#temporal en bajamar
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Sin ningún propósito particular enfilé el puente detrás de mi casa, atraído por el cañaveral que se extendía más allá, cuando mis pies se detuvieron en seco. ¿Era un pájaro cantando? Una voz muy suave y dulce: cricrí, cricrí. El sonido parecía venir de muy cerca, pero no del ramaje justo delante, ni de las sombras de las legumbres que orillaban el cuadro de berenjenas, sino de más abajo, casi bajo mis pies. Me detuve y escuché atento. Se paró. Todo quedó en silencio.
Eran poco más de las tres de una tarde de otoño y al oeste el sol estaba oculto tras un velo de nube. El cielo estaba revuelto pero sin señales de lluvia. Tras el otero cubierto de cerezos corrían nubes grises, pero el pico del templo Genmu se veía azul claro al sol, con la faz del tajo de piedra resplandeciente, su base iluminada como si la luna se hubiera puesto allí.
Podía ver la rasa junquera más allá del puente, tendida hasta el pie del pico. Las juncias ya habían florecido y los bofos copetes formaban una neblina que envolvía los techos de bálago y embozaba los bosques, ondeando parejos con el pasto plateado de las colinas, desembarazadamente, sin nada que estorbara su visión infinita. Aunque no hacía viento, las juncias parecían susurrar sibilantes sobre el paso del tardío otoño.
Mi intención era dar un paseo por el espigón, donde la farfolla quebrada de los juncos se entrelazaba sobre el sendero. Cuando por fin eché de nuevo a andar, volví a escuchar el reclamo de un pajarillo: cricrí, cricrí. ¿Qué era aquello? Parecía más propio de un insecto. Pero debía de ser algún tipo de ave. Y venía de abajo, tal como me pareció. Había algo entre los pilotes del puente. ¿Un chorlito? No... ¿dónde estaba el guijarral? ¿los pedrejones? ¿las balizas donde gustan de posarse? E incluso si las hubiera, un chorlito habría levantado el vuelo al acercarme yo. ¿Habría otros pájaros ocultos entre las cañas de la ribera? Estudiándolas, di otro paso, cautelosamente: cricrí. Pisé más recio y los reclamos se multiplicaron: cricrí, cricrí, cricrí. Atento escuchándolos, llegué sin darme cuenta al final del puente. No era más que una pasarela hecha con tres o cuatro tablones arrimados, tan podridos que se deshacían bajo los pies. Había un quitamiedos, una mera percha de bambú atada con soga. Cabeceaba a la altura de las rodillas cada vez que se pisaba la pasarela. Los pilotes estaban carcomidos también. El agua del estero donde se hincaban era lisa, tarda y turbia. Aunque la corriente era débil, incapaz de conmover el puente, el reflejo del tinglado en el agua parecía trepidar a la sombra de los juncos. Pero por muy descompuesto que estuviera el puente, los maderos difícilmente podían cobijar pájaros, a no ser que se usaran troncos ya huecos... por mucho que digan que las ratas anidan hasta en la cola de caballo. En fin, debió de ser el puente. Una vez más probé a pisar el borde. De inmediato el cricrí respondió a mis pasos. Sintiendo las vibraciones en mis pies salí de allí en puntas, con la sensación de estar pisoteando polluelos de curruca: ¡qué lastimosos grititos!
Venían de debajo. Me arrodillé en las planchas y aparté las juncias. Dos o tres días antes un temporal había rebosado el tajamar. De las hendiduras en el fango todavía blancuzco surgían las pálidas raíces de los juncos colmando el hueco oscuro bajo las planchas, como un techo suelto y alabeado tras una inundación, visto del revés. Me puse cabeza abajo, me contorsioné, pero nada... Allí no había nada. Un brillante cangrejo rojo se escabulló. Un rosario de ermitaños se desplazaron en la oscuridad. Nada que pudiera tener voz. Sacudí la mano, desechando la idea: «Serán los chillidos de los saltarines del fango», dije, y me eché a reír. [...]
Una vez más, agarrando un haz de juncos en cada mano, cogí impulso y le di una señora patada al borde de la pasarela: ¡pum!. Cri, replicó. ¡Pum, pum! pateé de nuevo: cricrí, chilló... era como un eco de cordeles carmesíes rodando por una polea de jade, brocal dorado arriba. «Así que eran las planchas del puente, rechinando... ¡deberían hacer un Stradivarius con la madera!», dicho esto, me despedí, con un mano en el pasamanos, del exquisito instrumento, y emprendí mi paseo por el murallón.
¿Qué era aquello allá delante? ¿Una laguna entre las juncias? Resultó no ser más que un ojo de unos cuarenta metros cuadrados, que se llenaba cuando subía la marea y luego se vaciaba, pues no afluía agua dulce bastante para mantener el nivel. El terreno alrededor era fangoso y las hojas de los juncos apuntaban en todas direcciones, desgreñadas, como la coronilla de un kappa. Era el sitio idóneo para que los pececillos se quedaran atrapados en la bajamar y los niños de las aldeas se remangaran y chapotearan. Pululaban unos cuantos cangrejos ermitaño. Pero con la canícula, si la marea se retiraba por poco que fuera, el fondo se secaría aprisa, roqueño, cubriéndose de grietas como culebrinas. Luego la marea subiría por el río Tagoe, trascolando al ojo y burbujeando en las brechas hasta formar una balsa.
Como era imposible cruzarla con marea alta sin mojarse, alguien había construido un segundo puente, que no estaría ni a veinte metros del anterior; muy rudimentario además: un tablón tirado de cualquier manera. Salvaba un punto donde la balsa no tendría más de cinco pasos. El agua del río corría por debajo; orillando el espigón, desaparecía en la junquera y luego bajaba hacia las zanjas de los arrozales. En aquel preciso instante la marea parecía subir y toda el área estaba cubierta de una sábana de agua, apenas más clara que las sombras de las cañas. [...]
Algo se movía bajo el haz del agua, flotando como una sombra. Primero parecía un cangrejo agarrado a una hoja, derivando con la corriente. Pero no era eso. Se movía a voluntad, yendo y viniendo junto al puente. El agua estaba clara, recién entrada del mar, de modo que enseguida comprendí lo que era. Tendría el tamaño del puño de un bebé, la forma retesa de una burbuja presa, y derivaba como sombra leve de nubes dispersas sobre la tierra. Sus apagadas motas anaranjadas y tostadas aparecían y desaparecían en su curso, se apiñaban, se separaban, se desvanecían. Traslúcida, entre acuosa y lechosa, no podía ser más que una medusa atigrada.
Era un ser vivo, así que no había que extrañarse de que jugara con aquel desenfado. Se desplazaba libremente, sin asentarse al fondo, ni mantenerse a media profundidad o aflorar a la superficie. Iba de acá para allá en una líquida estela, estirándose, propulsándose al sesgo, cabeceando luego de golpe. Mientras yo trataba de seguir sus evoluciones, giró y se alejó. No distinguí ninguna otra forma flotante. Con su perfectamente adaptado organismo, tenía toda la laguna para ella sola. [...]
Los colores sombríos del ocaso se tensaban sobre las agostadas puntas de los juncos, entre frondas y penachos blanqueados. Los cercos de agua en torno a la sombra de la medusa se agrandaban cada vez más, hinchándose. Cuanto más se agitaba el monstruo más parecía montar la marea. La superficie del agua latía y se extendía. La crecida se vertió por ambos lados en el estero, meciendo los juncos de la orilla con violento vaivén. Con cada embate de los juncos subía el nivel del agua, como surtiendo del fondo de la laguna. Los reflejos de la superficie, hombre y puente incluidos, se fueron a pique. Aunque el mismo templo Genmu hubiera sido precipitado a aquellas aguas su aguja nunca hubiera tocado el fondo.
El agua no paraba de crecer en círculos agigantados a través de los juncos. Batía blanca espuma en sus penachos, ahondaba y dilataba el cauce del río; una onda encabalgada en la siguiente, estrellándose con fragor. Como el río era el único alivio de la marea se formó una rompiente bajo el puente, embistiendo el espigón y haciendo remolinos. Asaltados por ambos flancos los juncos empezaron a bailar, con sus torundas azules asperjando el índigo del anochecer.
Izumi Kyōka
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CAPÍTULO 4
Róbinson Crusoe
Capítulo IV
Sobreviviendo en la isla
Después del mediodía noté que el mar estaba tranquilo y la marea tan baja que podía yo aproximarme hasta un cuarto de milla del barco. Esto me hizo pensar que si nos hubiéramos quedado a bordo, todos estaríamos ahora salvados y yo no hubiese tenido la desdicha de encontrarme huérfano de toda compañía. Dichos pensamientos me llenaron de pena, al extremo de provocar mis lágrimas. Pero, como éstas no aliviaban mi desgracia, resolví aventurarme visitando el barco.
Hacía mucho calor y me quité la ropa que llevaba. Luego me tiré al agua, llegando al poco rato al pie del buque, al que le di dos vueltas antes de descubrir una cuerda que colgaba de la proa. Tras no pocos esfuerzos logré trepar hasta el castillo de proa, observando luego que el barco estaba entreabierto y que tenía mucha agua en el fondo de la cala. La cubierta se hallaba completamente seca con todo cuanto contenía. Las provisiones que había en la despensa se encontraban todas en buen estado, y, como tenía gran apetito, mientras me hartaba de galleta me dedicaba a otras cosas, ya que no podía perder el tiempo. En el camarote del capitán encontré ron, del cual bebí un largo trago para darme ánimo.
Ahora sólo me faltaba una chalupa para transportar lo que me pareciera de mayor utilidad. Pero como la necesidad aguza el ingenio, pronto empecé a reunir todo el material que podr��a emplear en la fabricación de una balsa. A bordo teníamos varias vergas, dos mástiles de reserva y algunos timones grandes. Arrojé al agua todas las piezas de madera que no eran muy pesadas, después de haberlas amarrado a una cuerda para que no fuesen a la deriva. En seguida descendí por uno de los costados del barco, y, arrastrando los palos hacia mí, los amarré por los extremos lo mejor que me fue posible. Luego de colocar de través dos o tres tablas cortas, vi que podía caminar por encima, pero que la improvisada balsa no podría soportar una carga relativamente pesada debido a su ligereza. Por tal motivo volví a subir al barco y con la sierra del carpintero logré dividir en tres una de las vergas, las que luego añadí a mi balsa.
Una vez que comprobé su resistencia, empecé a tirar a la balsa todas las tablas que pude encontrar, después de lo cual bajé con una cuerda tres cofres de marineros que previamente había vaciado. En uno de ellos puse las provisiones: pan, arroz, algunos quesos de Holanda, cinco trozos de carne seca de cabrito y un poco de trigo. También encontré varias botellas de aguas cordiales y veinticinco frascos de aguardiente. Éstos los coloqué aparte, pues no eran indispensables. Mientras estaba ocupado en dichas diligencias, noté que la marea empezaba a subir, y, aunque tranquila, vi con pena que mi ropa, que había dejado en la orilla, empezaba a flotar en el agua. Esto me indujo a buscar otra para reemplazarla, lo que logré fácilmente.
Lo que más ambicionaba después de los comestibles eran herramientas, armas y municiones. Luego de buscar largo rato, pude encontrar el arca del carpintero, la que bajé y coloqué en la balsa. En el camarote del capitán había dos escopetas y un par de pistolas. Las tomé, así como unos tarros de pólvora, municiones y dos espadas herrumbrosas. Después de registrar largo rato, descubrí el paradero de los tres barriles de pólvora que yo sabía se habían embarcado. Dos de ellos estaban buenos y uno mojado. Coloqué los primeros también en la balsa, con lo que consideré haber hecho suficientes provisiones. Ahora tan sólo me quedaba ver la mejor manera de conducir mi precioso cargamento a tierra, cosa nada fácil, puesto que no disponía de velas, remos ni timón.
La balsa empezó a avanzar muy bien por espacio de una milla, pero advertí luego que se apartaba un poco del lugar donde yo había tomado tierra antes, haciéndome pensar esto que había alguna corriente de agua que bien podría llevarme a alguna bahía que me sirviera de puerto. Y así sucedió, pues descubrí una pequeña abertura de tierra hacia la cual me arrastraba el curso de la marea.
Encaminé la balsa hacia dicha dirección lo mejor que pude, aunque estuve en trance de naufragar con mi cargamento. Habiendo tocado tierra con uno de los extremos de la balsa, y como el otro flotaba en el agua, poco faltó para que todo resbalara y cayera en la corriente. En esta forma me vi obligado a sujetar con todas mis fuerzas los cofres por espacio de media hora, al cabo de la cual la marea subió lo suficiente para nivelar la balsa. Cuando la marea subió más, reflotó mi embarcación, y entonces, con ayuda de uno de los remos rotos, pude dirigirla hacia un lugar en que la tierra era lisa y compacta. Allí la aseguré lo mejor que pude hasta que bajó la marea, quedando por fin la balsa en seco con todo cuanto llevaba.
En seguida resolví ir a reconocer el lugar para instalarme en algún sitio seguro donde poder guardar además mis efectos. Como no conocía aún nada del lugar en que me encontraba, no sabía si se trataba de una isla o un continente, si estaba o no habitado por hombres, si había animales feroces o no. Aproximadamente a una milla de distancia se divisaba una montaña bastante elevada y escarpada, hacia la que resolví encaminarme.
Armado con una escopeta y una pistola, me dirigí hacia dicho lugar, al que llegué sumamente cansado. Allí comprendí lo triste de mi destino, pues advertí que se trataba de una isla inculta y en el mar solo se distinguían dos islotes menores que aquel en que me encontraba, situados a unas tres leguas hacia el oeste. Al regresar maté un pajarraco que vi posado en un árbol. Supongo que aquél fue el primer disparo oído en la isla desde la creación del mundo, pues al punto se elevó de todas partes una variedad infinita de aves, produciendo una música confusa con sus gritos y cantos de distintos tonos. En cuanto al pájaro que maté, era una especie de gavilán y su carne no era comestible, pues despedía un olor fuerte.
Una vez que llegué a la balsa empecé a descargarla, trabajo en el que demoré todo el resto del día. Llegada la noche, me construí una especie de cabaña, atrincherándome con los cofres y tablas que había traído del barco. Esa noche dormí muy bien, rendido por la fatiga del intenso esfuerzo que hube realizado durante todo el día.
A la mañana siguiente resolví emprender otro viaje a bordo a fin de traer muchas cosas que podrían serme útiles. Como no me pareció factible volver en la misma balsa, esperé que bajase la marea, tal como lo había hecho la víspera. La experiencia anterior me volvió más diestro y pronto tuve la nueva balsa lista con su cargamento. Esta vez traje media docena de hachas, un taladro y tres sacos llenos de clavos, así como seis mosquetes, otra escopeta, dos barriles de balas y un saco de perdigones pequeños. Además, tomé toda la ropa que pude encontrar, una vela, un colchón y algunas mantas. Emprendí el regreso con toda suerte y logré desembarcar sin novedad.
Una vez en tierra procedí a construir una pequeña tienda con la vela que había traído del barco, guardando en la misma todo cuanto podía ser destruido por la lluvia y el sol. Luego amurallé el recinto con los barriles y las arcas, colocándolos unos sobre otros. Hecho esto, y utilizando algunas tablas, cerré la entrada de la tienda interiormente, acostándome después sobre el colchón, no sin antes colocar el par de pistolas a la cabecera de mi lecho.
Es de suponer que el almacén de toda clase de mercancías que poseía yo entonces era el mayor que podía tener un hombre solo. Pese a ello, no estaba contento, pues pensaba que mientras el barco permaneciera sobre su quilla, era mi obligación ir a él y sacar todo cuanto pudiese. En esta forma iba todos los días a bordo, a la hora de la bajamar, y siempre traía alguna cosa útil. En el tercer viaje traje las jarcias del barco, una pieza de lona, todas las velas y hasta el barril de pólvora mojada.
En viajes posteriores descubrí un gran barril de galletas, otros tres con ron y aguardiente y una caja con harina. Después empecé a tomar los cables, cortándolos en pedazos proporcionados a mis fuerzas para poder manejarlos. Para transportar éstos construí una balsa enorme, pero iba tan cargada que, una vez próxima al desembarcadero, no pude gobernarla y se dio vuelta, lanzándome al agua junto con todo el cargamento. Perdí gran parte de éste, sobre todo el hierro, al que pensaba darle muy buen empleo. Pese a ello, y cuando la marea bajó, logré salvar gran parte de los cables, aunque con gran trabajo.
En trece días que llevaba en tierra había realizado ya once viajes hasta el barco, habiendo sacado de él todo cuanto había podido. Resolví volver por duodécima vez, pero, cuando me alistaba para hacerlo, percibí que el viento empezaba a soplar, aunque esto no me impidió llegar a bordo aprovechando la baja marea. En el camarote del capitán descubrí un armario con cajones, en uno de los cuales había dos o tres navajas de afeitar, un par de tijeras y una decena de cuchillos y tenedores, mientras que en otro encontré treinta y seis libras esterlinas y algunas monedas europeas y brasileñas, de oro y plata.
Al ver aquel tesoro no pude menos que sonreír, escapándoseme algunas palabras de desprecio hacia él. Pero, después de haber expresado toda mi indignación, mudé de parecer, y tomando todo el dinero, así como los utensilios, hice con ellos un paquete. Pero como el viento arreciaba y el cielo se había puesto nublado, desistí de construir la balsa acostumbrada y me lancé al agua a nado, con mi pequeño cargamento.
Después de grandes esfuerzos, tanto por el peso que llevaba como por la agitación del mar, logré alcanzar la costa e instalarme en mi tienda al abrigo del temporal. Toda la noche hubo mal tiempo, y por la mañana, cuando dirigí la vista al mar, vi que el buque había desaparecido. Me consolé al pensar que no había perdido el tiempo sacando del barco todo cuanto me podía ser de alguna utilidad y que apenas quedaría algo aprovechable.
Desde aquel día ya no pensé más en el barco y toda mi preocupación se concentró en procurarme una vivienda que me pusiera al abrigo de las fieras o de los salvajes que pudieran habitar la isla. Reconociendo que el sitio en que me hallaba no era apropiado para instalarme, tanto por ser húmedo y bajo cuanto por carecer de agua dulce en sus inmediaciones, resolví buscar uno que no adoleciera de dichos inconvenientes y que al mismo tiempo tuviera vista al mar por si la Providencia me enviaba algún barco en el que pudiera volver a la vida civilizada.
Buscando un lugar que reuniera dichas condiciones, encontré una llanura situada a los pies de una colina, cuyo frente era perpendicular, de suerte que nadie podía caer sobre mí desde arriba. Delante de una peña había una extensión hueca que semejaba la puerta de una cueva, ante la cual decidí construir la choza. Luego tracé delante de la peña un semicírculo de unos veinte metros de radio, en el que enterré dos hileras de fuertes estacas que quedaron firmes como pilares y cuyos extremos salían a una altura de cinco pies y medio. Entre ambas hileras había una distancia de sólo seis pulgadas, espacio que cubrí con los pedazos de cable que saqué del barco.
En esta forma obtuve una construcción bien sólida e invulnerable a cualquier tentativa, proviniera de hombre o de animal, por forzarla o escalarla. Esto me llevó bastante tiempo y trabajo, sobre todo el cortar las estacas, transportarlas desde el bosque y clavarlas en tierra.
La empalizada no tenía puerta de entrada, por lo que debía usar una escala para franquearla, la que después retiraba. De este modo me consideraba muy bien defendido contra cualquier enemigo que pudiera aparecer, aunque más tarde me convencí de que no necesitaba de tantas precauciones. Desde entonces y por largo tiempo dejé de dormir en la cama que había llevado desde el barco, prefiriendo hacerlo en una buena hamaca, que también tenía.
Dentro del recinto levanté la choza, la que construí doble para protegerme de las lluvias, que eran excesivas en dicha región durante ciertas épocas del año: primero hice una choza de regulares dimensiones, después una mayor que cubría a aquélla, y por último lo protegí todo con una lona embreada que había sacado del buque. Allí llevé en seguida todas mis provisiones y municiones, asegurando de ese modo mis riquezas.
Concluido esto, empecé a excavar la colina, arrojando la tierra y piedras que de ella sacaba al pie de la empalizada, de modo que quedó una especie de terraza que elevó la altura del terreno a un pie y medio. Luego construí una cueva detrás de la choza, la que sería la bodega. De más está decir que el trabajo fue muy largo y penoso, habiéndome sucedido durante él no pocos percances desagradables.
Un día, cuando todavía estaban en proyecto la cabaña y la bodega, se desencadenó una tempestad y de pronto cayó un rayo, seguido de un gran trueno. Esto me llenó de espanto: “¡Oh! —exclamé interiormente—. ¿Qué suerte irá a correr mi pólvora? ¿Y qué haré sin ella?”
Quedé tan preocupado con lo que había ocurrido, que una vez pasada la tormenta suspendí el trabajo de mis fortificaciones para proceder a guardar la pólvora en varios paquetes pequeños, a fin de que si se inflamaba uno, no quedasen expuestos los demás a correr la misma suerte. Demoré quince días en realizar dicho trabajo, y creo que la pólvora, que en total pesaría unas ciento cuarenta libras, la distribuí por lo menos en cien paquetes, que luego escondí en agujeros de las rocas, bien protegidos contra la humedad. En cuanto al barril que se había mojado, no me dio ningún temor y lo coloqué en la cocina, como me placía llamar a la cueva que estaba construyendo.
Durante todo el tiempo que dediqué a este trabajo, no dejé de salir por lo menos una vez al día con mi escopeta, ora para recrearme, ora para cazar alguna pieza buena para mi comida, o bien para informarme sobre lo que la isla producía. La primera vez que lo hice descubrí con alegría que había cabras, aunque pronto me desanimé al ver que dichos animales eran tan salvajes, astutos y ligeros, que resultaba imposible aproximarse a ellos.
Los estuve observando largamente y pude advertir lo siguiente: que cuando ellos se encontraban sobre las rocas y yo en el llano, escapaban velozmente, pero que si ellos se encontraban en la llanura y yo sobre las peñas, no se movían ni hacían caso alguno de mi presencia. Esto me indujo a pensar que debido a la posición de sus ojos no les era permitido mirar hacia arriba, motivo por el que después me cuidé de treparme a las rocas antes de empezar a cazarlos.
La primera vez que les disparé con mi escopeta, maté una cabra que a su lado tenía un cabrito, cosa que sentí mucho. Cuando la madre cayó, el hijo quedó a su lado hasta que fui a recogerla. Cargué la presa a las espaldas y mientras la llevaba a mi fortaleza, la cría me siguió. Allí dejé la cabra en el suelo y, tomando el cabrito, lo pasé al otro lado de la empalizada con la intención de domesticarlo. Mas éste no quiso comer, viéndome obligado a matarlo para servirme de él como alimento. Dicha caza me proporcionó carne por largo tiempo, pues yo vivía sobriamente y ahorraba cuanto podía, sobre todo las galletas.
Establecido ya en mi habitación, consideré necesario escoger otro sitio y almacenar combustible para tener un fogón. Pero lo que hice a este respecto y la forma en que ensanché mi caverna son cosas que explicaré más adelante, pues ahora debo relatar algo que me concierne personalmente y que se refiere a los pensamientos que conturbaron mi espíritu en diversas oportunidades.
Un día, mientras me paseaba por la orilla del mar con la escopeta bajo el brazo, meditaba sobre la tremenda desgracia de encontrarme en una isla solitaria, separada por algunas centenas de millas de la ruta que frecuentan los navegantes, atribuyendo tal hecho a la justicia divina, que me condenaba a terminar penosamente mis días en tan triste lugar. Las lágrimas corrían por mis mejillas cuando la razón, que conoce el pro y el contra de las cosas, replicó de la siguiente manera a mis sentimientos: “Cierto es que me encuentro en una situación deplorable; pero ¿qué fue de mis compañeros? ¿Acaso no íbamos once en el barco? ¿A qué se debe que yo me haya salvado y ellos no? ¿Qué vale más, estar aquí o estar allí? —mientras señalaba el mar con el dedo—. ¿No hay que considerar las cosas tanto por el lado bueno como por el malo?”
Reflexioné luego sobre lo asegurada que tenía mi subsistencia y acerca de cuál habría sido mi suerte si el barco no hubiera flotado lo suficiente para sacar de él todo cuanto ahora poseía.
—¿Qué habría sido de mí? —exclamé en voz alta—. ¿Qué habría hecho sin armas para cazar, sin ropas para cubrirme, sin herramientas para trabajar, sin choza para protegerme?
Yo poseía todas aquellas cosas y tenía asegurada mi subsistencia por tiempo indefinido. Además, ya tenía previsto el modo de subsanar todos los accidentes posibles, como, por ejemplo, que se me agotaran las municiones o mi salud se resintiera. Confieso, sin embargo, que cuando pensaba en que el rayo podría inflamar mi pólvora me entristecía enormemente. Por ello ahora voy a relatar la historia de una vida silenciosa, de una vida que sin duda no tiene paralelo, remontándome ordenadamente hasta el principio de mi desventura en la soledad.
De acuerdo con los cálculos que hice, el treinta de septiembre puse por primera vez los pies en la isla, en la época del equinoccio de otoño, cuando el sol dirigía sus rayos perpendicularmente sobre mi cabeza, debiendo encontrarme a los nueve grados y veintidós minutos de latitud norte.
A fin de no perder el cómputo del tiempo, ya que carecía de útiles para escribir, levanté junto a la costa, en el punto en que había pisado tierra por primera vez, un poste de madera cuadrado, con la siguiente inscripción: “En este sitio abordé el 30 de septiembre de 1659”.
A ambos lados del poste marqué cada día una estría, cada siete días una mayor, y el primer día de cada mes una más grande aún. En esta forma obtuve un calendario que marcaba exactamente los días, las semanas, los meses y los años.
Entre las muchas cosas que saqué del barco en los varios viajes que a él hice, había otras que, aunque no tan importantes como las que llevo indicadas, no por ello dejaron de serme útiles, tales como papel, plumas y tinta, lo que me permitió llevar una relación de todo cuanto me ocurría, hasta que se me agotaron. También cargué con algunos compases, catalejos, instrumentos de matemáticas, cartas y libros de navegación, así como con tres Biblias y algunos libros portugueses, entre los cuales había algunos de oraciones.
Debo recordar también que en el buque llevábamos dos gatos y un perro, cuya importante historia encontrará su lugar correspondiente en ésta. A los gatos los embarqué en la balsa. En cuanto al perro, saltó del barco al mar, viniendo a buscarme a tierra al día siguiente de transportar mi primer cargamento. Este fiel animal fue para mí un amigo y un sirviente. Empleó su vigor y su fino instinto en conseguir para mí todo lo que podía. Lo único que no pude lograr de él, y que tanto lo hubiera deseado, fue que aprendiera a hablar.
Ya he descrito mi morada, que había instalado al pie de una colina, rodeada de una doble fila de fuertes estacas. Es verdad que en terminar la empalizada tardé cerca de un año, pero resultó una verdadera muralla, pues ciertamente la había cubierto por ambos lados. También he descrito cómo había protegido mis cosas, tanto en la tienda como en la bodega que tenía atrás. Pero he de agregar que en un comienzo todo era una confusión de muebles y utensilios que, por estar desordenados, ocupaban mucho espacio, de modo que no me quedaba sitio para moverme. Por tal motivo resolví agrandar la caverna, encontrando que la tierra era suelta y cedía fácilmente al trabajo que en ella ejecutaba. Penetré un buen trecho a mano derecha, y luego, girando nuevamente a la derecha, logré abrir un boquete para poder salir y que fuera independiente de la empalizada.
Después procedí a construirme algunos muebles que me resultaban indispensables, tales como una mesa y una silla, sin los cuales no podía escribir ni comer cómodamente. Para ello empleé trozos de las tablas que había traído del barco. También coloqué tablones a lo largo de las paredes de la caverna, de un pie y medio de ancho, en los que ordené las herramientas, clavos y herrajes, pudiendo así encontrarlos con facilidad. En los muros hinqué algunas clavijas para colgar las escopetas y otros objetos apropiados. En esta forma la caverna tomó el aspecto de un bazar en el que se podían encontrar las cosas más útiles.
Instalado en esta forma en mi morada, rodeado de algunos muebles que me brindaban comodidad, como ser la mesa y la silla, fue como pude empezar a escribir un Diario que continué hasta que la tinta se hubo agotado.
A continuación transcribo algunos extractos de dicho Diario. No lo hago en su totalidad por haber ya referido muchos hechos y acontecimientos contenidos en el mismo.
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Hoy domingo 13 de agosto. Última oportunidad de ver la obra de Maricarmen Hoyos en el Café Brasil Restaurante. Acrílicos sobre lienzo de esta artista que describe con gran sensibilidad sus sentimientos cuando bucea. Exposición temporal en Café Brasil Restaurante. #cafebrasil #restaurante #tradicional #tipico #valledeguerra #tejina #bajamar #lapunta #lalaguna #tacoronte #tenerife #turismo #vacaciones #mar #oceano #peces (en Café Brasil)
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