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Y aquí estamos, en este momento donde todo parece depender de un hilo invisible que nos conecta. No hay certezas, no las quiero tampoco. Lo que me atrae de esta historia es su inminente indefinición, su capacidad de mutar con cada paso que damos, como un río que no sigue la corriente que le trazaron, sino que crea su propio cauce.
No se trata de llegar al final, ni siquiera de entender hacia dónde vamos. El encanto está en el trayecto, en ese fluir sin saber si lo que hacemos tiene un destino predecible o simplemente será un conjunto de instantes que al final olvidemos. Y si lo olvidamos, qué más da. Todo tiene un sentido mientras lo vivimos, y eso es lo que realmente importa.
Me miro en tus ojos y no busco respuestas. Las preguntas son suficientes. La historia que estamos escribiendo no sigue una línea recta; es un laberinto de posibilidades, de encuentros y desencuentros, de silencios llenos de palabras que no dijimos. Cada paso que damos juntos tiene la misma importancia que el último, aunque no sepamos si habrá un siguiente.
Hay algo liberador en soltar las riendas del futuro, en aceptar que el desenlace puede no ser lo que esperamos. Porque, en el fondo, no se trata del final, sino de cómo jugamos en el intermedio. Esa parte del relato donde aún todo es posible, donde el vértigo y la calma coexisten en un mismo instante. El clímax es una excusa, un truco de la mente que cree que todo debe culminar en algo grande. Pero la verdad es que la magia está aquí, ahora, mientras deshilamos este presente.
Somos la trama, y eso es lo que cuenta.
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Querida,
En ti veo la delicadeza de una flor que, aunque escondida en las sombras de la lucha diaria, aún guarda intacta su esencia más pura. La feminidad que habita en lo profundo de tu ser es un tesoro que el mundo, en su crueldad, no ha sabido valorar. Te han forzado, con la brutalidad de los tiempos que vivimos, a revestirte de una armadura que no es tuya, a tomar la lanza cuando lo que tu alma anhela es el tacto suave de la seda y la libertad de simplemente ser.
Pero escucha mis palabras, musa encantada: no deseo que tu belleza interior, tu feminidad natural, sea sacrificada en el altar de la supervivencia. No quiero que sientas la necesidad de endurecerte, de adoptar la fiereza de lo masculino para hacer frente al mundo. Todo lo que es fuerza, todo lo que es batalla, todo lo que implica proteger, será mi carga, y no la tuya. Yo seré quien levante los muros, quien enfrente la tormenta, mientras tú, en tu suavidad, floreces libre de esas cadenas invisibles que te obligan a empoderarte por necesidad y no por deseo.
El poder de la feminidad no radica en la competencia con lo masculino, sino en su contraste, en su propia forma de ser inmutable, inalcanzable, luminosa. Tu feminidad, querida, es una llama que no debe apagarse ni por las garras del mundo ni por la dureza que te obligan a adoptar. Permíteme ser el escudo que te guarde de esa necesidad. No porque te considere débil, sino porque deseo que no tengas que abandonar la suavidad que te hace única, que no tengas que vestir un ropaje ajeno para sobrevivir.
Déjame ser el bastión de esa fortaleza exterior, para que tú puedas abandonar las armas y liberar el torrente de belleza y ternura que llevas dentro. Deja que yo sea la fuerza que te rodea, para que tú seas la luz que ilumina. Que no sea la necesidad la que te empuje a erigir muros o a templar tu espíritu en el yunque de lo duro y severo. Que no tengas que convertirte en algo que no eres para hacerte un lugar en este mundo.
En mi compañía, no tendrás que esconder tu fragilidad, pues será tu mayor don, la fuente de todo lo que es sagrado en ti. No tendrás que ser fuerte, porque la fuerza que necesitas ya la proveeré yo. Tú, simplemente, brilla. Brilla en esa plenitud de feminidad que no conoce miedo ni límites, que no busca rivalizar con el mundo, sino transformarlo con su gracia.
Serás la luna, serás el susurro del viento en las noches calmadas, serás la ola que besa la orilla con suavidad infinita. Y yo, seré la roca, el árbol, el refugio donde tu feminidad pueda desplegarse, libre de todo peso y de toda necesidad de demostrar lo que ya, por naturaleza, eres: una diosa en un mundo que no ha sabido verte.
Con devoción,
Quien desea ser el guardián de tu luz.
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Querida,
En el laberinto sombrío donde deambulas, donde el amor ha dejado de ser un refugio y se ha transformado en un verdugo cruel, veo la fatiga que marca tu alma. El amor, para ti, ha devenido en una ruina, un jardín marchito cuyos ecos te susurran traición y desencanto. Pero permíteme, con la humildad de quien también ha sufrido bajo el látigo de la pasión, invitarte a contemplar el amor desde otro prisma, uno que no se tiñe de oscuridad sino de una luz tenue, como la aurora que se asoma tímida después de una larga noche.
El amor no es siempre la tempestad que arrasa; puede, si se le permite, ser un susurro suave, una caricia en medio del caos. No es solo el fuego que quema y devora; es también el calor que enciende, que da vida y consuela. Lo que hasta ahora te ha envuelto es solo una de las muchas máscaras que el amor puede asumir. Pero te invito a recordar que detrás de cada máscara yace una verdad más profunda: que el amor, en su esencia pura, no busca consumirnos, sino elevarnos.
Permite que te lleve de la mano a contemplar lo que realmente puede ser. El amor verdadero no exige perfección; en su sabiduría, abraza las imperfecciones con ternura. No es un tribunal donde se juzga, sino un santuario donde se comprende. Sé que el miedo ha sembrado sus raíces en ti, que el dolor te ha vuelto desconfiada ante el mero susurro de la palabra “amor”. Pero también sé que en lo profundo de tu ser, en ese rincón que aún no ha sido tocado por la desesperanza, late el anhelo de volver a confiar, de sentir sin temor.
Déjame decirte que el amor no siempre es una batalla; a veces es un refugio, un lugar donde dos almas encuentran su paz, donde las heridas sanan y el peso del mundo se aligera. No es la promesa de la eternidad, sino el presente hecho sagrado. Es la oportunidad de ver más allá de nosotros mismos, de descubrir la belleza en los pequeños gestos, en los silencios compartidos, en la complicidad de lo cotidiano.
Sé que reconstruir lo que el tiempo y el dolor han destruido parece una tarea imposible, pero te aseguro que en los escombros de lo que se rompió, aún hay flores que pueden crecer. No te pido que olvides lo que ha pasado, porque en la memoria hay lecciones profundas. Pero te pido que permitas al amor manifestarse de nuevo, no como el tirano que te destruyó, sino como el aliado que puede sanarte.
No cierres tu corazón por temor a nuevas heridas. En su fragilidad reside su verdadera fuerza. Y, querida, el amor, cuando es sincero y limpio, no busca devorar, sino construir, no persigue poseer, sino compartir.
Confía, aunque sea por un instante, en que el amor aún tiene para ti tesoros escondidos, que no todos los amores están destinados a desmoronarse. Hay uno, estoy seguro, que aguarda en la penumbra, dispuesto a mostrarte que el amor, cuando es verdadero, no es más que la belleza hecha carne, la poesía hecha vida.
Tuyo,
Un alma que ha conocido las sombras, pero que aún cree en la luz.
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La miseria, claro, es lo que nos mantiene despiertos. Es lo que corre por las venas de todo hombre que se levanta sabiendo que el mundo no va a cambiar para mejor. No hay escape. Se instala en los huesos como una vieja herida que nunca termina de sanar. La mayoría de la gente vive huyendo de ella, como si pudieran esquivarla con suficiente esfuerzo o con las distracciones adecuadas: el trabajo, el amor, el dinero. Pero la verdad es que la miseria no es algo que se pueda evitar. Es el estado natural de las cosas.
Filósofos y poetas han hablado de ella durante siglos, como si tratar de entenderla la hiciera más soportable. Que si la vida es sufrimiento, que si el dolor es el único maestro. Bla, bla, bla. Pero la miseria, al final del día, es simple: es la aceptación de que nada tiene sentido y que, aun así, seguimos adelante. Nos levantamos, trabajamos, bebemos, follamos, nos desmoronamos, y luego lo hacemos todo otra vez al día siguiente. Lo absurdo de todo esto es lo que más nos golpea. Porque sabemos que no hay redención, no hay un propósito superior. Y ahí está la verdadera miseria, en esa cruda conciencia de lo insignificante que somos.
La miseria no es solo pobreza ni sufrimiento físico. No. Es más profunda que eso. Es ese sentimiento de estar siempre un poco jodido, de que algo te falta aunque lo tengas todo. Es esa pesadez en el aire, esa sensación de que, por mucho que intentes llenar el vacío, siempre queda algo por rellenar. Es lo que Sartre llamaría náusea, o lo que Nietzsche describiría como el eterno retorno: una repetición infinita del mismo cansancio, del mismo absurdo.
Y entonces, algunos se vuelven filósofos, otros poetas, otros se hacen alcohólicos, como yo. Todos intentan, a su manera, darle algún tipo de sentido a la miseria. Pero al final del día, todos terminamos en el mismo agujero, conscientes de que nada de lo que hagamos importa tanto como creemos. Y ahí está el truco: la miseria nos iguala. No importa quién seas, a dónde vayas, o cuánto dinero tengas. La miseria siempre te va a encontrar. Y quizá por eso nos da tanto miedo. Porque no importa cuánto corras, cuánto intentes ignorarla, ella siempre te estará esperando.
La verdadera tragedia no es la miseria en sí. Es lo que hacemos con ella. Algunos se ahogan en la desesperación, otros en el alcohol. Pero algunos, los pocos que entienden el chiste, simplemente se ríen. Porque una vez que te das cuenta de que todo es miserable, te liberas. Dejas de pelear. Y en esa rendición, en esa aceptación total de la miseria, es cuando encuentras una extraña forma de paz. Una paz que solo aquellos que han abrazado el caos pueden entender.
Así que sí, la miseria es lo único real en este mundo. Todo lo demás es solo maquillaje, distracción, una maldita mentira que nos contamos a nosotros mismos para no volvernos locos. Pero la miseria, esa siempre te dice la verdad.
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El nacionalismo, esa gran broma que la gente se cuenta para sentirse parte de algo. Como si los colores de una bandera, un himno, o una frontera trazada por algún político muerto hicieran alguna diferencia real. Yo nunca entendí esa necesidad de pertenecer a un lugar, a un país, como si eso te hiciera mejor o más completo. Para mí, todo eso es ruido, es solo una ilusión que han vendido para mantener a la gente distraída, ocupada, pensando que su identidad está ligada a un pedazo de tierra o a una historia manipulada.
No me siento identificado con este país, ni con ningún otro. ¿Por qué habría de hacerlo? Los gobiernos cambian, las leyes cambian, y la gente sigue igual de jodida. El nacionalismo, al final del día, es solo otra forma de dividirnos, de hacernos creer que el lugar en el que nacimos nos define de alguna manera. Pero lo cierto es que naciste ahí porque sí, porque te tocó, no porque hubiera algún significado profundo detrás. No es mérito tuyo ser de un lugar, ni es culpa tuya tampoco.
La gente habla del patriotismo como si fuera una virtud, como si defender un trozo de tierra fuera algo noble. Pero ¿a quién le importa? Los que están en el poder se llenan los bolsillos mientras el pueblo se rompe el lomo por defender "su país". Es la misma historia de siempre, y sigue funcionando porque la gente necesita algo a lo que aferrarse, algo que los haga sentir parte de una causa mayor. Y el nacionalismo se lo da. Les da esa ilusión de grandeza, de pertenencia. Pero en el fondo, ¿qué importa de dónde seas? Al final, todos estamos en el mismo barco, y todos nos hundimos igual.
No pertenezco a ningún país porque no creo en esas líneas imaginarias que separan a las personas. No me interesa si alguien es de aquí o de allá. Lo que me importa es cómo viven, cómo luchan por sobrevivir en este mundo que no les da respiro. El nacionalismo es solo otra forma de cegar a la gente, de hacerles creer que su identidad está atada a un lugar, a una bandera. Y mientras se aferran a eso, pierden de vista lo que realmente importa: vivir, sobrevivir, y si tienes suerte, encontrar algo de sentido en todo este caos.
Así que no, no me interesa el nacionalismo. No me interesa sentirme orgulloso de algo en lo que no tuve elección. Prefiero vivir al margen de todo eso, sabiendo que al final del día, lo único que importa es cómo sobrevives a la vida, no el país donde naciste o las ideas que te vendieron para mantenerte alineado. El nacionalismo, para mí, es solo otra distracción. Otra forma de evitar enfrentarse a la realidad de que, en este mundo, todos estamos solos, sin importar de dónde vengamos o a qué bandera juremos lealtad.
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Es curioso, ¿no? Esa sensación de rechazo que se queda atorada en el pecho. Puedes tratar de racionalizarla, de buscar explicaciones que te hagan sentir mejor, pero la verdad siempre está ahí, mirándote de reojo. No le interesas, y no hay nada que puedas hacer al respecto. Ojalá fuera porque no le atrae su sexo opuesto, porque tiene alguna barrera insalvable, algo que te permita decir: “Bueno, no es por mí, es el destino, la biología, lo que sea”. Pero no. No hay nada de eso. El rechazo es crudo, directo, sin edulcorantes.
Te quedas pensando, deseando que hubiera alguna excusa más cómoda, algo que no te hiciera mirar en el espejo y preguntarte: ¿qué me falta? Porque es eso, ¿no? Cuando alguien no te elige, lo primero que haces es buscar qué hay de malo en ti. Empiezas a diseccionar cada conversación, cada mirada, cada gesto, tratando de encontrar dónde te equivocaste. Quizás hablabas demasiado, o muy poco. Quizás el chiste que creíste gracioso le pareció tonto. O tal vez, simplemente, no hay ninguna razón en particular. Y eso es lo que más duele.
Si al menos ella fuera diferente, si hubiera algo más tangible que su simple falta de interés, podrías enfrentarlo de otra forma. Pero no. Es solo eso. No le gustas. No hay grandes dramas ni excusas heroicas que te permitan sentirte mejor contigo mismo. Es la clase de rechazo que te obliga a enfrentarte a tu vulnerabilidad, a ese miedo profundo que todos tenemos de no ser suficientes, de ser invisibles para aquellos que nos importan.
Es un golpe directo al ego, claro. Porque te pasas la vida creyendo que tienes algo que ofrecer, que en algún lugar del mundo alguien verá en ti lo que tú crees que vales. Y cuando alguien te rechaza sin una razón que puedas entender, sientes como si te estuvieran arrancando una parte de esa ilusión. Es como si te dijeran: "No es que seas terrible, simplemente no eres lo suficientemente interesante". Y eso jode. Jode más que cualquier insulto, más que cualquier pelea. Es un vacío, una ausencia, un silencio que te deja colgando en el aire.
Y claro, intentas hacerte el fuerte, el que no necesita validación. Pero todos necesitamos ser vistos, ser deseados. Lo que realmente jode no es el rechazo en sí, sino lo que deja atrás. Esa grieta que se abre en tu orgullo, en tu percepción de ti mismo. Porque por más que te lo digas, por más que te convenzas de que no es el fin del mundo, hay una parte de ti que no puede evitar sentir que fallaste. Que, de alguna forma, no estuviste a la altura. Y eso te carcome.
Quizás por eso desearías que fuera algo más sencillo. Que te dijera que simplemente no está interesada en los hombres, o que su corazón pertenece a alguien más. Algo que puedas aceptar sin cuestionarte, sin buscarte defectos. Pero no, es peor. Es el tipo de rechazo que no tiene una razón sólida. Solo no le importas. No la haces reír como debería. No la haces sentir esa chispa que esperabas encender.
Y ahí te quedas, solo, preguntándote por qué demonios tiene que ser así. Buscas respuestas que no existen, y al final del día, te das cuenta de que, en el fondo, lo que más duele no es que ella no te quiera, sino que te deja con esa pregunta interminable: ¿qué hay de malo en mí? Y lo peor es que quizás no haya nada malo. Simplemente no encajas en su mundo, en su idea del amor, de la atracción. Pero eso no lo hace más fácil. De hecho, lo hace peor.
Porque el rechazo sin razón, el rechazo por simple indiferencia, es el que más te golpea. Es como una bofetada silenciosa que te deja cuestionando todo, incluso lo que creías seguro de ti mismo. Y en ese vacío que queda, te das cuenta de que preferirías cualquier excusa, cualquier explicación que no te obligara a mirarte tan de cerca. Pero no. No tienes esa suerte. Y así es como te quedas, con la misma maldita pregunta dando vueltas en tu cabeza, sabiendo que probablemente nunca tendrás una respuesta satisfactoria. Y eso, amigo, es lo que realmente te rompe.
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En la arena asfixiante de mi vida, surgió un instante tenue y efímero, un oasis de gracia donde ella apareció, luminosa en su sencillez, evocando los aromas sutiles de lo eterno.
Nos encontramos bajo un cielo indeciso, en aquel espacio anodino donde el polvo y el sudor de los cuerpos jóvenes se confunden. Allí, con una raqueta en mano, jugamos a ser rivales en el juego del tenis. Ella, con una maestría natural, desafiaba la gravedad con cada golpe, mientras yo, torpe e incapaz de seguirle el ritmo, observaba la elegancia cruel de sus movimientos. No importaba mi derrota, pues la armonía de su risa aligeraba la carga de mi inútil esfuerzo.
Al caer el sol, sus ojos me condujeron a otro escenario, donde el séptimo arte se despliega bajo la bóveda de la noche. Nos dejamos caer en la hierba húmeda, como si el mundo hubiera perdido peso por un momento. El perfume que emanaba de su piel era un himno callado, una sinfonía íntima que flotaba en el aire y se enredaba en mis sentidos, volviéndome prisionero de su encanto invisible. Allí, en la penumbra, sentí que todo lo que era efímero adquiría la forma de lo eterno.
Y así, la noche, como un telón que baja lentamente, nos invitó a seguir el camino. Regresamos a casa juntos, nuestros pasos resonando con la cadencia de una música compartida, una melodía que, aunque diferente en sus notas, encontraba ecos comunes. Hablamos de nuestras almas, de los secretos que escondemos en las canciones que amamos. Sin saberlo, nos estábamos hilando en un tejido invisible de complicidades.
Pero al final, como siempre sucede con las cosas hermosas, tuvimos que despedirnos.
La ciudad, indiferente a nuestra pequeña odisea, nos envolvió de nuevo en su bruma cotidiana. Y en ese instante, comprendí que, aunque efímero, aquel momento quedaría grabado en el lienzo sombrío de mi memoria, como una flor marchita que nunca dejará de oler a primavera.
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La escuché por casualidad, esa canción, "As the World Caves In". De Martyn, creo. Y mientras sonaba, me sentí como si el mundo, de verdad, estuviera colapsando, pero de una forma extrañamente hermosa, casi poética.
Es una canción para el fin del mundo, ¿sabes? Esa clase de música que no te pide que la entiendas, solo que la sientas, como cuando te quedas mirando a la nada y te das cuenta de que todo se está yendo al carajo, pero por alguna razón, no te importa.
Es sobre eso, el fin. El último momento de dos personas que deciden que si todo se va a acabar, al menos no estarán solos. Me recuerda a esas noches en las que la ciudad parece estar desmoronándose a tu alrededor y, sin embargo, encuentras a alguien en la misma mierda que tú, y de repente todo parece un poco menos jodido. No mejor, no más fácil, pero al menos soportable.
El mundo puede estarse hundiendo, las noticias te lo dicen a cada minuto, pero ¿qué importa? Cuando estás con alguien que realmente te importa, ese último instante, ese colapso, se convierte en algo casi... romántico. Es absurdo, claro. Lo sabes, lo sé. Pero a veces, en medio de toda la mierda, lo único que realmente vale la pena es tener a alguien a tu lado cuando el polvo finalmente cae.
Es la forma en que te das cuenta de que no hay salida, no hay final feliz, solo un último trago, un último cigarrillo, y ese calor que viene cuando te recuestas junto a alguien que entiende que el mundo, tu mundo, se está desmoronando, pero al menos están juntos en ello. Es así como suena esa canción. Como una despedida que ya esperabas, pero que, de alguna manera, se siente bien.
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La conocí en una de esas noches en que el aire pesa más de lo normal, y todo parece estar en cámara lenta. Estaba ahí, de pie, con una sonrisa que no encajaba en este mundo, como si la vida no le hubiera dejado cicatrices. Había algo en ella, una especie de calma extraña, una vibra suave, pero peligrosa, como esa canción de Kali Uchis, "Moonlight". Una canciónsimple, pero que te deja pensando más de la cuenta.
No era solo la forma en que se movía, como si flotara a su propio ritmo, ignorando el caos que la rodeaba. No, era algo más. Era esa sensación de estar en otro planeta cuando la mirabas, como si el mundo se volviera un poco más soportable. No decía mucho, pero cuando hablaba, el sonido de su voz te envolvía, te hacía olvidar las facturas, los problemas, y todo ese ruido constante que te arrastra hacia abajo.
La música en el bar estaba alta, pero en mi cabeza solo sonaba esa canción. Moonlight. Ese estribillo suave, seductor, como ella, que se paseaba por la noche con la seguridad de alguien que sabe exactamente quién es, pero no tiene prisa por demostrarlo. Era como un sueño que no querías despertar, porque sabías que cuando lo hicieras, volverías a la realidad, al vacío. Pero mientras tanto, ahí estaba ella, con sus ojos de medianoche y su risa que parecía escondida en algún lugar entre las estrellas.
Me acerqué, no porque quisiera, sino porque no podía no hacerlo. Como esa luna en la canción, que te jala aunque sabes que no puedes tocarla. Hablamos, y por un momento, el ruido de la ciudad, los vasos chocando, todo desapareció. Era como si la noche hubiera sido escrita solo para ese momento, y yo era un espectador más, atrapado en la luz tenue de esa chica que parecía salida de otro mundo.
No sé cuánto durará esto, ni siquiera sé si la volveré a ver. Pero hay algo en ella que te deja una marca, como esa canción que no te puedes sacar de la cabeza, suave, hipnótica, y que te hace desear que la noche no termine.
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La isla siniestra.
Vi esa película anoche, y ya no sé si me la hizo pasar la botella o si es así de perturbadora. Scorsese tenía que hacerlo: un laberinto en pantalla, una encrucijada de locura y desesperación. La historia de un detective con más demonios que respuestas, metido en una trama enredada que lo arrastra hacia el abismo.
El tipo, Teddy Daniels, es como yo después de unos días sin dormir: perdido, con la cabeza dando vueltas, buscando algo que no puede encontrar. La isla es un lugar que podría ser cualquier ciudad, cualquier bar, cualquier oficina en la que pasas el tiempo y te preguntas si hay algo más allá del gris y el humo. Pero no, es una isla, con su propio microcosmos de locura, la clase de sitio donde te sientes atrapado, sin salida.
Es curioso, ¿no? Ver a un hombre tratando de desenredar una madeja de mentiras y engaños, mientras se hunde más en el barro. Como esos días en los que estás tan cansado de todo que cualquier intento de escapar parece una broma cruel. La isla siniestra, con su entorno asfixiante y sus personajes rotos, es la representación de eso que todos llevamos dentro. Esa sensación de estar en el borde de un precipicio, sabiendo que cada paso es en vano, que el final es inevitable, y que la verdad siempre está un paso más allá, invisible y cruel.
Me quedé pensando en lo que decía el tipo al final, sobre la realidad y la locura. Como si la realidad fuera algo que puedes tocar y entender, cuando en realidad es solo otro constructo, otro juego. Tal vez el verdadero horror no está en la isla, sino en lo que llevamos dentro, en la forma en que nos mentimos a nosotros mismos. La película lo hizo bien, mostró la locura, la desesperación, y me hizo pensar en cuántos de nosotros estamos atrapados en nuestra propia versión de esa maldita isla.
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Es la misma rutina, día tras día.
Despertar con el sonido del despertador, vestirme como un personaje más y salir a enfrentar la misma ciudad gris, llena de rostros apagados que también dejaron sus sueños tirados en alguna esquina. Todos vamos en fila, cumpliendo el sueño de alguien más, ese japonés que ni siquiera sabe que existo, mientras yo sigo aquí, viendo cómo se esfuman las ganas de ser algo más.
Mis sueños, los que tenía antes de entrar a este ciclo interminable, ya ni los reconozco. Se quedaron enterrados bajo montañas de facturas, de responsabilidades, de promesas vacías. A veces los visito en mi cabeza, pero parecen lejanos, inalcanzables, como si no fueran míos. Y todo por seguir adelante, trabajando para otro, para un sueño que no es el mío, y que nunca será.
Es un sistema que nos exprime, que nos enseña desde pequeños a medir el éxito por lo que logramos para otros, nunca para nosotros mismos. Y mientras, yo me consumo, apagado, vacío, viendo cómo los días se van, cómo mis manos envejecen y mi mente se agota. Pero el sueño del japonés, ese sigue creciendo, mientras el mío muere un poco más cada día.
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Estoy viviendo una vida que no pedí, una jaula construida por manos ajenas.
Camino en círculos sobre un sendero que otros trazaron, sin preguntar si era lo que quería. Y me pregunto, ¿es esto todo? ¿Esta rutina maldita es lo que merezco?
Tiene que haber algo más, algo que rompa las cadenas, una salida donde pueda destrozar las paredes y finalmente respirar mi propio aire, hacer mi propio maldito camino.
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Margaritas blancas… sé lo que podrías pensar, pero no. No cuando las elijo yo.
No creo en las coincidencias, y tampoco creo que estés aquí por azar.
Nada en mi vida sucede sin razón.
Desde que apareciste, lo supe: nuestras vidas no se cruzaron por accidente.
Estas flores representan algo más, algo genuino. Son sencillas, puras, pero si las cuidas, florecen, como lo que está creciendo entre nosotros.
No me interesan las cosas superficiales o pasajeras. Quiero que veas esto como una señal de lo que nuestra gran amistad puede ser... si decides quedarte.
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¿Jugamos a ser dos extraños navegando en mares opuestos, fingiendo no vernos mientras nuestras miradas se pierden en el horizonte?
Podríamos convertir el silencio en nuestro idioma secreto, dejando que las palabras no dichas se conviertan en un eco distante.
Tal vez, en este juego de espejismos, el desinterés aparente sea el disfraz perfecto para ocultar lo que realmente sentimos.
¿Vamos a ignorarnos, como si el destino no estuviera ya trazando caminos para cruzarnos de nuevo?
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Victoria (Sebastian Schipper, 2015)
cinematography: Sturla Brandth Grøvlen
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Habrán capullos
que solo querrán
hurgar en el núcleo
de tus ingles
sin entender
los átomos
que se separan
y dan brillo
a la coyuntura
de tus rodillas
tan redondas
como el sol.
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Un día fui más tuya que mía y tu no supiste que hacer con tanto...
Me duele tanto no haber sabido que hacer.
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