendo en busca de refugio cuando el bando franquista bombardeaba la capital (y se llevó a más de una conocida de su mismo bloque), ella cosía. Hasta que sus ojos le dejaron enhebrar agujas, cosió. Hasta que sus hombros le permitan sostener una sartén, guisará. Y si su época, circunstancias y sociedad le hubieran permitido, habría hecho mucho más pues tenía unas aptitudes para el cálculo natas. Esas capacidades matemáticas pasaron a mi padre, que las desarrolló como debía, y se perdieron con mi hermana, que tiene dotes visuales, y conmigo, que todavía los ando buscando.
Procuro escuchar a mis Opas todo lo posible (con la edad que tienen me lo ponen fácil, si me pierdo no tengo ni que preguntar, sé que antes o después me volverán a repetir la misma cuestión, síntoma de la última etapa de sus vidas), y lo hago por muchos motivos. Sus historias, interesantísimas, más lo son cuanto más mayor me hago, pues más entiendo cosas que antes se me escapaban. Por respeto a mis abuelos maternos, no dejo detalle sin atar, pues a estos no los pude conocer como me hubiera gustado. A mi abuelo apenas mi madre lo conoció, pues ella contaba seis añitos cuando él se despidió. A mi abuela, mi Yaya, aunque yo fui el nieto que más tiempo pasó con ella antes de que nos dejara, por ser el más pequeño y sus circunstancias en la vejez tan duras, no tuve oportunidad de mantener una conversación profunda y real con ella, aunque espero que ese momento me llegue en algún futuro no muy lejano. Por último y más importante, los escucho porque cuando me falten no podré hacerles las preguntas que ahora sí puedo. Porque cuando se vayan no quiero que se lleven con ellos sus experiencias, no todas. Porque quiero saber de dónde vengo y porqué.
No tengo sino dudas endémicas, preguntas sin respuestas, que tendré que esperar para conocer. Probablemente el vacío más grande lo encuentre en el porqué de todo esto, en el hacia dónde voy. Aunque la incógnita asalte de forma recurrente, sé que no puedo sino esperar. Pero creo que es más una obligación que un derecho el conocer nuestras raíces, abrazar nuestra historia e intrahistoria, saber de dónde venimos, para encontrar eventualmente, nuestro camino. Eso está en mi mano y en la tuya, cierra bien fuerte el puño, con rabia, antes de que sea demasiado tarde y esa posibilidad se escape.
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Oniros
Yo no sabía que ella estaba invitada a la misma boda que yo.
Irrumpió en la habitación, y no estaba sola, como tampoco lo estaba yo. Y aunque ambos nuestros acompañantes parecían asfixiarnos, lo hacían en sentidos muy diferentes: mi única compañía era una corbata de punto y era yo mismo el que elegía el espacio que dejaba entre la prenda y mi cuello, pues Dios aprieta pero no ahoga, y yo era Dios en esa habitación –como comprenderás más adelante-; ella, sin embargo, abrió de un portazo intentando encontrar más aire entre las cuatro paredes en las que yo me hallaba, seguida, casi escoltada, por un chico al que, si bien no pude escuchar una palabra hasta entonces, parecía estársele derrumbando el mundo sin aviso previo.
El espacio era sencillo, pero raramente dispuesto a su vez. Por momentos encontrabas una o dos camas de matrimonio, según el ángulo de tu posición en la escena. Las paredes estaban forradas con papel estampado de líneas horizontales en color oro y burdeos, intercaladas entre ellas, pero solo desde donde acababa el zócalo de tablas de madera, a la altura de la cintura. Las ventanas también variaban, una estando yo solo, dos después, en madera blanca. Estaban cerradas, la temperatura era agradable dentro, pero fuera era invierno, uno de ventiscas. No sabría decir dónde estábamos.
Yo, sentado en la cama, con los cuellos de la camisa dispuestos a abrazar la banda de tela que se encontraba todavía en mis manos, no pude sino enmudecer ante la situación en la que me había visto envuelto in medias res. Delante de mí, como si yo no estuviera, los gritos empezaron a caer de ambas partes. Ella, con su pelo azabache con ondas vigorosas, se crecía al tomar aire y expulsarlo con potencia en forma de sentencias, siendo mucho más menuda que él. Él, entre la incredulidad del que le llueve una hostia sin venir a cuento y el orgullo de no rebajarse por ello, se defendía como podía. Ella le aparta, pues se encuentra en su camino hacia la puerta, echándome a mí encima una mirada con significado potente -pero vago- en su andar, y sale. Él entonces me mira con odio, como si fuera yo el causante de algo, pero le dura poco y se viene abajo. Nos parecemos bastante, más de lo que nos gustaría a ambos reconocer. Le miro fijamente, y llego a la conclusión de que si lleváramos la misma ropa sería harto difícil distinguirnos. Se sienta, y hablamos sin palabras, luego con ellas, pero dan igual. Está roto, yo también lo he estado, y las razones no podían ser más parecidas, siendo la causa la misma. Le digo que no se preocupe, que yo no soy amenaza ninguna, que nunca para nadie lo he sido en este aspecto, que confíe en mí y si quiere arreglarlo que lo deje en mis manos.
- Ve, tráemela para que podamos hablar a solas.- le digo suave, y tras una leve duda en sus ojos, accede.
Al rato de salir él de la habitación ella entra. Siempre adopta la misma forma frente a mí, siempre que es accesible, con los ojos brillantes, la boca dubitativa y mirando hacia arriba, a razón de la diferencia de altura y tamaño y no otra. Le cojo con mis manos sus brazos, mirándola a los ojos, y la abrazo mientras pelea por no romper a llorar. Hablamos de pie, un ratito solo. Quizá más, el tiempo no parece contar aquí dentro de la forma que lo hace fuera. Me cuenta que no sabe, que es demasiado el tiempo que hace desde que no sabe. Se acuerda de mí, a veces, a veces no, pero al saber que nos veríamos en esta boda no quiso hacer como cuando nos encontramos por ahí, que hacemos como que no nos vemos, sino que necesitaba verme rápido. La duda es más fuerte que nunca, dice, y cada día le pesa más el no saber si hizo lo correcto dejándome ir.
- Lo hiciste. Tú no me quieres, no me has querido nunca, pero eso ya fue, fue una y otra vez y es hora de acabar. Tú no me quieres como te quiero a ti yo, tú no has estado enamorada de mí aunque quizá yo siempre lo esté de ti. Pero eso no es culpa tuya, no siente uno lo que quiere, sino lo que puede. Por el resto de las cosas que sí son tu culpa, te perdono. Me pesa mucho esto para seguir cargándolo. Si con él es con quien tienes que estar o no solo el tiempo lo dirá, agota todos los cartuchos antes de decidir al menos, pero sé sincera y no le hieras sin necesidad, que nada lo hace más que la falsa expectativa de un futuro. Él sí te quiere, y eso es más que evidente, te quiere hasta el punto de dejarme contigo a solas. Aunque solo has demostrado ser fiel al que te ata, él te quiere libre. Trátalo en consecuencia.
Un abrazo en lágrimas, el último. Y se va para siempre.
Me quedo solo, como estaba, pensando unos instantes. ¿He hecho lo correcto? Duele, pero algo me dice que sí. Me levanto con el empujón del pensamiento de que si ella de verdad se arrepintiese habría puesto todo su empeño en hacer lo posible por verme de nuevo, incluso después de negativas preventivas. Pero no, no lo hizo, ni un solo intento. Solo es mi cara lo que le revuelve por dentro, no el recuerdo de mí.
Se llena todo de niebla.
Despierto en mi cama, al mirar por la ventana solo se ve Praga.
14.11.17
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La vuelta
Quizá el único escenario que no me había imaginado era este. Créeme, cientos y cientos de posibles situaciones habían naufragado por mi cabeza en esos días, particularmente en la última semana.
Hoy, todavía, se me hace difícil pensar que lo que yo le pedí en un principio me lo había dado por fin, aunque a medias, forzándolo mucho por mi parte para sacar esas palabras y tarde, después -o eso pensaba yo- de haber pasado un tiempo tan bonito juntos, que, aunque solo fueran unas semanas, yo la hubiera esperado el resto de mi vida si sus intenciones fueran sinceras. Pero ya se sabe, te mira a la cara y te miente, así es la serpiente.
Como iba contando, volvíamos de hablar sentados en el Retiro, después de haberle dado una semana de tregua para que organizara sus pensamientos, pues había pasado de pensarme a diario a darle pereza hablarme sin explicación aparente. Me pica la curiosidad por saber qué versión se contará a sí misma en su cabeza, pues a ella misma no se puede mentir como al resto, para seguir durmiendo, comiendo, pudiendo trabajar. A mí, sin cargo de conciencia, me duele todo y se me van los kilos, alguien me los tiene que estar cambiando por ojeras.
Es mejor que sigamos cada uno por nuestra parte
Le tuve que preguntar, por supuesto, pero era lo más parecido a un ‘no quiero estar contigo’ que iba a conseguir de esa boca. Me hubiera gustado que fuese unos meses antes cuando, aún estando enamorado de ella, no tenía ningún tipo de esperanza, antes de llamarme para hablar conmigo, antes de enfadarse por mis reservas a verla en Oporto, antes de todo eso. Sea como fuere, ahí estábamos, volviendo cruzando el Retiro, uno a medio metro del otro. Para ella incómodo, yo no me sentía así para nada, y se me escapaba una risa idiota. Pensaba en que era la última vez que no veíamos, y esta era la única última vez de la que yo era consciente, el resto me habían venido dadas sin previo aviso. Pensaba en los recuerdos de futuro que había fabricado yo en mi mente, en despertarla con el desayuno en un balcón desde donde se ve el mar, en recogerle en el aeropuerto de alguna capital europea después de un mes sin verla, en que todavía no habíamos visto amanecer despiertos después de toda la noche bebiendo por Madrid. Pensaba en que por qué yo no era capaz de conseguir esto, que no me parecía tan descabellado. Pensaba en que por qué ella.
Le di un abrazo y un beso en la mejilla mientras me lloraba el corazón a mares por dentro. Me quedé en un banco de piedra tumbado mirando al cielo, justo después de eso, pensando en cuánto me iba a costar salir de esta. Pensando, sobre todo, en si algún día saldría de esta.
Esa fue mi vuelta. La suya será diferente. La suya será, por supuesto, a él. Al mismo al que dijo que estaba todo totalmente cerrado y que no volverían juntos. Al mismo al que dejó por mí, del que pasaba por hablar conmigo. Claro, que estas son las versiones que yo tengo, seguramente él tenga otras muy diferentes y en ninguna de ellas aparezca yo. A él le deseo mucha suerte de verdad, creo que sé cómo se siente.
Mientras, he dejado abierta una botella de Oporto a los pies de mi cama. Cuando no quede nada te habrás ido para siempre. Así, a pequeños tragos del aire, casi sorbos, volátil el líquido como espero que sea tu recuerdo.
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La espera
A traguitos pequeños, casi sorbos. Así consumía las páginas del libro. Y lo hacía casi obligado. Por una parte, su mano izquierda se había confabulado contra él y por más que este quisiera continuar su lectura ella, incómoda y rebelde, se lo impedía y volvía cada dos (tres a lo sumo) líneas a la página primera, donde la tinta es azul y no negra y donde la tipografía no lleva serifa y está transcrita a mano. Por otra, sentía al leerlo sus dos ojos azabache en la nuca, aún sabiendo que allí no había nadie más.
A traguitos pequeños, casi sorbos. Así consumía el líquido dorado de su lata, que ni era la primera ni estaba fría ya. Así desde un bordillo, con una capucha y los antebrazos sobre sus rodillas, mirándose los tobillos y pensando en Caín. “Caín y su estigma”, suficiente contenido como para darle un respiro y no pensar en quién no le reclama. Para coger aire y no ahogarse en sus pensamientos cíclicos, de los que nadie le saca, porque ni saben de su existencia ni lo pretenden.
A traguitos pequeños, casi sorbos. Así la vida, por el temor a hacerse viejo y sobre todo por el profundo miedo a que esta no se termine al morir. Las cosas no siempre son como uno espera así que esperando que salgan de la forma esperada espera, sentado en la acera, con su libro en la izquierda y su cerveza en la derecha. Espera, pero no desespera, por no desandar lo andado ya.
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