caminocopalita
Camino Copalita
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caminocopalita · 2 months ago
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La idea
17 de marzo de 2024
“¡¡Qué pinche chinga me paraste Nathalia!!”
Nathalia –así, con te hache– soltó una carcajada. “Yo sólo te sugerí el paseo,” se defendió. “Tú fuiste el que decidiste hacerlo.” “Pero ya… platícame. ¿Valió la pena?”
Por ahí de octubre del 2023, Nathalia, mi maestra de pilates, me dijo: “Tengo un paseo que te va a encantar. Se llama el Camino Copalita. Caminas a lo largo de seis días de la ciudad de Oaxaca a la costa del Pacífico. Llevo años queriéndolo hacer, pero no convenzo a mi novio.”
“¡Wow!” pensé. “Atravesar la sierra caminando de Oaxaca al mar suena increíble.” De pronto me transporté más de 40 años atrás. Estaba en un tejabán al lado de la carretera, tomando un café de olla hirviendo, con el frío del bosque de pinos en lo alto de la sierra pegándome en la cara, después de seis largas horas manejando en una carretera angosta y sinuosa. Nos detuvimos a tomar un respiro para evitar desencadenar una vomitada multitudinaria. Olía a resina de pino, a leña, a humo y a piloncillo. Olía –ahora lo reconozco– a pitiona. Había hecho un viaje memorable con mis papás y mis hermanos al estado de Oaxaca. Manejamos a Acapulco donde pasamos unos días en el departamento que recién habían comprado mis papás, antes de tomar la carretera vía Pinotepa Nacional hacia Puerto Escondido donde pasamos una noche. Visitamos Puerto Ángel y las bahías de Huatulco, a las que en ese entonces sólo podías llegar en lanchita. Desde Santa Cruz Huatulco cruzamos la sierra hasta la ciudad de Oaxaca donde estuvimos una semana antes de regresar a la Ciudad de México. Hacer el recorrido de Oaxaca a Huatulco caminando tenía que ser toda una experiencia. 
Les mandé la liga a Ana y Alberto, mis colegas de trabajo en StepStone. “Deberíamos hacer este viaje,” les escribí. “A ver si se animan.” Más tardé en picarle send cuando los dos respondieron: “¡Puestos!”. “Hagámoslo el siguiente año como ejercicio de team building para StepStone México,” contesté. 
Se acercaba diciembre y, para variar, no teníamos plan para las vacaciones, a pesar de que mis hijos venían a pasar las fiestas con nosotros: Diego de Nueva York y Álvaro de Londres. Todos nos habíamos comprometido a plantear y organizar un viaje. Ninguno habíamos hecho nada. Un fin de semana ya en noviembre, decidí poner manos a la obra para no quedarnos chiflando en Las Lomas.
Acababa de pasar el huracán Otis en Acapulco y todos los destinos de playa estaban, o llenos o carísimos. Me metí a explorar Oaxaca, que pronto me convenció. Podríamos ir manejando, desayunar cemitas en Puebla de ida y comer mole poblano de regreso para completar la colección de los siete moles oaxaqueños. Nos quedaríamos en el barrio de Jalatlaco; visitaríamos varios palenques ancestrales de mezcal en Santa Catarina de Minas y San Baltazar Chichicápam; haríamos la ruta de las artesanías, los alebrijes en San Martín Tilcajete y el barro negro en San Bartolo Coyotepec. Para redondear el viaje haríamos una caminata por la Sierra Norte visitando los Pueblos Mancomunados con parada obligada en San Pablo Guelatao.
El viaje estuvo fantástico. La caminata de tres días y dos noches por la Sierra Norte: intensa. 
Oaxaca es una maravilla. 
Cenamos la noche de fin de año en Alfonsina. Taco de col morada crujiente, sopa de frijol blanco con acelgas y setas, tamal de berenjena con aguacate criollo sopleteado, y robalo en mole almendrado. Ya en el postre de mango y cacahuate garapiñado, en jugo de caña, con espuma de cacao, les dije a Pilar y a mis hijos: “¿Cómo ven si regresamos en Semana Santa a hacer el Camino Copalita?” “¿Camino Copalita? ¿Qué es eso?” preguntaron mientras brindábamos con una jicarita de madre cuishe.
“Atraviesas la Sierra Sur caminando. Desde la ciudad de Oaxaca hasta el mar.” 
Pilar casi escupe el mezcal: “¡Estás loco si crees que yo me voy a echar esa caminata tres meses después de la madriza que nos acabamos de poner ayer!” “Pero lo queremos hacer como una experiencia de cohesión para el equipo de StepStone México,” empezaban mis argumentos. “Y además lo va a pagar la empresa.”
“¡Pues hazlo tú con el Basave! Yo me voy con mis papás a descansar y tomar el sol a Cuernavaca. Me da lo mismo si lo paga StepStone o el pinche papa,” sentenció Pilar. “¡Oye! Más respeto con el poteito,” le dije molesto. “Yo lo que quiero es ir a Japón,” remató. Diego, Alvaro y Jimena nada más se rieron. Parecía que Copalita nacía muerto.
Como la esperanza es lo último que muere, en enero reservé 10 lugares. Cinco para nosotros y cinco para Alberto, Ana, Víctor, Esteban y Arely: el equipo de StepStone México. Cuando le pregunté a Alberto si le reservaba a su esposa Paty, me contestó muerto de la risa: “Bueno… no hay forma de que Paty se apunte. Aunque hubiera un Ritz Carlton en cada una de las paradas del recorrido, me costaría un huevo convencerla.”
Mi proceso de convencimiento fue arduo, pero finalmente Pilar accedió a ir. Conforme la fecha se acercaba, hicimos unas cuantas caminatas de entrenamiento en las que invariablemente acabamos agarrados del moco por una razón o por otra. 
Dos semanas antes nos lanzamos a Decathlon para preparar el viaje. Compramos tres mochilas, cuatro bastones para caminar y tres pares de zapatillas para surfear. Estábamos listos para la aventura.
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Los organizadores armaron un grupo de WhatsApp para ir dando indicaciones y resolviendo dudas previo al inicio del viaje. De por sí, hablo con el Basave por lo menos cuatro o cinco veces diarias para ver temas de la chamba. La comunicación se empezó a intensificar con los preparativos del viaje.
“¿Oye, piensas llevar cuatro o cinco pantalones?” me preguntó con cierta aprehensión. “Me voy a llevar unos pantalones para los primeros dos días que va a hacer frío y puros shorts para el resto del viaje,” le contesté con gran seguridad. “Güey… ¿No leíste la lista de recomendaciones? ¡Te dicen que lleves pantalón largo todos los días!” “Mmm… pues quizá empaque un pantalón más además de mis shorts,” contesté empezando a dudar un poco. Viendo que no era de mucha ayuda, el Basave empezó a hacer sus preguntas en el chat. 
“Hola! Valdrá la pena llevar una colchoneta para abajo del sleeping bag? En volumen es la mitad del de el sleeping,” fue la primera pregunta, a la que siguió una foto de un Therm-A-Rest® Prolite™ Self-Inflating Sleeping Pad, que se veía bastante pro. “Dependiendo del campamento en el que estemos habrá colchonetas o catres, no es necesario llevar colchones,” contestó Emilio, el coordinador del grupo que a la postre sería nuestro guía. “Lo que sí podría ayudarles es una almohada,” añadió.
“Hola de nuevo,” volvió a preguntar Basave, “¿Crees que sea conveniente ponerle permetrina a la ropa para los insectos?” “Es permetrina diseñada justo para ponerle a la ropa,” aclaró. “Realmente nunca hemos tenido problema con insectos, considero que con pantalones, playeras de manga larga y repelente es suficiente,” contestó Emilio. “Ok, gracias. ¿Y no hay tema con garrapatas en el bosque?” siguió preguntando el Basave. “No, no me preocuparía mucho por eso,” contestó Emilio con la paciencia que desplegaría a lo largo de todo el viaje.
“¿Se necesita llevar cubiertos para campismo?” siguió preguntando el Basave. “No, no es necesario llevar cubiertos. En todos los campamentos hay. ¡Ahí nos darán de desayunar y comer!” respondió Emilio. “Lo que sí recomiendo, es llevar sandalias deportivas que puedan mojarse,” añadió.
“Este Basave está cagadísimo,” comentamos entre risas Jimena y yo mientras cenábamos en casa. “Se ve que le está empezando a entrar el nervio.” A Pilar le habían robado el teléfono, por lo que no se estaba enterando mucho de los preparativos y recomendaciones, pero igual le dio mucha risa la preocupación del Basave.
A partir del día siguiente, al que le empezó a entrar la preocupación fue a mí. ¿Habían mencionado “catres” y “colchonetas” en el chat del grupo? ¿Recomendaban llevar almohada? ¿Qué pedo con los cero grados centígrados y los sacos de dormir para baja temperatura? ¿Qué era eso de una mochila de ataque? ¿Las zapatillas para surfear que compramos servirían como sandalias deportivas que pueden mojarse?
El tema del catre me volvió a regresar a la infancia. Estábamos mis hermanos y yo escurriendo de sudor, metidos en una choza en la playa de Chachalacas en Veracruz, intentando dormir en unos catres. No me acuerdo qué hacía más ruido, si el zumbido de los moscos adentro del cuarto, el abrir y cerrar de las tenazas de los cangrejos afuera en la playa, o el rechinido estridente y disonante de los resortes y bisagras de los catres. 
Un catre se compone de un tubo de aluminio que forma un rectángulo de esquinas redondeadas, dividido en dos partes que se unen por sendas bisagras de cada lado para que se pueda doblar a la mitad. El tubo tiene perforaciones de las que se enganchan unos resortes de alambre que sujetan una lona de color rojo o verde olivo. La lona usualmente está sucia y percudida con manchones de círculos irregulares. El catre tiene unas patas plegables en cada extremo, también de aluminio perforado, que se despliegan cuando se abre por la mitad para formar un camastro de 30 a 40 centímetros de altura en el que puedes –si te atreves– recostarte –si lo logras– a dormir. 
El asunto no pintaba bien. Yo había revisado muy de pasada la descripción del viaje en la liga que me había mandado Nathalia con te hache. Sí había visto que una noche la pasabas en un campamento que me pareci�� un glamping como los que ves en las fotos de los safaris de súper lujo en África. Había asumido que el resto de las noches dormíamos en cabañas como a las que habíamos llegado en nuestra caminata por la Sierra Norte en diciembre. Rústicas, pero con su baño con agua caliente; su cama con colchón, sábanas, cobijas y cabecera; su hamaca y mecedora afuera del cuarto; y hasta con una chimenea que te prendían en la noche. 
Le llamé a Ana para ver cómo iba a estar la dormida. Nos metimos a la liga y me fue enseñando los lugares donde pasaríamos cada una de las cinco noches. Tienda de campaña con techo a dos aguas. Tienda de campaña tipo cúpula. Campamento al aire libre con mosquiteros individuales –para nada parecía un glamping de súper lujo. Tienda de campaña tipo iglú. Y… tienda de campaña tipo voy-a-dormir-de-la-puritita-mierda-del-toro. “En la madre…” le dije a Ana, “Pilar me va a matar.”
La tensión se acumulaba en la semana previa al inicio del viaje. A Pilar le habían robado su celular y su computadora desde el lunes anterior cuando pasó a comprar postre para llevar a una comida con sus amigas. En esa misma semana le habían metido un gol a una cuenta de su papá que administra ella. Además, llevaba más de un mes sin coche porque había metido su camioneta a hojalatería y pintura para reparar algunas averías que había sufrido en el viaje de diciembre a Oaxaca.
El fin de semana antes de partir fuimos Pilar y yo a Cuernavaca a pasar el puente del 21 de marzo con sus papás. Jimena se quedaría en la Ciudad de México porque el sábado cumplía años su prima Natalia y el domingo Juan Pablo, el chavo con el que está saliendo y que todavía no nos presentaba.  
Por coincidencia, Juan Pablo pasó por Jimena justo cuando llegó por nosotros el Uber que habíamos pedido para ir a recoger la camioneta y seguirnos a Cuernavaca. Jimena lo estaba esperando en el lobby para evitar cualquier tipo de encuentro: cercano o lejano. No le quedó más remedio que presentarlo. Nos saludamos en aproximadamente 90 segundos y cada quien agarró por su lado. 
La camioneta la entregaban a las 2 pm. Con el tráfico del sábado, llegamos a las 2:13. El asesor ya se había largado a su casa y no había quien entregara el auto. Nos fuimos mentando madres a casa de mis suegros a tomar prestado un coche. Llegamos a Cuernavaca sin mayor eventualidad salvo por el tramo en construcción en la maldita carretera a la altura de la desviación a Cuautla, donde los ineptos de Capufe reducen el flujo a un solo carril. Todavía llegamos a tiempo para la comida cena que disfrutamos con una botella de Abadía Retuerta Pago Negralda que habíamos traído de España.
Al día siguiente, después del desayuno, hicimos nuestra llamada familiar de los domingos. Platicamos un par de cosas, mis hijos saludaron a mis suegros, a mi cuñado Santiago, a mi comadre Miriam y a nuestra ahijada Alejandra que estaban también en Cuernavaca. 
Pilar, que no se aguantaba las ganas, fingió un tono casual y comentó: “Pues ayer conocimos a Juan Pablo.” “¿Quién es Juan Pablo?” preguntaron los demás, tanto en la mesa como en el otro lado del teléfono. “Pues el chavo con el que está saliendo Jime,” dijo Pilar. 
Acto seguido, tuvo el buen tino de comentar una de sus habituales indiscreciones. Me le quedé viendo con cara de no-manches-lo-qué-acabas-de-decir-Pilar. La llamada terminó con un torpe: “Bueno… pues ahí hablamos la próxima semana. Bye… besitos…”
Así empezaba la semana previa a nuestra partida. Yo, furioso con Pilar. Jimena, furiosa conmigo por lo que había dicho su mamá. Pilar, nerviosa por el viaje y angustiada por su teléfono, su computadora, el fraude a la cuenta de su papá, y por dejar a su mamá que había salido del hospital hacía apenas una semana. Lo que nos esperaba…
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caminocopalita · 2 months ago
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El arribo a Oaxaca
22 de marzo de 2024
Nos vimos los cinco en la desgracia de aeropuerto que es el Benito Juárez de la Ciudad de México. Ana y el Basave pasaron por mí a la oficina. Pilar y Jimena salieron de casa de mis suegros donde Pilar intentaba terminar de poner sus cosas en orden. Se agarraron del moco bien sabroso porque Pilar no había acabado de empacar, no soltaba la computadora, y se hacía tarde para llegar a tiempo al aeropuerto.
Ana el Basave y yo llegamos con buen tiempo. Imprimimos las etiquetas de las maletas en unos kioscos nuevos de Volaris y documentamos el equipaje.
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Ana y Alberto se adelantaron a pasar los filtros de seguridad mientras yo esperaba a Pilar y a Jimena. Llegaron 20 minutos después, despeinadas, acaloradas y enojadas. “No quiero ver a nadie,” me dijo Pilar con el llanto en la garganta. “Ana y Alberto ya se adelantaron,” le contesté. Todavía teníamos tiempo suficiente para documentar, abordar sin tantas prisas y, si teníamos suerte, pasar por una torta de chistorra a la Tasca don Quino… o eso creíamos. 
Al kiosco que escogí para imprimir la etiqueta de Pilar se le había acabado el rollo. “¡¡NOHAY PAAPEEEEEL!!” grité para ver si alguien de Volaris me auxiliaba. “¡Qué te pasa Luis!” me dijo Pilar entre dientes mientras me empujaba para agarrar su mochila de la báscula y poner cara de yo-no-sé-quién-es-este-güey. “¡Papá!” dijo Jimena mordiéndose el labio para no reírse. Después me confesó que estuvo a punto de abrir su mochila para pasarme el rollo de papel de baño –sí, también estaba en la lista– que había empacado.
Tomé delicadamente la mochila de las manos de Pilar y me cambié de kiosco mientras Jimena imprimía su etiqueta. Como el código QR del pase de abordar ya lo había procesado la máquina sin papel, la pantalla del nuevo kiosco desplegó el mensaje: “Este código QR ya ha sido procesado.” “¡Carajo!” pensé, “Ya valió madre la torta.” 
Me dirigí a un mostrador con un agente de servicio al pasajero que por un lado atendía a una familia que había perdido su conexión y por otro le trataba de explicar a otro agente, cómo efectuar un procedimiento que parecía ser muy sencillo. El agente inexperto corría de un mostrador al otro porque no le funcionaban las instrucciones.  
Después de documentar a la familia en un vuelo que salía 8 horas después y hacía una escala –sobra decir que no estaban contentos– me dijo: “Ahora lo atiendo,” y se fue al mostrador del agente inexperto a solucionar su problema. “Ahora sí,” regresó tres minutos después, “¿en qué lo puedo ayudar? Le expliqué el problema que resolvió con bastante eficiencia. 
Nos dirigimos a los filtros de seguridad que pasamos con inusual rapidez. Uno porque casi no había cola y dos porque nadie llevaba ni computadora ni iPad ni ningún otro dispositivo electrónico. Ya tenía varios mensajes en mi WhatsApp de Ana y Alberto. “¿Qué onda? ¿Dónde andan? Ya estamos abordando.” Llegamos cuando terminaba de subir el Grupo 1 y todavía tuvimos tiempo de entrar sin hacer cola. 
Nos instalamos en nuestros asientos. “Mira eso mamá,” dijo Jimena señalando por la ventanilla. Era un avión de ANA, All Nippon Airways, que sobre el fuselaje decía: “Inspiration of Japan”. “Es una señal,” dijo Pilar.
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Después de un corto vuelo de 40 minutos llegamos a OAX, el Aeropuerto Internacional Xoxocotlán, en Oaxaca, Oaxaca. Pilar, Jimena y yo recogimos nuestras mochilas. Alberto y Ana recogieron las suyas y otras dos maletas cada uno con sus computadoras, ropa y demás aparejos de trabajo que iban a enviar por paquetería de Oaxaca a Huatulco.
Salimos a buscar la camioneta que había reservado el Basave para recogernos y llevarnos al hotel. Nadie nos estaba esperando en la salida, ni en la banqueta, ni en el estacionamiento. “Acabo de hablar al hotel. Estos idiotas se confundieron de día,” nos dijo. Nos formamos en la fila del servicio de transporte oficial del aeropuerto cuyo mostrador estaba adentro de las instalaciones y el aire acondicionado. Sin embargo, la cola se formaba saliendo por una puerta a la banqueta a pleno rayo del sol, a pesar de que adentro del aeropuerto sobraba espacio para formar una fila ordenada. Misterio oaxaqueño. No sé si empezábamos a experimentar el gobierno por usos y costumbres. 
“Cinco personas al centro de la ciudad,” dijimos Basave y yo cuando por fin llegamos. “Van a ser 600 pesos en un colectivo de 9 personas,” nos informó la señorita que nos atendía. “¿Y no podemos rentar la camioneta completa?” preguntó Basave. “Pues les tendría que cobrar 900 pesos,” nos contestó. “¡Perfecto! Así nos vamos sin tener que esperar,” dijo de inmediato el Basave.
“Sólo tengo que consultar con mi superior,” nos advirtió la señorita. “Esto ya valió madre,” le dije a Basave, “te apuesto a que le dicen que no se puede.” En un claro caso de si-me-compran-todos-los-lugares-entonces-qué-vendo, la señorita nos dijo: “No se puede porque pueden llegar otros pasajeros. Por favor salgan a que les asignen un colectivo.” No hubo posibilidad de contraargumentar. El último colectivo se acababa de ir con sus nueve pasajeros. “Ya viene en camino otra camioneta,” nos informó el despachador. Basave regresó para ver si podía cambiar cinco lugares en un colectivo por dos taxis particulares. Regresó con dos comprobantes y una sonrisa. “¡Ámonos!” exclamó, y nos repartimos en los taxis.
Llegamos a Casa Hidalgo Hotel Boutique en el centro, una casona del siglo XIX que fue sede del consulado de Francia y llegó a albergar importantes personalidades como el compositor y director ruso Igor Stravinsky. El lugar prometía más, se veía mucho más lindo en las fotos. 
Nos acomodamos Pilar, Jimena y yo en un cuarto amplio con dos camas matrimoniales y sala. El maletero terminó de acomodar nuestras mochilas y, acto seguido, nos sacó un pedo cuando gritó: “¡Aletza! ¡Prende las luces!” “Bien,” contestó Alexa mientras se encendían las luces del cuarto. “Le pueden pedir cualquier cosa a Aletza,” nos informó orgulloso de la tecnología que manejaba el hotel. 
Salimos a caminar para encontrar un lugar donde echar un tentempié, ya que Ana había hecho una reservación de menú de 8 tiempos en Crudo a las 8 pm. Caminamos hacia la iglesia de Santo Domingo haciendo escala en algunas tiendas y galerías. Apuramos el paso para que la botana no se nos juntara con la cena y llegamos a Casa Oaxaca. Aunque no era hora ni de comida ni de cena, no había lugar en la terraza con vista a la iglesia. Nos dieron una agradable mesa en el patio interior donde pedimos unos cocteles de mezcal. Justo lo que necesitábamos para atajar el calor y empezar a relajarnos. 
Pedimos unas tostadas de insectos: con chapulines, gusanitos de maguey y hormigas chicatanas, servidos encima de guacamole y decorada con tepiche, rabanitos y rollitos de aguacate; pedimos también unas tetelas de barbacoa de conejo con frijol charro, col, aguacate, rábano y cilantro. La comida llegó junto con la segunda ronda de tragos. Le di la primera mordida a la tostada y que una méndiga chicatana me muerde de regreso. Las chicatanas son unas hormigotas voladoras, que tienen una tenaza en las fauces. Cuando están vivas, la utilizan para podar hojas; cuando están muertas después de haber sido tostadas en un comal de barro, las usan para morder a sus depredadores. Quedé con la punta de la lengua sangrando. Me la tuve que curar remojándola en una copa de mezcal tepeztate hasta que se me entumió y perdí toda sensación.
Cuando salimos de Casa Oaxaca, habían abierto la iglesia para la misa del Viernes de Dolores. No pudimos recorrer el interior, pero sí logramos admirar el retablo barroco detrás del altar y la impresionante yesería de la bóveda central. Todavía teníamos algo de tiempo, por lo que pasamos a visitar el hotel Quinta Real.
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El ahora hotel ocupa parte del antiguo convento de Santa Catalina de Siena, fundado por Fray Domingo de Betanzos en el siglo XVI. En 1998 fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO. Es un lugar donde te puedes perder durante horas –días si tienes la fortuna de hospedarte ahí– y que por sí solo bien vale el viaje a Oaxaca. Cada rincón, pasillo y pasadizo; cada patio, terraza y escalera; te sorprenden. Nada te prepara, sin embargo, para cuando encuentras la fuente de los lavaderos, el lugar más bonito de todo el conjunto. 
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Ya casi era hora de la cena por lo que nos dirigimos a Crudo. Crudo es un concepto del arquitecto convertido en chef Ricardo Arellano. Él atiende personalmente un omakase con lugar para seis personas donde prepara un menú de 8 tiempos con mariscos de Ensenada y los demás ingredientes de diversas regiones de Oaxaca. Ofrece maridaje con varias alternativas de sake, vinos naturales y cervezas artesanales. El chef Ricardo se enamoró de la cocina Oaxaqueña ayudando a su madre, abuelas y tías. Cuando decidió dejar la arquitectura, perfeccionó su técnica con el famoso chef mexicano Enrique Olvera en Ticuchi, uno de sus restaurantes en la Ciudad de México. El playlist de Crudo y el de Ticuchi son sospechosamente parecidas.
Empezamos por un ostión envuelto en esfera de quesillo, seguido de un sashimi grueso de 3 cortes de atún con 3 tipos de tomate, aderezado con hojas de quintonil, acompañado con chixtentle de chapulín y soya de frijol negro. Comimos un kampachi en taco de hoja de alga sopleteada, un taco de hoja de alga con pez jurel en cama de arroz y un ikura con hierba pitiona. Entre platillo y platillo, limpiábamos el paladar con láminas de jícama macerada en vinagre de arroz y gengibre. El postre fue una revelación. Dulce de zapote negro con maracuyá, trozos de cacao y aguamiel. El aguamiel le quitaba lo ácido a la maracuyá; la maracuyá le quitaba lo dulce al zapote negro. La combinación de sabores y texturas le ganó un aplauso al chef.
Decidimos caminar al hotel para desempanzurrarnos. Ana, Alberto y yo todavía teníamos que revisar unas propuestas de inversión. Al día siguiente pasaban temprano por nosotros para llevarnos al valle del mezcal. 
Dormimos bien hasta que nos despertamos sudando a las dos de la mañana. Alexa había puesto la temperatura del cuarto a 32 grados centígrados.
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caminocopalita · 2 months ago
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El mezcal ancestral 
23 de marzo de 2024
Pasó una camioneta por nosotros a las 8 am. Queríamos llegar a desayunar a Almú 15 minutos antes de que abrieran. Teníamos cita con Mezcal Real Minero a las 10 am y me habían advertido que sólo teníamos 30 minutos de tolerancia antes de que nuestra reservación se cancelara, perdiéramos nuestro depósito y la oportunidad de visitar el palenque.
El Basave y Ana bajaron 15 minutos tarde y la emprendimos hacia el Valle del Mezcal en una camioneta amplia y cómoda con un amable conductor que resultó ser mi tocayo. Después de 30 minutos, tomamos la desviación hacia San Martín Tilcajete, el pueblo de menos de 2 mil habitantes, donde muchas de sus familias se dedican a labrar, pintar e inventar alebrijes. No teníamos tiempo para detenernos, pero bien vale la pena dedicar por lo menos medio día para ir de casa en casa, de taller en taller, de tiendita en tiendita, admirando el trabajo de estos artistas y artesanos que sacan animales fantásticos de los troncos y las ramas del árbol del copal.
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Los alebrijes son representaciones de los guías espirituales que nos conducen en el camino de la vida, en el de la muerte y en la transición al más allá. Algunos alebrijes tienen diversas habilidades mágicas, como por ejemplo los monstruos que devoran las pesadillas de los niños antes de que se materialicen en sueños aterradores. 
Para los zapotecas existe un mundo subterráneo al que van a dar las almas de los muertos. En esta cosmovisión hay dos criaturas vinculadas estrechamente con el mundo de los alebrijes: el tona y el nahual. El tona es un espíritu o animal protector que te acompaña y guía a lo largo de tu vida. El nahual es un ser sobrenatural que tiene comunicación con los espíritus y te guía en el camino al mundo subterráneo donde tu alma continuará existiendo. El nahual también se personifica –no existe contradicción– en un animal. Cada individuo tiene su tona y su nahual dependiendo del día y año del calendario zapoteca en el que haya nacido. 
El calendario zapoteca se compone de 13 meses de 20 días cada uno.Cada día está regido por un animal: iguana, coyote, tortuga, camaleón, serpiente, armadillo, venado, conejo, rana, perro, chango, búho, tlacuache, jaguar, águila, cenzontle, mariposa, caracol, pescado, colibrí. Cada animal tiene características y atributos que influyen en tu personalidad y en tu forma de vivir la vida. Los artistas y artesanos de San Martín Tilcajete transforman esta fantástica cosmovisión en obras de arte alucinantes.
Cruzamos el pueblo que es más bien feo –la belleza se encuentra dentro de las casas y los talleres– para entrar en un camino de terracería. Pasamos entre milpas y magueyes hasta que unos 15 minutos después, llegamos a Almú, un lugar en la mitad de la nada donde de pronto aparece mucho más que un restaurante. Aparecen una cocina de leña y humo; un vivero con todo tipo de plantas, flores y hierbas; un huerto donde cultivan muchos de los ingredientes que utilizan; un lugar para convivir con la naturaleza, la comida y la gente que te atiende. Si vas con suficiente tiempo, te puedes incluso dar un temazcal. 
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Aunque llegamos unos minutos antes de que abrieran, todo estaba listo para recibirnos. El restaurante está al aire libre, sobre un piso de tierra, protegido del sol por la sombra de los árboles y unas techumbres de madera tejida, malla y palma. El comedor y la cocina conviven en todo momento. La cocina está montada sobre un cubo de bloques de cemento divido en cuatro partes. En una está un solitario comal de barro apoyado sobre una base de adobe que concentra el calor del fuego de leña. En otra hay un conjunto de parrillas de hierro donde ponen a cocinar y calentar la comida en todo tipo de ollas y sartenes de barro, de peltre y de metal, también al fuego de leña. Detrás del comal tienen un gran metate y diversos molcajetes de piedra. La otra parte es una mesa de reposo y preparación de alimentos. Cuando llegamos, el fuego estaba a todo lo que daba y encima había unas ollas de almendrado y mole negro echando borbotones grandes y perezosos que esparcían todo tipo de aromas. 
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Nos disculpamos por disponer de tan poco tiempo y pedimos chocolate con agua para los cuatro, un café de olla para Pilar y ordenamos varios platillos para compartir. Nos trajeron las bebidas en unos tazones de barro que venían humeando y despidiendo un delicioso olor a cacao, canela y piloncillo. Nos dejaron unas piezas de pan de yema recién horneado; unas al natural, otras con cobertura de concha. Entramos en una discusión metodológica de si es mejor sopear el pan en el tazón de chocolate o si es mejor hacer la mezcla en la boca.
Al poco rato empezó a llegar el resto del desayuno. Almendradas rellenas de quesillo, enmoladas rellenas de pollo de rancho, salsa de chorizo, dobladas de quesillo y de hongos, y unas memelas con asiento espolvoreadas con queso fresco que estaban fuera de este mundo.
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Cerca de la cocina tienen una mesa con artesanías donde no figuran alebrijes. La mayoría son tazas, tazones y vasos mezcaleros decorados, unos con penes otros con chichis. El Basave estaba feliz. Les sacaba fotos, se sacaba selfies, y nos los mostraba desde lejos. Usó su poco efectivo para comprar un juego de cuatro vasitos mezcaleros y una taza. 
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Entramos en un pequeño desconcierto cuando llevaron la cuenta y nos enteramos que sólo aceptaban efectivo. Yo había dejado mi dinero bien escondido en uno de los múltiples compartimentos de mi mochila. No lo quise dejar en la caja fuerte del cuarto al alcance de Alexa. Estábamos viendo cuánto juntábamos entre todos cuando Ana sacó unos billetes de 500 pesos nuevecitos que nos sacaron del apuro.
Satisfechos y contentos nos subimos con mi tocayo para dirigirnos a Santa Catarina Minas. Llegamos a Real Minero donde nos recibió Graciela Ángeles, descendiente directa del bisabuelo don Francisco Ángeles, mejor conocido como Papá Chico, quien a finales del siglo XIX empezó a producir mezcal en condiciones muy precarias. Producir mezcal en esa época no solo era difícil, era riesgoso. La destilación y consumo de bebidas de agave eran actividades clandestinas. 
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La primera prohibición se dio en 1785 cuando Carlos III de España prohibió la producción y venta de bebidas alcohólicas en las colonias para proteger al brandy español. Hasta el siglo XX continuó siendo una actividad fuera de la ley, a veces tolerada, a veces reprimida. Porfirio Díaz –el coronel y el general– combatió el consumo de bebidas alcohólicas por considerarlas fuente de criminalidad y de enfermedades mentales. Fue especialmente duro reprimiendo la producción artesanal de mezcal en su estado natal. Paradójicamente, promovía al mismo tiempo, la producción de tequila que comenzaba a industrializarse. El mezcal continuó siendo más o menos clandestino, marginal y peligroso –tanto para el productor como el consumidor– hasta 1994 cuando el gobierno crea una Norma Oficial Mexicana y obtiene una Denominación de Origen.
Mezcal viene del náhuatl metl que significa maguey e izcalli que quiere decir horneado. La norma oficial distingue tres categorías de mezcal. El mezcal industrial al que se le llama simplemente mezcal, el mezcal artesanal y el mezcal ancestral. En un extremo está el mezcal, que se elabora con métodos muy similares a los del tequila y se puede producir en grandes cantidades. En el otro está el mezcal ancestral que sólo admite cocción en hornos de pozo; molienda en tahona –un molino de piedra impulsado por uno o dos animales de tiro– o con mazo en canoa; no permite fermentación en tanques de acero inoxidable; y sólo se puede destilar con fuego directo en ollas de barro y montera de barro o madera donde se debe incluir el bagazo del maguey. El mezcal artesanal es un intermedio más cercano al método ancestral en cuanto al cocimiento, molienda y fermentación aunque parecido al industrial en la destilación, ya que permite el uso de alambique de cobre. 
Al lugar donde se lleva a cabo el proceso de cocción, molienda, fermentación, y destilación, se le conoce como palenque. Graciela nos explicó que palenque viene del náhuatl y quiere decir lugar donde se llevan a cabo actividades prohibidas. María Moliner y la Real Academia defienden una etimología del catalán palenc - estaca o valla de madera, y la definen como un área o terreno así cercado.
Hicimos un recorrido por el jardín donde tenían plantadas diversas especies y variedades de agave.
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Visitamos el invernadero donde cultivan las plantas para llevar a cabo una producción sostenible y luego fuimos a visitar el palenque. Aquí vimos los hornos cónicos de tierra y piedras donde se cuecen las piñas, las canoas de molienda donde se machaca el maguey cocido con grandes mazos de madera,  las tinas de fermentación, y los hornos de destilación. 
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La destilación se lleva a cabo en un sistema de dos ollas de barro. En una de ellas, que está en contacto directo con el fuego, se vierte el tepache o mosto del agave. Encima se coloca una segunda olla sin fondo que se cubre con un cazo de cobre por el que circula agua corriente que condensa el vapor generado por la cocción del mosto. El líquido condensado se captura en una pala de madera que se fija dentro de la olla superior con un mecate y se conecta a una caña de bambú o a una hoja de maguey que sale de la olla por un orificio lateral para que gotee pacientemente el destilado. El líquido obtenido se vuelve a procesar en una segunda destilación en la que se separan las puntas que salen primero y las colas que salen al final, para dejar cuerpo o corazón que es propiamente el mezcal. Con este método se pueden obtener hasta 12 litros de mezcal ancestral por día, mientras que usando alambique de cobre se pueden obtener hasta 200 litros diarios de mezcal artesanal.
Detrás de las tinas de fermentación estaba escrito un huehuetlatolli, que en náhuatl quiere decir los dichos de los antiguos.
Ten cuidado de las cosas de la tierra:
Haz algo, corta leña, labra la tierra, planta nopales, planta magueyes.
Tendrás qué beber, qué comer, qué vestir.
Con esto estarás en pie, serás verdadero, con eso andarás.
Con eso se hablará de ti, se te alabará, con eso te darás a conocer.
De los hornos de destilación pasamos a la bodega donde almacenan y añejan el mezcal en garrafones de vidrio. En la frescura de la bodega hicimos una cata donde probamos Espadín, Largo, Cuishe y Arroqueño.
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Fue una lástima que sólo pudimos ver trabajando las tinas de fermentación. En diciembre habíamos visitado Lalocura donde Eduardo Angeles, otro descendiente directo de Papá Chico, manufactura su mezcal ancestral. Ahí sí pudimos ver todo el proceso funcionando. Lalocura es un juego de palabras que combina el apodo de Eduardo con la palabra cura que hace alusión a las propiedades medicinales que, tradicionalmente y hasta hoy, se le atribuyen al mezcal. El nombre no parece tener relación con Olegario Cura, el enigmático personaje de Roberto Bolaño al que también apodan Lalo.
Otro palenque ancestral que vale la pena visitar es el de Berta Vázquez en San Baltazar Chichicápam, muy cerca de Santa Catarina. Doña Berta es una de las poquísimas maestras mezcaleras que se han abierto camino en un mundo agreste dominado por hombres. El libro de Domingo García, Mezcal; Un espirituoso artesanal de clase mundial me ayudó a entender mejor y ordenar lo que habíamos visto en los palenques. Es una interesante lectura que recomiendo.
De regreso a la ciudad, paramos en el Walmart a comprar algunas cosas que nos hacían falta. Compramos diversos snacks como almendras, pasitas y arándanos secos, barras de proteína y de amaranto con chocolate. Sólo Jimena había empacado un rollo de papel de baño, así que compré un paquete de cuatro rollos facial soft que complementé con dos paquetes de Lingettes ultra-douces jetables dans le toilette - Nettoie et rafraîchit; Hypoallergénique; À la vitamine E, à la camomille et au concombre; Au jus de feuilles d’aloès des Barbades. Una forma muy elegante, muy oh là là, de decir: Toallitas húmedas ultra suaves que se pueden jalar por el excusado - Limpian y refrescan; Hipoalergénicas; Con vitamina E, manzanilla y pepino; Con jugo de aloe vera. ¡Qué más puede uno pedir para consentir al somoza! 
Compramos bloqueador y repelente biodegradables y un bálsamo anti comezón para aliviar la irritación por la picadura de insectos. Ya en la caja de la farmacia vi un surtido de tubitos de pomada para labios Burt’s Bees. “¿Cuál te late más Princesa,” le pregunté a Jimena, “el de peppermint o el de pomegranate?” “El de peppermint,” me contestó. Agarré el de pomegranate y pagué la cuenta.
Ana y el Basave se habían ido a buscar unas bolsas negras de basura y cinta canela que necesitábamos para embalar las maletas y bultos que mandaríamos por paquetería a Huatulco. Aunque ellos sí llevaban varios kilos de provisiones que habían comprado en Whole Foods, no resistieron la tentación de comprar más víveres.
Llegamos a tiempo para bañarnos antes de una cena tempranera en Alfonsina. Todavía teníamos que terminar de redactar una propuesta de inversión para un cliente importante que sólo pudimos adelantar porque dos taxis habían llegado por nosotros.
El menú de la cena estuvo exquisito. Lo disfrutamos en un jardín al aire libre a la luz de unas veladoras y de una luna casi llena. Empezamos con una copa de mezcal tepeztate para abrir el apetito. El primer plato fue un tamal de berenjena tatemada con nopal estrella y tomate riñón que maridamos con un vasito con dos partes de pulque y una de aguamiel. Siguió un taco combinado de dorado de Puerto Escondido: una parte de panza, una de cogollo y una de cola aderezadas con salsa de chile tusta. Sopa de garbanzo asado con setas, ejotes y hoja de brocolini. 
Pausamos a tomar una copa de espadín joven para reabrir el apetito y poder seguir con un dorado en mole almendrado con chile de árbol, tabiche y pochutla, cubierto con acelga. En el apogeo de la glotonería, nos trajeron el último tiempo: zapote negro con suprema de mandarina y naranja, tejocote y cacahuete garapiñado. Mientras disfrutábamos del postre nos trajeron un platón de barro con todos los ingredientes que habían usado en la preparación de nuestro menú. Los pudimos tocar, oler y ver en su estado natural, mientras nos explicaban de dónde venían y cómo los utilizaban.
Llegamos al hotel a terminar de redactar la propuesta, a terminar de empacar y a embalar las maletas y bultos que irían a Huatulco. Antes de irme a dormir me di el tercer baño del día. Estaba acumulando higiene para echar mano de ella en caso de necesitarla durante los siguientes días. Esa noche, Alexa no nos jugó ninguna treta.
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caminocopalita · 2 months ago
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Ciudadanía 
24 de marzo de 2024
Nos bañamos, cerramos las mochilas y salimos del cuarto. Ayudé a Alberto y a Ana a terminar de embalar sus maletas y salimos a dejarlas a la paquetería. Nos cercioramos de que la dirección precisa del Quinta Real estuviera visible en todos los paquetes, lo cual nos tomó no menos de media hora para llenar y pegar todas las etiquetas.
El punto de reunión era en Ciudadanía, un café alejado de las zonas turísticas, que operan algunos de los organizadores del proyecto Camino Copalita, donde tendríamos un desayuno informativo antes de iniciar el viaje. Nos recibió Emilio, que sería nuestro guía durante todo el trayecto.
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Llegamos los últimos y ya no había mesas disponibles donde estaba sentado el resto de grupo. Nos sentamos en una mesa redonda en un salón contiguo donde nos sirvieron jugo de naranja y un café muy bueno. Luego sabríamos que estábamos probando Café Sicobi, café de especialidad cultivado bajo la sombra, con prácticas de manejo amigable con la biodiversidad, que cultivan las comunidades que visitaríamos. 
Emilio nos presentó al Biólogo Marco Antonio González uno de los fundadores del proyecto, que nos dio una plática de lo que sería nuestra experiencia. El Biólogo, como lo conocen en todas las comunidades, es Coordinador General y de Procuración de Fondos de GAIA, otro proyecto relacionado.
Camino Copalita es una empresa social operada por 9 comunidades agrarias de campesinos e indígenas zapotecas de la Sierra Sur de Oaxaca. Las comunidades han tomado el nombre de SICOBI que significa: Sistema Comunitario de Biodiversidad. El proyecto tuvo que poner de acuerdo a nueve comunidades agrarias. Actualmente se encuentran activas cinco de ellas. Es fundamental que las cinco sigan participando. Si una decidiera salirse, la ruta se tendría que cerrar.
Estas cinco comunidades son San Juan Ozolotepec en el municipio del mismo nombre, San Francisco Ozolotepec y San José Ozolotepec en el municipio de San Francisco Ozolotepec, San Felipe Lachilló en el municipio de Santiago Xanica y San Miguel del Puerto en el municipio del mismo nombre.
Los objetivos de SICOBI son: 
Coordinar las actividades productivas campesinas; la comercialización de sus productos y la asistencia mutua de sus comunidades; así como apoyar el desarrollo de las capacidades de control y gestión territorial optimizando sus estrategias de uso del suelo y diversificando su producción.
Mejorar las condiciones de vida de las personas que habitan las comunidades asociadas.
Impulsar acciones de manejo territorial basadas en planes comunitarios de ordenamiento territorial y programas de manejo.
Promover procesos de aprendizaje y fortalecimiento de capacidades técnicas e institucionales para el uso y manejo de los recursos estratégicos.
Conformar alianzas de trabajo entre comunidades de la región que permitan asegurar la existencia de recursos estratégicos como agua, suelo, bosque, bio y agro diversidad.
Contribuir al desarrollo productivo de la región consolidando cadenas productivas y apertura de opciones en el mercado.
Participan las siguientes contrapartes financieras. La Fundación Ford, la Fundación Interamericana, Catholic Relief Services, la Fundación ADO, Fomento Social Banamex, Fundación Walmart, Agroecology Fund y el Programa de Pequeñas Donaciones. Tienen alianzas estratégicas con otras instituciones como GAIA - Grupo Autónomo para la Investigación Ambiental A.C. y el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM.
El Biólogo empezó hablando de la palabra nosotros que se compone de nos y de otros. “Necesitamos de otros para ser más nosotros,” nos comentó. “Creemos en la competencia,” nos dijo. “Pero no en la de competir sino en la que cada quien hace lo que le corresponde, lo que le compete.” Nos habló sobre cómo se ha malinterpretado la teoría de la evolución de Darwin y de la supervivencia del más apto. “El más apto no es el más fuerte,” afirmó. “El que sobrevive es el que coopera, el que colabora.”
Nos dijo que en México existen dos sistemas de propiedad comunitaria: el ejido y el sistema de bienes comunales. El ejido es una figura europea que tiene que ver con el reparto de tierra. Su función es ocupar para administrar. Los tlaxcaltecas y los mayas son los únicos pueblos originarios que fueron reconocidos como ejidos durante la Colonia. Después de la Revolución el ejido se usó como sistema de reparto de tierras. La propiedad de la tierra en Oaxaca no es ejidal, está organizada como un sistema de bienes comunales. Nos comentó que el 80% de las tierras de Oaxaca están bajo ese sistema comunal.
Mencionó el concepto de la tragedia de los bienes comunales o tragedy of commons. Cuando un bien valioso –como el agua de un río o un manantial– es de todos, realmente no es de nadie, y tiende a ser sobreexplotado hasta que se agota su valor. El concepto lo expone Garret Harding en un ensayo de 1968, pero no es para nada nuevo. Aristóteles había argumentado en contra de Sócrates, que aquello que es común a mucha gente recibe el mínimo de cuidado. El hombre cuida lo que es de su propiedad y le importa menos lo que es compartido.
Como alternativa al trabajo de Harding, el Biólogo nos propuso el libro de Elinor Ostrom Trabajar juntos - Acción colectiva y bienes comunes. Ostrom y sus coautores estudian métodos y prácticas de gestión de bienes comunes y acción colectiva en diversas comunidades alrededor del mundo. En nuestro recorrido por la Sierra Sur, veríamos cómo funcionan en la práctica estos sistemas de gestión comunal. “Es necesario que trabajemos juntos,” expuso. “No hay otra salida.”
No pude evitar mi escepticismo. Ya habíamos visitado las comunidades de la Sierra Norte en diciembre, y aunque vimos y vivimos ciertos resultados positivos en la gestión de bienes comunales, me pareció un sistema basado en el autoconsumo y el trueque que perpetuaba la pobreza. Recordé mis clases de Economía IV en el ITAM con Juan Carlos Belausteguigoitia, donde aprendimos el teorema de Coase. El teorema establece que si los derechos de propiedad están bien definidos, las partes involucradas en un conflicto pueden llegar a una solución eficiente a través de la negociación privada, independientemente de cómo se asignen dichos derechos de propiedad.
Tendríamos una buena oportunidad de contrastar las visiones de Coase, Harding y Aristóteles con las del Biólogo, Ostrom y Platón. 
Cambiando de tema, el Biólogo nos comentó que el primer lenguaje que compartimos como seres humanos fue la comida. “La civilización está íntimamente ligada al placer. La gente que no experimenta placer no es gente.” Nos habló de la comida que probaríamos y del café que degustaríamos. “Un buen catador,” nos comentó, “puede percibir más de 240 aromas distintos en una taza de buen café.” A lo largo del recorrido, acompañaríamos la comida y el café con distintos tipos de mezcal. Nos recomendó el libro Las especias: Historia de una tentación de Jack Turner.
Nos contó una teoría rarísima, que ninguno del grupo había escuchado. El pastel de cumpleaños, nos dijo, es una alegoría del nacimiento. El pastel representa la placenta, la vela el cordón umbilical y el apagado de la flama el corte del cordón. 
Después abordó el tema de la caminata. “Cuando caminas,” nos dijo, “el esqueleto vibra.” La vibración del esqueleto estimula al hipotálamo y la liberación de endorfinas. Caminamos para divagar. Divagamos para dialogar. Dialogamos para constelar. Todo lo anterior, lo hacemos para sanar. “María Sabina,” nos dijo, “también ayudaba a la gente a divagar, pero lo hacía con la ayuda de la psilocibina.” Nosotros podríamos lograr el mismo efecto haciendo vibrar al esqueleto al caminar durante varios días.
Ya para despedirnos, nos explicó el concepto y funcionamiento del baño seco y nos hizo varias recomendaciones. Usar manga larga y pantalón largo para evitar contacto con plantas tóxicas, especialmente una conocida como hincha huevos. Sentarse en los baños secos y no hacer parados ni de aguilita. No tomar electrolitos, ya que el alto contenido de sodio podría provocar hinchazón de pies y manos. Usar solo un bastón para caminar a menos que tuviéramos experiencia manejando dos bastones. Si habíamos traído rodilleras u otros apoyos ortopédicos, utilizarlos desde el primer día. 
Estaba prohibido dar propinas a la gente de la comunidad que nos atendería. Todos, incluyendo Emilio y el Biólogo, estaban bien remunerados por los distintos proyectos. Entre el 70% y el 80% de lo que pagamos por el viaje –casi 20 mil pesos por persona– se quedaba en las comunidades. El resto, más los ingresos de otros proyectos asociados como las actividades de GAIA, la exportación de café, la operación de Ciudadanía, etc., contribuye a remunerar a los organizadores y los fundadores del proyecto.
No estaba prohibido, pero si desaconsejaban, comprar en las tiendas de las comunidades. Sobre todo, disuadían la compra de cerveza. En años anteriores sí se hacía, pero generaba una dinámica que no acababa beneficiando a las comunidades. El quinto día –nos prometió el Biólogo– podríamos echarnos, máximo tres cervezas por persona, en una miscelánea en San Miguel del Puerto, antes de jugar unas retas en la cancha de basquetbol. 
Además de contrastar las visiones de Coase, Harding y Aristóteles con las del Biólogo, Ostrom y Platón; también contrastaríamos el sistema capitalista al que estamos acostumbrados con un sistema socialista que parece imperar en las comunidades que visitaríamos. 
Estábamos a punto de comenzar un recorrido memorable que nos sacará de nuestra zona de confort, aseguró el Biólogo.
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caminocopalita · 2 months ago
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Agua Fría
24 de marzo de 2024
Después de los chilaquiles con huevo estrellado y de conocer de vista al resto de nuestros 17 compañeros de viaje, nos repartimos en dos camionetas. Cuando nos subimos a la nuestra, los Aguilar, una familia de 5 que hablaban francés entre ellos, ya habían apañado toda la parte de atrás y la mayoría de los espacios para acomodar bolsos y mochilas de mano.
Nos presentamos. “Héctor, Mónica, Camila, Claudio, Pablo,” dijeron ellos. “Luis, Pilar, Jimena, Alberto, Ana,” contestamos nosotros. “¿Todos son de la ciudad de México?” preguntó Héctor. “Sí,” contesté, nosotros tres del Defecante.” Los tres chavos se me quedaron viendo con cara de ¿qué-dijo? Ya no les expliqué que uno de los dizque gobiernos de dizque izquierda que llevamos padeciendo desde finales del siglo pasado decidió cambiar el nombre del Distrito Federal por el de Ciudad de México, y el acrónimo DF por el de CDMX, y que con ello habíamos perdido gentilicios simpáticos como defeño, defecante y defectuoso. “Yo también,” dijo el Basave, “aunque vivo en Dallas.” “Yo soy de Ensenada y vivo en San Diego,” contestó Ana.
Salimos rumbo a nuestro primer destino, San Juan Bautista Ozolotepec. El recorrido era de poco más de 170 kilómetros, pero el tiempo estimado, incluyendo una parada para comer era de 6 horas. 
En el camino le dio hambre al Basave y se abrió la primera bolsa de beef jerky que había comprado en un Whole Foods en Dallas. Escogió el de sabor teriyaki. Apenas rompió el sello de garantía de frescura cuando apestó toda la camioneta. “¿Por qué huele así?” preguntó Pablo, el más chico de los Aguilar. “Es beef jerky sabor teriyaki y está buenísimo,” contestó el Basave, “¿Quieres?” “No. Gracias,” contestó Pablo. 
A medida que avanzábamos, nuestra velocidad promedio disminuía. La carretera estaba llena de hoyos al principio y de curvas y hoyos a medida que nos adentrábamos en la Sierra Sur de Oaxaca. El paisaje fue cambiando de semi desierto a bosque de coníferas al tiempo que la temperatura iba disminuyendo de calurosa a agradable.
Después de tres horas de viaje, nos detuvimos a comer en el mismo tejabán que había visitado con mis papás y mis hermanos hace más de 40 años. Lo reconocí de inmediato. Nos acomodamos en varias mesas que estaban acomodadas en ele a lo largo de dos de las paredes de la pequeña cabaña. Dos señoras estaban preparando nuestra comida en un comal de barro y una parrilla que calentaban con leña. Comimos sopa de verduras, unos frijoles caldosos exquisitos, que ya Emilio nos había advertido eran los mejores de la región, tasajo, y té de guayaba. 
El tasajo es un corte delgado de carne de res, que puede ser de la pulpa de la pierna o de la costilla, y que se sala y se seca al aire o al humo de leña para conservarlo. El que nos sirvieron lo cocinaron directamente sobre las brasas blancas de la leña. Difícil de comer así recién salido porque estaba muy duro y muy salado, pero cuando le echabas un par de cucharadas de los famosos frijoles, el platillo se transformaba en un pequeño manjar.
Abordamos nuevamente las camionetas y seguimos admirando el cambio de paisaje. El conductor traía una limitada selección musical compuesta por dos playlists: una de cumbias y una con una selección de lo más cursi de José Luis Perales. En lugar de programar una reproducción aleatoria, las tocó durante las seis horas del trayecto en estricto orden. Cuando sentíamos que la cumbia nos taladraba el oído, empezó el Morrissey de Castejón. Al principio fue bienvenido el cambio y con gusto acompañamos a los niños en el coro de Dime, pero al poco rato ya no podíamos con el de Cuenca. Sentimos alivio, aunque no mucho ni por mucho tiempo, cuando volvió a empezar la cumbia, y así fuimos alternando géneros musicales durante todo el viaje. 
Antes de llegar al mirador de San Juan Bautista nos tocó un bellísimo atardecer que pintó el cielo, las montañas, las cañadas y el bosque. El cielo en tonos de amarillo, anaranjado y rosa; las montañas en distintos tonos de azul; los árboles de negro.
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Poco después llegamos a la comunidad cuando ya era de noche. Aquí nos despedimos de las camionetas. El resto de los trayectos motorizados los haríamos en transportes de las comunidades.
Descargaron las mochilas al lado de las gradas de la cancha de basquetbol mientras nosotros entramos al palacio municipal donde las autoridades comunales se presentaron y nos dieron la bienvenida. El presidente municipal y el presidente de bienes comunales habían tenido que salir por lo que nos recibieron diversos miembros del cabildo. El cabildo se compone de 12 personas que desempeñan su puesto durante 3 años. El cargo es por elección, es obligatorio y honorario, es decir, no tiene remuneración alguna. Se presentaron, nos dieron la bienvenida, nos desearon suerte en el trayecto que comenzaríamos al día siguiente y nos invitaron a ver el nuevo amanecer.
Afuera del palacio municipal ya nos esperaba el nuevo transporte. Consistía de un camión de redilas para los pasajeros y una pick-up para las mochilas. “En la cabina del camión caben tres personas, en la de la pick-up caben seis. Los demás súbanse a la caja de carga del camión,” nos indicó uno de los choferes. Pa pronto el Basave se metió con Ana y otro de nuestros compañeros en la de tres. Pilar, Jimena y yo nos clavamos en el asiento de atrás de la de seis; Mónica se subió en el asiento de adelante; con el conductor sumábamos cinco e íbamos bastante cómodos. 
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Los otros 17, más los guías y algunos miembros de la comunidad que iban también al campamento, se acomodaron como pudieron en el camión de redilas. El primero en arrancar fue el camión. 
En nuestra pick-up se subió doña Cristina, la tesorera suplente, con su hijo Arié, en el asiento de adelante junto a Mónica que amablemente se bajó para cederles el lugar de enmedio. Ya éramos siete, cuando atrás se nos subió doña Epifania que le gritaba a su tío Evelio que todavía había lugar. Jimena se subió a las piernas de Pilar para que cupieran. “¡Espéralo Aquilino!” le decía doña Epifania al conductor, “¡Todavía cabemos!” Gracias a Dios, el tío Evelio no se subió y Aquilino arrancó con los ocho pasajeros en la cabina de seis. 
Pasamos por la iglesia, que estaba en reconstrucción porque la había dañado un reciente temblor, antes de salir del pueblo y agarrar un camino de terracería que nos seguiría subiendo a la montaña. Si nosotros, que íbamos bien empacados, dábamos tumbos en la cabina de la pick-up, no me quiero imaginar cómo iban los del camión de redilas.
Llegamos al campamento de Agua Fría cerca de una hora después para encontrar que todas las tiendas de campaña estaban ocupadas. Era la primera de varias veces que Pilar y yo llegábamos los últimos a escoger alojamiento. El Basave me quiso convencer de que durmieran las tres mujeres en una tienda para que compartiéramos una él y yo. No me dejé. De inmediato me aparté unos pasos con Pilar para aleccionarla. “Este güey es capaz de convencer a cualquiera de cualquier cosa,” le advertí. “Por ningún motivo caigas en la trampa de irte a dormir con Ana y con Jimena. Además, seguro le apestan las patas. Ya pedí que nos montaran otra tienda.”
Mientras tanto, pasamos a la cabaña donde tenían preparada la cena. El tasajo con frijoles lo habíamos comido hace no tanto, por lo que decidimos ahorrarnos la cena. Bueno, todos menos el Basave que lo único que se ahorró fue el tamal, pero se marraneó bien y bonito varias tostadas de chapulines con salsa molcajeteada, puños de cacahuates con ajo y chile de árbol, y varias tostadas de requesón con miel que preparaba y dispensaba a los compañeros de la mesa. Yo había llegado un poco deshidratado y cometí el error de beber dos tazones de agua y dos de poleo, que acompañé con un pequeño trozo de tostada de requesón con miel que estaba francamente bueno. Lo lamentaría durante la noche.
Después de la cena, mientras disfrutábamos del primer mezcal del recorrido, un tobalá muy bueno, nos fuimos presentando uno por uno. Emilio nos pidió que platicáramos cómo nos habíamos enterado del Camino Copalita y por qué habíamos decidido venir. Al final se presentaron los miembros de la comunidad que nos acompañaban. Las cocineras, los que serían nuestros guías en la primera caminata, y los choferes que transportarían nuestro equipaje.
Emilio nos dio las indicaciones para el día siguiente. “Chicos y chicas…” empezó. “Los que quieran subir a ver el amanecer tienen que estar listos afuera de las tiendas en punto de las 5 de la mañana, con botas, pantalón largo y ropa abrigadora. Va a hacer mucho frío. La primera parte de la subida la vamos a hacer en el camión y luego haremos la primera caminata del viaje. Unos 30 minutos más que nos llevarán al mirador en la parte más alta de la sierra a casi 3,800 metros sobre el nivel del mar. Si el día está claro y tenemos suerte, podremos ver a lo lejos el mar.”
Después de la cena salimos para encontrar una gran fogata prendida en el centro del semicírculo que formaban las tiendas blancas con techo a dos aguas, debajo de un cielo estrellado, iluminadas por la luna llena. 
“Bueno, ¿entonces cómo nos acomodamos?” volvió a insistir el Basave. Nadie lo peló. Habían montado dos tiendas más, una para Pilar y para mí, y una muy grande donde dormiría solo el Basave. Como ya no tenían más de las tiendas blancas, monas, con techo a dos aguas, nos tocó una tienda con cuatro paredes altas y techo tipo torre de castillo. Me recordó la que habíamos comprado en 1985 en Pablo’s Productos para Campismo, que estaba en Patriotismo y Extremadura, cuando me fui con mis tres amigos de viaje a Europa. 
Dormimos, es un decir, de la puritita mierda del toro. No. Peor. 
Cuando llegamos a Agua Fría hacía algo de viento, pero mientras nos preparábamos para dormir, se empezó a desatar un fuerte ventarrón de montaña. “Qué padre,” pensé, “nos va a arrullar el sonido del viento.” Extendimos los sleepings sobre las colchonetas que nos habían dejado dentro de la tienda y puse mi despertador a las 4:15. Quería aprovechar para echar el primer popó –del recorrido y de mi vida– en un baño seco, y no quería presiones externas.
El viento empezó a arreciar conforme avanzaba la noche. El ruido, el frío y el zarandeo de la tienda de campaña, también. No habíamos dormido nada. Gracias al agua y al poleo me tuve que parar cuatro veces a orinar. 
Como a las 4 de la mañana se soltaron unas ráfagas tan fuertes, que la tienda nos empezó a agarrar a sapes. El agresivo movimiento ondulatorio –como el que provocan esos güeyes que se sienten muy mamados en los gimnasios con esas cuerdas para amarrar trasatlánticos que les dicen battle rope– empezaba por el techo de la torre de castillo, recorría toda la pared de la tienda, y chicoteaba justo donde teníamos la cabeza Pilar y yo. “Qué pedo con esto,” dijo Pilar. Cuando nos paramos para evitar la madriza, la onda que regresaba del piso al techo me puso un soplamocos que me tumbó boca arriba en el piso. A Pilar, que se destornillaba de risa, le propinó una cachetada guajolotera y acabó encima de mí. Nos dimos un largo beso. Estábamos bien.
“Voy al baño a ver si puedo hacer popó,” le dije a Pilar. “Suerte,” me contestó, “Yo voy a girar 90 grados los sleepings, creo que de este lado la tienda no pega.”
Un baño seco, también conocido como letrina ecológica, consta de los siguientes elementos.
Dos cámaras inferiores de ladrillo, piedra o adobe, que se construyen sobre una losa de cemento y deben ser impermeabilizadas. Cada cámara tiene un volúmen aproximado de un metro cúbico y debe tener una compuerta por la cual se vacía la materia fecal cuando esta se llena. Las dos cámaras se cubren con una losa de cemento en la que se perforan dos agujeros que deben coincidir con el centro de cada una. Encima de uno de los agujeros se coloca un excusado o taza sanitaria con separador de orina. El otro se cubre con una tapa de madera. Encima de la losa superior se construye una caseta que puede ser de ladrillo, adobe o madera y que debe estar bien ventilada. Debe contar con una puerta, una ventana con malla mosquitero y un techo de teja o madera. Como el baño queda a una altura aproximada de un metro sobre el nivel del suelo, debe tener una escalera de tres o cuatro peldaños para acceder cómodamente al recinto. Antes de empezar a utilizarlo a la cámara donde se coloca el excusado se le debe añadir un poco de tierra con lombrices. 
El baño seco funciona de la siguiente manera. Es importante que tanto hombres como mujeres se sienten en el excusado para hacer tanto pipí como popó. Esto ya nos lo había adelantado el Biólogo en la plática introductoria en el Café Ciudadanía. También nos había exhortado a sentarnos de manera franca y no hacer de aguilita. Los desechos sólidos, o semisólidos según sea el caso, caen directamente a la cámara. La orina se captura en el separador de orina, un recipiente tipo bacinica que tiene un pequeño orificio en el fondo y que forma parte integral de la taza sanitaria, y se desvía a un pozo de drenaje separado de las cámaras. Después de defecar, se debe echar un puñado de cal, ceniza o aserrín para que la materia se seque, pierda peso y volumen, y se eliminen olores desagradables.
Cuando se llena una de las cámaras, se intercambian la taza sanitaria y la tapa de madera, de modo que el baño se puede seguir usando de manera continua. La cámara llena se vacía con una pala por la compuerta. El contenido removido se lleva a otro lugar a terminar de compostar para que sirva como abono. 
Anduve nuevamente el camino al baño. Decidí no usar la linterna porque el camino estaba iluminado por la luna y además ya me lo sabía de memoria. Estaba solo. De inmediato me puse a hacer mis naulis. Nauli es un método yóguico de limpieza digestiva que consiste en hacer diversos movimientos abdominales para estimular el intestino grueso. Yo creo que estaba un poco presionado y los apuré, porque no cumplieron cabalmente su función de ablandar y acercar la materia fecal al recto. Entré al baño, cerré la puerta y rápidamente limpié la tasa con papel de baño –se me habían olvidado los lingettes ultra-douces–  y me senté a tratar de zurrar. Después de un esfuerzo importante que casi provoca la salida de la almorrana, logré expulsar un solitario tronco. Resultó ser una caca fantasma. La busqué con la linterna en el fondo del depósito y no encontré nada. De todos modos eché media pala de cal en el centro donde tenía que haber aterrizado. Me limpié una vez y examiné el papel. Sin rastro. Repetí la operación con el mismo resultado. Confirmé que, en efecto, había sido una caca fantasma. Tenía que regresar a la tienda por el paquete de lingettes ultra-douces. 
El protocolo marca dos opciones cuando te das cuenta de que no hay papel una vez que ya concluiste con el acto. La primera es gritar una vez: “¡¡NOHAY PAAPEEEEEL!!” esperar unos segundos y gritar una segunda vez: “¡¡NO HAY PAAAA PEEEEEL!!” A las 4:15 de la mañana nadie me iba a hacer caso, y si sí, si acaso, me llevarían un rollo de papel de baño que no me serviría para nada. Deseché la opción uno. 
La segunda opción es caminar, con paso de pingüino, al baño más próximo, tomar el rollo de papel, y regresar, también con paso de pingüino, al lugar de los hechos a concluir el proceso. El paso de pingüino, ya se sabe, es cuando uno camina con los pantalones en los tobillos y con las piernas abiertas a la extensión que ello permite, dando pasos cortos y rápidos. Esta segunda opción tampoco me pareció viable. Caminar 150 metros a la tienda de campaña y de regreso dando pasos de pingüino no era una alternativa por sí sola descabellada. No sería la primera vez que hiciera algo parecido, aunque esta vez el grado de exposición sería mayor. La tradición de hacer un paseo en toalla o paños menores por un campamento se inició en el viaje a Europa que hice con mis tres amigos al terminar la prepa. Lo que me preocupaba en este caso, es que con el viento y el frío pasando por la entrepierna, sufriera un fenómeno de encogimiento, que alguien me viera, y que se quedara con una mala –y equivocada– impresión de mi persona.
Preferí violar el protocolo, subirme los pantalones y regresar a la tienda por las toallas húmedas. Lo que sí hice fue regresar al lugar de los hechos a concluir con la operación. Tomé una de las toallas, la doblé por la mitad e hice, con movimientos sucesivos de rotación, una limpieza profunda del tachito. ¡Éxito! Logré atrapar una solitaria calatraca que se encontraba ahí alojada. Para los que no conocen el término, calatracas son esas pelotitas de caca que se cuelgan de los pelos de la cola cuando no te limpias bien. Incómodas y provocadoras de comezón, son las principales responsables –junto con los pedos mojados– del proverbial calzón flameado.
Regresé contento a la tienda de campaña a vestirme para salir a ver el amanecer. Era mi séptimo camino de regreso. Todavía no empezaba nuestra caminata y ya llevaba más de dos kilómetros acumulados. 
Estaba abriendo el zipper de la puerta cuando uno de los guías se me acercó a informarme que se cancelaba la caminata a la punta de la sierra por el fuerte viento y que nos podíamos regresar a dormir. Un poco decepcionado, le comenté a Pilar las malas noticias. “¡Uff! Qué bueno,” me dijo. “A ver si podemos dormir un poco.” 
Caímos profundos. Me desperté cuando Pilar alrededor de las 6:20 am se quejó, “¡Uta! ¿Ahora quién prendió el pinche campamento?" Empezaba a amanecer.
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caminocopalita · 2 months ago
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Rancho Obispo
25 de marzo de 2024
Desayunamos, empacamos y nos preparamos para empezar el primer día de caminata. Emilio nos recordó que si nunca habíamos usado dos bastones para caminar, él recomendaba que lleváramos sólo uno. Yo había hecho un segundo viaje a Decathlon de última hora para comprar algunas de las cosas que estaban en la lista y que no había pensado necesitaríamos. Compré dos linternas, cuatro pares de calcetines, tres almohadas inflables, tres toallas de microfibra de rápido secado y cuatro bastones para caminar: dos para Pilar, uno para Jimena y uno para mí. 
El Basave había comprado toda suerte de equipo, artefactos y artilugios. Entre otras cosas traía una lámpara de cabeza con luminosidad ajustable para distintos ambientes y actividades; un cuchillo de hoja plegable y uno de hoja fija, ambos diseñados por la marina estadounidense para el combate cuerpo a cuerpo; un tubo de bloqueador solar marca Isdin antiarruga y resistente al agua para la cara; bloqueador solar biodegradable marca Isdin en aerosol para el cuerpo; botas para senderismo impermeables con suela extra reforzada; jabón biodegradable con aroma a lavanda en estuche eliminador de humedad; repelente de insectos para el cuerpo; repelente de insectos para la ropa; pala portátil con pico plegable y sierra integrada; talco para las patas; espuma anti calambres; barra anti fricción para evitar rozadura; kit de curitas de distintos tamaños; electrolitos: en pastillas efervecentes y en gomitas; batería con 5 días de carga con enchufes y entradas para diversos aparatos y contactos; funda sumergible para celular, de toque sensible y alta definición, con dispositivo de flotación y cordón mullido antifricción para colgar del cuello; toallas húmedas desinfectantes; toallas húmedas para el cuerpo; toallas húmedas con aloe vera; almohada inflable extra suave de pluma de ganso; zapato para agua con suela reforzada antiderrapante tipo mocasín; sleeping bag con 70% de pluma de ganso para bajas temperaturas lavable en sitio; 5 metros de cuerda fosforescente; dos termos con capacidad para 12 onzas y una bolsa de agua con capacidad para 2 litros; botiquín para primeros auxilios incluyendo parches hemostáticos para acelerar la coagulación; estuche con antifaz y tapones para los oídos; gorro y guantes para el frío; guantes para remar; anteojos fotocromáticos.
Lo que no llevaba, era un bastón para caminar. Se empezó a poner muy nervioso cuando vio que la mayoría del resto del grupo preparaban los suyos. “¡Carajo!” exclamó. “No puedo creer que no me haya traido uno. Lo que pasa es que mi mochila ya pesaba 14 kilos y la lista dice que no podía pesar más de 10,” lamentó. “Bueno, ya ni pedo… espero que no me haga mucha falta. Lo que sí voy a hacer es que me voy a untar más de mi anti chaffing bar,” nos dijo mientras regresaba a la tienda de campaña cabizbajo.
Cuando salió, con semblante todavía preocupado, le dije, “Nosotros nunca hemos usado estas madres. ¿Por qué no te llevas uno de los de Pilar?” “No manches, ¿en serio?” dijo emocionado. “Claro,” le dijo Pilar, “yo con uno voy perfecto.” “¿Tú no lo quieres Ana? Tú tampoco trajiste,” le preguntó a Ana temeroso de la respuesta. “No, llégale,” contestó, “yo nunca camino con bastón.” El Basave estaba feliz. Le hicimos el día. 
Empezamos a caminar en una mañana fresca por una vereda en medio de altos pinos, cedros, oyameles y ailes. Todo el camino y las laderas de la montaña estaban cubiertas de una mullida alfombra de hojarasca. Olía a resina de pino y montaña. Oíamos el viento atravesar el follaje de los árboles. La parte alta de la sierra es un espeso bosque de coníferas. De pronto se abrió el paisaje y tuvimos una vista panorámica espectacular de la Sierra Madre del Sur y del camino que estábamos iniciando para llegar al mar en cinco días. Aunque la mañana estaba soleada y clara, el horizonte estaba un tanto brumoso y no se alcanzaba a ver la costa.
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El relieve estuvo complicado y exigente. Bajamos por senderos angostos, empinados y muy técnicos. Terminaba la bajada y empezábamos a subir por veredas igualmente retadoras donde el bastón nos resultó de gran ayuda.
Don Pedro, uno de nuestros guías, le ayudó mucho a Pilar, recomendándole dar pasos cortos, cuándo bajar de frente, cuándo de lado. También nos venía describiendo las plantas que encontrábamos y qué usos medicinales y gastronómicos tenían. De pronto, don Pedro se detuvo. Algo le había llamado la atención. “Es una aguja de coser,” nos dijo sorprendido. “Vi que algo brillaba en el suelo y me agaché a recogerlo.” No estaba buscando una aguja en un pajar, pero se encontró con una en la mitad del bosque. Se la guardó como amuleto y recolectó unas hojas de poleo que crecían al lado del sendero. “Me las pidió doña Margarita para preparar el té de la cena,” nos dijo con la satisfacción del deber cumplido.
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Después de un recorrido de 6 horas y 15 minutos llegamos al campamento de Rancho Obispo, en la comunidad de San Francisco Ozolotepec. Habíamos descendido de 3,290 a 2,920 metros sobre el nivel del mar: un descenso neto de 370 metros. No obstante, durante el recorrido, habíamos caminado de subida para acumular más de 400 metros sobre el nivel del mar y de bajada para descender casi 800. Un cartel a la entrada del campamento nos daba la bienvenida. Tenía un mapa de todo el recorrido señalando dónde nos encontrábamos. Habíamos recorrido 14.6 kilómetros y nos faltaban 73.8. 
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Pilar y yo llegamos al último y sólo quedaba una tienda de campaña libre. La única que no tenía ningún atisbo de sombra. Cuando entramos a dejar las cosas parecía un sauna. 
Las tiendas de campaña estaban puestas en un paraje rodeado de árboles. Abajo en un segundo plano estaban los baños secos en un arreglo muy similar al que tenían los de Agua Fría. Aquí nos percatamos de un error de diseño. Había una caseta para hombres y una para mujeres que estaban conectadas por una repisa de madera donde estaba colocado el lavabo. Fuera de asegurar que la gente se lave las manos después de usar el baño, todavía no veo ninguna razón para poner el lavabo en medio de las letrinas. Razón por demás inútil, pues está la gente que se lava las manos y la que no –con independencia de lo fácil o difícil que resulte el acceso a ello. 
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Los baños secos, como su nombre lo indica, no requieren de desagüe ni instalación hidráulica. El lavabo tampoco ya que funcionaba con una cubeta y una palangana. Ninguna ventaja pues, de tenerlo en el mismo lugar, y sí un sin número de desventajas. En el caso de Rancho Obispo, el lavabo se convirtió en una suerte de punto de reunión. Para lavarse las manos antes de la cena y los dientes después. Los que tenían que usar el baño escuchaban la plática de los de afuera, y estos los ruidos de los de adentro. Apenas era el segundo día y comenzábamos a tener demasiada convivencia. 
En un tercer desnivel estaba la cabaña donde servían las comidas. A un lado estaba la cocina con su fogón de leña, su comal de barro, molcajete y metate. Cuatro alegres cocineras preparaban nuestra comida mientras platicaban animadamente en zapoteco y de cuando en cuando soltaban una carcajada. 
En el molcajete había unos jitomatitos de un rojo intenso partidos en cuatro que parecía iban a preparar en ensalada. Después averiguamos que era un jitomate silvestre que se conocía por diversos nombres –tomatillo, cuatomate, cuatomatillo, tomatito y chuxshs ga en zapoteco– y que nos íbamos a encontrar preparado en salsa con chile tusta a lo largo de todo el viaje. 
Cuando hojeamos un libro de comida mediterránea; o nos sirven en un restaurante español unas rodajas gigantes de jitomate con aceite de oliva, sal de grano, anchoa y bonito del norte; o pedimos en un restaurante italiano una ensalada caprese de jitomate, mozzarella y albahaca, seguida de una pasta all'arrabbiata con pomodoro San Marzano D.O.P.; o cuando vamos al súper y vemos el saladette, el bola, el cherry, y en la sección orgánica los distintos tipos de hierloom traídos de Italia; se nos olvida que el jitomate es una especie endémica de Mesoamérica. La etimología viene del náhuatl xitomatl con diversos nombres para distintas especies: xitomall, coaxitomatl y chichioalxitornatl, entre otros. Todos estos, y varios más, se cultivan o crecen de manera silvestre en distintas regiones de Oaxaca.
Junto a la cocina, un desnivel más abajo, había un círculo de piedra con bancas alrededor donde habían preparado una fogata para cuando cayera la noche. Mientras estaba lista la cena disfrutábamos de un ponche caliente de guayaba al lado del fuego. 
Para la cena nos prepararon hongos del bosque en mole amarillito acompañado de unas tortitas de papa deliciosas. Los frijoles con pitiona no podían faltar, y tampoco la típica tortilla oaxaqueña: grande, de unos 25 a 30 centímetros de diámetro, seca y un tanto correosa, de masa de maíz nixtamalizado sazonada con pitiona u hoja santa. La selección de mezcal fue un aromático tepeztate. 
Ya para terminar el día, volvió a surgir el problema de la noche anterior. El Basave no tenía tienda de campaña. Con una complicación adicional: esta vez no había tiendas extra en el campamento. La composición del grupo dejaba sólo una alternativa. Habíamos tres parejas: José y Cecilia, Carlos y Esthela –también con te hache– y Pilar y yo. Los Aguilar se acomodaban tres en una tienda y dos en otra. Las demás eran parejas de mujeres. Sobraban Gabriel, Domingo y Basave que tendrían que compartir. “No manches,” se dijo Alberto, “esto sí va a estar muy cañón.”
Primero fue a quejarse con Emilio quien con paciencia le explicó que la convivencia era parte integral del viaje. Así como nuestros anfitriones viven en sistemas comunitarios, había que aprender a compartir comodidades e incomodidades. La única alternativa para no dormir tres en una tienda, era que uno durmiera en la cabaña donde se acomodaban los guías, las cocineras y demás gente de la comunidad. Unas 15 personas en total. 
Exasperado, el Basave se fue a negociar con Domingo y Gabriel. “Esto va a estar muy cañón,” les dijo, “no vamos a dormir ni madres.” “Aparte de que vamos a estar súper apretados, yo me levanto mínimo cuatro veces al baño. ¿Ustedes?” les preguntó a sus compañeros de cuarto. “Pues yo también tres o cuatro,” dijo Domingo. “Yo si acaso una, aunque a veces duermo seguidito,” dijo Gabriel. “Cuatro y cuatro ocho, más una nueve,” Basave empezaba a plantear el problema. “Si nos coordinamos perfecto, eso es una vez cada dos horas, pero eso no va a suceder. Si a cada quien le dan ganas en distintos momentos, no vamos a dormir ni una hora de corrido,” agregó. 
“Si quieren así le hacemos y compartimos los tres. La otra es que alguien se duerma en la cabaña con Emilio y Meche,” remató. 
Domingo empezó a caer en la trampa, “Yo de por sí no dormí nada ayer con el viento y el frío.” “Y hoy el frío también va a estar cañón,” aprovechó el titubeo Basave. “Yo ya traigo puesto el gorro” dijo señalándose la cabeza, “y los calzones térmicos,” mintió. Gabriel se encogió de hombros. Basave preparaba su argumento final cuando Domingo dijo, “Pues yo me voy a la cabaña. Pienso que ahí dormiré mejor.”
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caminocopalita · 2 months ago
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De San Francisco a San José
26 de marzo de 2024
“¿Cómo dormiste Muñeca?” le pregunté a Jimena mientras salía de la tienda de campaña. Venía regresando con Pilar después de dejar las colchonetas en la cabaña. 
“Muy bien,” me contestó, “¿pero no están súper pedorros?” “¡Ay Jimena, ¡qué asco!” le dijo Pilar. “¡Muy cañón!” le dije yo. “La pitiona no sólo potencia el sabor de los frijoles,” añadí, “también potencia su efecto. Más vale que le vayamos bajando a la leguminosa.” “Además, como volvió a hacer mucho frío, yo me puse el gorro del sleeping y me lo abroché hasta arriba. Así que estuve respirando una dosis –pequeña pero constante– de peditos toda la noche,” comentó Jimena muerta de risa. “Ustedes sigan con sus marranadas,” dijo Pilar, “yo me voy a lavar la cara. Hoy también nos vamos a ir sin bañar.”
Enrollé mi sleeping bag, empaqué mi mochila y fui a la cocina a ver si ya tenían listo el café. Me encontré a Domingo todo despeinado tomándose un ponchecito de guayaba. “Buenos días Domingo. ¿Hoy dormiste mejor?” “De la chingada,” me contestó. “¿Pero te dormiste en la cabaña, no? Ahí no debes haber pasado frío,” le dije. “Frío no,” me contestó molesto, “pero con los ronquidos, las toses y el olor de quince cabrones, no pude dormir ni madres.”
En eso nos llamaron al desayuno. Nos dieron unas quesadillas gigantes que acompañamos con un guisado de calabacita y uno de huevo con nopal. Nuestras cocineras zapotecas se volvieron a lucir. De beber: café, chocolate y ponche de guayaba. Quedamos listos para emprender la que sería la caminata más ardua del viaje. 
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Caminaríamos casi 9 horas para recorrer casi 15 kilómetros. Prácticamente todo de bajada en donde descenderíamos casi 2 mil metros: de los 2,920 metros sobre el nivel del mar a los que estaba Rancho Obispo a los casi mil metros en el punto más bajo del recorrido. En una caminata por la sierra, el prácticamente-todo-de-bajada, también tiene su chiste. Ascenderíamos un total de 280 metros sobre el nivel del mar en el acumulado de todas las pendientes que andaríamos de subida. 
Descendimos pues, más de 2 mil metros sobre el nivel del mar en un recorrido de menos de 15 kilómetros. Esto se traduce en una pendiente promedio aproximada de 15%. Para ponerlo en perspectiva,si agarras una pendiente de 15% de bajada en bicicleta, en solo un kilómetro, y sin necesidad de pedalear, alcanzarías una velocidad de 55 km/h.
Arduo quizá no haga justicia al esfuerzo que hicimos. María Moliner propone algunos sinónimos quizá más descriptivos: cabrón, canijo, complexo, dificultoso, endiablado, espinudo, laborioso, duro de pelar, peliagudo, puñetero, trompudo, vidrioso. Caminar 9 horas –aunque incluya 3 o 4 descansos– es, aproximadamente, un chingo; 15 kilómetros a pie son un friego, aunque hubieran sido en plano; un descenso de más de 2 mil metros sobre el nivel del mar está más o menos cañonsísimo; 55 kilómetros por hora en bicicleta es bien pinche rápido. O-sea-de-que-sí-estuvo-duro.    
Conforme bajábamos, transitamos del bosque de coníferas de Agua Fría y Rancho Obispo al bosque mesófilo de montaña. Esta vegetación se da en elevaciones entre 1,600 y 2,300 metros de altitud, en laderas pronunciadas que reciben sombra y el viento del Pacífico. Le gustan las cañadas y los fondos de barrancos. Abundan especies de hoja ancha, de clima templado y tropical, como el palo de zopilote, el encino capulincillo, el encino roble y el rosillo, el liquidámbar, el pipinque, el guayabillo, el zapotillo, el aguacate silvestre, el macuilillo, y el mamojuaxtle. Conviven algunas especies de coníferas como diversos pinos, ayacahuite, cedro blanco, ahuehuete y oyamel.
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Después de bajar unas laderas empinadas, llegamos a un camino rural de terracería donde tuve oportunidad de echar una agradable plática con Domingo que ya estaba de mejor humor. Junto con sus amigos José y Gabriel, había venido de Querétaro. Es abogado, tiene un doctorado en historia, es miembro del Sistema Nacional de Investigadores y trabaja en la UAQ, la Universidad Autónoma de Querétaro. Actualmente está investigando sobre temas de gobernanza, pero lo que realmente le gusta es escribir cuento. 
Hablamos de libros recientes que habíamos leído. Me recomendó a Emmanuel Carrère y me sugirió empezar por El adversario, obra maestra del género true crime. Dado el viaje que habíamos elegido, recomendó Caminar de Henry David Thoreau. Yo le comenté que uno de los mejores libros que había leído recientemente fue El peso de vivir en la tierra, del escritor regiomontano David Toscana. “Qué chistoso,” me dijo, “lo tengo en mi lista, porque me lo acaba de recomendar la misma persona que me introdujo a Carrère.” “Pues si te gustan los escritores rusos,” le comenté, “te vas a divertir mucho con este.”
Salimos a un camino comunal de piedra y concreto por el que seguimos descendiendo a lo largo de un par de kilómetros. Tomamos un pequeño descanso para esperar a que el grupo volviera a juntarse. Encima de nosotros, un hermoso cielo aborregado. Me puse a buscar qué tipo de nubes eran las que habíamos visto, pero no encontré consenso. La mayoría de las publicaciones lo identificaban con Altocumulus floccus, pero algunas otras decían que se trataba de Cirrocumulus, Cirrostratus o Stratocumulus. Consulté el Atlas Internacional de Nubes, y a mí me parece que lo que vimos fue una formación de Altocumulus stratiformus translucidus. Vaya usté a saber.
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Durante el descanso estuve platicando con José, el otro amigo de Domingo y Gabriel. Él había estudiado literatura y se acababa de mudar a la Ciudad de México porque le ofrecieron un trabajo de editor en la Universidad Iberoamericana. Es fotógrafo aficionado, pero lo que realmente le gusta es escribir ensayo. Venía con su esposa Cecilia que es fotógrafa –ella sí– profesional. 
Empezamos a hablar de crónica de viaje y me recomendó varios títulos: Los anillos de Saturno de W.G. Sebald, Peregrina de Mardía Herrero, Andar de Frédéric Gros, Sin llegar nunca a la cumbre de Paolo Cognetti, El leopardo de las nieves de Peter Matthiessen y Hotel nómada de Cees Nooteboom. Yo le platiqué que la semana anterior había estado en la presentación de un libro de Jennifer Clement. José no sabía quién era, y yo tampoco, hasta hace como un año que la conocí en una cena de exalumnos de NYU. 
“Es una escritora bastante interesante,” le platiqué, “y la única mujer que ha sido presidenta de PEN International.” Creció en México, hija de una pareja de gringos medio bohemios que se mudaron al DF a principios de los sesenta. Eran vecinos y se hicieron amigos de Juan O’Gorman, y de Diego Rivera y Frida Kahlo. Jennifer tuvo contacto con muchas personalidades, incluyendo muchos de los artistas surrealistas que coincidieron en México durante esa época. La universidad la estudió en NYU, donde aterrizó en medio de la escena artística neoyorquina de los 80. Se hizo amiga de Keith Haring, Tina Chow, Klaus Nomi, Fab 5 Freddy, Jean Michel Basquiat, y sobre todo de su novia Suzanne Mallouk, sobre quien escribió el libro Widow Basquiat. Otro de sus libros, Prayers for the Stolen, trata de cómo se protegen las niñas en Guerrero de los narcotraficantes. Noche de fuego es una película de Tatiana Huezo basada en la novela de Clement. The Promised Party son sus memorias, que se desarrollan mitad en la Ciudad de México y mitad en la de Nueva York. 
Después del descanso empezamos a negociar la bajada por una empinada cañada. Cuando llegamos a los 1,840 metros sobre el nivel del mar, apareció la primera parcela de café. Al café cultivado entre los 1,500 y 1,800 metros de altitud, en temperaturas de entre 17 y 23 grados centígrados, se le llama café de altura. En estas condiciones, el fruto del café crece y madura más lentamente, lo que le permite desarrollar sabores más complejos. Tomamos un segundo descanso a la sombra de un encino.
Los árboles cumplen funciones muy importantes en una plantación de café. Una es la de dar sombra al cultivo y mantener la temperatura fresca. Es el caso de los distintos tipos de encino. La otra es para contribuir al sabor, pero sobre todo al aroma del café. Es el caso de los árboles frutales. A esta altitud predominan los cítricos como naranja, toronja y lima. Debajo del encino encontramos una máquina despulpadora, cuya función es separar la pulpa y la cáscara de los granos de café a partir de las cerezas o capulines recién cosechados. 
“A mí ya me anda del baño,” le dijo Ana a Jimena, “voy a ver si encuentro dónde hacer.” “Voy contigo,” le dijo Jimena. Se sorprendieron, después de caminar unos 200 metros, cuando se encontraron con lo que pensaron era un baño seco. Realmente no era tal, pues no se ajustaba a la descripción que hice en un capítulo anterior. Este era un simple retrete al aire libre. Un cubo de madera sobre un agujero en el piso coronado por una dona de plástico verde. Difícil entender la lógica en la orientación de la dona. Estaba colocada de modo que al tomar asiento uno quedaba viendo al cerro que le quedaba a escasos metros de las narices. Mientras tanto, las nachas quedaban al aire y al viento con una vista –si la tuvieran– espectacular de la cañada.  
“Chicos y chicas…” nos dijo Emilio, “amárrense bien las agujetas. Todavía falta un buen trecho de bajada.” 
Continuamos descendiendo. La angosta vereda daba curvas y vueltas y zig-zags para hacer caminable la empinada cañada. Antes de dejar la parcela de café corté dos limas maduras que fui disfrutando durante el trayecto. Pasamos por un patio donde encontramos café secándose al sol. Hasta aquí es a donde llega el trabajo de los cafeticultores de esta y muchas de las comunidades oaxaqueñas. Plantan el arbusto, cosechan el capulín, lo despulpan, lo dejan fermentar durante 24 horas en cubetas, costales de plástico o tanques de madera, lo lavan y lo ponen a secar en petates o patios de concreto durante 4 a 6 días. Durante el proceso de secado es importante voltear los granos periódicamente para que el secado sea uniforme, y guardarlos en la noche para evitar que vuelvan a humedecerse. De este proceso sale el grano todavía cubierto por el endocarpio, una cáscara protectora conocida como pergamino. El café pergamino es lo que venden la mayoría de los pequeños cafeticultores orgánicos oaxaqueños. El resto del beneficio, y buena parte del valor agregado, consiste en quitar el pergamino para dejar el café en verde, clasificarlo, tostarlo y ensacarlo.
La bajada seguía poniéndose perra. El camino estaba polvoso y resbaloso. Había trechos que era preferible bajar de lado e inclinado hacia el monte, lo que a veces resultaba en un resbalón y caída de sentón. Aquí fueron muy útiles los bastones y las botas, que daban estabilidad y protegían los tobillos. Pilar llevaba unos tenis con buena tracción, pero hubiera ido mucho más segura si se hubiera comprado unas botas.
Terminó la bajada cuando llegamos al lecho de un río donde tomamos otro descanso mientras esperábamos que se consolidara el grupo. “No aguanto los pies Salma,” le dijo Rocío a su hija, “no sé cómo me convenciste de venir a esto.” “Yo creo que ya vamos a llegar mamá,” le contestó Salma con cara de preocupación. Salma y Rocío vivían en Tierra Blanca, Veracruz, y habían venido buscando una oportunidad de convivir y conectar. No parecía que estuviera funcionando.
“¡Yo ya no puedo más!” llegó mentando madres y con la voz quebrada Pilar, “Llegando al campamento me voy directo a Huatulco.” “Pues yo me voy contigo,” le dijo Rocío. 
Emilio nos tenía buenas y malas noticias. 
Las buenas es que veía al grupo muy bien y muy compacto; la bajada más difícil ya había terminado; Rocío y Pilar lo habían hecho de maravilla; estábamos cerca del lugar donde nos estaban preparando la comida y podríamos tomar un buen descanso antes de continuar con la segunda mitad del recorrido. Las malas empezaron por la parte de la segunda mitad del recorrido. Terminaron con el hecho que San José Ozolotepec es un pueblo aislado del que sólo se puede salir caminando. Para tener acceso a un transporte a Huatulco tendríamos que caminar hasta San José, pasar la noche, y al día siguiente, caminar unos 5 kilómetros a San Felipe Lachilló. Si en San Felipe teníamos suerte podríamos tomar un coche o camioneta que en dos horas y media podría llegar a alguna de las bahías de Huatulco. 
Emilio sugería tomarlo con calma y decidir qué hacer al día siguiente. Lo que sí podía hacer era pedir que nos mandaran una mula de donde nos estaban preparando la comida. 
Reanudamos nuestro camino por el lecho seco del río. Más buenas noticias: el camino era plano. Más malas: caminar por piedra de río es difícil, cansado y duro para los tobillos. Afortunadamente, la mula no tardó mucho en llegar. Pilar se subió y llegamos relativamente pronto a una construcción al lado del río que estaba todavía en obra, pero ya tenía piso de concreto y techo de lámina. Aquí nos sirvieron la comida. 
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Me quité los zapatos para descansar las patas, me senté en el suelo, y me recargué en la barda. Comimos un taco gigante de huevo con jitomate, calabacitas, queso fresco y aguacate criollo. Fui el último en servirme y ya no alcancé aguacate. Acompañamos la comida con agua de chilacayote que es un tipo de calabaza dulce. Era mitad líquida y mitad sólida, por la rayadera del chilacayote. La verdad, no estaba muy buena, pero no había otra alternativa.
El almuerzo fue reparador porque arrancamos con nuevos bríos. Tanto, que Pilar dijo que ya no quería la mula. Más tardó en declinarla que Rocío en trepársele al lomo –al de la mula. Salimos del lecho del río y tomamos un camino más o menos ancho de terracería. Los últimos 5 kilómetros fueron prácticamente todos planos. Esto quiere decir que la pendiente promedio de bajada no fue de 15 sino de 20%. 
El camino se hacía interminable. Veíamos la comunidad pero nomás no llegábamos. Pasamos por algunas casuchas, con sus perros, gallos y gallinas; encontramos niños jugando en el camino; y burros y mulas comiendo totomoxtle, la hoja que cubre la mazorca. Señal de que nos acercábamos, pero no de que habíamos llegado.
La mula que había dejado a Rocío en San José, regresó por Pilar que gustosamente anduvo los últimos metros a lomo de equino. Por fin llegamos. Habíamos acabado de andar, pero todavía quedaba camino por recorrer. 
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caminocopalita · 2 months ago
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El Piñuelo
26 de marzo de 2024
“El Piñuelo era el campamento más bonito de toda la ruta. Ahí nos bañábamos en el río y dormíamos todos juntos al aire libre,” nos dijo Meche con un dejo de tristeza. “Lloramos cuando se lo llevó el huracán.”  “¿Cómo que se lo llevó el huracán?” preguntamos. “Si estamos a la mitad de la sierra.” 
Agatha azotó Huatulco y Puerto Escondido el 30 de mayo de 2022 como huracán categoría 2 con vientos por encima de los 100 kilómetros por hora. San José Ozolotepec está aproximadamente a 60 kilómetros en línea recta de la costa, y a unos 1250 metros sobre el nivel del mar. Los fuertes vientos entraron a la sierra por los ríos. Las lluvias torrenciales provocaron inundaciones, deslaves, y erosionaron las laderas de los cerros, zonas con poca vegetación y ensancharon el lecho de los ríos. “Se llevó cantidad de árboles,” continuó Meche, “Mientras logramos reconstruir el campamento, la comunidad nos recibe en el pueblo.”
Pilar y yo entramos por la parte posterior de la iglesia. Algunas de las tiendas de campaña las habían puesto a un costado del templo y otras alrededor del atrio. Unas estaban sobre piso de tierra, otras sobre el cemento. La última que quedaba disponible estaba sobre el piso a un lado de la puerta de la iglesia. La tienda era más larga que el ancho del piso, por lo que unos 30 centímetros quedaban colgando como lona mal puesta en un puesto de un mercado sobre ruedas. “Esto no va a estar muy cómodo,” pensé mientras abría la puerta y me asomaba. Me tranquilicé un poco cuando vi dos catres que parecían estar bastante decentes. No eran los catres tubulares con resortes rechinadores y lona percudida en los que había dormido de chico en Chachalacas. Estos eran unos catres marca Coleman, estilo militar, con marco ultra sólido de acero, superficie para dormir en poliéster extra resistente, y capaces de aguantar hasta 136 kilogramos de peso. Se veían bastante pro. 
Nos instalamos y fuimos saliendo al atrio donde habían acomodado unas mesas largas y unas sillas plegables de plástico. En una esquina habían montado la cocina donde estaban preparando la cena al fuego de leña. Nos habían prometido que en este campamento nos podríamos bañar después de los dos días que llevábamos en nuestro jugo. Baño a jicarazos pero baño al fin. Nos numeramos para definir los turnos. A Pilar le tocó el 8, a Jimena el 10 y a mí el 12.
Había dos salas de baño. Una era una covacha de tres paredes improvisadas con pedazos de lámina y sin techo. La puerta era un pedazo de rollo de plástico negro para construcción. Encima del piso de tierra habían puesto una pieza irregular de cemento agrietado. En una rejilla de alambre descansaba una bolsa de detergente biodegradable multiusos –económico, ecológico y rendidor– marca Roma. De una pared a otra habían amarrado un cordón que servía para colgar la ropa, la toalla y una linterna, pues el cuarto no tenía luz.
La segunda sala era un baño en toda forma que estaba construido a un costado de la iglesia. Tenía un lavabo, un excusado y espacio para una regadera que aún no estaba instalada. Tenía una puerta de metal con ventilación en la parte superior y un foco que colgaba del techo. Afuera del baño había dos tinacos Rotoplás negros en donde llenabas una cubeta para llevar a la sala de baño correspondiente y bañarte a jicarazos con una palangana de plástico. 
Los turnos iban progresando lentamente a medida que empezaba a oscurecer. Pilar y yo decidimos meternos juntos para ahorrar tiempo. Llegó el turno número 8 de Pilar cuando se desocupó el baño de lámina y puerta de plástico. “Yo mejor espero a que se desocupe el otro,” le dijo a Ana que tenía el turno 9 y que tomó el lugar con gusto.
Unos minutos más tarde entramos Pilar y yo por la puerta de metal. El lavabo y el excusado estaban inmundos: todos percudidos y atiborrados de cosas que se veía llevaban ahí meses. Nos desvestimos y colgamos la ropa en la ventanita encima de la puerta. Las paredes de la regadera también estaban asquerosas, pero si nos parábamos en el centro alrededor de la coladera había suficiente espacio para no tener que tocarlas. Agradecí haberme llevado mis chanclas. 
El techo era muy bajo, yo creo que no pasaba de 1.80. El foco colgaba de un cable que despedía bastante calor, me quedaba a la altura de la frente, y lo tenía que estar esquivando con cabeceos de boxeador. La verdad no fuimos muy eficientes. Yo creo que nos tardamos más que si cada quien se hubiera bañado por su lado. Al principio usamos demasiada agua y tuvimos que racionarla al final para que no se nos acabara. Nos secamos, nos pusimos ropa limpia, recogimos nuestras cosas y salimos –sudando por la humedad encerrada y el calor– al fresco de la noche. A pesar de todo, el baño nos vino de maravilla. 
El resto de los turnos pasaron relativamente rápido y al cabo de 40 o 45 minutos ya todo el grupo estaba limpio, perfumado y de buen humor. Estábamos listos para la cena. En armonía con el resto del campamento: estuvo espantosa. Prepararon un consomé de pollo desabrido con unos ejotes con la cáscara fibrosa. Había una cazuela con patas y retazos de pollo que yo me pasé de largo. No me apeteció siquiera echarle una cucharada de salsa para disimular el sabor. 
“Esto está horrible,” le dije a Pilar. “Voy a ver cómo están los baños a ver si me echo una caca.” “Ten cuidado, porque dicen que uno tiene hormigas,” me advirtió. Aquí no había baño seco o letrina ecológica. El mismo equipo que había diseñado y construido la sala de baño de lámina, había fabricado estos WCs. La única diferencia es que sí les habían puesto puerta y techo de lámina. Los excusados contaban con desagüe pero no con tanque de agua. Había que llenar una cubeta y descargarla con fuerza en el inodoro para que los desechos se fueran por el caño.
“¿Estarán ocupados?” le pregunté a un lugareño que fumaba al lado de los tinacos. “Creo sí. Está la cubeta afuera,” observó. “¿Por qué no usa ese?” me dijo señalando el cuarto donde nos habíamos bañado. “Es que nos dijeron que el excusado no funciona,” le contesté. “No, si funciona rebién,” me contestó, “solo le tiene que echar un cubetazo de agua cuando termine.” 
“No, pos ya la hice,” pensaba, mientras iba a la tienda por el rollo facial soft y las lignettes ultra-douces con vitamina E, manzanilla, pepino y aloe vera. Llené mi cubeta en el tinaco y mientras me dirigía al baño, llegó Pilar corriendo, “¡No uses ese baño Luis, no sirve!” “Aquí el jefe me dijo que funciona perfecto, ¿verdad?” le volví a preguntar. El jefe asintió con la cabeza mientras echaba una bocanada de humo. “Pues Ana lo acaba de usar y dice que cuando echas el agua por el excusado, se sale por la coladera de la regadera,” me insistió. “¡Uta, que asco! ¿Dónde nos bañamos?” pregunté. “¡Sí, carajo!” me contestó. 
“Pues no creo,” le dije, “voy a hacer pipí para probarlo.” Cargué mi cubeta de agua, entré, cerré la puerta y empecé a orinar lentamente, cuidando de apretar el periférico para evitar un accidente. Vacié con fuerza media cubeta de agua en el excusado y vi cómo sucedía exactamente lo que había descrito Ana. El agua se regresaba a salpicones por la coladera de la regadera. En ese momento, se me paralizaron el tracto digestivo y el sistema excretor. No volvería hacer, ni pipí, ni popó, hasta bien entrado el día siguiente. 
Regresé cuando abrían la botella de mezcal y empezaban las presentaciones con la comunidad. Cuando me tocó a mí, dije que nunca había tenido la oportunidad de acampar en el atrio de una iglesia, y que me sentía muy afortunado de que hubiera sido gracias a la hospitalidad de la comunidad de San José. Cuando terminaron las presentaciones nos fuimos a la tienda de campaña. El mezcal ni lo probé.
Los catres estaban razonablemente cómodos. Mejor que dormir en el suelo. Sin embargo, casi no pudimos dormir. Parte del grupo se quedó platicando y tomando mezcal un rato más o menos largo. Algunos de los lugareños se quedaron platicando en los escalones de la iglesia, debajo de una lámpara de luz blanca que iluminaba el atrio y toda nuestra tienda. Pensábamos que podríamos dormir cuando finalmente apagaron la luz. No sabíamos que se dirigían a tirar unas canastas a la cancha de basquetbol. La cancha no estaba tan cerca, pero se oía la pelota rebotando en el cemento y pegando en el tablero. 
Por ahí de la media noche se fue a dormir la gente. Al poco tiempo empezaría la algarabía de los animales. El concierto inició cuando un perro que estaba echado a un lado de la tienda de Ana y Jimena se levantó y empezó a ladrar. El resto de los perros de San José Ozolotepec iban contestando por turnos. El final de la serenata de ladridos lo marcó un sonoro y prolongado rebuzno de uno de los burros que habíamos visto en el camino de entrada comiendo totomoxtle. Después de unos minutos, el perro de Ana y Jimena inició la segunda ronda de la serenata… luego la tercera… luego la siguiente. 
“¡Voy a matar a ese pinche perro!” dijo Ana mientras abría la puerta de su tienda de campaña y llegaba de un salto a la del Basave. Con su antifaz y tapones de oído, estaba profundo. Lo despertó de una sacudida. “¡Dame uno de tus cuchillos! ¡Voy a matar al perro!” “Usa el switch blade,” le dijo Basave medio confundido, “es mucho más efectivo.” Salió puñal en mano, agarró al perro del cogote y le cortó la yugular de un solo navajazo, mientras el animal soltaba el último aullido. Lo siguiente que supo, estaba corriendo con una turba de gente persiguiéndola a la luz de linternas y antorchas. Se despertó sudando con el corazón a mil por hora. El perro le seguía ladrando en la oreja. “Pensándolo bien, mejor no lo mato,” suspiró.
Como a las tres de la mañana, unos gallos –que pensaban eran grillos– empezaron a cantar. Y así… estuvimos toda la noche… en medio de una chirriante, confusa y estridente cacofonía. 
El desayuno del día siguiente no estuvo mucho mejor que la cena. Nos dieron unas memelas grasosas y un café tibio con demasiada azúcar. Empacamos las mochilas y nos preparamos para partir. 
“Acaban de hervir esta olla de agua Guapos” le dijo Héctor a sus hijos. “Aprovechen para llenar sus cantimploras a tope.”
No sé en qué momento dejamos de usar cantimplora. Como palenque, también viene del catalán. Es una palabra mucho más bonita y musical que las que usamos ahora. Deberíamos regresar al uso de la cantimplora y de sus no menos musicales variantes: la caramañola y la caramayola. 
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caminocopalita · 2 months ago
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De San José a San Felipe
27 de marzo de 2024
Sobra decir que nadie se dio un baño mañanero en San José Ozolotepec.
“Chicos y chicas…” nos dijo Emilio cuando terminábamos de desayunar, “no se les olvide llevar su traje de baño y sus sandalias deportivas. Hoy nos vamos a meter al río. También voy a llevar un caballo por si alguien se cansa y se quiere montar un rato.”
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Los compadres que nos ayudarían a transportar el equipaje empezaron a meter las mochilas en unos costales de plástico rojos que originalmente deben haber sido para almacenar papas. Se necesitaban para proteger el equipaje que se iría al siguiente campamento a lomo de mula. Una recua de 7 mulas arreadas por 3 jinetes a caballo saldrían detrás de nosotros cargando las mochilas. 
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Dejamos la comunidad por un accidentado camino de escalones. Unos de cemento, unos de piedra, otros de piedras y rocas, otros de troncos y raíces, todos irregulares. Después de la dificultosa bajada, llegamos a un amplio camino de terracería donde continuamos nuestro trayecto al siguiente campamento.
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Volví a coincidir con José que ahora iba platicando con Gabriel, el otro amigo de Querétaro. Gabriel es director del Museo de la Ciudad de Querétaro. Es experto en cine, teatro, y artes plásticas, y aficionado a la literatura, que nuevamente se convirtió en tema de conversación. “A Gabriel le gustan las novelas largas,” comentó José. “Entre más tomos tengan, mejor,” confirmó Gabriel. “Yo nomás no puedo con los libros largos,” comenté. “Le acabo de invertir no sé cuántos meses a Bolaño y siento que no valió la pena.” “¿No te gustó Bolaño?” preguntaron los dos al mismo tiempo, “¿Qué leíste?” “Primero Los detectives salvajes y más recientemente 2666,” contesté. “Más de 800 páginas una y más de 1200 la otra. Si les hubiera recortado el 75%, serían mucho mejores,” atreví un comentario que seguro evidenció mi total falta de sensibilidad y discernimiento literarios. “¿Sí te acuerdas del epígrafe de 2666?” me preguntó Gabriel, “Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento. Lo tomó de un poema de Baudelaire,” continuó sin esperar respuesta. “Pues es una síntesis perfecta de la novela,” dije, “me debí haber ahorrado todo lo demás...” 
Continuamos descendiendo. Poco antes de llegar al río, nos pasaron las mulas a trote con las mochilas colgando dentro de los costales rojos. Vimos un hilito de agua en medio de un cañón muy grande. El huracán había abierto todo el lecho del río. Antes el camino iba bajo la sombra de los árboles: algunos todavía de montaña, otros ya de trópico. Hoy es un amplio cañón con un arroyito que va por enmedio. De cualquier forma fue una caminata muy agradable. Era el filo del mediodía, hacía mucho sol y había poca sombra; sin embargo, un viento fresco sopló durante todo el trayecto. 
Fue muy placentero andar por el cauce del río. Caminamos por encima de piedras de distintos tamaños. Sobre guijarros y piedritas; sobre piedras más grandes en las que se balanceaba el pie completo; y sobre rocas gigantes en las que podías dar varias zancadas. Cada tipo de piedra tenía su sonido y vibración particular. Los guijarros crujían; las piedras más grandes chocaban una contra otra con golpes secos y huecos; sobre las rocas gigantes oías tu pisada firme y franca. Acompañando el sonido de tus pasos escuchabas el del agua corriendo, y en los árboles, el canto de las chicharras le hacía eco al viento. Arriba de los cerros, en silencio, volaba en círculo una bandada de zopilotes.
Tomamos un descanso a la sombra de un acantilado. Yo escogí una piedra grande, plana y fría, un poco alejada del resto del grupo. Estaba tan agusto que saqué mi libreta y me puse a escribir mis notas. Estaba tan agusto que me quedé un rato después de que el grupo emprendió de nuevo el camino. Estaba tan agusto que me di cuenta que había empezado a relajar y a soltar el cuerpo. Estaba tan agusto que me dieron ganas de hacer popó.
Me aseguré que traía mis toallitas húmedas y le dije a Emilio que tenía que hacer una escala técnica. Busqué un lugar en la sombra que tuviera una linda vista al río y al cañón y procedí a sembrar la cactácea. Qué gran decisión haber aguantado las ganas en San José. Tiré una caca mística. El tronco –fueron varios en esta ocasión– salió con la consistencia casi perfecta. Quizá un tanto blando, pero sólo necesité tres lingettes para dejar al somoza reluciente. Cubrí los troncos con hojas secas y unos guijarros, y reanudé la marcha con una sonrisa. Iba tan ligero que olvidé el bastón de caminar. Encontré a Emilio montado en el caballo unos doscientos metros adelante. “Listo,” le dije con un suspiro de satisfacción, y seguimos adelante al ritmo de los cascos del caballo por encima de las piedras.
Árboles pelones y arbustos secos del bosque caducifóleo cubrían los cerros junto con una que otra nopalera. De repente se veía una solitaria palma y algunos manchones verdes que me llamaron la atención. “¿Qué son?” le pregunté a Meche. “Es rastrojo,” me contestó, “son milpas de maíz que dejamos descansar.” 
Los campesinos siguen empleando el ancestral método de tumba-roza-quema, aunque ya casi no queman. Por un lado por el peligro de provocar incendios forestales, y por otro porque se erosiona la tierra. “La primera cosecha después de la quema es muy buena,” me explicó Meche, “pero para la próxima ya no sirve la milpa porque se deslava toda.” Lo que hacen es cortar –o más bien podar– los arbolitos que crecieron junto con el maíz, para que retoñen y vuelvan a crecer con la siguiente cosecha, que se plantará una vez que la milpa descanse por uno o dos años.
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Llegamos a una parte del río que traía un poco más de agua. Bajaba una vertiente de la sierra que formaba un pequeño manantial y luego una pequeña cascada. Cada quien fue encontrando un lugar para ponerse el traje de baño y el calzado acuático que habíamos empacado. La mayoría sacó sus sandalias deportivas, nosotros nos pusimos nuestras zapatillas para surf; Basave, unos mocasines elegantísimos de hule perforado ultra suave, grises con vivos en blanco y amarillo, con suela antiderrapante y resistente a las espinas de erizo, manglar y bejuco. Guardó su celular en su funda flotante contra agua que permitía 100% de funcionalidad –incluyendo tomar fotos sumergido– y se lo colgó del cuello. Se había puesto un traje de baño azul cielo con palmeras verdes y un sombrero de rápido secado, también verde. Parecía turista de Ecatepec de vacaciones en Tepetongo. 
El agua de la cascada estaba helada. En contraste, la del río parecía jacuzzi. Chapoteamos, nos refrescamos, nos asoleamos en las piedras, y descansamos las patas. Las zapatillas de surf de Decathlon funcionaron de maravilla.
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Al cabo de un rato, buscamos donde vestirnos para seguir el camino. “¿De aquí ya nos podemos seguir en shorts no?” le pregunté a Emilio. “Pues no lo recomiendo,” contestó. Resulta que este clima le gusta al otatil, yala’ts en zapoteco, un árbol de cuya corteza sale un líquido lechoso muy irritante para algunas personas, que puede provocar ronchas y manchas negras que tardan semanas en quitarse. En algunas personas provoca, con sólo pasar cerca, una agresiva reacción alérgica. El otatil es el famoso hincha huevos del que nos había platicado el Biólogo. 
Me puse el pantalón largo, me calcé las botas y me acomodé el traje de baño mojado en la cabeza, no fuera a ser la del Diablo. Además de proporcionar protección psicológica, sirvió de protección física para el pescuezo, que el sol inclemente me estaba tostando.
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No sólo el paisaje –el visual y el auditivo– se iba haciendo más tropical, la personalidad de nuestros guías también. Relajados, divertidos y dicharacheros, la mayoría iba calzando chanclas. Y no eran sandalias deportivas diseñadas para senderismo y otras actividades acuáticas. Traían unas chanclas de hule con pata de gallo de plástico, de esas que venden en las cajas de los supermercados en destinos de playa.
Salimos del cauce del río y seguimos el camino por un sendero de tierra a la sombra de árboles tropicales: parotas, una que otra ceiba y árboles a los que había atacado el matapalo. Del otro lado del río vimos un cerro totalmente chamuscado por un incendio reciente. “¿Qué árbol es ese de la corteza roja?” le pregunté a una de nuestras guías. “¿Cómo se llama ese Melinda?” le preguntó a su compañera. “No sé,” le contestó, “hay que preguntarle a don Teo.” “No, si yo me sé todos los nombres,” me dijo Caritina, “pero cuando me preguntan se me olvidan.” 
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El blog Zapoteco de Xanica explica que los zapotecos tienen su propia taxonomía vegetal. Le llaman yak a los árboles, kyiix a las hierbas, kye’ a las flores, mee’y a los hongos, too’b a los magueyes, byaa a los nopales, llil a los carrizos, ku a los camotes, luhyts a los bejucos y kyiix kyi a los pastos. Los nombres de las plantas usualmente toman la raíz de la palabra a la que pertenecen. Por ejemplo, yandzak es el nombre zapoteco del guanacastle o parota; too’b la’ se llama el maguey tobalá, muy apreciado para hacer mezcal; luhyts kyehts btuu es el bejuco miedoso que cierra sus hojas cuando lo tocas y es bueno para las enfermedades del susto; kyiix xkyitën es el pasto que se da en las lomas; kyaa’s le llaman a la hierba quintonil; ku yak es la yuca; kye’ wambil es la flor de la bugambilia con la que se adornan las coronas de los apóstoles en Sábado Santo, y kye’ brux el cempatzúchitl o flor de los muertos; mey doop es el nombre zapoteco del hongo pedo de coyote.
Alcanzamos al resto del grupo que se había detenido a tomar un descanso a la sombra de un macahuite, una higuera blanca grande y frondosa. Don Aristeo, que era el jefe de los guías, se quejaba de un dolor en el empeine. “¿No lo quieres revisar?” le preguntó Héctor a Jimena, que le había platicado era fisioterapeuta. “¿Desde cuándo le duele don Teo?” le preguntó Jimena. “Tiene como dos semanas,” contestó. “¿Y se golpeó, se torció o algo así?” siguió preguntando Jimena. “No, si no me ha pasado nada de eso,” contestó. “¿Y no ha hecho algo distinto de lo que hace normalmente, como correr o caminar más rápido?” continuó indagando Jimena. “¡Ya sé qué fue Jimenita!” le cayó el veinte a don Teo, “me regalaron unos tenis que me puse hace dos semanas que traje otro grupo a caminar por el cañón. Desde entonces me duele el canijo pie.” “¿Y siempre camina con chanclas como ahora don Teo?” “Clarín Jimenita. Con estas subo y bajo para todos lados.” 
“Pues sí es posible que sean los tenis,” coincidió Jimena, “Se puede dar un masaje con los pulgares de arriba hacia abajo durante unos cinco minutos. Hágalo varias veces al día,” le recomendó. Se lo iba a dar ella, pero no se atrevió a tocarle los pies que estaban negros de tierra, duros de callos y marcados de grietas. “Yo traigo una pomada de árnica,” dijo Héctor, “ahorita se la paso.” “Mucho mejor con árnica don Teo. Eso le debe ayudar mucho,” le indicó Jimena mientras movía sus pulgares en el aire. 
Después Jimena se arrepintió. Ya estaba medio acostumbrada a manipular pies, pero no le habían tocado unos tan maltratados. “Están sucios de tierra de monte,” pensaba, “pero seguro más limpios que las patas del Basave que ya llevan cuatro días guardadas y sin respirar en las botas súper impermeables.”
Aprovechamos el descanso para comer unos snacks. Yo saqué mis almendras, arándanos y pasitas y le ofrecí unas a Caritina que se había sentado junto a mí. “¿Ve el árbol del tronco rojizo junto a la piedrota esa?” “Sí,” le contesté. “Es igual al primero que me pregunto. Se llama palo mulato,” me dijo con gran seguridad. Y así, de pronto, se le vinieron a la cabeza los nombres de los árboles y las plantas que habíamos pasado en el camino. 
“El segundo que me preguntó se llama cuil, ese grandote y frondoso que da unos como ejotes que no se comen. El otro parecido al cuil, donde estaba el nido de termitas, se llama guanchal; da un resto de semillas que usamos para darle de comer a los pájaros. El de las flores blancas que daba mucha sombra es el macuil. Los que tenían en las casitas que pasamos son aguacatillos; dan unos aguacates pequeñitos, y su cáscara es muy buena pa los golpes. El otro grandote, como ese que está allá, es el cuapinol; su madera es muy buena y la cáscara de la semilla la quemamos para espantar mosquitos y cucarachas cuando llueve. El que crece abrazando a otro árbol hasta que lo ahorca, se llama matapalo. Esta de aquí atrás es la hoja de grillo o lengua de vaca que es muy buena pa quitar la fiebre. Y esta otra hierba es el nescafé; es una leguminosa que dejamos crecer en la milpa para nitrogenar el suelo.” 
“¿No le dije que sí me sabía los nombres?” me dijo Caritina cuando me vio con la boca abierta.
Estábamos listos para irnos, cuando llegaron dos chavos cargando un garrafón de agua de jamaica que nos sirvió para acabar de recargar las baterías. Habíamos caminado casi 12 kilómetros y descendido más de 700 metros sobre el nivel del mar. Nos faltaba el último trecho. Una subida perra. 
Según don Aristeo ascenderíamos unos 300 metros a lo largo de 4 kilómetros, una pendiente de 7.5% que no sonaba tan difícil. Los más rápidos harían 40 minutos, una hora máximo los más lentos. La aplicación de mi teléfono me marcó 400 metros de ascenso y 2 kilómetros de recorrido: una pendiente de 20% que sí está más canija.
Jimena salió con Ana y el Basave más o menos a la mitad del grupo. Poco a poco fueron ganando terreno. Pasaron a Salma y a Rocío, que ya iba agotada. Pasaron a José y a Cecilia que se detenían a tomar fotos. Pasaron a Héctor, Claudio y Camila que habían aflojado el paso. Empezaron a acortar la distancia con el grupo puntero donde iban Sandra de San Luis Potosí, Alethia la del paso firme y Pablo, el más chico de los Aguilar. De pronto Ana dijo, “Tengo hambre,” y se paró en seco. El Basave, que jamás deja pasar oportunidad de ingerir alimento, se detuvo también y sacó unas barras de granola y sus paquetes de beef jerky. 
Jimena no se detuvo. Pronto se emparejó con Mercedes, una psicóloga que vive en la Condesa y tiene su consultorio en Las Lomas. Mercedes ya había hecho el Camino de Santiago, corrido un par de maratones y era una de las chavas que se había lanzado sola al Camino Copalita. En el grupo puntero se desató una competencia en la que salió victorioso Pablo. Jimena y Mercedes llegaron después de Sandra y Alethia. 
Camila pasó a Ana y a Alberto que terminaban su tentempié. Cuando faltaban unos 200 metros para llegar, se echaron a correr, pasaron nuevamente a Camila, y llegaron jadeando a festejar con agua de jamaica. 
El resto del grupo fue llegando poco a poco. Pilar y yo íbamos al final con Emilio guiando al caballo. Alcanzamos a Salma y a Rocío que estaba rendida, sentada en una piedra, en uno de los pocos parches de sombra que había en la subida. Emilio le preguntó si quería subirse al caballo. Pilar y yo seguimos caminando mientras Rocío batallaba para montarse al cuaco porque la vereda era realmente angosta y empinada. Finalmente, llegamos por un merecido vaso de agua de jamaica, que nos supo a gloria líquida.
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caminocopalita · 2 months ago
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Agua Azul
27 de marzo de 2024
En un camino comunal pavimentado, nos esperaban dos pick-ups que nos llevarían al siguiente campamento. Cuando llegamos Pilar y yo, sólo delante de Emilio guiando el caballo con Rocío montada, ya todos se habían acomodado en la cabina de pasajeros o en la caja de carga. Pilar encontró lugar en la cabina de la camioneta de adelante y yo me subí a la caja donde también iba Jimena. Ana y el Basave iban en la de atrás.
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Arrancamos como Verstappen en la pole. Pronto se terminó el camino pavimentado y entramos, sin disminuir la velocidad, a una terracería bien aplanada. Los de la caja nos empezamos a poner una empanizada mundial. Mientras, tratábamos de muellear con brazos y rodillas para evitar la tortura del trasero. Ganábamos terreno a la segunda camioneta que llevaba un conductor más prudente, cuando se le voló el sombrero a Gabriel. Nos detuvimos para que Emilio se bajara a recogerlo. La camioneta de atrás se acercaba peligrosamente y se preparaba para el rebase cuando Emilio regresó con el sombrero y volvimos a arrancar conservando una delantera poco cómoda. 
Cuando llegamos, brinqué fuera de la caja para llegar primero a escoger tienda. Crucé por encima de un pequeño río, haciendo equilibrio en un tablón de madera, y subí –casual pero apuradamente– unos empinados escalones de troncos y raíces que llevaban al campamento. Encontré platicando a algunos miembros de la comunidad a los que les pregunté, “Buenas tardes jefe, oiga, ¿cuál es la mejor tienda de campaña?” “Pues todas son iguales patrón,” me contestaron. Con un rápido vistazo comprobé la falsedad de la respuesta. “Y si tuviera que escoger dónde dormir, ¿cuál elegiría?” volví a preguntar. “Pues mire,” me contestó uno de ellos, “ahí están esas dos grandotas y allá atrás de la palapa hay otras dos.” 
Me fui sobre las que estaban más cerca. Aparté una para Jimena y Ana con mi camelback y mi gorra, y una para Pilar y para mí montando guardia mientras llegaban refuerzos. Ya no traía nada para apartarle al Basave. Tuve que defender las tiendas con la vida cuando llegaron apurados los cinco Aguilar en búsqueda de alojamiento. “Nosotros necesitamos una para tres,” me dijo Mónica, “y estas están más grandes.” “Pues esta es para Ana y Jimena y esta otra para Pilar y para mí,” le contesté, “creo que del otro lado hay otras dos iguales.” Salieron los cinco corriendo. Al Basave, para variar, le tocó la última. Una mini tienda tipo iglú donde a duras penas cabía hincado. 
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Ya todos instalados, nos pusimos el traje de baño, los zapatos para agua, y agarró cada quien su toalla. A un lado del campamento, bajaba un río por una cascada que formaba un lindo manantial. El río Yuviaga, también conocido como La Corada, nace en lo alto de la Sierra Sur, no lejos de Agua Fría, donde dormimos la primera noche, y es el que pasa por donde estaba el campamento del Piñuelo. Es el mismo por cuyo lecho habíamos caminado la mayor parte del día, y que a esta altura traía un poco más de caudal.
El agua era helada, pero después de la primera sumergida, y con el calor de afuera, estaba deliciosa. Nadamos y chapoteamos mientras José y Cecilia tomaban fotos a quienes se ponían debajo de la cascada. Yo posé colgado de Jimena y Pilar, levantando las piernas por encima de nuestras cabezas.
Como no habíamos traído jabón y shampoo biodegradables, los tuvimos que pedir prestados. Sandra le prestó los suyos a Jimena, con los que se bañaron ella y Pilar. El Basave había sacado su jabón con olor a lavanda y se estaba enjabonando con enjundia en un rincón del manantial. Antes de que estuviera todo cubierto de espuma le dije, “No seas ojeis hijín… préstame tu jabón antes de que te lo pases por el ortega.” Generoso como es, me lo paso –el jabón– y me di la mejor enjabonada en mucho tiempo. ¡Qué diferencia con el baño del día anterior en San José!
Salimos del manantial y subimos por un camino menos empinado, que tenía árboles de un lado y una gran roca del otro, por la que bajaban las raíces de un guanacastle que crecía encima. La roca formaba una pared de piedra por la que escurría agua filtrada que llegaba al manantial. 
Me puse ropa limpia y me fui al comedor que estaba en una gran palapa al lado de una cocina abierta. Me senté a anotar lo acontecido en una de las libretas que llevaba para documentar el viaje, cuando se acercó don Aristeo, “¿Qué tanto escribes Pepe?” “Qué pasó don Teo, me llamo Luis,” le dije. “Ah, si’cierto Güicho, perdón pero no soy muy bueno pa los nombres,” me contestó riendo. “Estoy escribiendo mis notas del viaje,” le dije, “quizá después escriba un relato.” “No Güicho, pos entonces deja que te cuente,” se sentó, y con el canto de las primaveras de fondo, don Teo se arrancó con una interesante plática.
Me dijo que estábamos en el territorio de San Felipe Lachilló, que quiere decir Horno de Maguey o Tierra Llana. Viven 830 ciudadanos de 15 años o más, y en total 300 familias. El campamento se llama Agua Azul o Cueva de Yuviaga, que quiere decir Finca de Cafetales o Bajo el Río. Dijo que estábamos frente a la comunidad de San Andrés Lovene. “San Andrés lo vende y San Felipe lo chingó, dicen por aquí,” refraneó don Teo sonriendo.
San Felipe lo formaron tres familias que salieron de Santiago Lapaguía, un pueblo que está como a 20 kilómetros al norte. “Hay veces que la gente sale de sus pueblos Güicho. No sé si te fijaste, que cuando veníamos en las camionetas, pasamos por San Bartolo. Ahí donde estaba la ceiba grandota. Esa es una ranchería que se está convirtiendo en pueblo.” 
Don Aristeo forma parte del equipo técnico de SICOBI, el Sistema Comunitario para el Manejo y Resguardo de la Biodiversidad de Oaxaca AC, que encabeza el Biólogo. SICOBI trabaja para mejorar las condiciones de vida de las familias que habitan sus territorios, a partir del manejo sustentable de los sistemas productivos y sus recursos naturales, con el fin de aumentar la certidumbre ambiental y la productividad de los cultivos. Todas las comunidades agrarias de SICOBI cultivan café, maíz y miel para no depender de un solo cultivo. 
Don Teo explicó que el café de altura se planta hasta los 1,842 m en parcelas de montaña, como la que habíamos visitado el día anterior. El que estaban preparando para la cena era de San Felipe y se cultiva a 1,500 m. Es muy importante que las plantas de café crezcan a la sombra de los árboles. “Al café que hay alrededor del campamento le dan sombra estos árboles que se llaman Juan Diego,” me dijo don Teo, “es un árbol muy fuerte, de madera muy buena, y de los pocos que resiste al matapalo. Luego están los árboles frutales como mandarina, naranja, limón, guanábana, plátano, y cacao,” continuó, “que le dan distintos sabores al café.” Me explicó que así como absorbe los sabores de las frutas, el café también absorbe el sabor de productos químicos y otros contaminantes. Por eso es fundamental que el cultivo sea orgánico.
Me explicó que deben tener mucho cuidado con las plagas. En 2016 los atacó la roya, una plaga muy difícil de erradicar que se come las hojas y las pone amarillas. Hay variedades de café como la marsellesa, la geisha y la colombia que son resistentes a la roya. Otras, como la pluma, que crece debajo de los 1,500 metros, son más vulnerables. Entre otros riesgos del cultivo está que se corte mal el café, que la despulpadora esté mal calibrada y que no se haga bien el proceso de secado. “Por eso es tan importante el trabajo que hacemos nosotros,” me dijo orgulloso. 
“Y cuánto tiempo vive una planta de café don Teo,” le pregunté. “No, pos aquí cercas tenemos una que tiene más de 60 años. Vente Güicho, te llevo a verla.” Mientras caminábamos me platicó que una planta nueva da su primera cosecha hasta los 5 años, y que si la cuidas bien te puede dar una cosecha por año durante los siguientes 60 o 70. Llegamos a ver la planta, que estaba dentro del propio campamento. Era un tronco de unos 15 centímetros, que apenas salía de la tierra, del que habían retoñado tres ramitas. “Esta es la planta madre que podamos el año pasado,” me explicó don Teo, “y estas son las ramitas que le están naciendo.”
De regreso a la palapa, don Teo me platicó de la miel. Con la miel no tienes que esperar 5 años, es un proceso más corto y con mejor rendimiento. Un apiario da la primera cosecha en un año, y a partir de entonces, puede dar dos por año. “Lo bonito de la miel es que la cosechas cuando raya el sol,” me dijo don Teo. El principal riesgo de este cultivo son los vientos y las tormentas que pueden arrancar las flores. “Bueno y que te piquen las abejas, como le pasó al Nacho que trae toda la cara hinchada,” me dijo riendo don Teo. 
“De maíz trabajamos principalmente cuatro variedades,” comentó cuando regresamos a la mesa. Arriba de los 1,500 metros sobre el nivel del mar plantan tablita y mushito; en altitudes más bajas olotillo y roncamello. El tablita es un maíz amarillo que tiene un ciclo de 3 meses, el mushito es blanco y tiene un ciclo de 9 meses, el olotillo también es blanco y su ciclo es de 3 meses. El roncamello –que fue lo que le entendí a don Teo– es un maíz rojo que tiene un ciclo de 4 meses. Cuando investigué en internet las variedades de maíz, no encontré el roncamello. Es probable que me haya dicho maíz regulillo que sí es un maíz rojo que se cultiva en la Sierra Sur. Todo el maíz es cultivo temporal asociado a la lluvia y da una sola cosecha por año.
Después de la agradable charla, cuando ya se hacía de noche, fui con Ana y Jimena a inspeccionar los baños. Estaban como a 250 metros en el camino que subía a la Cueva de Yuviaga, una caverna con pinturas rupestres que visitaríamos aldía siguiente. Encontramos dos baños secos muy monos y bien puestos, aunque con el mismo error de diseño del lavabo entre las dos letrinas. Las puertas estaban forradas con costales de café. Uno estaba impecable. El otro, a primera vista, también. Sin embargo, cuando me asomé al depósito alumbrando con mi linterna, descubrí una torre de caca cubierta de cal que, de sentarte, llegaría peligrosamente cerca del de los dolores. “Este tiene una torre de caca que casi se sale del excusado,” les dije mientras salía. “¡Ya sé!” exclamó Ana, “Yo ya la había visto, pero no pensé que fuera caca.” Qué pensó Ana que era, sólo podemos especular, porque nunca lo pudo articular. “Lo que pasa es que no es una torre,” dijo Jimena que había entrado a inspeccionar, “es una estalagmita. Pero de que es caca… es caca.”  
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Regresamos por el mismo camino, que ahora estaba iluminado con unas ingeniosas lámparas inflables que se cargaban con energía solar. Unas estaban en el piso al lado del camino y otras colgaban de las ramas de los árboles. Agua Azul era, sin duda, el campamento más bonito en el que habíamos estado. 
Cenamos delicioso. Un consomé de pollo de rancho, con su cilantro, su cebollita, su chilito verde, y… ¡con su limoncito! Viajes como estos te hacen reflexionar sobre el valor de las pequeñas cosas. La última vez que habíamos visto un limón había sido en la ciudad de Oaxaca. 
Después de la cena, Emilio sacó una botella de mezcal cuishe que servimos en vasitos de bambú. Con todos de buen humor, se desarrollaron varias conversaciones muy animadas. Nosotros nos fuimos a dormir después de la segunda copa, pero se quedó un grupo platicando y compartiendo una segunda botella de espadín.
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caminocopalita · 2 months ago
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De San Felipe a San Miguel
28 de marzo de 2024
Salí temprano de la tienda después de haber dormido bastante bien. Fui a la palapa a servirme un café de olla y a sentarme a escribir mis notas del día anterior, que ya no me dio tiempo de documentar después de la interesante plática de don Teo. Estaba en eso cuando vi que la tienda del Basave se movía. “Qué raro,” pensé, “quién sabe qué estará haciendo ahí adentro ese güey.” 
Después de un rato, se abrió el zipper y salió el Basave todo desfajado, sudando, jadeando y mentando madres. Más extraño aún, porque siempre salía hecho un figurín: impecable, con camisa y pantalones no sólo perfectamente limpios, sino sin una sola arruga; como si los hubiera planchado, almidonado y colgado la noche anterior. Se terminó de fajar afuera de la tienda, se amarró las agujetas de las botas y luego se trató de sacudir –sin demasiado éxito– las arrugas del pantalón y la camisa.
“¡No manches! ¡No quepo parado en esa porquería de tienda!” dijo mientras se servía un café, tomaba una pieza de pan dulce y se secaba el sudor con una servilleta. “Para ponerme los calzones me tuve que poner así,” decía mientras inclinaba el torso hacia adelante y se ponía en posición de escuadra con las rodillas semiflexionadas.” “Pero intenta ponerte los calzones así agachado, a ver hasta dónde te suben,” seguía diciendo mientras demostraba la operación, “sólo te llegan hasta aqui: a donde empiezan las nalgas. De ahí, me tuve que acostar en el catre para terminármelos de subir… y luego volver a empezar con los pantalones,” decía mientras empezaba a sudar nuevamente. “En serio… inténtalo Luis, vas a ver que está muy cañón.” 
“Chicos y chicas…” dijo Emilio mientras el resto del grupo se juntaba en la palapa, “Los que quieran subir a ver la cueva y las pinturas rupestres, sigan a don Teo. Es una caminata como de media hora de subida. También acuérdense de empacar su traje de baño y calzado para el agua. Hoy también podremos remojarnos en el río.” 
Subimos por el camino que llevaba a los baños y continuamos por una vereda angosta, tapizada de hojarasca, bastante empinada. Después de un par de kilómetros de recorrido por el bosque tropical, llegamos a un mirador debajo de un acantilado de piedra. Hacia el poniente, se veía la sierra que empezaban a iluminar los rayos del sol. 
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“Esta es la entrada de la Cueva de Yuviaga,” nos dijo don Teo señalando una hendidura en la base de la gran roca que formaba el acantilado. No nos habíamos fijado, pero toda la piedra estaba decorada con figuras pintadas en colores ocres y rojos que apenas se distinguían. Con la ayuda de don Teo fuimos descubriendo un perro, un conejo, un tigrillo, una bailarina danzando delante de un sol. La figura más grande, nos dijo don Teo, era un barco de vela. Aunque ya estábamos más cerca de la costa del Pacífico, sonaba extraño que fuera un barco, si en verdad eran pinturas prehistóricas; sin embargo, nadie reparó en el asunto. 
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Nos formamos en fila india para ir entrando a la cueva, porque sólo cabía una persona a la vez. La hendidura en la roca se hizo angosta y oscura, y a cada paso nos teníamos que ir agachando y encogiendo. Empezaba la claustrofobia, cuando se reveló un pequeño resquicio en la piedra por donde escapaba un rayo de luz. Avanzamos en cuclillas hasta quedar sentados encima del hueco en la piedra, por el que había que pasar ambas piernas y dejarlas colgando muy cerca de un escalón de roca ya dentro de la cueva. Apoyados sobre los antebrazos, primero nos deslizamos sobre las nachas, y luego sobre la espalda, para llegar al otro lado. Parecía que entrábamos a una cueva angosta y oscura, pero la estrecha entrada daba acceso a una amplia caverna abovedada que parecía un anfiteatro techado que también se abría al poniente y nos daba otra magnífica vista de la sierra iluminada por el sol.
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La bóveda de la caverna parecía un artesonado con docenas de casetones geométricos repartidos por todo el techo. Cada casetón albergaba, a su vez, docenas de murciélagos, que habían regresado a descansar a la Cueva de Yuviaga después de haber estado toda la noche polinizando árboles, flores y cafetales.
Don Teo nos había advertido de no tocar las paredes de la cueva, para evitar encontrarnos con insectos, arañas, telarañas, y para no perturbar el ecosistema. También nos había recomendado cubrirnos nariz y boca para evitar respirar restos microscópicos de guano de murciélago que flotaban en el ambiente. 
Después de un rato observando los murciélagos y admirando el paisaje, salimos a gatas por donde habíamos entrado y nos apresuramos a recorrer el camino de regreso para llegar a desayunar al campamento. Pasamos por los baños, donde nos lavamos bien manos y cara como nos había recomendado don Teo.
Me detuve en la cocina para servirme otra taza de café de olla que estaba hirviendo al fuego de leña. En el comal de barro cubierto de ceniza, estaban preparando un manjar. Las cocineras tenían apilado un montoncito de hojas santas que ponían a calentar, una a una, en el comal. Cuando una estaba lista, la sacaban y extendían dentro de un tazón, cubriendo toda la superfice. Enseguida, rompían el cascarón para deslizar cuidadosamente un huevo encima de la hoja de acuyo. Después de echarle una pizca de sal, tomaban los extremos de la hoja con las yemas de los cinco dedos, para formar un saco con el huevo crudo dentro. Sosteniendo el saco con las yemas de los dedos, le daban varias vueltas para formar un molote. En la periferia del comal, iban acomodando los molotes de hoja santa rellena de huevo para que, a fuego lento, se fuera cociendo el huevo y tatemando el acuyo que iba cambiando de tono de verde. Presencié un verdadero ritual culinario. Para servirlo, nos recomendaron formar un espejo de puré de papa en el plato, poner dos huevos envueltos encima y cubrirlos con salsa de cuatomate y chile tusta. Fue un deleite gastronómico.
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Después del desayuno, conocimos a los guías que nos llevarían al Mandimbo, el siguiente y último campamento. Nos despedimos de las cocineras, los guías de Agua Azul y del presidente comunal de San Felipe. Terminamos de empacar y seguimos a don Teo por un apantle en medio del bosque que llegaba a un escurrimiento de agua donde, uno por uno, llenamos las cantimploras y caramañolas. Mientras tanto, con el sonido del agua escurriendo, don Teo nos contó la Leyenda del Pescador.
“Ahora sí, les voy a compartir la leyenda… Acá, en el territorio de San Felipe Lachilló, hay un cerro que se llama Cerro Horno. En ese Cerro Horno, hay una laguna. Antes, había un pescador que se dedicaba a la pesca, y iba a la laguna a pescar pescado. Todas las veces que iba, llenaba sus redes de pescados. Pero hubo un momento cuando la familia, la esposa del pescador, compartió el pescado con su amante. Entonces… como la laguna está encantada, no se podía compartir el alimento con otras personas, y más con su amante. Entonces… al siguiente día, el pescador, sin darse cuenta que la esposa había compartido el pescado con su amante, agarró sus redes y se fue a la pesca nuevamente. Llegó y se metió a la laguna a pescar. Pero en ese momento se apropió el nahual de él y ya no regresó a su casa. Años después, el pescador apareció acá en la fosa donde está el chorro de agua. Ahí apareció el pescador otra vez, pero después de muchos años. Cuando de pronto… venía un caminante de San Miguel del Puerto, que iba camino de San Felipe Lachilló. Antes no había carretera ni nada, era simplemente una vereda como las que caminamos ayer. El caminante escuchó a alguien pidiendo auxilio. Y el caminante se para; y ve; y se arma de valor… y se viene acercando aquí… cuando va viendo al pescador ahí en la fosa. Entonces le dijo el pescador ‘Amigo,’ dice, ‘ve a avisarle a mi esposa que yo estoy sufriendo acá.’ El pescador llevaba un escapulario. ‘Y es por este escapulario que ando sufriendo. Entonces ve y dile a mi esposa que venga a cortarme el escapulario.’ Dijo el caminante, ‘No… si quieres yo te lo puedo cortar, para que no sufras.’ ‘No,’ le dijo el pescador, ‘tiene que venir mi esposa y ella que me lo corte.’ ‘Bueno,’ dijo el caminante. Y se fue de prisa, buscando a la familia del pescador y a la esposa. Encontró dónde vivía, la casa, y todo. Pero la esposa lo ignoró, y le dijo, ‘No… mi esposo ya tiene años que desapareció. Y ni siquiera desapareció aquí. Desapareció allá arriba en el cerro.’ Y dijo el caminante, ‘No,’ dice, ‘pero ahí está, y está sufriendo y quiere que le vayas a cortar un escapulario que lleva. Él está sufriendo.’ Ahí, la esposa se dio cuenta que sí era él, porque sabía bien que su esposo, el pescador, cargaba un escapulario. Y ya se vinieron para acá con una tijera para cortar el escapulario. Llegan acá, pero la esposa del pescador quería platicar de lo que había pasado y todo. Pero dijo el pescador, ‘Primero córtame el escapulario.’ Entonces se va la esposa y le corta el escapulario, pero pensando la esposa de que cortando el escapulario iba a volver otra vez en la vida. Pero no fue así. Cortando el escapulario, el pescador se metió al agua y desapareció. Y ahí quedó la leyenda del pescador.”
Don Teo terminó de contar la leyenda justo cuando acabábamos de llenar las cantimploras. Caminamos pensativos de regreso por el apantle y llegamos a la palapa donde ya nos esperaban los guías del Mandimbo. Bajamos del campamento, cruzamos el río por el tablón de madera, y llegamos al camino. Me puse nuevamente el traje de baño en la cabeza para que el pescuezo no me quedara como hoja santa en comal, y echamos a andar.
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Meche y Emilio nos dijeron que caminaríamos unos 10 km en terreno prácticamente plano. En el camino encontraríamos una sorpresa y después llegaríamos a San Miguel del Puerto donde nos podríamos echar la ya muy platicada cerveza. Para variar, nos mintieron. Empezamos con una subida, no muy empinada, pero constante, en un camino amplio de terracería por donde pasaba ocasionalmente un coche, un camión de redilas o un tractor, levantando una nube de polvo. En ambos lados del camino había una vegetación tropical que a veces nos daba sombra. 
Estuve platicando con Carlos y Esthela, también con te hache, una pareja joven que se había conocido en Acapulco cuando ella trabajó de chef en el Mayan Palace y él de director regional de Cervecería Modelo. Nos quejamos amargamente de cómo se había deteriorado el servicio y la cultura de la que fuera una gran empresa. Todo empezó cuando los gringos de Anheuser-Busch, los fabricantes de Budweiser, compraron la mayoría accionaria de Modelo; y empeoró, cuando el gigante belga-brasileño se fusionó con Anheuser-Busch para formar ABInBev, la cervecera más grande del mundo. AB, por la gringa Anheuser-Busch. In, por la belga Interbrew. Bev por la brasileña AmBev. Más que una fusión, ha sido una mescolanza de nacionalidades, egos, personalidades y culturas corporativas que han ido en detrimento del otrora impecable servicio al cliente. Carlos ya no trabaja en Modelo y ahora vive en Toluca. Esthela sigue siendo chef, ahora en la Ciudad de México.
Después de unos cinco kilómetros, llegamos a las afueras de un pueblo donde había una especie de paradero rural medio desvencijado. Era una techumbre hecha a base de troncos de árbol que no se veía nada estable, cubierta por piezas de lámina oxidada. Ya en un extremo de la construcción, los troncos se habían vencido, y parte del techo se había venido abajo. A lo largo del perímetro había una banca de ladrillo, bastante derruida, donde algunos de nosotros nos atrevimos a tomar asiento y descansar bajo la sombra. 
Enfrente del paradero habían aplanado el terreno y puesto una plancha de cemento donde edificaron un polideportivo. Con tres troncos de árbol habían colocado sendas porterías, clavando los postes en la tierra donde terminaba el cemento. Delante del poste derecho e izquierdo respectivamente de cada portería, habían puesto canastas de basquetbol, empotrando en el cemento dos postes de acero galvanizado que sostenían un tablero de madera y un aro de varilla. Al centro, en los extremos horizontales, dos tubos más delgados de acero podían sostener una red para jugar píclebol, bádminton o voleibol.   
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Entre el paradero y el polideportivo, había un estrecho sendero que penetraba en la selva. Parecía una entrada hacia otro mundo. Los tonos ocre-amarillentos de la madera vieja, la lámina oxidada, la tierra y el pasto secos, y el camino de terracería polvosa, daba lugar a una exuberancia en verde. Una vereda de hojarasca ondulaba entre árboles enormes de hojas anchas, helechos y arbustos, musgos y hongos. Incluso la hojarasca de la vereda estaba llena de vida, con todo tipo de insectos, arañas, hormigas, gusanos, orugas, ciempiés. La vegetación completamente cerrada, no dejaba ver el cielo. El clima, de pronto, se hizo mucho más agradable. 
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Pensé que tomaríamos este sendero para continuar nuestro recorrido, pero desafortunadamente seguimos por el mismo camino de terracería, aunque ahora, ya de bajada. Al principio nos vino bien dejar de subir, pero al cabo de un rato, la bajada nos empezó a pesar. La pendiente estaba un poco demasiado empinada para ser del todo cómoda. Lo que sí disfrutamos en la bajada, fue de un poco más de sombra que daban los árboles tropicales a ambos lados del camino.
Me emparejé con Jimena que iba caminando sola. “¿Ya se te va aflojando el hipotálamo Princesa?” le pregunté. “Pues maso,” me contestó sonriendo. “¿Entonces qué vamos a hacer para ir solucionando nuestro problema de comunicación familiar?” Empezábamos a rebotar unas ideas cuando nos alcanzaron Ana y el Basave. 
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“¡No manches!” dijo el Basave. “Le estaba platicando a Ana el desmadre que fue vestirme dentro de la tienda,” empezó de nuevo con la historia. “En serio Jimena, para ponerme los calzones me tenía que poner así.” Nos detuvimos para ver cómo inclinaba el torso hacia adelante y se ponía en posición de escuadra. “Pero intenten ponerse los calzones así agachados, a ver hasta dónde les suben,” y pausó en espera de una respuesta. “¿Hasta dónde?” preguntó Jimena que ya había oído la historia. “Pues hasta donde empiezan las nachas,” contestó Basave, “En serio, inténtalo,” continuó. Jimena soltó una carcajada para beneplácito del Basave. “Luego te tienes que acostar para terminártelos de subir,” remató. “En serio está muy cañón,” concluyó por tercera o cuarta vez su historia.  
“Pues justo estábamos hablando de problemas de comunicación,” le dije al Basave. “¿Ah sí?” contestó por reflejo, sin darse por aludido, y todavía riéndose de sus calzones. “Me pasa lo mismo que a ti, que no sabes escuchar,” le dije. “¡Cómo que no sé escuchar!” se defendió, “siempre pongo atención a lo que me dicen, sobre todo a lo que me dices tú.” 
Nuestro intento de comunicación se vio interrumpido porque llegamos a las afueras de otro pueblito donde había un carrito de helados. Era la sorpresa que nos había anticipado Emilio antes de salir de Agua Azul. Había de guanábana y de maracuyá, en vaso o en barquillo. 
En cuanto dijo guanábana, se activaron las glándulas salivales. Con la primera cucharada, se nos enfrió la lengua y el paladar. Con las siguientes, sentimos cómo el bálsamo frío deslizaba por todo el esófago, al ritmo de la onda peristáltica, hasta caer dentro y salpicar las paredes del estómago, por donde continuaba deslizándose la cubierta, babosa y fría, de la semilla de la guanábana. En un bocado, se esfumaron el calor y los casi 10 kilómetros que llevábamos recorridos. Mentiría si les digo que sentí cómo la guanábana recorría el resto del tracto digestivo, pero ahora que lo estoy escribiendo, vuelvo a salivar y –ahora sí– imagino sensorialmente el lento y refrescante recorrido de principio a fin. Se pelearían guerras por el helado de guanábana si a la salida por el ano se conservara el mismo frío viscoso y agridulce que experimentas al pasearlo por la boca. 
Llegamos a San Miguel del Puerto, chupando la cucharita azul de plástico, y todavía saboreando el helado.
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caminocopalita · 2 months ago
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El Mandimbo
28 de marzo de 2024
El Biólogo nos había prometido que el quinto día pararíamos en una tiendita en San Miguel del Puerto donde nos podríamos echar unas cervezas. Máximo tres por persona para ser exactos. Finalmente llegamos a la tierra prometida. 
“Chicos y chicas…” trataba de llamar nuestra atención Emilio. “Es muy importante que la cerveza se la tomen dentro de la tienda y no en la calle ni en la banqueta,” nos indicó. Anteriormente, las cervezas las tomaban en las gradas de la cancha de basquetbol mientras se jugaban las retas. Sin embargo, las autoridades comunales lo prohibieron, ya que en San Miguel sólo se puede consumir alcohol en lugares privados y cerrados.
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La miscelánea tenía una estancia que funcionaba como espacio de almacenamiento y también de reunión, pues tenía un par de sillas, dos mecedoras y un ventilador de techo. Todo estaba bastante desordenado. Había un montón de cajas de cartón con botellas de cerveza vacías apiladas contra una de las paredes. Atrás de las cajas había un biombo negro de madera laqueada, detrás del cual había un pequeño mingitorio y un lavabo. En otra de las paredes había un mueble rústico de madera sin barnizar atiborrado de cosas. En la pared que daba a la calle había una pequeña ventana que abrí para que entrara algo de aire, porque el ventilador de techo no servía. Éste era el único lugar en todo el pueblo donde podíamos beber una cerveza sin riesgo de que nos llamaran la atención las autoridades locales.
La tiendita estaba bastante bien surtida. Tenían prácticamente todas las marcas de Modelo –bueno de ABInBev– y casi todas las marcas de Cuauhtémoc, que desde que la compró Heineken hace algunos años, también es de propiedad extranjera. Cada quien iba escogiendo y pagando su cerveza. Basave pagó las de los cinco junto con una bolsa grande de Rancheritos y todas las bolsitas que tenían de cacahuates con ajo tostado y chile de árbol. Cerveza helada y botana picosita para descansar y matar el calor. No se puede pedir mucho más. 
Yo invité la segunda ronda, mientras Basave, que ya le andaba del baño, preguntaba si el mingitorio detrás del biombo era la única facilidad sanitaria del establecimiento. Resulta que la tiendita estaba en la casa de la familia que la atendía. La estancia-almacén-punto-de-reunión- cerrado-y-privado-donde-puedes-tomar-alcohol-sin-que-te-caiga-la-autoridad-comunal se comunicaba con una cocina, que daba a un comedor, donde había un baño de hombres y otro de mujeres, bastante bien puestos. Cada uno tenía una puerta de madera labrada con loros, guacamayas, tucanes y pericos, pintada de muchos colores. El comedor se comunicaba con el mostrador de la miscelánea, y de la cocina subían unas escaleras a un segundo piso. Parecía que los cuartos los habían ido añadiendo poco a poco y que la casa y el negocio familiar continuaban en evolución. 
Encima del mueble de madera sin barnizar, en el cuarto donde tomábamos la cerveza, había una bolsa grande de plástico transparente con unas semillas que parecían habas. “Cómo cree que son habas,” me dijo la señora detrás del mostrador cuando le pregunté, “son semillas de cacao orgánico de los árboles que tenemos aquí atrás,” me dijo. “¿Y a poco ustedes las hacen chocolate?” pregunté. “¡Claro!” contestó de inmediato, “Mire, aquí lo tenemos,” decía mientras me mostraba otra bolsa grande de plástico transparente llena de unas pelotas de chocolate un poco más grandes que una bola de golf. “¿Y nos lo podremos llevar en las mochilas sin que se nos derrita en el camino?” preguntó Ana emocionada. “No, si este es chocolate del mero bueno,” contestó, “este no se derrite en los dedos,” decía mientras tomaba una pelota de chocolate en la palma de su mano y cerraba el puño. Convencidos, Ana y yo compramos medio kilo para cada quien. 
Los 10 kilómetros, dizque planos, que Meche y Emilio nos dijeron recorreríamos, era sólo la distancia entre San Felipe y San Miguel. Para llegar al Mandimbo todavía le roncaba. Emilio nos presentó a Gabriel, el guía que nos llevaría al último campamento y con el que tendríamos un par de conversaciones interesantísimas. Nos empezó contando cómo se había fundado el pueblo y el origen del nombre. Originalmente, la comunidad vivía en la costa, muy cerca de Huatulco, y San Miguel era, en efecto, un puerto de pescadores. San Miguel fue atacado y saqueado por piratas ingleses en dos ocasiones. La segunda vez lo incendiaron y quedó totalmente destruido. En lugar de reconstruir todo en el mismo lugar, la comunidad decidió mudarse tierra adentro donde estuvieran menos expuestos. Fue así como fundaron este pueblo al que también llamaron San Miguel del Puerto. 
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Salimos por un camino ancho de terracería totalmente sombreado por la vegetación tropical. El clima y el paisaje seguían cambiando. El camino polvoso por el que habíamos llegado se transformó en uno de tierra más compacta y húmeda, por el que circulaban menos automóviles. Después de tres o cuatro kilómetros llegamos al río Copalita, que le da nombre al recorrido y al proyecto, y que también había sido muy afectado por el huracán. El paisaje era similar al del día anterior: un arroyo con poca agua en medio de un lecho que el huracán había hecho muy amplio, pues había arrancado muchos de los árboles de la ribera.
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En el río Copalita nos podíamos meter nuevamente al agua. A mí me dio flojera todo el proceso de cambiarme, mojarme, secarme y volverme a cambiar; así, que sólo me quité las botas, me arremangué los pantalones y me puse mis zapatillas para cruzar el río caminando. El agua nos llegaba apenas a media pantorrilla. Mientras parte del grupo se remojaba, yo me tendí en una playita a la sombra de una gran roca y me dormí una siesta. Resultó ser una buena decisión, porque en menos de una hora emprendimos de nuevo la caminata. Todavía faltaba un buen trecho, la mayoría de subida, y no queríamos que nos agarrara la noche. 
“Chicos y chicas…” nos dijo Emilio antes de empezar a caminar. “Esta será la última caminata de nuestro viaje. Les propongo que la hagamos en silencio.” 
Abandonamos el río por una vereda sombreada y empezamos nuevamente a subir. Le dije a Pilar que me iría con Jimena en el grupo puntero para llegar a escoger la tienda. Detrás de Gabriel, íbamos Sandra de San Luis Potosí, Alethia la del paso firme, Domingo, Claudio y Pablo Aguilar, y Jimena y yo. Fue toda una experiencia recorrer el camino selvático en completo silencio. Sólo oíamos y escuchábamos los ruidos y sonidos de la jungla, las aves, los insectos, el viento entre las hojas y cada una de nuestras pisadas sobre las hojas y ramas secas. Jimena y yo nos fuimos al frente pasando primero a Domingo, después a Alethia, luego a Claudio y a Pablo y finalmente a Sandra. 
Gabriel se salió de la vereda para cruzar por en medio de un cafetal. Las plantas de café medían unos dos metros de altura y tenían la flor a punto de brotar. Al salir, encontramos una casita de cemento pintada de rosa con gris, con una puerta negra de metal y dos ventanas grandes protegidas por rejas de metal negras. A un lado de la casa, había una choza de palitos con techo de lámina a dos aguas. Enfrente, tres troncos de árbol formaban los postes y el travesaño de una portería. “Esta es la escuela del Mandimbo,” nos dijo Gabriel rompiendo el silencio, “Nos falta un kilómetro más 100 metros para llegar,” aseguró. Lo tenía perfectamente medido con su moto. 
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Dándole sombra a las dos construcciones y a la cancha de fut, había una enorme ceiba que crecía al lado del lecho de un arroyo que no traía agua. Encima de una de las ramas descansaba plácidamente un pato. Cuando se juntó el resto del grupo puntero, incluyendo a Ana y el Basave que habían apretado el paso, Gabriel se echó a correr. Cruzamos el arroyo y atacamos la última subida. Me pareció que recorrimos más de un kilómetro y cien metros, pero finalmente llegamos a una meseta con una gran palapa en el centro. Enfrente estaban armadas en fila, las tiendas de campaña, estas sí, todas iguales. Reconocimos el campamento con vista de lince y enseguida ubicamos las tiendas mejor localizadas que inmediatamente apañamos. “Te gusta esta?” le gritó Jimena a Ana que entraba al campamento. “Perfecto!” exclamó Ana complacida. 
Entre una cosa y otra, sumando el trayecto a la Cueva de Yuviaga y el paseo por el apantle para recargar las cantimploras, caminamos casi 20 kilómetros. Estábamos exhaustos y eufóricos.
El Basave se apresuró a escoger su tienda, ya que todavía faltaba buena parte del grupo por llegar. Quería estar seguro que había hecho una buena elección, así que abrió el zipper y se metió a examinar el interior. Cabía parado: Bien. Dos buenos catres: Bien. Extendió los brazos en todas direcciones sin llegar a tocar las paredes de la tienda: Muy bien. Todo estaba perfecto… salvo por que le empezó a llegar un intenso tufo a caca. 
“¡Carajo!” exclamó, “Por aperrado, agarré la tienda junto al baño. ¡Qué pendejo!” Salió rápidamente para ver si todavía había otra disponible. Se detuvo unos segundos mientras olfateaba el aire. “Qué raro,” pensó, “aquí afuera huele a trópico.” “¡Me lleva la chingada!” se decía mientras subía alternadamente los pies para revisarse la suela de las botas, “Seguro pisé caca.” No sé si fue el olor, la depresión repentina o el cansancio acumulado lo que lo hizo perder el equilibrio y caer de sentón enfrente de la tienda de campaña. “¡Me relleva la rechingada!” balbuceó. 
Cualquiera con menos presencia de ánimo se hubiera quedado sentado y se hubiera puesto a llorar. El Basave no. Se incorporó de un salto, sacó los dos catres de la tienda y puso su backpack anaranjado contra agua encima de uno de ellos. Sacó las toallas húmedas extra grandes con alcohol desinfectante, se quitó los zapatos, y se metió a la tienda a trapear el piso. Lo dejó más limpio que cuando estaba nueva.  
Pilar llegó rendida de la mano de Meche con el llanto en la garganta. Todavía tuve el mal tino de reclamarle por no haber guardado la linterna en su lugar. La mía se la había prestado a Jimena para que se bañara y ya no se veía nada dentro de la tienda.
El comedor estaba dentro de una gran palapa, parecida a la de Yuviaga, pero más grande. La cocina abierta estaba montada en un extremo. A un lado había unas repisas con unos frascos grandes de vidrio rellenos de distintas semillas. En el otro extremo habían puesto una mesita con un mantel donde una señora y un niño vendían café, tostadas de cacao, miel, y pipián en polvo, entre otras especialidades regionales.
Mientras escribía este episodio, me puse a revisar las fotos del viaje para comparar la palapa del Mandimbo con la de Yuviaga. Me llevé una gran sorpresa. Resulta que el comedor de Yuviaga estaba debajo de una techumbre de troncos y tablones de madera que sostienen un techo de lámina a dos aguas, que ni siquiera era demasiado alto. Los cuatro extremos del techo rectangular estaban apoyados sobre unas columnas de concreto que construyeron usando sonotubo. El sonotubo es parte de un ingenioso sistema para construir columnas circulares. Es un tubo de cartón que se coloca cubriendo un castillo de varilla. La mezcla de cemento, grava y arena se vierte dentro del sonotubo para que cuando fragüe quede un cilindro perfecto de concreto. Perfecto, claro está, siempre que se haya hecho bien la cimbra, se haya colocado el sonotubo a plomo, y se haya fijado correctamente con tablas de madera en la base y tirantes de alambre en la parte superior del tubo. En Yuviaga se ve que lo habían hecho más o menos al aventón, al grado que ni siquiera habían quitado el cartón de la columna. La cubeta que usaron para el colado, ahora hacía las veces de basurero inorgánico y para la basura orgánica habían habilitado una caja de cartón.
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Aunque las fotos muestran claramente la descripción que hago arriba, yo sigo recordando una linda palapa junto a un apantle –del náhuatl atl pantli o hilera de agua– cristalino, donde habíamos cenado un delicioso consomé de pollo de rancho con limón acompañado de mezcal cuishe después de darnos el mejor baño del viaje, y donde habíamos desayunado molotes de huevo envuelto en hoja santa con puré de papa y salsa de cuatomatillo con chile tusta.
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La comunidad del Mandimbo nos recibió con jarras de refrescante agua de guanábana que acompañamos con unas deliciosas tostadas de cacao que le compramos a Magaly, la esposa de Gabriel que estaba esperando su primer hijo. Mientras esperábamos el baño, nos platicaron que el mandimbo es un árbol con unas florecitas blancas que da unos pequeños frutos no comestibles tipo capulín. La madera tampoco es muy aprovechable, pero plantan los árboles en los linderos de las parcelas para construir cercas vivas. Creo que la característica más destacable del mandimbo es que tiene un nombre muy musical, y por eso lo escogieron para nombrar al pueblo.
Nos dimos un nuevo baño a jicarazos en el que fuimos más eficientes que en San José. Después del baño me puse mis shorts grises, mi playera color violeta y mis chanclas negras y me fui a la palapa a echar un mezcal madrecuishe que había abierto Emilio mientras servían la cena. Como ya estábamos en franco trópico, tomé la precaución de ponerme repelente aunque realmente no habíamos tenido problema de moscos en todo el recorrido; no sé si por la época del año, o porque desde México habíamos empezado a tomar vitamina B. 
Por alguna extraña razón, no podía acomodarme en la silla. Eran de esas sillas de plástico con descansabrazos que se pueden apilar una encima de otra, y que si no están rotas o con el respaldo vencido, son bastante cómodas. A sorbos de mezcal, cruzaba una pierna y me apoyaba en una nacha, cruzaba la otra y cambiaba de posición, me sentaba con la espalda recta y ambos pies en el piso, y nomás no encontraba posición que me acomodara. “Qué raro,” pensé, “debo estar muy cansado. Me voy a recostar un rato en lo que sirven la cena.” Mientras caminaba hacia la tienda, me empezó a caer el veinte. “Creo que ya sé lo que traigo, carajo. ¡Se me rozó la pinche cola!”
Entré a la tienda y me revisé. “¿Cómo se revisó la cola?” se preguntará con razón el lector, “si las tiendas de campaña no cuentan con espejo de cuerpo completo.” Mi práctica de muchos años de yoga me permite asomarme por enmedio de las piernas y llegar casi al otro lado a mirarme el culo. El trecho que faltaba lo resolví con un pequeño espejo que cargo en mi estuche de artículos de embellecimiento personal y que coloqué en la palma de mi mano izquierda, mientras con la derecha hacía palanca contra la pantorrilla. Confirmé la revisión ocular con un muy cuidadoso tacto dactilar: “¡Me cago en la leche!” confirmé, “Traía la cola rozada.” 
Seguí hurgando en mi estuche en busca de alguna crema o ungüento que pudiera aliviar la irritación, cuando encontré el tubito de pomada para labios que habíamos comprado en Walmart. “¡Uff! Qué bueno que no le hice caso a Jimena y que compré el de pommegranate en lugar del de peppermint,” pensaba mientras me aplicaba generosamente el remedio alrededor del chimuelo, esta vez usando la mano izquierda para hacer palanca y la derecha para aplicar cuidadosamente el ungüento. Los tubitos de pomada para labios suelen durarme mucho tiempo, de hecho usualmente los pierdo antes de consumirlos; sin embargo, en esta ocasión se fue más de la mitad del producto en la primera aplicación. 
Regresé a la palapa con una sonrisa, e incluso di una vuelta completa alrededor de la larga mesa sintiendo el reconfortante deslizar de una nacha sobre la otra. Me senté a disfrutar –ahora sí– del madrecuishe, acompañado de unas tostadas de maíz azul con tres salsas que habían preparado en la cocina: pipián, mango con habanero y tomatito con chile tusta. 
La cena la sirvieron tardísimo porque esperamos a que todos se bañaran. Las cocineras prepararon gallina de rancho en enchilado, acompañada de arroz blanco y ensalada. El enchilado, también conocido como mole chichilo, es más un adobo que un mole, ya que no lleva chocolate, plátano macho, fruta seca, cacahuate, almendra, ni semilla de calabaza. Es una salsa espesa, color rojo granate, de distintos chiles secos rehidratados con caldo. Estaba francamente bueno. También nos sirvieron molotes de plátano macho frito rellenos de quesillo que funcionaban como guarnición si los bañabas con una cucharada de enchilado, o como postre si les echabas un chorrito de miel. En la palapa del Mandimbo, no nos tuvimos que parar a servir, nuestros anfitriones nos llevaban la comida a la mesa. Se desarrollaron varias pláticas muy animadas, pues todos estábamos contagiados de la alegría y la sensación de haber logrado la encomienda, pues prácticamente habíamos acabado de andar.
Después vino un espadín con más alcohol que sabor y las presentaciones con los miembros de la comunidad. Nos acostamos después de la media noche. Estábamos a punto de pegar el ojo, cuando oímos que Meche pasaba tienda por tienda preguntando si en todas había dos personas. “Le van a meter a alguien al Basave,” le dije a Pilar riéndome. “No, pobre Alberto,” me contestó. Afortunadamente, Meche sólo buscaba un catre extra que el Basave le cedió gustoso. Los que quisieran hacer el recorrido por la comunidad, tenían que estar listos a las 7:00 de la mañana, o a las 6:30 los que quisieran empezar el día con café de olla y pan dulce. Dormimos en compañía de una hormiga muerta, dos vivas, y un willy, también vivo.
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caminocopalita · 2 months ago
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Los procesos monetarios
28 y 29 de marzo de 2024
Después de que Gabriel nos contó la historia de San Miguel del Puerto y los piratas ingleses, me seguí caminando junto a él. Me platicó que mucha gente de su comunidad ha emigrado a Estados Unidos para mejorar su calidad de vida. Es una apuesta riesgosa que puede tener grandes beneficios. Por ejemplo, él tiene seis hermanos que se han puesto de acuerdo para ayudar a su mamá. Ella está muy enferma desde la muerte de su papá en el verano del año anterior. Entre todos se pusieron de acuerdo para que cada hermano aportara dos días de sus ingresos mensuales, con lo cual ella tiene un ingreso de 14 días del promedio de lo que generan los siete hermanos. Gabriel aporta 700 pesos al mes. Uno de sus hermanos que vive en Nueva York aporta 8 mil: más de 11 veces su contribución, y eso porque el dólar ha ido bajando de precio. Si suponemos que los otro cinco hermanos generan en promedio lo mismo que Gabriel –aproximadamente 10,600 pesos al mes– con la aportación del hermano migrante, la mamá tendría un ingreso de 12,200 pesos al mes: 15% más de lo que generan cada uno de los 6 hermanos que viven en Oaxaca.
Iba yo pensando en la fortaleza de los vínculos familiares, la solidaridad de las comunidades, la pobreza del lugar y las abismales diferencias de ingreso que pueden generar gente con capacidades similares en entornos que ofrecen oportunidades distintas, cuando pasamos al lado de un anuncio que decía que el camino al que estábamos entrando, y que nos llevaría al río Copalita, había sido reconstruido con fondos federales. Era un anuncio de Moviendo a México, lema del sexenio del ratero y traidor de Peña Nieto. 
Le pregunté si el gobierno actual los había apoyado después del paso del huracán Ágatha. “Pues sí y no,” fue su respuesta. “Nos han dado enseres y algo de dinero en efectivo,” comentó. Pero añadió que un ventilador y un colchón sirven de bastante poco si no tienes donde conectarlo y si estás acostumbrado a dormir en hamaca. Me dijo que el gobierno no ha hecho nada por recuperar las actividades productivas. “Si no reactivas la economía,” dijo, “el dinero en efectivo lo único que genera es inflación.”
“¿Cómo que genera inflación?” le pregunté intrigado. “Pues sí,” explicó, “el huracán destruyó mucha de la producción agrícola. La gente no usa el dinero de los apoyos para recuperar sus cultivos, sino que lo gasta, y eso hace que aumenten los precios.” Me explicó que en lugar de regalarles el dinero, sería mejor que se los prestaran –10% le parecía un interés razonable– para que lo invirtieran en recuperar sus tierras y los ecosistemas dañados. El compromiso de repagar el crédito incentivaría a recuperar la producción. “¡Madres!” pensé, “este güey sí sabe de lo que está hablando.” 
“¿Y sabes qué? Lo mismo pasa con las remesas,” me dijo un tanto desilusionado. “Incluso es peor, porque la gente se acostumbra a recibir dinero y ya no quiere trabajar.” Le comenté que lo mismo estaba viendo en Acapulco después del paso del huracán Otis. La gente ha recibido tanto dinero en efectivo, que ya no quiere trabajar. Lo que nunca había pensado, sin embargo, es que las remesas tuvieran un efecto inflacionario. “Eso está muy comprobado,” me dijo, “Hace poco leí un libro que hace un análisis histórico desde los tiempos de Tiberio César. Todo proceso de emisión monetaria que no genera un aumento en la oferta produce inflación,” concluyó. Me quedé pendejo.
No pude evitar entrar en el tema de las elecciones. “La mayoría va a votar por Sheinbaum,” me dijo. Aquí por lo menos conocían a Xóchitl Gálvez, a diferencia de las otras comunidades por las que habíamos pasado donde nadie sabía quién era. “Yo no voy a votar,” dijo, “soy testigo de Jehová y no me involucro en política. Sólo trato de ser lo más respetuoso que puedo de la ley.”
Con la plática llegamos al río Copalita, que como el río por el que habíamos caminado el día anterior, estaba muy afectado por el huracán. Gabriel me dijo que quiso impulsar un proyecto de reforestación. Fue a Huatulco a hablar con la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas, pero no logró nada. Como esta zona no está dentro de ninguna de las dos áreas protegidas de Huatulco, no lo pudieron apoyar. A pesar de que les explicó que el río y los bosques de esta región son fundamentales para que se mantengan saludables las áreas de la costa, fue imposible avanzar. “Nosotros podemos organizarnos para sembrar algunos cientos de árboles,” me dijo Gabriel, “pero no va a servir de mucho, lo que se necesita es plantar entre 50 y 100 mil.”
“No sabes la clase de economía que me acaba de dar Gabriel,” le dije al Basave cuando llegamos al río. “Me la puedo imaginar,” me contestó con sarcasmo. Después de que le hice la reseña, me dijo, “No te lo creo. Ese güey estudió comunicación y trabaja en un museo. Además tiene ideas socialistoides, yo dormí con él la segunda noche.” “No Gabriel el de Querétaro,” le contesté, “Gabriel el guía.” “No bueno… ahora sí me estás madreando,” respondió, “Ese Gabriel no debe haber terminado ni la primaria.” “Échate una platicada con él y luego me dices,” lo reté.
Oaxaca es uno de los estados más pobres del país, sólo superado por Guerrero en segundo lugar y Chiapas en primero. Con datos del Coneval, en el 2022 más del 58% de la población de Oaxaca vivía en pobreza y más del 20% en pobreza extrema. Mucho tiene que ver con la distribución de la población y el aislamiento de muchas de sus comunidades. Mi amigo Gonzalo, fundador y secretario ejecutivo del Coneval hasta el 2019, me dijo en una interesante charla, “Si arrugas una hoja de papel y luego la jalas de cada una de sus cuatro esquinas, te das una muy buena idea de la orografía del estado y de la división política de sus municipios.” Con 570, Oaxaca es el estado que más municipios tiene; el que le sigue es Puebla –el cuarto estado más pobre del país– con 212. En la Ciudad de México viven 9.2 millones de personas y su territorio se divide en 16 alcaldías, división territorial equivalente al municipio. En el estado de Oaxaca, 4.1 millones de habitantes se reparten en 570 divisiones políticas.
De acuerdo al censo de 2020, la ciudad de Oaxaca es la región del estado que mayor población concentra. El 17.3% de los habitantes del estado vive en la zona metropolitana que consta de 24 municipios. El más grande es Oaxaca con 271 mil residentes; el más chico, Santo Domingo Tomaltepec con 3,386. El 1% de la población vive en 86 municipios con menos de 800 habitantes cada uno. Hay otros 26 que tienen menos de mil. El 20% de los municipios de Oaxaca son comunidades aisladas donde apenas vive el 1.6% de la población del estado. Hay 402 municipios con menos de 5 mil personas donde vive el 19.3% de la población.
El 51% de la gente vive en comunidades rurales versus el 21% a nivel nacional. Sólo el 40.6% dispone de agua entubada dentro de la vivienda y sólo el 41.6 % tienen drenaje conectado a la red pública, como lo habíamos experimentado con las letrinas ecológicas y el baño a jicarazos. Doce de cada 100 personas de 15 años y más, no saben leer ni escribir; a nivel nacional, sólo 5 de cada 100 son analfabetas. El 29% de la población, 1.2 millones de personas, hablan alguna de las 15 lenguas indígenas que se hablan en el estado. 
Oaxaca es el tercer estado más pobre de la república. Las comunidades que visitamos lo son todavía más. En los municipios de San Juan Ozolotepec, San Francisco Ozolotepec y Santiago Xanica, más del 90% de la gente vive en pobreza y más de la mitad en pobreza extrema –en San Juan Ozolotepec más del 65% está en esa precaria situación. San Miguel del Puerto es privilegiado: menos del 85% de la gente vive en pobreza y menos de la mitad en pobreza extrema.
La comida del día siguiente la hicimos también en El Mandimbo. No pensé que podrían superar la gallina de rancho en mole chichilo de la noche anterior, pero se lucieron con unos camarones de río en salsa roja acompañados de arroz blanco con plátano macho que no tuvieron su madre. Cuando el camarón está fresco y el guiso es espléndido te lo puedes –debes– comer sin pelar. Le cortas la cabeza y la cola y si acaso le arrancas las patas, te comes el cuerpo crujiente y al final chupas la cabeza. Si hubiéramos tenido un Sancerre a cinco grados centígrados –o de perdida hubiéramos contrabandeado unas Negras Modelo– habría sido un manjar espiritual. 
Para acompañar el postre de tostadas de cacao con miel y requesón, Gabriel continuó con su plática. Nos dijo que los pueblos no tienen visión empresarial ni educación financiera. Usan los apoyos del gobierno y las remesas que les envían sus familiares para consumir, no para producir. 
Después entró en el tema del gobierno por usos y costumbres. “Tiene sus pros y sus contras,” comentó. Dijo que la sierra sur es muy rica en hierro y otros minerales pero ninguna compañía minera ha podido entrar. En el bosque de niebla de la montaña húmeda el clima es ideal para la producción de amapola. Los pueblos la producen y ellos deciden a quién le venden. Los cárteles de la droga tampoco han podido entrar. Hay comunidades muy violentas en todo el estado.
“Por lo menos prevalece cierto estado de derecho,” comenté, “que es el principal problema del resto del país.” “Sí, claro,” ironizó Gabriel, “a un primo mío lo metieron tres meses a la cárcel porque no quiso participar en la fiesta de su pueblo.” Nos dijo que cuando hay una boda, se tiene que invitar a toda la comunidad, y todos tienen la obligación de asistir. Si después el novio se entera que la mujer no era virgen, la puede devolver. Sigue habiendo mucha violencia contra las mujeres.
Gabriel se dedica a la agricultura para el autoconsumo. También vende café en grano y molido entre gente conocida para complementar su ingreso. Quisiera comprar una tostadora para integrar sus márgenes y también tiene un proyecto de ecoturismo a pequeña escala. Con su esposa Magaly están esperando su primer hijo. 
“La mayoría de la gente que nos visita romantiza la pobreza,” concluyó, “pero es muy duro vivir en el paraíso.”
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caminocopalita · 2 months ago
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Del Mandimbo a La Bocana
29 de marzo de 2024
Amanecimos con unos gallos un poco más ubicados que no empezaron su canto hasta pasadas las 5 de la mañana, como lo manda Dios. Les siguieron las lechuzas y los pájaros carpinteros buscando termitas. Después vinieron las urracas, las calandrias, los patos y los chereques. Chereque es un nombre onomatopéyico, así suena el trino de un pájaro ojete que habita el Mandimbo. Ahora sí… estábamos en el trópico. 
Nos levantamos, nos vestimos y fuimos a la palapa donde tomamos café de olla y pan dulce antes de que empezara el recorrido por la comunidad que haríamos con Noé, uno de los residentes de la comunidad del Mandimbo. De camino a una parcela donde cultivaban piña ananá, Noé nos enseñó un árbol de guanábana lleno de frutos. “Con estas hacemos el agua que probaron ayer,” nos dijo viendo cómo se nos hacía agua la boca, “La guanábana es hermana de la chirimoya y prima del mamey, el chico zapote y el zapote negro o cabeza de perro.” Nos enseñó distintos tipos de palmas, unas que dan frutos como el plátano y la palma del corozo y otras que sólo son decorativas. Nos dijo que el fruto de la palma del corozo lo utilizan para hacer tostadas, pero hay que tener paciencia. La palma crece bajo tierra durante 25 años, y no es hasta que el tallo emerge, que da su primer fruto. 
Pasamos por un árbol de cacao. Noé cortó dos vainas que tomó en cada una de sus manos como dos pequeños balones de futbol americano. Las estrelló una contra la otra para romper la corteza. Dentro de la vaina están los granos de cacao envueltos en una cubierta delgada blanca y viscosa que nos dio a probar. Fue toda una sorpresa, sabía a una mezcla de guanábana con maracuyá y tenía la misma textura que la primera. Dentro del grano están las semillas del cacao, que tienen un sabor amargo. Increíble como este fruto se convierte eventualmente en chocolate.
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Nos mostró la hierba de zorrillo, una planta medicinal con la que preparan té, que usaron mucho para tratar el covid. Al lado crecía un árbol de otatil, el famoso hincha huevos. Después pasamos por el rincón de las especias. Nos mostró un arbolito de pimienta y uno de canela. Noé explicó que la pimienta es el fruto del árbol, mientras que la canela es la corteza interna del tronco y las ramas. 
Nos enseñó un Juan Diego, que ya nos había mostrado don Teo en Agua Azul como uno de los árboles que dan sombra a las plantaciones de café. Noé nos dijo que sus semillas son parecidas a la cereza del café, y que en algunas comunidades las nixtamalizan con ceniza y las infusionan para preparar una bebida de sabor parecido al café, que también endulzan con piloncillo. Tiene la ventaja –o desventaja– que la infusión no contiene cafeína. Tampoco tiene toda la complejidad de aromas y sabores.
De regreso del cultivo de piña pasamos por las casas donde vivía Noé y algunos de sus parientes. La suya era muy linda. Pintada en tonos de lila y morado, con macetas de flores en el techo y un patio con distintos tipos de palmeras, bromelias y más flores. Un macetón muy grande en el patio estaba lleno de mazorcas de maíz. Eran distintas especies de maíz criollo que traen de las comunidades para seleccionar los granos que guardarán en el banco de semillas. Nos platicó que el banco es un proyecto de conservación. Prestan las semillas a los agricultores que las necesitan y después de la cosecha el agricultor paga el capital y el interés en especie. “Este sí es un PIK de verdad,” le dije al Basave. Hoy almacenan el maíz en frascos grandes de vidrio en repisas de madera que tienen en una esquina de la palapa del Mandimbo. Tienen el proyecto de construir un cuarto refrigerado para que las semillas tengan una vida útil mucho mayor al uno o dos años que aguantan bajo las condiciones actuales. 
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Vimos un abanico de mazorcas de todos tamaños y colores. Distintos tonos de blanco, amarillo, anaranjado, rojo, azul, y morado. Mazorcas pintas con granos blancos y azules. Granos pintos: morados con manchitas blancas y blancos con líneas rojas delgadas e irregulares. Unas mazorcas con granos pequeños y apretados formados en fila; otras, con granos grandes, irregulares y desordenados.
Brincoteando en el patio, vimos un pajarraco pardo haciendo un pequeño escándalo. “Ese es el chereque,” nos dijo Noé, “oigan cómo suena.” “Che-re-qué,” decía el pájaro ojete, “Che-re-qué.” El chereque se infiltra en los nidos de la calandria cuando éstas salen a buscar comida. Se come uno o dos huevos y los reemplaza con los suyos. Los huevos son casi idénticos, así que la calandria no se da cuenta y los empolla todos. El polluelo del chereque es más grande que el de la calandria, y cuando nacen, se agandallan el alimento que traen los padres. Así, el bastardo tiene más probabilidades de sobrevivir.
Regresamos a la palapa donde ya tenían preparado el desayuno. Quesadillas de flor de calabaza y flor de jamaica endulzada con miel de abeja, con zanahoria rallada, cebolla picada, y aguacate criollo en rebanadas. Toda una combinación de sabores y texturas.
Había perros por todos lados. Salma y Gabriel –el de Querétaro– a todos agarraban. Cada uno traía un perro en el regazo mientras acariciaba a otro con los pies descalzos. Mercedes y yo no los pateamos de milagro. “Zácate pinche perro,” dijo Mercedes robándose mi frase. “¿Qué no te gustan los perros?” preguntó Gabriel. “Me encantan, soy súper perrera, pero sólo con los míos,” contestó. “Número uno,” objetó Gabriel, “eso no es ser súper perrero. Número dos… si el tema es de propiedad, te regalo este que ya se siente como mío,” le dijo mientras le ponía el can pulgoso encima y ella brincaba de la silla cual rana tirada en agua hirviendo. 
“Pues a mí tampoco me gustan los perros callejeros,” comentó Sandra de San Luis Potosí. “Uuuyy, pues entonces no me voy a poder casar contigo,” le dijo Gabriel, que le había propuesto matrimonio unos días antes cuando Sandra comentó que le encantaría casarse con un ritual tradicional oaxaqueño. Habían acordado llevar a cabo el cortejo, el casorio y el festejo a la manera tradicional zapoteca, y luego divorciarse para no tener que establecer vínculos incómodos de largo plazo. “Eso sí,” había condicionado Gabriel, “nos divorciamos después de la luna de miel.” 
Después del desayuno hicimos una interesante visita al jardín botánico con la guía experta de doña María. Botánica de vocación, había aprendido de padres, abuelos y bisabuelos las propiedades y formas de reproducción de las distintas especies endémicas. Cimentó y amplió sus conocimientos con la visita de los biólogos y botánicos de distintas universidades que vinieron a establecer el jardín botánico del Mandimbo.
El jardín y todo el recorrido está muy bien estructurado. Hay un camino que te va guiando por distintas secciones. Hay una de plantas de ornato, una de árboles, una de bromelias, una de orquídeas, y una muy interesante de plantas tóxicas donde doña María nos mostró el barbasco. Nos contó que fue el primer anticonceptivo, y que lo descubrieron de casualidad porque el ganado que lo comía quedaba estéril.
En la sección de las bromelias nos mostró, muy orgullosa, una nueva especie que identificaron ahí mismo hace relativamente poco y que ya cuenta con nombre científico: Tillandsia joel-mandimboensis. Tillandsia porque es el género de las bromelias, y joel-mandimboensis porque el que se dio cuenta que esta planta del Mandimbo era muy distinta a las demás bromelias, fue Joel Fuentes, jefe de campo de SICOBI.
En la sección de los árboles vimos una ceiba enorme que crece al lado del río con una raíz contrafuerte que era casi del tamaño de Jimena. Doña María nos explicó que en las selvas tropicales donde el suelo no es muy profundo, los árboles de grandes copas desarrollan este tipo de raíces para anclarse a la tierra y que el viento y el agua de los ríos no los arranque.
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El paseo estuvo muy interesante, pero a Jimena y a mí nos bajó el down muy cañón y ya nos urgía regresar. Pilar se había quedado en el campamento, “No quiero ir al jardín botánico, no quiero hacer popó aquí, ya quiero llegar al Quinta Real,” había dicho enfática. Ana y el Basave también se habían quedado a descansar. Regresamos al Mandimbo a comer el camarón de río en salsa roja con arroz blanco y plátano macho con lo que terminó nuestra visita. Nos despedimos de Gabriel, Magaly y el resto de la comunidad. Gabriel nos regaló una bolsa de café molido e intercambiamos números telefónicos. Dejábamos el último campamento. 
Subieron las mochilas en tres camionetas de redilas habilitadas como colectivos, con dos bancas para 4 personas cada una, y lugar para el equipaje. La emprendimos camino a Huatulco. Después de un trayecto como de 80 minutos, donde cruzamos terracerías, varios pueblos, muchos topes y un largo trecho de carretera, llegamos a un punto del río Copalita donde nos esperaban 5 balsas en un balneario bastante popular con changarros playeros para echar la chela y comer.
Al bajar de las camionetas oímos una cumbia tocando en el restaurante. Nos dimos cuenta que no habíamos escuchado música en todo el trayecto. Lo último que habíamos oído fue a José Luis Perales y el coro de niños cantando Dime el domingo anterior. 
El río traía muy poca agua y lo tuvimos que tomar ya muy cerca de su desembocadura. Nos armamos de salvavidas y remos y nos dirigimos a las balsas. El Basave se puso sus guantes para remar. Jimena se empezó a poner nerviosa de que yo fuera a abordar a las demás lanchas en franca maniobra pirata. “Ni se te vaya a ocurrir hacer Sandokán al abordaje papá,” me dijo muy en serio. “¿Sandokán?” preguntó Ana, “¿Qué es eso?” “A mi papá se le mete el chamuco cuando hacemos rafting,” contó, “A la primera oportunidad se brinca a otra balsa y tira al agua a todos los tripulantes.” “¡Contra los gandallas de los Aguilar!” dijo el Basave levantando el remo. “Compórtate Luis,” me amenazó Pilar. 
Arrancamos penúltimos con el guía más inexperto de todos. Un chavito como de 15 años, de nombre José Ángel, nos dio las instrucciones, “Cuando diga ¡ADELANTE!, reman pa delante. Cuando diga ¡ATRÁS!, reman pa tras. Cuando diga ¡ALTO!, no remar…” se quedó pensando un momento y añadió, “Y ya. ¡ADELANTE!” 
“¡Tenemos que llegar primero a cómo dé lugar!” arengó el Basave. “¡Empapando a todos en el camino!” agregué, “Y en cuanto podamos: ¡Al abordaje mis valientes!” “¡Ya papá!” dijo Jimena al tiempo que Pilar decía, “¡No Luis!” y las dos al unísono, “¡Es en serio!”
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Pronto dejamos atrás el balneario. Cada vez que nos atascábamos por la poca profundidad del río, el Basave y yo nos teníamos que bajar para remolcar la balsa. Nos enfrascamos en varias guerritas de agua con las otras balsas e intercambiamos la delantera varias veces. En la enésima escaramuza Mercedes gritó mientras escurría de agua, “¡Ya déjenlos pasar carajo!” Sandra, que iba en otra balsa, se quería pasar a la nuestra porque sus compañeros ya se habían cansado de remar. 
Alcanzamos otra vez la punta y ya nunca la soltamos. Sin nadie a quien mojar, nos tomamos el tiempo de disfrutar del paisaje. Vimos garzas, arañas saltarinas, uno que otro pez, y un gavilán solitario en la rama de un árbol que atravesaba el río. 
A lo no muy lejos se veía el mar. José Ángel nos dijo que habíamos llegado. Nos bajamos y entregamos salvavidas, remo y balsa y nos despedimos del guía. El último tramo lo haríamos nuevamente caminando, esta vez por dentro del río. Con el agua a veces a la rodilla, a veces a la cadera, caminamos en cámara lenta, otra vez en silencio.
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Nos tomó casi una hora, pero por fin llegamos a la playa. Nos tumbamos en la arena mientras el sol se ponía en el horizonte. Cuando volteamos la vista al río, vimos un paisaje nostálgico: Las cumbres que habíamos caminado durante cinco días se perdían en la bruma del atardecer.
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caminocopalita · 2 months ago
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La zona de confort
29 de marzo de 2024
Todavía caminamos otra media hora por la arena para llegar a un restaurante playero en La Bocana donde me tomé la mejor michelada de mi vida: una Victoria bien muerta con hielo y limón, escarchada con chamoy. El transporte que nos llevaría al centro de Huatulco donde cada quién tomaría un taxi para llegar a su hotel todavía no llegaba, por lo que intentamos conseguir un taxi, Uber o transporte privado que nos llevara directo al Quinta Real. En pleno Viernes Santo fue imposible. Nos relajamos y pedimos otra michelada. 
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Media hora después, nos avisó Emilio que el transporte había llegado. Pagué la cuenta de todos y caminamos a una esquina donde nos recogió un camioncito tipo safari que nos llevó al Chedraui de Huatulco. Fue un triunfo conseguir dos taxis pero por fin llegamos al Quinta Real. 
Preguntamos dónde tenían guardadas nuestras maletas. “¿Cuáles maletas?” inquirió el jefe de los maleteros, “¿Ya estaban hospedados con nosotros?” “No, las mandamos de Oaxaca por paquetería,” le contestó Ana que había hecho todo el trámite de envío. “¿Puedo preguntar qué paquetería usaron?” preguntó pidiendo permiso el maletero. “La que nos recomendaron,” contestó Ana, “una que tiene un conejito, creo que se llama Aragal.” “Uuyy señorita,” dijo el maletero haciendo una mueca que enseñaba los dientes, “los del conejito sólo manejan ocurre.”  “¿Manejan ocurre?” preguntó Ana confundida. “¿Qué es eso?” “Pues que usté lo tiene que recoger en la sucursal,” contestó enseñando más dientes. “¡¿Pero cómo?!” exclamó retóricamente Ana, “¡¿Entonces para qué me pidieron que escribiera con el mayor detalle posible la dirección de entrega y la pegara en una etiqueta grande y visible en cada uno de los paquetes asegurándome que quedara por fuera del embalaje?!” 
“¿Qué ocurre?” preguntó el Basave que regresaba del baño. “Exacto,” le dije. “¿Qué?” contestó confundido. “Que es ocurre,” le dije. “¿Qué es eso que ocurre?” volvió a preguntar. “Sí, carajo,” contesté, “estos güeyes están cañones.” “¡¿Qué güeyes, dónde están nuestras maletas?!” “Que te estoy diciendo que es ocurre,” le volví a explicar.
“Pues ya chequé y están cerrados, no contestan el teléfono,” dijo Ana que se había apartado para llamar a los ineptos de Aragal. “¡¿Quién está cerrado?!” preguntó el Basave empezándose a exasperar. “La sucursal de la paquetería donde se supone están nuestras maletas,” contestó Ana, “dice el señor que no entregan a domicilio.”
“¡¿Y entonces para qué pidieron que pusiéramos la dirección de entrega grande, precisa y clara por fuera de cada uno de los paquetes?!” preguntó retóricamente el Basave. “¡En la madre! ¿Qué vamos a hacer con las computadoras?” “Bueno,” continuó siempre optimista, “mañana pasamos por ellas después del masaje.” “Hoy están cerrados por Viernes Santo… mañana es Sábado de Gloria y pasado Domingo de Resurrección,” dije siempre pesimista. “Ya valimos madre.”
Resignados, entramos a la tienda del hotel para ver si comprábamos algo limpio que ponernos para cenar y para bajar a la playa al día siguiente. Limpiados quedamos cuando pagamos. La tienda del hotel era una boutique de Ermenegildo Zegna. El pinche Ermenegildo nos sableó peor que Sandokán.
Pilar y Jimena se adelantaron al cuarto en lo que yo acababa de hacer el check-in. “No sé cómo nos vamos a acomodar, pero este cuarto está increíble,” suspiró Jimena. Pilar se metió inmediatamente a la regadera mientras Jimena se tumbó en la hamaca de la terraza del cuarto que tenía una vista espectacular a la bahía. Cuando entré al cuarto, Pilar ya estaba tirada en la cama, enfundada en la bata del hotel, con una toalla en la cabeza y una gran sonrisa en el rostro. “Pues éste era el cuarto de Jimena,” le dije, “pero por lo visto ya nos quedamos aquí.” “¡¿Cada quien tiene su cuarto?! gritó Jimena desde la terraza. “Obvio microbio,” le dije. “¿Y dónde está el mío?” preguntó bajándose de la hamaca. “Es el 201. Está bajando las escaleras,” le contesté mientras me arrebataba la llave y bajaba corriendo. “¡Nos vemos en 45 minutos para cenar!” le alcancé a gritar.
“Se van a salir de su zona de confort,” pensaba en lo que nos había dicho el Biólogo en la charla introductoria en Ciudadanía, mientras me caía el chorro de agua caliente sobre la cabeza.
“¡¿Zona de confort?!” pensé. “¡¡NO MAMES MIÓLOGO!!” retumbó mi grito en la cúpula del baño.
Te sales de tu zona de confort cuando haces un trayecto medio largo en un Uber que no está muy limpio, en donde el conductor viene oyendo cumbias, a un volumen un poco por arriba de lo razonable. Te sales un poco más si vienes en shorts después de correr y tienes que apoyar las puntas de los tenis en el piso para que tus muslos no toquen ese tapete puerco, tejido con cintas de colores pastel, que ponen los taxistas encima de sus desvencijados asientos que están aún más puercos. Te sales un poco más todavía, si el conductor te quiere hacer plática. 
Lo de caminar 10 horas diarias durante cinco días seguidos durmiendo en tiendas de campaña es una madriza mundial.
Te sales de tu zona de confort cuando te agarra la cagalera en un baño público y tienes que poner tiras de papel de baño para que nachas y muslos no entren en contacto con la taza porque no hay un dispensador de donas de papel encerado para tal efecto. Lo de intentar zurrar en un baño seco con hormigas rojas y una torre de caca que te queda a centímetros del ortega es –literalmente– arriesgar el pellejo. “¡¡NO PINCHEMAMES MIÓLOGO!!” volví a gritar entre carcajadas mientras me enjabonaba el periférico.
Seguí recordando aquella charla en Ciudadanía como si hubiera sucedido hace años. “Cuando caminas,” nos había dicho el Biólogo, “el esqueleto vibra.” La vibración del esqueleto estimula al hipotálamo y libera endorfinas. Caminamos para divagar. Divagamos para dialogar. Dialogamos para constelar. Cinco días de hacer vibrar el esqueleto tendría un efecto sanador. 
“Pa que veas… esa sí te la doy, pinche Miólogo,” pensaba mientras caminaba lentamente en círculo debajo de la cúpula del baño, clavando el talón de un pie mientras el metatarso primero y después el pulgar del otro me impulsaban hacia adelante en un movimiento equilibrado y perfecto en el que rara vez nos detenemos a pensar. Rebecca Solnit nos dice en Wanderlust, su libro sobre el andar, que caminar es el acto intencional más cercano a las funciones autónomas del cuerpo, como son el respirar y el latir del corazón. Caminar es una actividad que no ha experimentado una mejora tecnológica desde el inicio de los tiempos cuando nuestros ancestros primates se irguieron para mirar el horizonte mientras andaban.  
Resulta que la marcha sí provoca la estimulación bilateral del cerebro y aumenta la oxigenación neuronal. Esto produce una mejor circulación del líquido cefalorraquídeo, que a su vez resulta en nuevas conexiones sinápticas. Las nuevas sinapsis se traducen en aprendizaje. Caminamos para conocer y para conocernos. 
El proceso no se detiene ahí. Al organizarse mejor las ondas cerebrales, se experimenta un estado de armonía. Se producen ondas alfa, que son las que surgen en estados meditativos. Los estados meditativos tranquilizan, y ponen en orden los pensamientos, las emociones y los sentimientos. La caminata consciente es meditación en movimiento. 
Caminar, pues, es conducente al conocimiento profundo: a la filosofía. Por algo Aristóteles y los Peripatéticos enseñaban y aprendían mientras caminaban, mientras paseaban. Lo hacían también los estoicos y muchos filósofos posteriores. Por algo los monasterios medievales tienen un atrio en el que los monjes caminaban durante horas enteras buscando la oración y la contemplación.  
Rousseau dijo en sus Confesiones que sólo podía meditar mientras caminaba. “Mi mente sólo funciona con mis piernas,” cita Solnit al filósofo francés a partir de Las ensoñaciones del paseante solitario, un libro póstumo de ensayos inspirados en sus caminatas, y nos dice que para Rousseau caminar era un ejercicio de simplicidad y un medio de contemplación. 
Otros filósofos también pensaban mientras andaban, o andaban para mejor pensar. En Europa hay lugares como el Philosophenweg en Heidelberg donde se supone caminaba Hegel, y el Philosophen-damm en Königsberg donde se supone lo hacía Kant. 
Jeremy Bentham, John Stuar Mill y Soren Kierkegaard eran otros filósofos caminadores. Thomas Hobbes usaba un bastón al que le había adaptado un tintero que le servía para tomar notas durante sus caminatas. Nietzsche decía que le gustaba dedicar su tiempo libre a tres actividades: leer a Schopenhauer, escuchar música de Schumann y tomar caminatas solitarias. 
Caminar sí permite la digresión y la asociación. Cuando James Joyce y Virginia Woolf introducen el fluir de la consciencia como técnica narrativa, ésta frecuentemente se da en los monólogos interiores que tienen sus personajes mientras caminan. Algunos años más tarde Jack Kerouac lleva el fluir de la consciencia al viaje. Y aunque On the Road es principalmente un viaje en automóvil –el proverbial roadtrip– sus libros de poemas Mexico City Blues y Orizaba 210 Blues Cerrada de Medellín Blues, los escribe en una azotea en la calle de Orizaba después de perderse caminando por la colonia Roma de la Ciudad de México… y ahí… se encuentra.
La caminata consciente alinea la mente con el cuerpo y ambos con el entorno. Es en el entorno donde la mente transita –o más bien divaga– entre los recuerdos del pasado, los planes para el futuro y las observaciones del presente. El caminar y el pensar, descubre Solnit, se sincronizan a una velocidad aproximada de cinco kilómetros por hora. 
El Camino Copalita fue un ejercicio de paciencia, perseverancia y tolerancia. Fuimos viajeros –no turistas. Fuimos invitados –no visitantes. Nuestro periplo llegó a su fin un Viernes Santo con una luna de sangre suspendida sobre la Bahía de Tangolunda mientras brindábamos con una botella de vino. Cuando te entregas a un lugar, nos dice Solnit, ese lugar te devuelve a ti mismo. ¿Nos encontramos? No lo sé… pero dimos un paso en esa dirección.
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caminocopalita · 9 months ago
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