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camposanto
Una de las calles que rodean al Cementerio de Disidentes de la ciudad de Rosario no tiene salida. Es una callecita estrecha e irrelevante que choca contra una de las paredes laterales del gran predio. Dicen que en esa cuadra, casi toda de casas bajas, supo vivir una familia muy tradicional de la ciudad que se fue a menos después de alguna de las tantas crisis de este país. Se dice que tuvieron que vender su casona en el bulevar a muchísimo menos del valor real, que la empresa familiar entró en quiebra y que los hijos menores se cambiaron el apellido. Se dice también que la madre se murió de tristeza y que el padre, ahogado en deudas, se colgó en el único dormitorio de la casa. Dicen que el inmueble fue a remate público, que lo compró una inmobiliaria para hacer un edificio de esos estrechitos que después le alquilan a los estudiantes, pero a mitad de camino cambiaron de planes. Un edificio ahí era inviable por una sencilla razón: los balcones y las ventanas daban, irremediablemente, al cementerio. Se comenta que a la inmobiliaria no le quedó otra alternativa que ponerla en venta y tras algunos años sin suerte, finalmente alquilarla. Así es como Sebastián terminó en esa casa; sospechosamente económica, en una zona estratégicamente conectada, de un dormitorio y con un pequeño patio...lindante con el cementerio.
Los primeros meses en la casa transcurrieron tranquilos, quizás hasta demasiado. Tranquilos como la calma que antecede a una de esas tormentas que inundan las esquinas y tiran árboles sobre autos estacionados. Entre fiestas de bienvenida con amigos y alguna que otra cita con una chica, Sebastián empezaba a apropiarse del lugar y sentirse realmente como en casa, como quien construye un hogar. Los problemas empezaron una madrugada del mes de enero, una de esas noches en las que el calor no da tregua y las sábanas se adhieren al cuerpo como una segunda piel. Habrán sido cerca de las 3 de la mañana cuando Sebastián, cansado de dar vueltas en la cama, se levantó en búsqueda de agua fría. Caminó los 35 pasos que separaban la habitación de la cocina y justo cuando abría la heladera sintió el más estremecedor de los llantos. Era de una criatura. Podría no ser una situación atípica, cualquier vecino podría haber tenido un bebé con una mala noche. Pero no. El llanto venía de su patio. Con la sangre helada como el agua de la botella que sostenía, lentamente se dió vuelta para quedar de frente a la puerta corrediza que lo separaba del exterior pero lógicamente no se veía nada y el llanto no cesaba. Aterrado se arrastró sobre la pared hacia la ficha de luz y la presionó mientras cerraba los ojos con una fuerza que no sabía que tenía. Al prenderla, el llanto cesó. Abrió los ojos en un acto casi reflejo; en el patio no había nadie pero él no se animó a salir a verificar. Corrió hacia su pieza, prendió su velador y no pegó un ojo en todo el resto de la noche.
Los días siguientes Sebastián intentó convencerse que esa noche no había existido, que el calor y el cansancio habían hecho estragos con su cabeza fanática de las películas de terror y que se estaba dejando llevar por toda la gente que le había dicho que estaba loco por mudarse al lado de un cementerio. Puras pavadas, decía él. Finalmente, después de unas semanas, el llanto volvió a aparecer pero con la diferencia de que esa noche Sebastián estaba durmiendo y se despertó con el desesperante sollozo. Quiso pensar que era un sueño, quiso seguir durmiendo pero no lo logró. Como quien va al muere, se dirigió nuevamente a la ficha de luz que se encontraba en la cocina y una vez más el llanto se terminó una vez que el patio se iluminó. Sucedió varias noches más durante las semanas siguientes y Sebastián no lo comentó con nadie. Primero que nada porque nadie le creería; y segundo porque si lo ponía en palabras lo hacía real y eso lo asustaba bastante.
Una mañana de compras después de otra noche sin dormir se encontró con Hilda, su vecina de enfrente, en la verdulería. Como haría toda señora Hilda le preguntó por su aspecto, que porqué se veía tan cansado.
- Es que no estoy durmiendo muy bien - llegó a decir antes de que a Hilda se le transformara la cara. - A la noche siento unos ruidos, como un...
- Como el llanto de un bebé - completó Hilda de manera solemne. -Andate de esa casa, nene. No trajo nunca nada bueno.-
Desconcertado y un poco temeroso decidió ahondar más
- ¿Vos también sentís el llanto, Hilda?
-¿Que si lo siento? La criatura lloraba en mi casa, en la habitación que fue de mis hijos. Yo lo dejé llorar, no pensé que fuera nada malo hasta que un día se me apareció la madre.
Sebastián sentía como le bajaba la presión
-¿Qué madre? ¿De qué me estás hablando?
-Tu casa, antes de la tragedia de los señores que vivieron antes que vos, era parte del cementerio. Ahí vivía el sereno con la mujer y el chiquito. El tipo se volvió loco, escuchaba muertos que le decían que hiciera cosas. Una día que la madre salió a hacer unas compras, el nene lloraba y el tipo lo enterró así vivo en el patio de la casa.
Sebastián efectivamente se iba a desmayar, así que se sentó en el cordón e Hilda, que a su juego la habían llamado, siguió.
-Te imaginarás cuando llegó la madre no y encontró a la criatura... Desesperada, gritaba como una condenada "¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde lo metiste hijo de puta?" pero cuando descubrió lo que había pasado ya era tarde, el bebé estaba muerto. Así que viste como es, nene. La mujer lo mató de un escopetazo y se voló los sesos.
Cerró los ojos con todas sus fuerzas, como la primer noche que escuchó el llanto en el patio.
-¿Qué hago, Hilda? - le dijo con los ojos todavía cerrados.
- Mirá, yo que vos juntaría mis tres pilchitas y me iría. Yo no me puedo ir porque la casa es mía, pero vos qué alquilas aprovecha. La inmobiliaria te quiere joder con el cuentito de los que se suicidaron por la bancarrota, ja. El tipo se ahorcó porque se volvió loco, nene. Se mató porque ya no la podía escuchar más gritar. Porque ella grita, eh.
Hasta acá llegó. Se levantó de un salto, saludó a Hilda rápidamente, le agradeció por contarle la verdad y se fue. Era mucha información para procesar, sin embargo, no dudaba ni una palabra. Sabía que la señora de enfrente de su casa decía la verdad. Además, más sabe el diablo por viejo.
Rápidamente intentó idear una estrategia pero tenía la mente nublada, lo que estaba pasando era surreal, pero además hacía muchos días que no dormía. Aprovechó la claridad del mediodía (y la poca probabilidad de visitas indeseadas con la luz) y se dispuso a tomar una siesta para, a la tarde, emprender viaje a la casa de sus padres. No pasaría ni una noche más ahí.
Como el destino es traicionero Sebastián se quedó profundamente dormido por horas, sin que nada ni nadie lo moleste. Sólo lo pudieron despertar, a eso de las tres de la mañana, unos golpes fuertísimos en la puerta corrediza del patio, y una voz de ultratumba al grito de "¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde lo metiste hijo de puta?"
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esencia
La fragancia aquella vez era la misma que ahora, Paco Rabanne. Luigi la olió por primera vez en la casa de la zona universitaria en la que su mamá lavaba ropa dos veces por semana. Él la acompañaba siempre que podía porque a los señores de la casa no les molestaba y así Luigi podía ver ese otro lado de la ciudad tan distinto al que él estaba acostumbrado. En definitiva, a quien le sintió por primera vez ese aroma tan particular -que muchos años después sabría que es un clásico- fue al hijo de los dueños de casa. Francesco, un muchacho de unos 18 años, alto y muy buen mozo, que se preparaba para salir de cañas con sus amigos. Luigi jamás podría haber aspirado a ser como Francesco, no solo por sus pasares económicos tan distintos sino también porque estaba perdidamente enamorado de él. Nadie lo sabía, quizás ni siquiera Luigi mismo lo entendía en ese momento, pero esas visitas a la casa no eran casualidad, todas tenían que ver con esas bajísimas chances que tenía Luigi de cruzarse con Francesco y, si tenía suerte, quizás rozar su mano mientras pasaba caminando junto a él en su rumbo a la puerta de entrada de la casa. Luigi realmente no conocía los gustos sentimentales de Francesco; en realidad no sabía mucho de él en general. Sólo que era un chico muy amable, que siempre iba de punta en blanco y muy perfumado, pero para él era suficiente para saber que lo quería. Un flechazo adolescente, de esos que no se olvidan nunca más.
Con el tiempo la madre de Luigi dejó de trabajar para la familia de Francesco y entonces, lógicamente, ellos dejaron de verse. Luigi estuvo muy triste por semanas pero después lo fue olvidando como quien olvida ese amor de unas vacaciones de verano: cautivado por siempre por la fugacidad de los hechos pero con la certeza de que de cualquier otra manera no hubiese funcionado. Al fin y al cabo, él y Francesco jamás habían existido. Al menos no de forma conjunta.
Luigi continuó con su vida. Gracias al esfuerzo de su madre pudo formarse en la universidad donde conoció a Stefano, un muchacho increíble, dispuesto a darle amor comprometido y saludable. Empezaron a salir y rápidamente decidieron mudarse juntos. Luigi terminó su carrera de leyes con honores y su madre pudo, por fin, dejar de trabajar para poder disfrutar de su casa y sus mascotas. La vida no podía ser mejor.
Una mañana en tribunales, parecida a cualquier otra, aquella fragancia inundó el olfato de Luigi y desbloqueó un mar de recuerdos de un amor que no pudo ser. Luigi, convencido de que sería cualquier otra persona pues es un perfume muy común, se dio vuelta casi de un salto. Y ahí estaba. Tan lindo cómo siempre, pero ahora de unos 30 años; Francesco. Enseguida lo reconoció y lo saludó con una efervescencia propia de quién realmente se alegra de verte. Luigi, en el apretón de manos, sintió como se le erizaban cada uno de los vellos del cuerpo. Y, mientras aceptaba un café de quién fuera el amor de su adolescencia, pensaba en cómo un aroma tan clásico podía ser tan particular, en cómo supo al instante que era Francesco. Recién lo entendió cuando Francesco apoyó su mano sobre la de él mientras estaban sentados en el bar: el aroma se transforma en quien lo porta y nosotros pertenecemos toda la vida al primer amor. Para Luigi, el amor olería toda la vida a Paco Rabanne.
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indómito
El departamento de la calle Rosas era bastante chico pero el corazón del papá de Francisco era bastante grande. Hacía algo más de cuatro años que vivía ahí y hacía esa misma cantidad de tiempo que los amigos de Fran iban religiosamente todos los fines de semana a comer, tomar algo antes de salir o simplemente a dormir detonados después de alguna noche complicada. Hicieran lo que hicieran un dormitorio pequeño, con su cama marinera y sus colchones en el piso, siempre los recibía con las puertas abiertas. Si eran muchos, era el living comedor el que se transformaba en habitación. Siempre encontraban la manera. Y jugaban a las cartas, tomaban coca, comían papitas y el mundo era el mejor lugar que unos chicos de 20 años podrían desear. La vida era eso, eran los fines de semana en el departamento de calle Rosas y como esas cuatro paredes eran testigo de incansables risas ahogadas a la madrugada. Las paredes, el padre de Francisco y más o menos todos los vecinos en realidad, pero sobre todo el vecino de al lado. El muchacho que vivía en el 6b no los quería mucho. Pobre, tenía sus razones. Los chicos eran buenísimos pero es verdad que a veces se les pasaba la mano y él y su mujer trabajaban temprano; además tenían una hija chiquita. Fue Emilia -quien siempre se dormía primero pero no esa vez- que se animó a abrir la puerta una vez que el tipo casi la tumba a golpes de lo enojado que estaba porque eran las 8 de la mañana y ellos seguían despiertos. Generalmente el vecino tenía razón y realmente no era muy demandante, no les llamaba siempre la atención, sólo en casos extremos (como esa vez a las 8 de la mañana). Por esto mismo fue que se miraron extrañados cuando, una noche de febrero, escucharon golpes en la pared que compartían con el vecino. Era raro porque era sábado, eran apenas las 22:30 y ni siquiera habían comido. Eso era muy de la casa de Francisco también, esperar mil horas al delivery de comida. La cuestión es que golpearon de manera estruendosa la pared y a los chicos hasta les molestó, realmente no estaban haciendo ruido.
-Che Fran, tu vecino está cada vez más pelotudo- dijo bien fuerte Alejandro, como queriendo que lo escuche.
-Callate boludo que las paredes son de papel acá- respondió nervioso Francisco. Su viejo lo mataba si tenían problemas con los vecinos.
-¿Con qué habrá golpeado? ¿Una escoba?- preguntó Bianca.
-No, parecía algo de más superficie- dijo Fabri. -Algo como un sartén capaz- remató.
-Naaaa, fue mucho más seco que un sartén- le respondió Lucía, ahora quizás sí hablando un poco más fuerte que lo normal.
Mientras discutían, si sartén, si escoba, si pelotazo, en la pared se volvió a sentir un ruido pero esta vez los dejó helados. Un arañido que los hizo callar y, ahora sí, reconocerse atónitos. No era un rasguño de gato y si lo era no era un gato chiquito, o al menos no uno doméstico.
-¿Qué mierda tiene ahí tu vecino?- dijo en voz bajita Mati. Bajita porque ahora, a diferencia de cinco minutos atrás, les daba miedo que los escuche.
-No tiene mascotas- dijo Francisco con la voz temblorosa.
-Debe ser él rompiéndonos los huevos con un rastrillo chicos, ¿de qué estamos hablando? Déjense de joder- largó Emilia de manera lapidaria.
Se miraron algo temerosos y dubitativos, pero decidieron ignorarlo para poder continuar con la velada. En eso, sonó el timbre del delivery con la comida y tras un piedra, papel o tijera, Francisco y Alejandro fueron los elegidos para bajar a buscarla. Mientras esperaban el ascensor, en silencio relojeaban la puerta de la casa vecina; desde afuera no se escuchaba bullicio alguno. Se ve que el problema era la pared compartida por ambos departamentos.
Finalmente bajaron, buscaron la comida y volvieron a subir. Arriba, el resto había puesto la mesa y esperaba ansioso las empanadas. Se sentaron a comer y todo parecía más o menos normal, pero había algo en el ambiente. El aire se cortaba con cuchillo, porque nadie podía olvidar lo que había pasado antes. Tal era el caso que ya nadie se vio sorprendido cuando, a mitad de la comida, contra la pared sintieron un chillido animal desesperante. No parecía un animal herido, sino más bien un animal salvaje. No sabían qué hacer o cómo reaccionar. ¿Lo encaraban al vecino? ¿Llamaban directamente a la policía? ¿Era solamente para asustarlos? Lucía marcaba al 911 y repetía "¿Llamo? Denme el ok" mientras Fabrizio ponía su cara de circunstancia. El hombre de la casa, Francisco, al ver que el chillido persistía en el tiempo se paró enojado. El vecino lo iba a escuchar, quién se creía que era, se la pasaba retándolos a ellos por el ruido y eso qué mierda era, no se podía ni hablar de lo fuerte que se escuchaba. Salió por la puerta como una bala y atrás lo siguieron los chicos que llegaron hasta el umbral solo para dar apoyo moral. Fran tocaba la puerta con todas sus fuerzas pero el vecino no salía. Resignado, estaba a punto de abandonar su cometido, cuando escuchó al ascensor frenar a sus espaldas. Se abrieron las puertas y bajaron del cubículo el vecino, su mujer y su hija. Vaya sorpresa la del hombre, que vio tanta gente en su puerta, con caras pálidas del susto y bocas abiertas del asombro.
-Si vos estás acá, ¿Qué mierda es ese ruido ahí adentro?- dijo Francisco mientras se alejaba lentamente del vecino y su puerta.
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pipí cucú
Ser manager de un boxeador no es muy difícil. Suelen ser tipos simples, sin muchas vueltas ni requerimientos. Eso sí, si son buenos se vuelven famosos y ahí la cosa cambia un poco. Más todavía si el tipo se te rebela y participa en una película. Si, yo fui representante de Carlos Monzón.
Carlos era un tipo de pocas palabras, de un temperamento horrendo y no muy dado, por eso mismo era un buen boxeador. Después supimos - quizás siempre supimos pero no quisimos verlo - que eso que nosotros inocentemente pensábamos que eran parte de su complicada personalidad no eran más que conductas violentas que terminaron en tragedia. Pero bueno, quien sabía, no es fácil estar en el lugar en el que nosotros estábamos. Historia para otro día. Por todo esto que describo que él era, fue nuestra tamaña sorpresa el día que se mostró entusiasmado por una llamada que recibí a mi oficina y que de no haber estado él presente, hubiese ignorado. Era Daniel Tinayre, me llamaba para preguntarme si a Carlos le interesaría hacer una película con Susana Giménez. Yo largué una carcajada mientras repetía la propuesta en voz alta, quizás escuchándome decirlo Daniel se daba cuenta de la pavada que estaba proponiendo. Pero no solo que Daniel no se dio cuenta sino que Carlos inmediatamente dijo que sí. Me sacó el teléfono de las manos y aceptó en ese mismo instante. Yo ya no me reía tanto.
-Tengo que estar el jueves a las nueve, dice que después te hace llegar a vos la dirección.- dijo muy seriamente mientras dejaba mi oficina. Yo ya no me reía nada.
La cuestión es que todos saben como termina esta historia. Contra todo pronóstico Carlos fue, junto con Susana Giménez efectivamente, el protagonista de La Mari. Y por más que Carlos era de madera, La Mari gustó; de hecho gustó mucho. No sólo le fue muy bien en Argentina, donde todos los cines del país se llenaron de gente desesperada por verla, sino que triunfó afuera. Un exitazo. De todos modos, Carlos ya era una eminencia afuera. Al ser un gran deportista, para esa altura había peleado con muchísimos boxeadores internacionales. Y ahí fue la verdadera jodita.
Así como me llamaron para que haga La Mari, un día llega una carta con estampilla francesa. Lo estaban invitando a Carlos a París, a recibir una distinción de la mano del alcalde de la ciudad como reconocimiento por haberle ganado en dos oportunidades a su mejor boxeador, Jean-Claude Bouttier. Yo me la vi venir, esos eventos tienen muchísimo protocolo y hacer que Carlos lo cumpla iba a ser prácticamente imposible. Decidimos limitarnos a un plan sencillo: Carlos iría de punta en blanco, nunca mejor vestido, recibiría la placa que le entregase el alcalde de París, la mostraría al público y al volverse al alcalde le diría "merci beaucoup". Un simple pero cumplidor y respetuoso "muchas gracias". El plan era perfecto y sobre todo sencillo que era lo que Carlos necesitaba porque, como ya dije anteriormente, era de madera para todo lo que no fue trompear a un contrincante.
Las semanas siguientes a la llegada de la carta fueron de pura práctica. Se lo hacíamos decir a cada rato.
- ¿Cómo es, Carlos?
- Mercí bocú
- Merci beaucoup
- Eso dije
Nos lo decíamos entre sus entrenadores y cercanos en cualquier ocasión, lo importante era que se le fije tanto que no lo olvide.
- ¿No tendrás fuego?
- Tomá, acá tenés
- Merci beaucoup
Carlos ya estaba un poco hinchado los huevos, pero nosotros no íbamos a parar, lo conocíamos. Para aprenderse las letras de La Mari le tuvieron que poner un tipo que se las leyera 4 horas por día. Eso era lo que estábamos haciendo nosotros.
Finalmente el día llegó. Viajamos todos a París, lo repetimos cien veces y lo dejamos en la escalera del escenario.
- Que sea lo que Dios quiera.- dijo el entrenador.
Dios no quiso. Carlos agarró la placa, la levantó ante el público y dijo por micrófono ante miles de fanáticos franceses:
-Pipí cucú.
Los parisinos se miraban entre ellos y se preguntaban qué habría querido decir, el alcalde no esbozó siquiera una sonrisa y nosotros no sabíamos donde escondernos.
-¿Y? ¿Qué tal me fue? - dijo Carlos contento.
-Bien, Carlos. Bien ridículo te fue. ¡Un mes entero enseñándote! Nos haces pasar vergüenza, macho.
-¿Por qué? ¿Qué hice mal?
- Dijiste "pipí cucú", Carlos. ¿Qué mierda es pipí cucú (*)?
- ¿No era así?
- Dejá nomás. Ya está.
(*) Algunos años después, en los 80, en Argentina se popularizó la expresión "pipí cucú" la cual hace referencia a que algo está muy bien. Muy distinto al vergonzoso desliz aquella vez en París.
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natalicio
Uno no elige cumplir los años el mismo día que otra persona. A ver, el mundo es inmenso, por supuesto que todos cumplimos el mismo día que alguien más, pero nadie quiere festejar su natalicio el mismo día que alguien que conoce y, menos que menos, que alguien de su círculo íntimo. Ni hablar si esa persona es tu hermana menor.
Año tras año, Santiago había soportado el peso de cumplir años el mismo día que Martina (uno pensaría que es al verse, que al ser menor Martina cumplía el mismo día que Santiago, pero no; siendo la única hija, nieta y sobrina mujer entre 14 primos varones, por supuesto que Santiago cumplía el mismo día que ella y no viceversa). Al principio no le molestaba, a pesar de que el día de su cumple de 4 sus papás suspendieron todo a último momento por la inminente llegada de la nueva hermana y él se quedó sin globos ni bonetes de felicidades. Aún así, no le molestaba. El problema empezó a tomar forma a medida que fueron creciendo. Cuando cumplió 10 años quiso una fiesta en una chanchita de fútbol, como todo su grupo de amigos, pero para no volverse locos los padres les hacían una fiesta para ambos y Martina y sus amigas no podían jugar en la canchita a las muñecas así que el cumpleaños terminó por ser en un pelotero y los cancheros amigos de Santi se rieron de él por meses. Bien que saltaron en la cama elástica.
Bastante tiempo después llegó la noche de la que se habló en su casa por años: Martina cumplía 15 y, lógicamente, el 19 pero de eso nadie decía nada. Desganado por el exceso de formalidad y protocolo que la fiesta prometía intentó mantenerse al margen. Pero nadie puede mantenerse al margen de un cumpleaños de 15. No sólo terminó pintando centros de mesa y rellenando bolsitas de confites, sino que su hermana le pidió que entre con ella al salón. Al principio sintió pánico, no era su fiesta y enfrentarse de lleno a tanta gente no era su idea de festejo. Pero finalmente accedió porque esa rivalidad de cumpleaños se había terminado cuando se terminaron las cargadas de sus amigos de la primaria y entendió, después de cuatro gritos de su madre, que la petición de Martina debía hacerlo sentir halagado: "nos podría haber pedido a cualquiera de nosotros, a su abuelo o incluso a sus primos, pero te eligió a vos, Santi. Dale el gusto". Jamás hubiese dicho que no de todos modos, aún cuando no hubiesen existido los cuatro gritos.
Eventualmente el esperado día llegó (y con él sus rituales). Las corridas, que el peluquero, que no encuentro la corbata, el infaltable llanto de la quinceañera porque se ve fea o porque llega tarde. Santiago no fue la excepción, estaba nervioso; tanto, que los saludos de sus amigos le fueron indiferentes así como el de su compañera de facultad que le gustaba. Realmente quería que ese fuera el día ideal para Martina, más allá de todo egoísmo o celos, quería que ella disfrutara porque realmente habían trabajado mucho para esa noche y, al fin al cabo, ella no tenía la culpa de haber nacido el mismo día que él. De última, la culpa era de los padres que no supieron calcular.
Cuando llegaron al salón los hicieron esperar en un cuartito cerca de la entrada mientras terminaban de llegar y acomodarse los invitados. Martina estaba preciosa y él quería estar contento pero no se sentía bien. Un repentino dolor de cabeza no lo dejaba siquiera pensar así que decidió salir a tomar aire al patio por el que ingresaba la gente a la fiesta. Mientras inútilmente esperaba que el denso calor de noviembre le diera algo de tregua con un viento fresco, llegaron unas amigas de su hermana que él ni siquiera conocía y, de la manera más extraña posible, se le acercaron a los abrazos felicitándolo por su cumpleaños. Si bien fue una secuencia por demás atípica, simplemente agradeció y se convenció a sí mismo de que su hermana había contado que también era su cumpleaños. Cuando las chicas se dispuso a ingresar al pequeño living en el que estaban instalados hasta la gran entrada y apenas cruzó la puerta una chica con pinta de ser quien organizaba los distintos momentos del evento le gritó que ya era hora de entrar, que lo estaban esperando, que cómo iba a salir, que alguien lo podría haber visto. Santiago se sentía extrañadisimo y cada vez le dolía más la cabeza. Se posicionó al lado de su hermana, la tomó del brazo y ella muy tranquila le preguntó si estaba listo. Él hizo una seña con la cabeza y se abrió la puerta. En vez de la canción de Miley Cyrus que su hermana había elegido empezó a sonar una de Oasis y ni bien pusieron un pie en el salón todo el mundo empezó a aplaudir. Las luces los apuntaban directamente en la cara y Santiago pensó que iba a quedar ciego. Totalmente encandilado la miró a Martina quien, con su mirada puesta en el frente y casi sin pestañear, le dijo: -Vos sabes que cuando me pediste que entre con vos a tu fiesta lo dudé. No es fácil ser siempre tu sombra-. Santiago estaba azorado. No entendía lo que su hermana decía, los invitados aplaudían cada vez más fuerte y las luces lo encandilaban cada vez más. -Terminé aceptando porque mamá me pegó cuatro gritos y me dijo que era importante para que yo esté con vos en tu noche - siguió Martina. -Al final siempre es tu noche, Santiago- llegó a decir la muchacha antes de que finalmente la gente se abalanzara sobre él para saludarlo y festejarlo y besarlo mientras las luces brillaban más y más y la cabeza le dolía más y más y su hermana se perdía entre el tumulto que no lo dejaba respirar ni entender qué era lo que estaba pasando. - ¿Siempre mi sombra?- repitió Santiago en voz baja antes de ahogarse en la muchedumbre.
Siempre hay que tener cuidado con lo que se desea.
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culpa católica
Ser un trotabarrios suele dejar muchas enseñanzas. Quién vive sobre una avenida paga más impuestos que sus vecinos de las calles transversales y quién se aloja frente a una plaza tiene menos posibilidades de pisar indeseados que los que residen a la vuelta y cuyos perros no hacen a tiempo a llegar al pasto. Sin embargo, no hay que ser muy estudiado ni haber vivido en cuanto barrio argentino exista para saber la regla general: quién vive cerca de una iglesia jamás duerme como corresponde. Ni siquiera -en realidad sobre todo- los domingos. Hasta Federico, quien no era un buen observador, lo sabía. En condiciones normales jamás hubiese elegido mudarse a media cuadra de una catedral. Pero claro, no eran condiciones normales.
El badajo chocó contra las paredes de hierro fundido 7 veces, con movimientos pesados pero constantes. La primer misa de Pascuas estaba por comenzar y no hubo ser viviente en una legua a la redonda que no se enterase. No fue la excepción Federico, que a duras penas se levantó del incómodo sillón de paño verde. A nadie más parecía haberle molestado el ruido pero probablemente tuviera que ver con que los habitantes fijos de esa casa estaban mucho más acostumbrados que él a las ceremonias religiosas del domingo. Desde la cocina mientras calentaba el agua para su mate cocido podía ver como en el patio de la catedral correteaban algunos niños que, seguramente cansados de la sagrada palabra del cura, lograron escaparse de los brazos de sus madres culposas por asistir una sola vez al año.
-Que cosa la culpa católica -se sorprendió de escucharse a sí mismo decir en voz alta.
Pero tenía razón, qué cosa.
Antes de ahora, Federico vivía en su casa materna. Lo hizo, mal que mal, sin mayores conflictos hasta sus 23 años. Sus padres eran dueños de una casa de alto en el macrocentro de la ciudad y ellos eran conocidos como una familia acomodada. Así fue durante casi toda su vida hasta que de la noche a la mañana y sin previo aviso su papá se tir�� de la terraza del edificio en el que trabajaba. Ese mismo día con su mamá descubrieron las miles y miles de deudas que el hombre cargaba cuando llamaron de la cochería para avisar que la tarjeta no tenía fondos. De ahí en más todo fue tapar agujeros a escondidas para que las amigas de mamá del club no se enteren y para que las vecinas no los miren con pena. No funcionó. A la casa de alto la remataron en una subasta del estado y con los autos Federico no tenía idea qué había pasado, pero suponía que también habrían saldado lo debido a algún usurero. Si bien él disfrutaba de los beneficios de vivir con sus padres, nunca había notado la falta de dinero porque trabajaba en la librería que quedaba en frente a la facultad. No era la gran cosa pero le permitía no depender del padre que le decía que estudiar ciencias sociales no lo iba a llevar a nada, que nadie necesitaba un antropólogo, que encima de puto, zurdo. Sospechaba que su madre, quien dependía económicamente -y de todas las otras formas posibles- de su padre, si estaba al tanto pero ella juraba, rezando por el alma del difunto, que no sabía nada. Así fue como de un día para el otro, se quedaron de patitas en la calle y Federico necesitó de otros putos, zurdos, antropólogos para tener un lugar donde dormir. Que burla del destino, papá.
Ya sorbiendo el mate cocido pensó en su madre, la que si asistía todos los domingos a misa pero era igual de culposa que las de los niños que correteaban. Igual ir a misa no la salvó de nada. Pensó en su madre, quien seguramente se sintiese sola, intentando sentir pena por ella pero no lo consiguió. Pensó en su padre queriendo despertar sus más arraigados sentimientos de odio pero tampoco lo logró. No sentía nada. Cariño, odio, arrepentimiento, dolor, todo le era ajeno. Sorbió una vez más su taza.
Hermosa estuvo, que lindas palabras que dijo el padre eh. ¡Cuántos nenes corriendo! A las 10 se repite la misa. Que calor hace para ser abril, deberían poner más ventiladores. ¿El altar será de mármol de verdad? La del domingo es la misma que la del sábado. Suenan suenan las campanas. Que pena, mañana hay que trabajar.
No hay campanadas de iglesia que logren despertar a quién está ausente.
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Noventa y tres.
Pero el amor, esa palabra… Moralista Horacio, temeroso de pasiones sin una razón de aguas hondas, desconcertado y arisco en la ciudad donde el amor se llama con todos los nombres de todas las calles, de todas las casas, de todos los pisos, de todas las habitaciones, de todas las camas, de todos los sueños, de todos los olvidos o los recuerdos.
Me lo dedico yo por vos porque vos nunca lo vas a hacer porque Cortázar es mío y vos no sos mío y yo no soy tuya y eso está bien pero somos lejos y eso está más o menos bien. Vos jamás aceptarías que sos Horacio, pero el primer párrafo del capítulo 93, casi que lleva tu nombre. Mirá, cambialo en la primer oración. Releelo. Touché, mi amor.
Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos, no te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitás a saltar y no puedo dar el salto, porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te alcanzo, no paso de tu cuerpo, de tu risa.
Son las palabras que me gustaría que me hubieses escrito para decirme que no me querías o que me querías como podías, como Horacio quería a Lucía, o para decirme que me querías cuando no me tenías, que me querías cuando me extrañabas porque nos teníamos idealizados en alguna nube de perfume francés barato con notas de historia de novela. Reencuentro. Abrazo. Amor.
Cómo te gusta usar el verbo amar, con qué cursilería lo vas dejando caer sobre los platos y las sábanas y los autobuses.
Creo que ella y yo también somos la misma persona, quizás yo también inunde todo de poemas de amor no correspondidos con respuestas intermitentes. Yo te escribí mucho por eso también nos dedico esto, para que algo venga de tu parte aunque sea de mi parte como la mayoría de las cosas que fueron y que son. No importa.
Me atormenta tu amor que no me sirve de puente porque un puente no se sostiene de un solo lado.
Silencio. No, no se sostiene. ¿Y ahora qué? Voy a llorar y vos me vas a decir cuanto me quisiste, cuanto te duele, cuanto quisieras que las cosas fuesen diferentes. Yo voy a llorar y voy a decir que siempre nos pasa lo mismo, que cliché. Vos no vas a saber dónde meterte. Nunca sabés bien que hacer cuando me ves llorar.
Y no me mires con esos ojos de pájaro, para vos la operación del amor es tan sencilla, te curarás antes que yo y eso que me querés como yo no te quiero.
Te quiero como vos no me querés.
Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que es al verse. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto.
Está bien, mi amor. Ya sabés. Ya sabemos. Está bien. Me quisiste como pudiste y como te salió y yo lo acepté y lo disfruté y te regalé muchas tormentas y vos me regalaste algunas seguramente también. El amor del que Horacio habla no sé si existe y dudo que estas sean palabras tuyas. Creo que en el fondo es tu idea pero le pondrías otras letras, sería un poco más frío para conservar los modos, vos sos un tipo serio. Un tipo serio.
Gracias por dedicarme el capítulo 93 de un libro que no creo que hayas leído (mejor, es un bodrio) de un autor que no te gusta mucho. Total parcial: te quiero. Total general: chau.
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Brújula sur
Una vez más me pareció extraño yo tener que ser yo, que esta conciencia le pertenezca a este cuerpo, estar dentro mío mirandote a los ojos a vos, y no ser vos mirándome envejecer a mi. En fin, estabamos enfrentados y uno con el otro dibujabamos lo obvio y lo encriptado, un leve rastro de amor en las tibias y angostas calles de Babel, bañadas de una luz vesperina que esperaba cada semana un día especial. Un día espacial.
Lo supe desde el primer momento en el que mi sangre hirvió y mi cuerpo se convirtió en una brujula estropeada que siempre apuntaba hacia el sur, una mirada que inevitablemente volvía a vos, el sol encontrando siempre el oeste, el punto que por inercia, y tal vez amor, buscaba enfocar del plano entero: no eras de este lugar. Y yo también era de otro planeta.
Entre los pasillos que se creaban entre las hileras frías de pupitres de nuestra aula te esperaba llegar un momento antes sólo para ver ese instante inconexo de acciones hermosas antes de saludarme y sentarte detrás mío, y de cuando en cuando, mirarnos y reirnos de tópicos absurdos consensuados por la sociedad; nos daba risa ser un cuerpo compacto con extremidades y dos agujeros para ver, otros dos para oír, y así. Pensabamos en el consumo y decíamos que era tan bueno como malo; la desigualdad, el destino equívoco de las noches sin futuro, el sentido de pertenencia social resignificado por un mundo material insaciable; la cierta logica de vida ficticia que genera y que, al fin y al cabo, es de lo que se trata todo esto, de organizarnos de alguna forma en la que parezca que existir tiene un sentido. Y entonces nos miramos algo vacíos y sonreímos apenados. Vos no soportabas el show. Eso era para los demás, no para nosotros que estábamos tan lejos de casa. Pero no importaba porque igual estábamos. Que trillado suena cuando lo pongo en palabras.
La vuelta se llenaba de a poco de pasos lentos y banalidades algo absurdas, pero necesarias para asegurarnos que todo lo otro era real, que vos seguías siendo real y la cotidianidad que compartimos iba seguir estando ahí, intacta y utópica si se quiere porque a mi no se me hubiese ocurrido pedirte más que eso. Nos despedimos desganados en alguna esquina que ya no recuerdo entre luces y algunas voces, como todo, ajenas a nuestra existencia. Tu beso con sabor a tabaco mezclado con mi sabor a café, media vuelta y otra vez al sur. Te vas y yo sigo siempre apuntando al sur.
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Echar de menos.
Esto no tiene ningún fin literario, pasa que ya no se como sacármelo de encima. Te extraño mucho y no me aguanto más. Te quiero arrancar de mi cuaderno y, por dios, de mi cabeza. Cada vez que me encuentro extrañándote lo escribo. Llevo una lista, sabés. Una lista de las cosas que extraño de vos. Es la única manera que encontré para dejar de pensarlas pero en estos días no me está dando mucho resultado. La voy a dejar acá para ir agregando cosas de ser necesario. Capaz así puedo borrarla de mi teléfono y me tortura menos todo. Te pido perdón de antemano por si llegás a leer esto. No es mi intención pero no se realmente como descargarme.
El olor del café a la mañana
Escucharte cantar mientras cocinás o te bañás
Que me abraces después de apagar la primer alarma
Como fruncís el ceño cuando hay algo que no entendés
Los lunes hechos domingos
La espera por la lluvia
Mi cepillo de dientes en su respectivo lugar
Hacerte notar que tenés el pelo muy largo (pero me gusta)
Que me hagas saber cuantas pecas tengo hoy
Verte inflar los cachetes (nadie los puede inflar tanto como vos)
La sonrisa tímida apretando los labios y la otra, la más linda, mostrando los dientes y achinando los ojos
Que te rías de mi obsesión por tener lados en la cama
El cine de imprevisto
Cuando me mirás y negás con la cabeza pero yo nunca sé qué significa
Los libros a medio leer sobre el escritorio y sus páginas marcadas con cualquier cosa
Siempre querer regalarte algo que sé que te va a gustar
Que no quieras que te regale nada
La manera en la que tu ceja se continúa un poco para abajo
Que me desvistas en el camino a la pieza
Lo suave de la voz que ponés cuando me tratás con amor
La cara de no saber que hacer que ponés cuando me ves llorar
Las referencias interminables a los simpsons y a los simuladores
Que me dejes dormir un rato más que vos
Que para vos siempre este rico lo que te cocino
Las carcajadas tirando la cabeza para atrás
La felicidad que trae el frío y sus rituales
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Refulgente
Ya es tarde
pero todavía el calor nos agobia
y el perfume de la dama de noche sale de las medianeras
a salvarnos de todo
o casi todo.
Parece que no te vas a cansar
de que te pregunte si pensás quedarte
y por alguna razón
que no me puedo ni quiero explicar
me respondés siempre lo mismo
una mirada con fondo de luces de colores
como de semáforo en intermitente
o de cartel de neón
porque en tu ciudad donde el tiempo se paró
para darnos un changüí
todo brilla así de estridente
y yo me quiero quedar a vivir ahí.
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Suplencia.
Sentí que te escribía a vos. Creo que siempre te estoy escribiendo a vos en realidad. Te estoy disfrazando. Te puse otro nombre y otra cara. Ahora estudiás otra cosa y esta vez no trabajás. Te cambié el color de pelo y los ojos también, una picardía, me gustaban tanto los anteriores. No vivís más cerca del parque y ya no militás donde militabas. Sos un poco más alto ahora creo. No voy a hablar de como me tratás porque necesitaría un capítulo aparte, tu nuevo vos no tiene tus malos hábitos aunque seguro tiene otros. Yo te trato igual, sabés. Quizás por eso seguís siendo vos, porque yo me empeñé en esconderte atrás de otra fachada para hacer de cuenta que te fuiste de mi, que pude seguir adelante, que no me dolió tanto. Pero no, no te deje ir. Estás ahí, estás acá. Te escribo a vos aunque ahora te llames distinto. Porque te quiero y no te voy a dejar de querer parece. Aunque me quiera hacer creer que si, aunque necesite creer que si para poder dormir de noche. Te dedico estas líneas porque le estoy diciendo te amo a alguien más pensando en vos y la idea me parece aberrante. La de amarte sobre todo. Te escribo porque todas las noches te invito a mi cama porque necesito tus caricias. Y tu espacio se llena, pero no sos vos.
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Discordancia (de a ratos)
Me ahoga tu ausencia. Me brota la sangre hirviendo por las heridas y vos, vos te relames los labios deseoso de más. Te nutrís de mi llanto, renacés en cada una de mis lágrimas, son tu combustible para seguir adelante en este eterno show de falsos arrepentimientos y forzadas disculpas. Disfrutás mi dolor, te regodeás en mis penas. ¿Por qué? ¿Qué te hice? ¿Qué puede tener de placentero mi sufrir? Nada. No es eso. El arrepentimiento no es falso, el perdón no es forzado. Pero igual disfrutás. ¿Te crees que no se por qué lo disfrutás? No sabes querer, no me podés querer. Y yo te quiero, tanto te quiero. A vos te gusta, eh. Te encanta que yo te quiera. Pero vos no sabes querer, no me podés querer. Y así. Entonces, de repente, te encuentro deleitado por mis sollozos que para mi representan toda la imposibilidad de tenerte a mi lado y para vos, de manera retorcida, representan amor. El amor que no podes aceptar pero que te encantaría tener. Y vos te gusta, eh. Te gusta sentirte querido, aunque eso venga en forma de desconsuelo y de cariños de a ratos que terminan por cesar cuando no me los podés devolver. Y yo, yo debería alejarme de vos, sabés. Pero como privarme del placer de que vos, al menos por un rato, te sientas querido entre mis llantos y tu imposibilidad de quererme.
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The end
Traté de no darme vuelta. Traté. Pero no pude. Te vi alejarte como quien ve irse a su gato por los tapiales linderos, se siente algo de tristeza e impotencia porque no hay nada que se pueda hacer al respecto pero queda el consuelo de que el bicho volverá.
¿Tenías idea vos de que era lo que yo hacía cuando me escapaba por los techos vecinos? ¿Y yo de lo que vos hacías? Ni la más mínima. Nos alejábamos misteriosos en la oscuridad, dónde no pudiésemos vernos. Y vaya uno a saber qué era lo que sucedía. Bailábamos en charcos de euforia con la luna de testigo, en calles apartadas de nuestro origen, en realidades paralelas. Absorbíamos todo lo ajeno que se pudiese absorber sin perturbar lo propio y lo nuestro que era más o menos lo propio. Y cuando la(s) noche(s) se agotaba(n) o simplemente estábamos hartos de lidiar con otra gente que no fuéramos nosotros, volvíamos. Volvíamos para lamernos las heridas y mirarnos a los ojos con la seguridad de estar en casa. Y cuando estábamos en casa, por Dios, no había nadie que pudiese pararnos. Bailábamos en calzones con las sábanas de testigo, en calles del barrio, en el mismo presente. Nos llenábamos de nuestras presencias y volvíamos todo nuestro que era más o menos lo propio. Hasta que de repente todo se terminaba y partíamos. Un placer, mi amor. Nos vemos pronto.
Traté de no darme vuelta. Traté. Pero no pude. Te vi alejarte como quien ve irse a su gato por los tapiales linderos pero esta vez, a diferencia de mi gato y de todas las veces, desee que no volvieras, que te perdieras en la noche abajo de alguna luna ajena y me dejaras a mi relamiendo mis heridas solita, que bien puedo hacerlo. Quien se hubiese imaginado que realmente no volverías y a mi no me quedarían lastimaduras por curar.
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Letanía de usted
Que lindos sus ojos para encontrarlos acompañándome en el desvelo Que lindos sus dedos para disfrutarlos acariciando cuerdas una tarde de lluvia Que linda su sonrisa para descubrirla refugiándome de las penas (cuánto quisiera que fueran pasajeras) Que lindo su cuello para hallarlo entibiándome las narices en estaciones extrañas para llevar las narices frías Que lindas sus piernas para sorprenderlas enredándose en las mías Que lindas sus manos para notarlas despeinándome cuando quiere acariciarme Que linda su voz para admirarla cantándome alguna canción de cuna que acaba de inventar para olvidar los malos sueños
Que lindo usted conmigo
Escribo esto en carácter de lista, por si fuera a necesitarla. Por si las cosas cambiaran, vio. Por si se volviera costumbre querernos. Por si nos acobardáramos el uno del otro. Por si el día de mañana usted dudara de mi afecto y yo me olvidara de lo lindo que es usted conmigo.
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Retrouvailles (*)
Cada vez que me toca volver a vos encuentro en tu persona un factor determinante a la hora de mis constantes retornos y, a su vez, de mis constantes partidas. Tu contradictoria cualidad de sorprender a pesar de actuar, casi como un reloj, siempre de la misma manera. Volver significa repetirme por simple placer torturante que significas una predicción bien hecha pero inesperada. Entonces mi regreso se ve inmerso en acaloradas bienvenidas, en besos sabidos, en noticias perdidas en la vorágine del día a día. Nos encontramos, una vez más, recordando gustos, célebres anécdotas, una vez más reluciendo los vestigios de lo que podría haber sido y no fue, reviviendo una historia que por más que sea contada mil veces tiene siempre el mismo final. ¡Que sorpresa, me lo veía venir! Y así, como diría el gran Julio, después de hacer todo lo que hacemos, progresivamente vamos volviendo a ser lo que no somos. Ya sin rencores, ya sin extenuante sufrimiento de telenovela, ya sin ruido. Las cotidianidades se llenan de un mundo sin nosotros pero, como de costumbre, de los balcones de la ciudad brota la eterna espera de un utópico y pactado reencuentro, en el que mi retorno a vos venga de la mano de tu vuelta de tuerca a lo conocido y el aire se torne denso y cítrico y el tiempo se pare a admirar como, después de todo, lo burlamos.
(*) En Francia la palabra Retrouvailles se utiliza para la alegría de reencontrarse con alguien después de mucho tiempo. Es una palabra sin traducción, solo existe en francés.
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A-zu-lado
Siempre fue un placer para mi poder ponerte en palabras. La libertad con la que recorrías las hojas de mi cuaderno me deleitaba. Hoy, lejos de eso, me angustia. Te siento consumido por un resentimiento, del cual si bien me hago responsable, no comparto. Porque el resentimiento es odio y el odio es color negro. Yo soy color azul y vos seguís siendo color azul en mi alma. Como así seguís siendo la brisa que me enreda el pelo mientras voy caminando o la fresca sensación del pasto en los dedos de los pies. Seguís siendo la luna, quizás no la mía, pero si una muy bonita. Y si cierro los ojos, además te aparecen al rededor todas las estrellas, todas las que llegues a contar en una noche de verano. Te regalo un poco de mi para vos, tal vez pone un manto blanco sobre tu negro y, con suerte, lo transforme al menos en un aburrido gris al que no le importa, o tal vez el negro se vuelve más negro. Seguís siendo. Seguís. Color azul. Luna mía.
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vigilia
No pude dormir porque no me dijiste que me querías. La despedida tuvo un sabor amargo Y vos no me dijiste que me querías No está bien mendigar amor; te quiere quien te tiene que querer Pero vos, vos que sabes cuanto te aprecio De vez en cuando Quereme Decime qué me querés Que me querés a los gritos Que me querés a las cansadas Que me querés sin querer Que me querés bien Que me querés mal Que me querés despacito Que me querés para otra cosa Que me querés a pesar de todo Que me querés locamente Que me querés aunque duela Que no me querés Al menos, decime qué no me querés Pero no me dejes con la incertidumbre Con la duda desvelante De si vos también me dedicás tus versos Decime si me querés Porque no pude dormir porque no me dijiste que me querías
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