Todo parece indicar que este es el blog en el que Alejandra Pintos escribe de lo que tiene ganas.
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Una generación agotada
Me levanté a las 7:30 de la mañana, tenía una entrevista a las 9:00 en la otra punta de la ciudad, en Carrasco. Luego, a las 12 una reunión en pocitos, de la que tenía que salir a las 13:10 para llegar a tiempo a otra, a las 14:00 al LATU, de nuevo en Carrasco. En el medio tenía que pasar por casa a comer.
Repasé el itinerario y me abrumé de tan solo pensar en la logística -sin tener en cuenta el esfuerzo que me implicaría estar presente en esas reuniones-. Pero, a medida que fue progresando la mañana, empecé a sentir adrenalina, “así se debe de sentir el éxito”, pensé -salvo la parte de ir en ómnibus de un lado al otro-. Le conté a varias personas cómo había sido mi día de peripecias, incrédula de haber sobrevivido, y honestamente, alardeando.
Es que mi generación ve como algo deseable estar ocupado. Decir “estoy al palo” no solo es una excusa, sino también una medalla de honor. Multitasking, freelancing y coliving, nombres cool para describir una vida en la que no hay tiempo para dedicarse a nada, ni lugar físico que nos refugie. Multiempleos precarios, viviendas precarias.
“En general, descubrimos que una persona ocupada es percibida como de alto status, e interesantemente, estas atribuciones de status están fuertemente influenciadas por nuestras creencias sobre movilidad social. En otras palabras, cuanto más creemos en la meritocracia, más tendemos a pensar que las personas que se saltean el ocio y trabajan todo el día pertenecen a una clase superior”, escribieron unos investigadores en la Harvard Business Review.
Hace 100 años -o 20- los ricos eran los poseedores del tiempo libre, porque se lo podían pagar. Pero hoy no, nos vendieron que triunfar era trabajar sin parar, incluso cuando alcanzaste la estabilidad económica que, seamos honestos, muy pocos alcanzaron. “No pares cuando estés cansado, pará cuando termines”, rezaba un cartel en un cowork. Performative workaholism, le dijeron en el New York Times. Algo así como “adicción al trabajo funcional”. Esa es nuestra gran enfermedad (que deriva en una pobre salud mental).
Y si, a pesar de todo eso, logramos tenemos un pasatiempos, sentimos la necesidad de capitalizarlo. ¿Quién puede darse el lujo de rechazar el dinero extra? Los costos de vivir solo, por ejemplo, son casi prohibitivos (después se quejan de los que se quedan con los padres hasta los 30 años). Además tenemos que viajar dos veces al año, pagarnos cafés de 150 pesos, comer paltas, ir a yoga, tener ropa nueva y transmitirlo en vivo por Instagram. Plata, plata, plata. Lo pagamos con tiempo.
Para muchos, nosotros los millennials, no queremos crecer. Pero no nos dejan. Nos pasamos generando plusvalía para otros -no se dejen engañar por “la fiebre emprendedora”, son pocos los que pueden invertir su tiempo y dinero en sí mismos- y llegamos agotados. Tener que hacer un trámite, limpiar el apartamento o hacer ejercicio resultan tareas titánicas. Estoy segura que no soy la única que ha preferido perder plata antes que hacer un trámite.
Esta relación tóxica que tenemos con el relax y con el tiempo que le dedicamos a nuestra propia vida nos lleva a tener hábitos pocos sanos como pasarnos todo un fin de semana encerrados viendo Netfilx y comiendo chatarra (en mis años de estudiante-pasante-freelance-vivosola incluso no comía en todo el día con tal de no moverme). O salimos y abusamos del alcohol, porque no queremos pensar en todo lo que tendríamos que estar haciendo. Eso no se disfruta, porque después de los excesos viene la culpa. Hay una marca de ropa deportiva, Outdoor Voices, que creó el hashtag #DoingThings, lo que tal vez sea el zeitgeist de nuestra generación. Hacemos cosas, siempre estamos haciendo cosas.
Foto: Conor Samuel/Unsplash
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Mi ropa, mi narrativa
Cuando compro ropa suelo caer en las mismas prendas y siluetas. La remera cuadrada, el pantalón ancho de tiro alto y el vestido grande. Mi cuerpo generalmente está oculto. Lo mantengo a salvo de miradas y comentarios innecesarios, o al menos eso intento creer. Pero, por sobre todo -y siendo sincera conmigo misma- intento no ser carne antes de sustancia.
En la adolescencia supe hacerme la tonta para agradar, para no incomodar a los chicos. Prefería que me vieran como un objeto, era más fácil. Era insegura y buscaba la aprobación en los lugares equivocados. Entonces cuando ahora me dicen “no seas insegura, ponete algo que resalte tu cuerpo”, no puedo evitar reírme. Es justamente al revés. Desde que me visto así elijo agradar o no por lo que realmente considero importante. Siento que ya no soy obvia.
En la era de Internet -y la indignación rápida- me veo forzada a aclarar que no tengo nada en contra de quien, a lo modelo de Instagram, decide andar semi desnudo por la vida. Los aplaudo, sin importar el cuerpo que tengan. Esa es justamente, para mí, la belleza de la moda: cada uno la interpreta como quiere y se pone lo que le hace sentir mejor. La ropa, para mí, es un reflejo del estado interior. Cada uno cuenta su propia historia.
Por eso, cada tanto, decido ponerme un escote o una remera apretada. Trato esos momentos como excepciones, son ocasiones especiales para verse más sensual que nunca, para meterse en otro personaje. Eso, también, me da una sensación de control. Yo invento mi propia narrativa.
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