PORQUE TENÍA QUE INVENTAR UN NOMBRE COOL Y SE ME OCURRIÓ ESTE
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SIN PROGRAMACIÓN
Es tremendo pensar que uno no sabe de lo que se va a acordar. Hoy estuve pensando en eso. Me refiero a que es imposible estar seguro de lo que uno va a recordar en el futuro. Sí, ya se, estoy diciendo una boludez. ¿Pero te preguntaste alguna vez qué imágenes son las que van a quedar cuando todo lo demás sea ruido? Sí, es raro, pero es así. Lo que pasa es que, como todo en la vida, las cosas se dan de manera tan paulatina que no nos damos cuenta hasta que ya es muy tarde. Y somos jóvenes, es verdad. ¿Qué importa? Envejecer es para otra gente. Nosotros, por suerte, todavía somos esperanza, todavía importamos… Nosotros tenemos todos los canales del cable… y contratamos el pack de fútbol. Alguna vez se nos corta algún que otro canal, es cierto, alguna vez se congela la imagen. Pero bueno, son momentos. Sabemos que al rato vuelve, siempre vuelve. De eso estamos seguros.
Ya sé, te estás preguntando qué mierda tiene que ver lo de los canales del cable con todo esto. Dame el gusto y pensá lo siguiente. Un día como cualquier otro te levantás y te das cuenta que un canal de los religiosos está caído. Ojo que esto es a modo de ejemplo, de ningún modo me atrevería a decir que la religión no funciona. En fin, está caído. Es un canal que no veías así que la verdad no te importa mucho… entonces lo dejás pasar. Pasa el tiempo y te das cuenta que ya no son sólo los religiosos, también son los canales para chicos. Asumiendo que nadie en casa los vea probablemente tengas que esperar a que caiga un sobrino o el hijo de algún amigo para darte cuenta. La cosa es que como en ese momento no son importantes para vos los dejas pasar, total, para qué los querés. Y así los años pasan, las décadas pasan. Uno a uno los canales van perdiendo su señal dejando sólo esa lluvia estrepitosa de blancos, negros y grises que ilustra el mismísimo caos que gobierna nuestra mente. Todos van pasando, los de música, los de deportes, los de películas… con los de ciencia e historia te resistís un poco, ya te da esa cosa de “no puede ser, che”. Entonces llamás a tu operador de cable intentando que te lo arreglen. Hablás con Juan, Malena, Sofía, Esteban y la supervisora de Esteban hasta que en un momento te sinceras con vos mismo y reconocés que la verdad es que no veías esos canales, sólo los ponías de vez en cuando para ver los pseudo-realitys de subastas. Entonces dejás de llamar y asumís que esos canales se fueron y que probablemente nunca volverán… o sí, toca esperar. Ya sé, es rebuscado el ejemplo, pero si no te jode lo seguimos un poquito más.
Muchos años pasaron, aunque no tantos en realidad. Estás sentado en tu sillón. El televisor está prendido pero a medias, la luz que emite es pálida, tenue. Da la sensación de que está prendido porque no está apagado… nada más. De programación hay ruido, mucho ruido. Ocho canales son los que quedan, los de aire. Quedan esos que fueron los primeros y que siempre estuvieron, esos que nunca volviste a mirar. Los demás canales ya no están, hace tiempo que sólo develan esa lluvia violenta e invasiva que golpea de primeras pero que si la dejás un rato se transforma en un ruido blanco que reposa detrás de tu cabeza y que te impide pensar. Ocho canales quedan. Ocho canales que son como faros perdidos entre la tormenta de confusión y de ausencia. El ejemplo es rebuscado, quizás innecesario pero… ¿Se preguntaron cuál va a ser la programación de esos ocho canales? ¿Será algo relevante, algo trascendente? Porque lamentablemente esos canales sólo pasan repeticiones de programas antiguos, hace mucho que dejaron de producir nuevo contenido. ¿Entonces, qué mostrarán? Cuando nuestros hijos o nietos vengan a comer una vez cada tanto, ¿qué programas les relataremos una y otra y otra vez hasta que se sepan de memoria los puntos y las comas y nos brinden una falsa atención sostenida únicamente en el cariño y no en el interés real?
No lo sé, sinceramente no lo sé. Simplemente sucede que hoy escuché por milésima vez la historia de los merenguitos que le compraba mi tía-abuela Ilda a mi abuela, Lide, cuando tenían 20 años, y se me ocurrió ponerme a pensar en qué recuerdos sobrevivirán a mi cuerpo magullado y mi alma marchita para acompañarme, una y otra vez, mientras levito los últimos días de vida.
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GABRIELADA 1
Resulta que una vez, cuando era chico, estaba con mi mamá jugando a dibujar. Sinceramente no me acuerdo bien qué edad tenía, pero háganse a la idea de que estaba en pijama, acostado en la cama de mi vieja y jugando a dibujar – con lápiz – en un cuaderno Rivadavia. Así de chico era.
El juego era muy simple, uno dibuja y el otro tiene que adivinar qué está haciendo. Sólo eso, un lindo juego para estimular la creatividad del niño y la mar en coche. Nada raro… bueno, quizás que mi vieja me estaba dejando ganar… eso no lo sé a ciencia cierta.
El punto es que en un momento llega el turno de que dibuje mi vieja. Entonces agarra el lápiz, se toma un segundo para ponerme cara de que está pensando y dibuja, con trazo firme y seguro, un animal… pero no cualquier animal. Este animal tenía la particularidad de tener cuerpo de gallina, alas de gallina, cabeza y pico de gallina… y cuatro patas… de gallina por supuesto.
Mis recuerdos de esos años no son muy precisos, claro está. Sin embargo, la imagen que retengo hasta el día de hoy es la de estar acostado, alumbrado sólo por las luces de los veladores y estar mirando atónito el dibujo en el cuaderno. Pasados unos segundos de silencio mi mamá me pregunta: “Y Santi, ¿qué es?”. “No sé, no sé qué es eso”, le digo yo – guachito ahora que lo pienso, digo, porque si todo lo demás que tenía sin contar de las patas de sobra era de gallina, bien podría haberle tirado un centro y decir gallina… pero bueno, siempre fui medio malo –.
En este momento quiero aclarar que el diálogo siguiente está escrito de manera textual línea por línea. Va así:
“¿Cómo no sabes lo que es, Santi? Es una gallina”, me dice. “Pero las gallinas no tienen cuatro patas”, contesto yo. “Siii, Santi, ¿cómo no van a tener cuatro patas?”, me replica con una seguridad sobre el error que sólo le conozco a ella. “No mamá, no tienen cuatro patas”;”Pero te digo que sí Santi, las gallinas tienen cuatro patas”, me discute con convicción y ya algo irritada porque la esté contradiciendo. “No ma”, dije entonces, “las gallinas tienen dos patas y dos alas”…
… silencio… mi vieja mira el dibujo pensativa. Al cabo de algunos segundos esboza una sonrisa y exclama finalmente: “Ah, ¿sabés que tenés razón?”.
No me acuerdo del recuento de puntos de ese día, pero algo me dice que gané…
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UN TAL GUTIÉRREZ
De pronto detuvo su pesado caminar frente a la inmensa puerta de vidrio. Su mirada, hasta entonces perdida, se posó en el oxidado picaporte, donde permaneció unos instantes…
– Ya sé que lo tengo que hacer, lo sé. Tengo muy en claro que es lo mejor para todos – dijo Gutiérrez mientras entraba al edificio donde vivía. – Pero… es que… no puedo… no quiero… no sé si quiero–.
Pasó de largo el pequeño ascensor sin siquiera mirarlo, caminó el extenso pasillo lleno de horribles pinturas expresionistas y enfiló para la escalera. Su semblante era triste, su caminata pesada. Tomó el frío barandal de acero con su mano izquierda y, tras unos instantes de abatido ensimismamiento, comenzó su lento y cansado ascenso.
– Ya es hora, lo sé. Es algo que debería haber hecho hace tiempo… pero qué se yo, no estaba listo, tal vez nunca lo esté. O quizás esta es una de esas cosas para las que nunca se está preparado… no sé–
El silencio ocupó los escalones que siguieron. Los ojos de Gutiérrez no se despegaban del suelo. Derecha, izquierda, derecha, izquierda. Así continuó hasta llegar al oscuro pasillo del primer piso. El detenerse jamás se cruzó por su mente; con su misma caminata autómata sorteó la puerta de los departamentos de Rossini y Benavides.
Estaba dispuesto a retomar su pesada marcha cuando, de forma repentina pero casi imperceptible, detuvo su lenta caminata. Había alcanzado a trepar el escalón más bajo cuando algo lo obligó a detenerse. Colocó, casi como un reflejo, su mano izquierda en la parte baja de su espalda y con un mudo gemido irguió lentamente su encorvada figura. Luz, una cálida luz de tarde veraniega bañó su pálido rostro agrietado por los años. Una ventana, la siempre empañada ventana del oscuro pasillo del primer piso, esa que dejaba ver los floridos campos de la gran Plaza Independencia y frente a la cual había pasado un centenar de veces.
– ¿Te acordás cuando esas flores no eran grises; cuando el sol calentaba el cuerpo y el alma? – Sus ojos estaban fijos, no pestañeaban, no se entrecerraban por el candor luminoso. Era como si una fuerza interna los forzara a continuar buscando, quizás, a una joven pareja, rodando entre los sombríos rosales. Una mirada seca, cansada… pero inmutable.
Estuvo allí un tiempo, no sabía realmente cuánto. Los días en esa época del año son muy largos y el sol brilla hasta entrada la medianoche. Parado, observando, pensando. Soltó entonces un largo y mortecino suspiro, de esos que uno emite cuando quiere ser escuchado, y reanudó así su caminata. Derecha, izquierda, derecha, izquierda. Sus ojos en el suelo, su respiración sonora, agitada. El segundo piso, el de Amenávar y Martínez, pasó tan rápido – o lento – como llegó.
Nada podía interrumpir la procesión de Gutiérrez. Derecha, izquierda, derecha, izquierda. Con cada paso su figura se hacía un poco más pequeña, como si el peso de la vida que llevaba sobre sus hombros fuera venciéndolo al fin y lo forzara, lenta y tortuosamente, a caer al vacío.
– No aún… pronto… pero no aún… –
Un piso siguió al otro, y entre estos, la distancia se fue haciendo cada vez mayor. Los escalones crecían de a centímetros con cada paso tembloroso pero firme que acertaba Gutiérrez. Su boca estaba seca, sus ojos hinchados… Nada podía detenerlo. Su mano izquierda se repartía entre el frío acero de la baranda y el ardiente y eléctrico dolor de su espalda. Derecha, izquierda, derecha, izquierda. Así se sucedieron los pasos, los escalones, los pisos. El cuarto, de Madariaga y los Capezzo, el quinto, de los Andrini y los Rozovich. Nadie más que esas frías puertas cerradas fueron testigos del admirable pero inexplicable tránsito de Gutiérrez.
Él, de igual manera, continuó su marcha agradeciendo que ningún vecino molesto pero bien intencionado lo interceptara. Habíase lanzado a una tarea que le resultaba titánica y cargada de pesares; sí, pero, por sobre todo sabía que, si había algo que en ese momento no podría soportar, era darle explicaciones a nadie. No podía tan siquiera imaginar el dolor que le causaría el sólo hablar al respecto. Derecha, izquierda, derecha, izquierda. Ojos en el suelo, cabeza baja, dolor en el cuerpo y en el alma. Así continuó, lento pero seguro, con el paso cansado pero infatigable.
Sexto piso, séptimo. Sus ojos cerrados. No sabía cuándo había sucedido pero avanzaba a ciegas, como si sus ojos no soportaran ya verlo luchar de aquel modo. No importaba, conocía esos peldaños como la palma de su mano. Mil veces los había transitado, y nada impediría que lo hiciera una vez más. Derecha, izquierda, derecha, izquierda. Octavo piso. De pronto… se detuvo. Sus ojos se encendieron súbitamente mostrando en sí una débil llama que no veían desde hace mucho tiempo. Gutiérrez, con la misma cadencia autómata que lo había llevado hasta allí, giró lentamente sobre su propio eje. Octavo piso, departamento “B”. Dio un paso, luego otro. Sus ojos fijos en la mirilla de la puerta, como anhelando encontrar tras ella una mirada cándida, cómplice; una mirada que avivara ese brillo taciturno que el deseo y la ilusión habían encendido. Alzó entonces su fatigado brazo izquierdo y golpeó la puerta tres veces de manera pausada, golpes lentos y pesados de una esperanza recelosa y prevenida de la daga de la desazón.
Un silencio espeso llenó los minutos que siguieron. Gutiérrez no se movía, no pestañeaba. Su respiración seca era lo único que interrumpía la quietud pero, como un sonido blanco, hacía muchos escalones que formaba parte del ambiente. De manera imperceptible comenzó a inclinarse hacia adelante hasta apoyar su frente sobre la puerta. Y allí permaneció un rato, solos él, el silencio y sus recuerdos.
– No te me vas a escapar tan fácil…– dijo Gutiérrez en voz baja y esbozando algo parecido a una pequeña sonrisa. – ¿Te acordás? –.
El pasillo recupero su anterior silencio y así se sucedieron los segundos, los minutos. Se oyó entonces un nuevo suspiro cargado de pesares de la boca de Gutiérrez y luego, de pronto y con una agilidad que resultaba impropia, se apartó de la puerta.
– Ya es tiempo –
Con paso lento pero más seguro que nunca se dispuso a subir la última escalera que lo separaba de su destino. Mano izquierda en el barandal. Derecha, izquierda, derecha, izquierda.
Pequeñas y tímidas gotas de sudor frío comenzaron a correr por su frente, ya no era sólo su cuerpo quién le exigía un descanso. No importaba, nada podía detenerlo. Ni sus ojos cerrados, ni su espalda quejumbrosa, ni sus rodillas que a cada paso querían darse por vencidas. Gutiérrez subía, ya nada le afectaba. Una determinación extra��a invadía todo su cuerpo y le permitía continuar a pesar de todo. Y así lo hizo… hasta que lo supo. Sin esperar un segundo forzó a sus ojos a abrirse y entonces la vio: la puerta. Con la misma voluntad que lo había llevado hasta allí se obligó a cruzarla sin una pausa, sin un tapujo.
– Llegamos –
Finalmente, luego del extenuante ascenso, se encontró a sí mismo en la terraza de su edificio. Ya era de noche y las luces de la ciudad brillaban en todas direcciones. No sabía con seguridad cuánto tiempo había transcurrido, pero no importaba, estaba allí, lo había conseguido.
Con dificultad pero con sobrada satisfacción descargó una gran bolsa que cargaba sobre su hombro derecho desde esa mañana, cuando salió a caminar por las calles del barrio. La colocó cuidadosamente en el suelo, la abrió y comenzó a extraer, con el mismo reparo y cariño, todo lo que había dentro: un largo vestido blanco con unos delicados zapatitos de charol que hacían juego, unos viejos y rayados lentes, un gran álbum de fotos y retratos, los cuales examinó detenidamente y con afecto uno por uno.
Continuó del mismo modo hasta que, por fin, sacó los últimos recuerdos de la vieja bolsa: dos cajas, una pequeña de joyería y una un poco más grande. Abrió con cuidado la primera y sacó de allí un gastado y austero anillo de compromiso. Lo levantó hasta la altura de sus ojos y lo observó durante unos minutos mientras una solitaria lágrima recorría su ajada mejilla. Luego lo apretó fuertemente con su mano y lo guardó en el bolsillo de su saco, junto a su pecho.
Se secó los ojos y el rostro con sus manos y esperó un momento en silencio… con la mirada en todos y en ningún lado…
Un amargo trago de su propia saliva lo despertó de su trance. Era hora.
Con el último ápice de energía que pudo encontrar dentro de sí, Gutiérrez tomó la gran caja y se levantó del suelo. Como queriendo retrasar ese momento el mayor tiempo posible, caminó con lentitud milenaria hacia la cornisa de la terraza. Miró por un instante la caja entre sus manos, no había más. Todo en él era fatiga, todo era desconsuelo. Ya no podía seguir siendo testigo de tanta desdicha, de tanto sufrimiento… ya no quedaban fuerzas dentro de él…
Con el cuerpo deshecho y el espíritu quebrado, cerró los ojos, levantó la caja, y dio, finalmente, el paso que creyó nunca podría dar…
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SOBRE LAS TABLAS Y ESAS COSAS 2
“YO NO DUERMO LA SIESTA” DE PAULA MARULL
En el sur no se duerme la siesta. No sé por qué, simplemente no tenemos esa costumbre. Será quizás porque no existe el calor agobiante de media tarde que obliga a recostarse… no lo sé. El punto es que siendo fueguino (oriundo de Tierra del Fuego) crecí sin esa costumbre. Digo esto para explicar por qué me paso lo que me pasó luego de ver la obra “Yo no duermo la siesta” de Paula Marull.
Al salir del teatro me di cuenta que, a diferencia del resto de los espectadores con los que hablé, yo no podía regodearme en los recuerdos de mis andanzas a la hora de la siesta. De ella sólo tenía una vaga idea romántica, ese eterno momento de orden anárquico donde no existía lo tabú ni lo prohibido y donde por un instante las posibilidades eran infinitas. Sin embargo, hubo algo que sí llamo poderosamente mi atención y que pudo remitirme a mi infancia en las tierras patagónicas: la noción del paso del tiempo.
Dicen que el tiempo vuela cuando uno se divierte… yo creo que si uno vive intensamente el efecto es inverso, el tiempo avanza más lento y un año pueden parecerte dos, una semana un mes y una tarde todo un verano… será por eso que cuando era chico las tardes de verano eran tan largas.
Con mi familia y varios amigos teníamos la costumbre de ir al campo en muchas de esas tardes. La rutina era siempre la misma: luego de comer los chicos salíamos disparados hacia el bosque a jugar en nuestro mundo y los grandes, por otro lado, habrían una por una las reposeras que los abrazarían durante toda la tarde. Es aquí el punto al cual me remitió la obra que acababa de ver. Porque cuando uno es chico esas tardes nunca terminan, uno siente que las horas duran el doble y que los días se alargan hasta bien entrada la noche. Recuerdo que una vez terminado el almuerzo teníamos suficiente tiempo para pasar por los viejos árboles de Lenga que obraban de guarida y torre de vigilancia, escalar la pared de tierra que había detrás de la estación de servicio, jugar un partido de fútbol hasta caerse del cansancio y, por supuesto, ir todos a comprar un helado. Todo eso y sobraba tiempo para disfrutar de la hamaca y de un clásico juego de las escondidas.
Creo que eso es lo que más extraño de cuando era chico, las largas tardes de verano. Porque llega un momento en el que uno, sin quererlo, empieza a dejar de vivir intensamente. Los días de a poco comienzan a hacerse más cortos, las tardes menos soleadas y los veranos menos memorables. Uno comienza a perder esa ilusión de niño que le permite jugar un partido de dos horas con solo dos jugadores, vencer todo un ejército de orcos imaginarios o vivir una aventura extraordinaria que te permita, además, recompensarte con un helado a media tarde. Y más que eso, las tardes comienzan a hacerse más y más cortas hasta el punto que a uno le parece que el día se le escurre entre las manos si saber qué hacer para evitarlo. Porque hoy en día las tardes de verano apenas alcanzan para comer, hacer sobremesa y jugar una partida de truco o de tute… nada más. El día termina en un suspiro y ya no queda tiempo para visitar los antiguos árboles olvidados, las pequeñas paredes de tierra ni la insignificante hamaca sostenida sólo por una soga gastada y vieja. El tiempo, eso es lo que más extraño de mi niñez, la noción del paso del tiempo.
La siesta está hecha para que los días sean más cortos dice el tío Aníbal en la obra de Paula Marull. Y cuanta verdad hay en eso. Porque cuando uno es muy chico duerme la siesta, y cuando uno crece también. Pero hay una edad en la que la ilusión y la imaginación son la razón primera, una edad en la que las tardes de verano son larguísimas y llenas de historias, una edad en la que, por suerte, no se duerme la siesta.
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SOBRE LAS TABLAS Y ESAS COSAS 1
“Mi hijo sólo camina un poco más lento”
(o la dinámica del templo invisible)
Llegue a casa luego de ver la obra “Mi hijo camina sólo un poco más lento” con una idea fija en mi cabeza: la familia es un templo invisible. No entendía muy bien por qué… ni a qué me refería realmente, sólo que esas palabras hacían eco en mi cabeza desde el momento en el que salí del teatro. La familia es un templo; sí, es ese lugar donde uno busca refugio, consejo, compañía; es en lo que uno cree y confía… pero había algo más que no terminaba de comprender. Llegue a casa y sin saber que hacer recurrí a los viejos álbumes de fotos familiares. No sé qué me llevo a ellos ni qué esperaba encontrar, sólo que necesitaba verlos. Quizás sólo eso era, la necesidad de revivir un antiguo ritual donde no siempre se encuentra algo pero al que igual siempre se vuelve. No lo sé. Hacía mucho tiempo que no los revisaba, uno siempre olvida ese bolso de viaje enterrado en el placar del cuartito del fondo y lleno de incomodas carpetas de folios. Lo saqué entonces de su mausoleo y, como en las largas tardes de mi infancia, me dispuse a recorrer sus páginas.
Algo que siempre llamó mi atención de los álbumes de fotos viejas es la cantidad de miembros de mi familia que no conozco y que nunca voy a conocer. ¿Les ocurrió alguna vez? Como en un desfile pasan página tras página un sinfín de personas que forman parte de mi historia y por lo tanto de quién soy… y sin embargo no son más que extraños, entes que sólo habitan anécdotas y antiguas fotos. Y es que todos mis álbumes familiares están repletos de tíos abuelos que acabaron mudándose lejos, primos lejanos que duraron en mi vida hasta mi tercer cumpleaños, abuelos que se fueron temprano y padrinos únicamente de bautismo. ¿Son estas personas, entonces, parte de mi familia, parte de mí? ¿Será que la familia no es más que la costumbre y la habitualidad? Porque recuerdo que ya de chico veía las fotos de antiguos domingos y pensaba en lo raro que resultaba que ya no supiéramos nada de esas personas que habían sabido ocupar un lugar central en nuestras vidas; dónde vivían, qué hacían, si eran felices, nada. Eran para nosotros fantasmas que invocábamos cada cena navideña en forma de anécdota graciosa… y aún lo son.
Con más preguntas que respuestas y luego de estar un largo rato mirando las viejas fotos, volví a pensar en la obra que había visto esa mañana. ¿Por qué sugirió como un susurro detrás de mí oído que volviera a estos polvorientos álbumes? ¿Qué de esos cuerpos habitando un espacio y habitándose mutuamente despertó en mí estas preguntas? Fue entonces cuando recordé la idea que me obsesionaba al llegar a casa y que ahora volvía a arremeter desde el fondo de mi mente: la familia es un templo invisible. De pronto se hizo claro para mí. Porque la familia es un templo, es ese lugar donde uno busca refugio, consejo y compañía. La familia es un templo; sí, pero un templo dinámico, móvil… es un templo invisible. Un templo con paredes invisibles delimitadas por un coro. Un templo donde no hay predicador, sólo un coro que es un individuo lleno de individualidades que caminan, unos más rápido, otros más lento. Individualidades que caminan y se miran, que se miran y se hablan, que se hablan y se quieren, que se quieren y se llenan. Se llenan y llenan así las paredes transparentes del templo, estas paredes intangibles y sin embargo delimitadas clara y nítidamente. Paredes de aire que dejan ver el moho y las grietas de una construcción derruida por la carga de los años, de temores, de secretos, de alegrías pasajeras y de penas perdurables. Penas extrañas, penas de esas que a pesar nuestro se vuelven motor, esa fuerza primera que nos impulsa a ser individuo, a ser coro, a levantar juntos las paredes invisibles de un templo que sea, al menos por un momento, una casa. Una casa que es por sobre todo un hogar, hogar de historias y hogar de relaciones. Hogar real de una familia llena de extraños que conocemos y de ajenos que son familiares.
Sí, la familia es un templo invisible. Invisible porque nunca está acabado, porque cambia según quién lo mire, porque sus integrantes son móviles dentro de su dinámica. Y así, unos más rápido, otros más lento, todos rondan entre las férreas paredes inmateriales de este templo tan voluble como indestructible. Voluble como las importantísimas y efímeras relaciones que lo componen e indestructible como la mínima unidad que nos ampara, nos refleja y nos comprende.
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CONFORT
El paisaje comienza blanco, blanco luz… sí, hay mucha luz. Acostado miro al cielo. Sol no hay, no se ve… pero luz hay, de eso estoy seguro. Me siento, miro alrededor. Al principio no hay nada, cerca no hay nada. A lo lejos, sin embargo, figuras, cosas, rapsodias, no sé.
Por lo pronto está vacío, el paisaje está completamente vacío y lleno de luz. Si tuviera que adivinar diría que está tranquilo, y tranquilo descansa en la luz que lo llena. No sabe dónde está su fuente; sol no hay y parece que hace mucho abandonó este techo, pero luz hay y eso le basta. Por su rostro puedo adivinar que a estas alturas está iluminado sólo por la costumbre, como si esa necesidad de retener el último rayo del sol acabó por dejarlo en este estado de luz letárgica, de falsa luz de auto-convencimiento. Quizás por eso no hay sol, las estrellas no suelen presentarse a quienes creen que no las necesitan.
El paisaje es inmutable. Dentro de 14 pasos se cumplirán los 1089 desde que comencé a caminar. Ya esos cuerpos lejanos se develaron ilusiones, espejismos que provoca la luz cuando los ojos despiertan. Yo sigo caminando por un sendero plano en la inmensa llanura. Se cumplieron los 1200 pasos. No sé qué salí a buscar cuando comencé a caminar. Compañía, los cuerpos, algún relieve… 2000 pasos… busco sombras, eso es lo importante. Donde hay algo hay sombras, y donde hay sombras hay verdad. Quizás la realidad más pura en todo este lugar. 2433 pasos. Hay luz, horizonte y un sendero definido por dos líneas casi irreales. Sólo eso, un espacio lleno de vacío. Tengo sed. Empezó hace un rato, no sé cuándo. Ya perdí la cuenta de los pasos. El número 3267 viene a mi mente, no sé si será este paso o el siguiente… quizás lo fue hace mucho. Tengo sed. Los ojos me pesan, están irritados… la luz puede hacer estragos si se la aprisiona en un momento eterno.
De pronto, ruido. Es extraño, no recuerdo la última vez que escuche algo… o si alguna vez lo hice. Mis oídos estaban dormidos, al igual que mis ojos antes y yo mismo primero. Es curioso, no logro recordar el último sonido que oí. Ahora que lo pienso no recuerdo la última vez que hablé en voz alta… o qué fue lo que dije. ¿Puedo hablar aún? ¿Pude alguna vez? No lo voy a intentar, me causaría temor descubrir que no puedo; además no hay necesidad alguna para hacerlo, estoy sólo y solo puedo hablar conmigo mismo… ¿Sonará mi voz igual a como lo hace en mi cabeza?
Tengo sed. Camino por el sendero. Hace mucho que lo hago únicamente por inercia, con la misma inercia con la que este lugar existe y se mantiene iluminado. No sé cuándo ni cómo fue que me acerqué pero el sonido se escucha más fuerte – asumiendo claro que aquí el volumen tenga algo que ver con la cercanía –. Ya se oye nítidamente, es claro lo que se halla más adelante. Contra todos los pronósticos y temores mi angustiante exploración de este espacio iluminado y lleno de nada llegó a su fin: un río, lo que se oye más adelante es un río.
Con energía renovada empiezo a correr por el sendero. No sé por qué razón… tampoco registro cuándo fue que comencé a acelerar la marcha. De forma fugaz cruza por mi mente la idea de que no sabía si podía correr, o si alguna vez lo había hecho, pero esa duda se va disipando con cada paso que me acerca al río. Mi cuerpo actúa sólo, como si hubieran despertado en mí cosas que hace mucho estaban dormidas. Tengo sed, nada importa. Ciegamente avanzo entre las líneas paralelas que me aprisionan hace incontables pasos. Corro, corro con desesperación, a tientas. No lo pienso, ni siquiera sé si soy yo el que corre. Al parecer mi cuerpo sabe, y eso alcanza. Sabe que la verdad está allí delante, sabe que cada trago me dará un poco más de libertad.
Corro, tengo sed, todo es luz, no hay nada. Mi corazón se acelera, me cuesta respirar, sigo corriendo, no puedo ver…
De repente mi cuerpo se detiene, yo me detengo. Mi respiración se calma, mis ojos se despejan… no puedo creerlo. Levanto la mirada, observo alrededor. Frente a mí, un inmenso cañadón, como una zanja infinita que avanza hasta donde se pierde el horizonte y de la que no se puede ver el fondo. Vacío, sólo vacío.
Epifanía: negro, sombras. En el cañadón está la ausencia de la luz. Se oye el río en el fondo y el sendero desciende hasta perderse en la oscuridad. Anonadado observo la negra profundidad y pienso: es esto, es el fin del camino, el final de mi sed, mi salida de la prisión de luz. Sólo tengo que avanzar un poco más, pienso, un pequeño porcentaje de los pasos que ya di, sólo unos pocos pasos… sólo unos pocos…
Mi cuerpo entonces se sienta, yo lo sigo. Acostado miro al cielo. Sol no hay, es cierto, pero luz sí, luz hay… de eso estoy seguro… estoy seguro…
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