Tumgik
pilarica · 7 years
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Pienso que sólo deberíamos leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en la cara, ¿para qué leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dices en tu carta? Por Dios, podríamos ser igual de felices sin libros, y si nos hicieran falta libros para ser felices, podríamos escribirlos nosotros mismos, llegado el caso. No, lo que necesitamos son libros que caigan sobre nosotros como un golpe dolorosísimo, como la muerte de alguien a quien amábamos más que a nosotros mismos, como si nos viéramos desterrados a los bosques, lejos de todo ser humano, como un suicidio; un libro tiene que ser un hacha que abra un agujero en el mar helado de nuestro interior.
— Franz Kafka, carta a Oskar Pollak, 1904 (traducción de José Rafael Hernández Arias)
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pilarica · 7 years
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Guía del autoestopista galáctico
3
(…)
La Guía del autoestopista galáctico tiene varias cosas que decir respecto a las toallas.
Dice que una toalla es el objeto de mayor utilidad que puede poseer un autoestopista interestelar. En parte, tiene un gran valor práctico: uno puede envolverse en ella para calentarse mientras viaja por las lunas frías de Jaglan Beta; se puede tumbar uno en ella en las refulgentes playas de arena marmórea de Santraginus V, mientras aspira los vapores del mar embriagador; se puede uno tapar con ella mientras duerme bajo las estrellas que arrojan un brillo tan purpúreo sobre el desierto de Kakrafun; se puede usar como vela en una balsa diminuta para navegar por el profundo y lento río Moth; mojada, se puede emplear en la lucha cuerpo a cuerpo; envuelta alrededor de la cabeza, sirve para protegerse de las emanaciones nocivas o para evitar la mirada de la Voraz Bestia Bugblatter de Traal (animal sorprendentemente estúpido, supone que si uno no puede verlo, él tampoco lo ve a uno; es tonto como un cepillo, pero voraz, muy voraz); se puede agitar la toalla en situaciones de peligro como señal de emergencia, y, por supuesto, se puede secar uno con ella si es que aún está lo suficientemente limpia.
Y lo que es más importante: una toalla tiene un enorme valor psicológico. Por alguna razón, si un estraj (estraj: no autoestopista) descubre que un autoestopista lleva su toalla consigo, automáticamente supondrá que también está en posesión de cepillo de dientes, toallita para lavarse la cara, jabón, lata de galletas, frasca, brújula, mapa, rollo de cordel, rociador contra los mosquitos, ropa de lluvia, traje espacial, etc. Además, el estraj prestará con mucho gusto al autoestopista cualquiera de dichos artículos o una docena más que el autoestopista haya “perdido” por accidente. Lo que el estraj pensará es que cualquier hombre que haga autoestop a todo lo largo y ancho de la Galaxia, pasando calamidades, divirtiéndose en los barrios bajos, luchando contra adversidades tremendas, saliendo sano y salvo de todo ello, y sabiendo todavía dónde está su toalla, es sin duda un hombre a tener en cuenta.
(…)
— Douglas Adams (traducción de Benito Gómez Ibáñez y Damián Alou)
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pilarica · 7 years
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Credo
Creo en Pablo Picasso, todopoderoso, creador del cielo y de la tierra; creo en Charlie Chaplin, hijo de las violetas y de los ratones, que fue crucificado, muerto y sepultado por el tiempo, pero que cada día resucita en el corazón de los hombres; creo en el amor y en el arte como vías hacia el disfrute de la vida perdurable; creo en los grillos que pueblan la noche de mágicos cristales; creo en el amolador que vive de fabricar estrellas de oro con su rueda maravillosa; creo en la cualidad aérea del ser humano, configurada en el recuerdo de Isadora Duncan abatiéndose como una purísima paloma herida bajo el cielo del Mediterráneo; creo en las monedas de chocolate que atesoro secretamente debajo de la almohada de mi niñez; creo en la fábula de Orfeo, creo en el sortilegio de la música, yo que en las horas de mi angustia vi al conjuro de la Pavana de Fauré, salir liberada y radiante de la dulce Eurídice del infierno de mi alma; creo en Rainer María Rilke, héroe de la lucha del hombre por la belleza, que sacrificó su vida al acto de cortar una rosa para una mujer; creo en las flores que brotaron del cadáver adolescente de Ofelia; creo en el llanto silencioso de Aquiles frente al mar; creo en un barco esbelto y distantísimo que salió hace un siglo al encuentro de la aurora, su capitán Lord Byron, al cinto la espada de los arcángeles, y junto a sus sienes un resplandor de estrellas; creo en el perro de Ulises, en el gato risueño de Alicia en el país de las maravillas, en el loro de Robinson Crusoe, en Beralfiro el caballo de Rolando, y en las abejas que labraron su colmena dentro del corazón de Martín Tinajero; creo en la amistad como el invento más bello del hombre; creo en los poderes creadores del pueblo; creo en la poesía, y en fin, creo en mí mismo, puesto que sé que alguien me ama.
— Aquiles Nazoa
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pilarica · 7 years
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Guitarra y vos
Que viva la ciencia, que viva la poesía, qué viva siento mi lengua cuando tu lengua está sobre la lengua mía. 
El agua está en el barro, el barro en el ladrillo, el ladrillo está en la pared y en la pared tu fotografía.
Es cierto que no hay arte sin emoción, y que no hay precisión sin artesanía  como tampoco hay guitarra sin tecnología. Tecnología del nylon para las primas, tecnología del metal para el clavijero. La prensa, la gubia y el barniz: las herramientas del carpintero.
El cantautor y su computadora, el pastor y su afeitadora, el despertador que ya está anunciando la aurora, y en el telescopio se demora la última estrella.
La máquina la hace el hombre,  y es lo que el hombre hace con ella.
El arado, la rueda, el molino, la mesa en que apoyo el vaso de vino, las curvas de la montaña rusa, la semicorchea y hasta la semifusa, el té, los ordenadores y los espejos, los lentes para ver de cerca y de lejos, la cucha del perro, la mantequilla, la yerba, el mate y la bombilla.
Estás conmigo, estamos cantando a la sombra de nuestra parra  una canción que dice que uno solo conserva lo que no amarra. Y sin tenerte, te tengo a vos  y tengo a mi guitarra.
Hay tantas cosas, yo solo preciso dos: mi guitarra y vos.
Hay cines, hay trenes, hay cacerolas, hay fórmulas hasta para describir la espiral de una caracola. Hay más: hay tráfico, créditos, cláusulas, salas vip.  Hay cápsulas hipnóticas y tomografías computarizadas, hay condiciones para la constitución de una sociedad limitada, hay biberones, hay obúses, hay tabúes, hay besos, hay hambre, hay sobrepeso, hay curas de sueño y tisanas, hay drogas de diseño y perros adictos a las drogas en las aduanas.
Hay manos capaces de fabricar herramientas con las que se hacen máquinas para hacer ordenadores que a su vez diseñan máquinas que hacen herramientas para que las use la mano.
Hay escritas infinitas palabras: zen, gol, bang, rap, Dios, fin.
Hay tantas cosas,  yo solo preciso dos: mi guitarra y vos.
— Jorge Drexler
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pilarica · 7 years
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Entrevistorieta a Jorge Drexler, por Liniers
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pilarica · 7 years
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Jorge Drexler y Caetano Veloso
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pilarica · 8 years
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Al otro lado del río
Clavo mi remo en el agua,  llevo tu remo en el mío. Creo que he visto una luz  al otro lado del río.
El día le irá pudiendo poco a poco al frío. Creo que he visto una luz al otro lado del río.
Sobre todo creo que no todo está perdido. Tanta lágrima, tanta lágrima y yo, soy un vaso vacío. Oigo una voz que me llama, casi un suspiro: rema, rema, rema.
En esta orilla del mundo lo que no es presa es baldío. Creo que he visto una luz al otro lado del río.
Yo muy serio voy remando muy adentro sonrío. Creo que he visto una luz al otro lado del río.
— Jorge Drexler
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pilarica · 8 years
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Llorar a lágrima viva
Llorar a lágrima viva. Llorar a chorros. Llorar la digestión. Llorar el sueño. Llorar ante las puertas y los puertos. Llorar de amabilidad y de amarillo. Abrir las canillas, las compuertas del llanto. Empaparnos el alma, la camiseta. Inundar las veredas y los paseos, y salvarnos, a nado, de nuestro llanto. Asistir a los cursos de antropología, llorando. Festejar los cumpleaños familiares, llorando. Atravesar el África, llorando. Llorar como un cacuy, como un cocodrilo… si es verdad que los cacuíes y los cocodrilos no dejan nunca de llorar. Llorarlo todo, pero llorarlo bien. Llorarlo con la nariz, con las rodillas. Llorarlo por el ombligo, por la boca. Llorar de amor, de hastío, de alegría. Llorar de frac, de flato, de flacura. Llorar improvisando, de memoria. ¡Llorar todo el insomnio y todo el día!
— Oliverio Girondo
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pilarica · 8 years
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Oliverio Girondo
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pilarica · 8 years
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Cansancio
Y de los replanteos y recontradicciones y reconsentimientos sin o con sentimiento cansado y de los repropósitos y de los reademanes y rediálogos idénticamente bostezables y del revés y del derecho y de las vueltas y revueltas y las marañas y recámaras y remembranzas y remembranas de pegajosísimos labios y de lo insípido y lo sípido de lo remucho y lo repoco y lo remenos recansado de los recodos y repliegues y recovecos y refrotes de lo remanoseado y relamido hasta en sus más recónditos reductos repletamente cansado de tanto retanteo y remasaje y treta terca en tetas y recomienzo erecto y reconcubitedio y reconcubicórneo sin remedio y tara vana en ansia de alta resonancia y rato apenas nato ya árido tardo graso dromedario y poro loco y parco espasmo enano y monstruo torvo sorbo del malogro y de lo pornodrástico cansado hasta el estrabismo mismo de los huesos de tanto error errante y queja quena y desatino tísico y ufano urbano bípedo hidefalo escombro caminante por vicio y sino y tipo y líbido y oficio recansadísimo de tanta tanta estanca remetáfora de la náusea y de la revirgísima inocencia y de los instintitos perversitos y de las ideítas reputitas y de las ideonas reputonas y de los reflujos y resacas de las resecas circunstancias desde qué mares padres y lunares mareas de resonancias huecas y madres playas cálidas de hastío de alas calmas sempiternísimamente archicansado en todos los sentidos y contrasentidos de lo instintivo o sensitivo tibio remeditativo o remetafísico y reartístico típico y de los intimísimos remimos y recaricias de la lengua y de sus regastados páramos vocablos y reconjugaciones y recópulas y sus remuertas reglas y necrópolis de reputrefactas palabras simplemente cansado del cansancio del harto tenso extenso entrenamiento al engusanamiento y al silencio
— Oliverio Girondo
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pilarica · 8 years
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21
Que los ruidos te perforen los dientes, como una lima de dentista, y la memoria se te llene de herrumbre, de olores descompuestos y de palabras rotas.
Que te crezca, en cada uno de los poros, una pata de araña; que solo puedas alimentarte de barajas usadas y que el sueño te reduzca, como una aplanadora, al espesor de tu retrato.
Que al salir a la calle, hasta los faroles te corran a patadas; que un fanatismo irresistible te obligue a prosternarte ante los tachos de basura y que todos los habitantes de la ciudad te confundan con un meadero.
Que cuando quieras decir: “Mi amor”, digas: “Pescado frito”; que tus manos intenten estrangularte a cada rato, y que en vez de tirar el cigarrillo, seas tú el que te arrojes en las salivaderas.
Que tu mujer te engañe hasta con los buzones; que al acostarse junto a ti, se metamorfosee en sanguijuela, y que después de parir un cuervo, alumbre una llave inglesa.
Que tu familia se divierta en deformarte el esqueleto, para que los espejos, al mirarte, se suiciden de repugnancia; que tu único entretenimiento consista en instalarte en la sala de espera de los dentistas, disfrazado de cocodrilo, y que te enamores, tan locamente, de una caja de hierro, que no puedas dejar, ni un solo instante, de lamerle la cerradura.
— Oliverio Girondo
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pilarica · 8 years
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Dicotomía incruenta
Siempre llega mi mano más tarde que otra mano que se mezcla a la mía y forman una mano.
Cuando voy a sentarme advierto que mi cuerpo se sienta en otro cuerpo que acaba de sentarse adonde yo me siento.
Y en el preciso instante de entrar en una casa, descubro que ya estaba antes de haber llegado.
Por eso es muy posible que no asista a mi entierro, y que mientras me rieguen de lugares comunes, ya me encuentre en la tumba, vestido de esqueleto, bostezando los tópicos y los llantos fingidos.
— Oliverio Girondo
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pilarica · 8 years
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Luis Eduardo Aute y Silvio Rodríguez
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pilarica · 8 years
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Anda
Anda, quítate el vestido las flores y las trampas, ponte la desnuda violencia que recatas, y ven a mis brazos, dejemos los datos, seamos un cuerpo enamorado.
Anda, deja que descubra los montes de tu mapa, la concupiscencia secreta de tu alma, y ven a mis brazos, dejemos los datos, seamos un cuerpo enamorado.
Anda, pídeme que viole las leyes que te encarnan, que no quede intacto ni un poro en la batalla, y ven a mis brazos, dejemos los datos, seamos un cuerpo enamorado.
Anda, dime lo que sientes, no temas si me mata, que yo sólo entiendo tus labios como espadas, y ven a mis brazos, dejemos los datos, seamos un cuerpo enamorado.
— Luis Eduardo Aute
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pilarica · 8 years
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Al alba
Si te dijera, amor mío, que temo a la madrugada, no sé qué estrellas son éstas que hieren como amenazas ni sé qué sangra la luna al filo de su guadaña.
Presiento que tras la noche vendrá la noche más larga, quiero que no me abandones, amor mío, al alba.
Los hijos que no tuvimos se esconden en las cloacas, comen las últimas flores, parece que adivinaran que el día que se avecina viene con hambre atrasada.
Miles de buitres callados van extendiendo sus alas, no te destroza, amor mío, esta silenciosa danza, maldito baile de muertos, pólvora de la mañana.
— Luis Eduardo Aute
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pilarica · 8 years
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La broma
Un claro mediodía de invierno… Hace mucho frío, el hielo cruje y a Nádienka, que va conmigo del brazo, se le cubren de escarcha plateada los rizos de la sien y el vello sobre el labio superior. Estamos en la cima de una colina. Desde nuestros pies hasta la tierra llana se extiende una ladera cubierta de nieve, en la que el sol se mira como en un espejo. Junto a nosotros hay un pequeño trineo cubierto con un paño rojo.
—¡Bajemos, Nadezhda Petrovna! —le suplico—. ¡Sólo una vez! Le aseguro que no nos pasará nada.
Pero Nádienka tiene miedo. Todo el espacio que existe entre sus pequeños chanclos y el pie de la ladera helada le parece un terrible abismo sin fondo. Se desanima y se le corta la respiración cuando mira hacia abajo, cuando le propongo montar en el trineo. ¿Qué pasará si se arriesga a volar hacia el abismo? Se morirá, se volverá loca.
—¡Se lo suplico! —insisto—. ¡No hay que tener miedo! ¡Vamos, no sea cobarde!
Nádienka cede por fin y por la cara que pone veo que teme por su vida. La coloco en el trineo. Está pálida y tiembla. La sujeto de la cintura y nos lanzamos al abismo.
El trineo va como una bala. Un viento helado nos golpea en la cara, ruge, silba en los oídos, corta, nos pincha con rabia y dolor, quiere arrancamos la cabeza de los hombros. La presión del aire nos impide respirar. Parece como si el diablo nos hubiera atrapado con sus zarpas y con un rugido nos arrastrara hasta el infierno. Todos los objetos que nos rodean se funden en una larga línea que se desplaza vertiginosamente… ¡Un instante más y parece que vamos a morir!
—¡La amo, Nadia! —digo a media voz.
El trineo corre cada vez más despacio, el aire ya no corta y el chirrido de los patines ya no es tan terrible, la respiración se hace fluida y, por fin, llegamos abajo. Nádienka está pálida, más muerta que viva, apenas si respira… La ayudo a ponerse en pie.
—¡Por nada del mundo volvería a montar! —dice, mirándome con los ojos desorbitados, llenos de terror—. ¡Por nada del mundo! ¡Casi me muero!
Un poco después se repone y me interroga con la mirada: “¿He dicho esas tres palabras o sólo las ha oído en el rumor del viento?”. Yo permanezco a su lado, fumo y examino mis guantes.
Me coge del brazo y damos un largo paseo al pie de la ladera. Por lo visto, el enigma no la deja en paz. ¿Ha dicho esas palabras? ¿Sí o no? ¿Sí o no? Es una cuestión de amor propio, de honor, de felicidad, una cuestión muy importante, vital, la cuestión más importante del mundo. Nádienka, impaciente, triste, me mira inquisitivamente a la cara; responde intempestivamente, espera a que yo diga algo. ¡Oh, qué juego de gestos hay en ese bonito rostro! ¡Qué juego! Veo que lucha consigo misma, que necesita decir algo, preguntar algo, pero que no encuentra las palabras, se siente incómoda, tiene miedo, la alegría se lo impide…
—¿Sabe una cosa? —dice sin mirarme.
—¿Qué?
—¡Vamos a tirarnos… otra vez!
Subimos por la escalera a la cima. De nuevo coloco en el trineo a la pálida y temblorosa Nádienka; de nuevo volamos hacia el terrible abismo; de nuevo ruge el viento y chirrían los patines; y de nuevo, en el momento más fuerte y ruidoso del descenso, le digo a media voz:
—¡La amo, Nadia!
Cuando el trineo se detiene, Nádienka abarca con la mirada la ladera por la que acabamos de bajar, luego me mira fijamente a la cara, escucha mi voz, indiferente y desapasionada, y toda su figura, incluso su manguito y su capuchón, expresa la mayor perplejidad. En su rostro está escrito: “¿Qué es esto? ¿Quién ha pronunciado esas palabras? ¿Ha sido él o es que sólo me ha parecido oírlas?”.
Esa incertidumbre le inquieta e impacienta. La pobre muchacha no contesta a mis preguntas, frunce el ceño, está a punto de romper a llorar.
—¿No deberíamos regresar? —le pregunto.
—A mí… a mí me gusta montar en trineo —me dice, ruborizándose—. ¿Y si bajamos otra vez más?
A ella “le gusta” montar en trineo y, sin embargo, al sentarse en él, lo mismo que las otras veces, está pálida, el miedo apenas la deja respirar, y tiembla.
Nos deslizamos por tercera vez y yo veo cómo ella me mira a la cara y está pendiente de mis labios. Pero me tapo la boca con el pañuelo, toso, y cuando vamos por la mitad de la pendiente, logro decir:
—¡La amo, Nadia!
Nádienka se acostumbra pronto a esa frase, como al vino o a la morfina. No puede vivir sin ella. Es cierto que ha perdido el miedo a deslizarse por la montaña, pero ahora el terror y el peligro confieren un cierto encanto a las palabras de amor, a las palabras que, igual que antes, constituyen un enigma y hacen sufrir al corazón. Los sospechosos seguimos siendo dos: el viento y yo… ¿Quién de los dos le declara su amor? Ella no lo sabe, pero ahora no le importa. No importa la copa en la que se ofrezca el vino: lo que importa es emborracharse.
En una ocasión, a mediodía, me dirijo solo a la pista de patinaje; mezclado entre la gente veo cómo Nádienka se va hacia la colina, cómo me busca con la mirada… Luego, tímidamente, sube arriba por la escalera… Le da miedo, mucho miedo, ir sola. Está blanca como la nieve, tiembla como si se dirigiera al patíbulo, pero sube, sube decidida, sin mirar a su alrededor. Es evidente que ha decidido hacer la prueba: ¿oirá esas deliciosas y dulces palabras cuando yo no esté? Veo cómo ella, pálida, aterrada, se sienta en el trineo, cierra los ojos y despidiéndose para siempre del mundo, empieza a deslizarse… Los patines chirrían. No sé si Nádienka oye esas palabras… Sólo veo cómo se levanta exhausta, sin fuerzas, del trineo. Leo en su rostro que ella misma no sabe si ha oído algo o no. El miedo, mientras se deslizaba pendiente abajo, le ha privado de la facultad de oír, distinguir los sonidos, comprender…
Pero llega el mes de marzo y comienza la primavera… El sol es más cálido. Nuestra ladera helada se vuelve oscura, deja de brillar y finalmente se derrite. Ya no vamos a patinar. La pobre Nádienka ya no tiene dónde escuchar esas palabras, y no hay tampoco quien las pronuncie, puesto que ya no sopla el viento y yo me dispongo a marcharme a Petersburgo por mucho tiempo, quizás para siempre.
Un par de días antes de mi partida, me siento al atardecer en un pequeño jardín, separado por una alta valla con clavos del patio de la casa en que vive Nádienka. Todavía hace bastante frío, bajo el estiércol aún hay nieve, los árboles están muertos, pero ya huele a primavera y, volviendo a sus nidos, los grajos graznan ruidosamente. Me acerco a la valla y miro un buen rato por una rendija. Veo cómo Nádienka sale al porche y dirige al cielo su triste y melancólica mirada… El viento primaveral sopla directamente sobre su rostro pálido y abatido… Le recuerda aquel otro viento que rugía en la ladera cuando escuchó aquellas tres palabras, y su rostro se entristece y por sus mejillas se desliza una lágrima… Y la pobre muchacha extiende sus manos, como si pidiera a ese viento que le traiga otra vez esas palabras. Y yo espero a que sople el viento para decir a media voz:
—¡La amo, Nadia!
Dios mío, ¿qué le pasa a Nádienka? Lanza un grito, una amplia sonrisa se dibuja en su rostro, y extiende las manos al viento, está contenta, es feliz, ¡es tan hermosa!
Me marcho a preparar mi equipaje.
Esto sucedió hace mucho tiempo. Ahora Nádienka está casada. La casaron, o se casó por su propia voluntad, es lo mismo, con un secretario del Consejo de Tutela, y tiene tres niños. Pero no ha olvidado cómo en un tiempo lejano fuimos juntos a patinar y cómo el viento le traía las palabras “¡La amo, Nadia!”. Ahora es para ella el recuerdo más feliz, más conmovedor y hermoso de su vida…
Y yo, ahora ya han pasado los años y me he hecho mayor, no comprendo por qué dije aquellas palabras, por qué hice aquella broma…
— Antón Chéjov (traducción de Jesús García Gabaldón)
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pilarica · 8 years
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Antón Chéjov y León Tolstói
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